Piet Mondrian |
Thomas SZASZ
El segundo pecado
ADVERTENCIA
El material que declaro en esta aduana solo es apto para unos pocos y no en su totalidad (no espero menos de esos pocos entre los menos). Las grávidas de jodienda sin enmienda, los neopapás henchidos por la covada, los pobladores amaestrados en demasía, los monsergueros de capellanías irredimibles, los intelectuales de escuadra y cartabón, los demócratas orgánicos e inorgánicos, los monógamos de la productividad, los veedores a rebufo de un marasmo tribal y, muy especialmente, todos los aquejados de labilidad emocional que hagan sufrir a otros la parlería de sus repullos, por favor, no estrujen aquí su paciencia.
Soy hombre de palabra, no de palinodias, y aunque haya mascado diamantes más duros al cuidado de otras labores lapidarias, por el equilibrio elemental de decirme bien en todo lo malo que pueda haber pensado y por no pensarme mal en todo lo bueno que pueda haber dicho, espero que cuando mis dotes de observación aparezcan melladas la calidad de la prosa las desagravie, de la misma forma que cuando esta calidad no se halle confío en que aquellas dotes la auxilien. Puede suceder también que ambas mañas queden frustradas, y entonces sólo respiraré absuelto en las bocanadas de humor que haya sabido transmitir. Si aun tras este aviso, cuyas aclaraciones no revisten carácter exculpatorio (donde dije, dejo), alguien llegara a sentirse atacado por el efecto de las pócimas escanciadas, debería considerar como primer elemento de reflexión que mis dictámenes no se conjeturan sobre personas singulares, sino en torno a personajes quiméricos, tipos morales, relaciones de poder y situaciones mentales. Mis torneos ideológicos tienen como único ámbito de confrontación los supuestos sobre uno u otro fenómeno, no los fenómenos en sí, y cualquier intento de llevarlos fuera de ese espacio contra los planteamientos aquí sugeridos, fracasará.
A dictamen de Anthony Weston, autor de un manual que ofrece reglas claras y precisas para construir buenos argumentos, «no es un error tener opiniones. El error es no tener nada más». Estoy de acuerdo: la colección de aforismos y dicterios que prologo está plagada de errores, y que haya entreverados algunos aciertos solo demuestra que si caigo dentro de la razón me ubico fuera de propósito. Podría haber perorado con arreglo a una retórica más sólida, no haber subordinado el ejercicio de mis facultades al capricho de agrupar proposiciones dudosamente fundadas, pero para no regatear refutaciones al impugnador debo mencionar que mi premisa inicial siempre ha sido tan desalentadora como la ordalía de la conclusión: ¿a quién voy a convencer si yo mismo no me venzo? No será proeza desjarretar mis ideas si uno persevera en indagarlas; adelanto, sin embargo, que hallará mayor alacridad en departir con el maquis que se acusa sin excusas ante el tricornio de lo legal, moral y socialmente correcto.
Por último, una cláusula implícita en cualquier obra de índole intelectual determina que la fuerza de las palabras debe repelerse con pertrechos equivalentes y aquí la recalco como código de combate. Quien no pueda asumir la disciplina en estos términos, en ocasión está de ejercer su derecho de escatimarse disgustos.
Caveat emptor.
PRELUDIO
Cuanto más bajo es el nivel de conciencia de un mortal, más importancia concede al aniversario de su nacimiento, en el que bien pensado tiene a favor de su pesar el principal colaborador. Tal día como hoy, en el resacoso año del Señor de mil novecientos setenta y cuatro, fui expulsado de la cueva materna después de haber sido sembrado en la humanidad por el azar de una concupiscencia que no condeno, mas tampoco puedo celebrar. No malgastéis conmigo el esfuerzo sonriente de vuestras felicitaciones. ¿Por qué habría de recibirlas?, ¿por haber sido empujado a la cripta giroscópica de un experimento fallido?, ¿por deambular erecto doce meses más sobre el terraplén de mi discreto pero seguro deterioro?, ¿o acaso por el festín que se supone debo costear a quienes incurren, generalmente sin malignidad, en la indelicadeza de enmarcarme la alegría (que no siento) de haber postergado, con otra vuelta de primaveras, la decisión más conveniente para un ser de mi alcurnia?
