Siempre que hablo de política —o la escribo, que es como proferir medusas por los dedos—, se me llena el paladar de orugas urticantes que atino al fin a escupir tras haberlas reducido a un potingue de mandíbula cuyo rastro, asaz hediondo, persistirá en mi aliento durante las horas sucesivas por más que me cepille los dientes. Preferiría departir acerca de Rakotunisontuni, mi «tantas veces muerto, tantas resucitado» animal totémico de sangre helada que encontré en la infancia y redescubrí en la edad adulta gracias a un disco del que acabo de asumir un buen pretexto para rendir cuentas al acaso...
En los países socialistas, defender al humilde de los expolios del rico es lo que se alega oficialmente para establecer una política de confiscación y mantener purgas regulares; en los capitalistas, proteger la libertad de empresa sin la cual no puede haber eretismo económico se traduce en blindar al acaudalado frente a las demandas de la turba descontenta y bloquear cualquier iniciativa de reforma que tenga por exigencia desmantelar la sucesión de asaltos al patrimonio público avalados, en arrimo de lucro, por la fábrica de encubrimientos recíprocos que nunca ha dejado de ser el parque parlamentario.
Esperpento desmembrado en un zoco de infamias, España está en venta y sus habitantes, más baratos que nunca. ¿Para qué, si no, se ha decretado que el paro sea un valor en alza? Rastreros con los desmanes del opulento y verdugos inclementes con los zancadillados por la fortuna que otros, sin embargo, están autorizados a defraudar, el político endiosado de hoy ya se aventura, sabiéndose impune de hecho, como el tratante de esclavos del mañana. Bancos subvencionados con el dinero secuestrado a todos, jueces encanallados por el gusto de invertir en la prevaricación o la costumbre de mirar impotentes hacia otro lado, periodistas culeros que entre patada y patada al idioma certifican la defunción de la verdad mediante el último timo de la noticia, son sólo una parte exigua de la mugre de cada día que se traga el lavadero de un Estado convertido en timba institucional, un envite ignominioso, con ayuda —justo es reconocerlo— del vistoso guantazo asestado por los comisarios de pillaje de la Internacional Especuladora.
El cambista y su mujer de Marinus van Reymerswale en la versión que se conserva en el Museo del Prado.
El cambista y su mujer de Marinus van Reymerswale en la versión que se conserva en el Museo del Prado.