¿De dónde obtiene el paraíso toda su luz? Lo sé: ¡lo ilumina el infierno con sus llamas!
Lucian BLAGA
He sido aojado por una gitana que se presentaba antes de ser vista por el cerco de untuosas emanaciones pilosas lanzadas a lo ancho de varios metros en derredor. Ni siquiera me miró para efectuar la operación, que administró con el ojo del culo sahumando por la callada una maldición bajo la forma de una horrenda sentadilla. Sucedió mientras aguardaba mi turno en la caja de un supermercado. Ella estaba delante de mí y disimulaba el protocolo de sus malas artes mediante la colocación distraída de los artículos sobre la cinta, básicamente docenas de abortos de gallina, patatas como cabezas de enano y yogures de aditivos chillones que yo no comería ni a cambio del supremo don de la esterilidad. Iba acompañada por un ser indescriptible, revoltijo de roedor pelagroso y urraca senecta, pero no fue este engendro lo que me sublevó; uno puede ser sensible sin llegar a los remilgos del delicado, y tampoco tras el agriado contacto visual con el escaso alicatado de azulejos rotos que decoraba sus mugrosas encías o con sus greñas perladas de grasa, me espanté. Una barrera más sutil se interponía entre nosotros, un atributo abstracto que daba visado de pesadilla a su osadía cañí para aprehenderla en su dimensión antropológica más nauseabunda.
Según la mecánica cuántica, la naturaleza de la realidad se comporta según el estado del observador que la interpela: si crees en el azar, el mundo parecerá un enjambre fortuito de acontecimientos impredecibles; si crees en el destino, la totalidad de los eventos se sufrirá determinada por una constelación matemática de relaciones inexorables. Durante ese día, antes de aventurarme a hacer la compra, ya me había predispuesto a creer en el carácter residual de la humanidad, así que el mal de ojo supuso una esperpéntica confirmación para los fantasmas de mis aires misántropos de grandeza, y eso a pesar de que la desfacedora de encantos, a juzgar por sus trazas, muy humana quizá no fuera, pues por la cintura caída del pantalón de pijama que con inseguro vaivén cubría sus gibas posaderas pude captar el anticipo de una selva negra donde me imaginé forzado a moverme a golpe de lengua en vez de machete. Definitivamente, me siento convencido de que aquello no era mujer, sino un súcubo con tara procedente de los descartes del báratro. Lo importante para el caso que ahora me ocupa es que desde entonces acumulo pensamientos recurrentes, gobernados por conceptos elípticos, similares a este óbolo que os dejo:
La vida es como un anillo que se cierra con la muerte, rendija a su vez de acceso a la continuidad donde confluyen el principio y el fin, un enclave despeñadero de irremediables despojos paradójicos para la consciencia donde ser y no ser espéjanse simultáneos cual llave y cerradura de irrompible cópula al margen, también reverso, de la otrora temporalidad. El tiempo es una gramática adaptada a la percepción humana de los hechos, pero su fenomenología no implica que sea menos arbitrario o más cierto que otras convenciones útiles para acomodar las apariencias que creemos vivir con la necesidad de poner en crédito de evidencia a ese habitar fugazmente corpóreo, en progresivo proceso de disipación, que pensamos ser. Piénsese lo que se piense que sea, no hay suma de edades que escape a su refutación natural ni duración cuya tiranía no fenezca con la identidad ceñida a lo efímero concreto, y del precario transcurso unidireccional que comparo con un punto de lectura en el que las palabras del libro surgen a medida que se va recreando la historia, todas las páginas de la existencia vuelven a condensarse —o así me lo figuro— en una sola visión asaz destripadora y desde sus múltiples sentidos absoluta, porque absoluto es disolverse en la eternidad del instante que iguala al cosmos con el cosmos.
En pírrico homenaje a mi libido dañada, frangollada tras la nalgaria imprecación de la calorra, reproduzco la Marcha fúnebre de Don Juan de Norman Lindsay.