No doblen aún las campanas por mí ni truenen de intriga los pendencieros atabales que, galanos de redobles, sacan de cadalsos y mortales acrobacias su inspiración. Si he de suprimirme, no será encaramado a una precipitación, sino encarado a un atolladero y no sin convocar a mis allegados para una ceremonia de despedida. Aquí, aunque el suyo fuera urgido por el veredicto, tomo de Sócrates dechado.
Pasados los cuarenta, y exactamente al contrario que antes de los veinte, no encuentro forma más juiciosa de fantasear con la muerte que celebrar la vida. Aclarado este buso, cedo mejor la palabra a la floresta de chascos, tanteos, reconsejos y contusiones cosechados a la luenga de las últimas lunaciones como yesca servida, a todo pensar, con el expreso designio de dar chispa durante las venideras. No ha nacido, pues, este libelo como agasajo, sino como libación gustosa de compartir con los gentiles. Desde las tesituras menos predecibles, vienen arrimándose gentes a las rarezas aquí expuestas con la aguja de marear de una curiosidad que, a momentos, destella simpatía. Si alguien hay entre ellos que no esté desatento para descubrir las erratas que hubiera podido traer con mi última expedición, no se demore en tirar la primera piedra. Mi cabeza, si la hallan (no siempre acude a mis requiebros cuando la requiero), se lo agradecerá de muy tierno guiño mientras haya una pica que la aguante.
1 DE 6: DE LOS QUE ENTRAN Y DE LOS QUE SALEN
Uno se sitúa en el centro del mundo cuando ya no se siente parte de él.
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El nacimiento es una espiral que se abre hacia el abismo y la muerte una espiral que se cierra sobre él.
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Funestas son las entradas, háganse airosas las salidas. «Mal anda quien mal acaba», bien remata quien de su grado abandona.
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Cuando uno, por medio del esfuerzo de su intelecto, llega con una vida de ventaja a las conclusiones que todo mortal habrá de admitir como innegables en las postrimerías, tiene asegurada la infamia durante, al menos, otra vida.
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En la vida de cada ser humano se repite, abreviada con sus propias figuras y figuraciones, la historia completa de la humanidad, que a su vez es un compendio de la historia planetaria como esta lo es de la galáctica y así hasta dar en saber que pertenecemos a la hecatombe no menos que al sarcasmo que nos alumbra con el apogeo y el declive de todos los soles.
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Apostar por la vida, esa mala madre, es no haberla comprendido.
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La perduración de la especie testimonia no tanto el éxito de la naturaleza como el fracaso de la inteligencia.
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El mundo es un mal crónico porque aún son mayoría los locos que creen que merece la pena existir.
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Todos los defectos que intentan obtener crédito de virtud terminan delatándose porque imitan el vicio original de haber nacido.
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Los mismos males sin remedio que son causa suficiente para abandonar la vida deberían contemplarse como razones inmortales para dejar de traer personas a la existencia.
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La vida real solo puede ser defendida desde el mal. Quien quiera ayudar al prójimo como a sí mismo, abstenerse debiera en adelante de esparcir sus gametos.
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Cavilar sobre lo invivible de la existencia es crucial no por el destilado hecho a partir de esta esencia peligrosa, sino porque contribuye a disipar el embeleso de la embriaguez biológica.
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Si cierto es que nadie, ni siquiera uno mismo, puede hacer dichoso a nadie, no lo es menos que cualquiera está ampliamente dotado para hacer infelices a otros gracias a la herencia pulida en tal sentido durante todas las generaciones que lo han precedido.
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Dicen que el sufrimiento es una elección personal y, en efecto, se puede percibir la crudeza de la existencia tal cual es, o se puede perpetuar en la inopia que supone alargar la agonía de la especie con nuevas legiones de desgraciados.
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En la adolescencia, queremos hacer descubrimientos que nos deslumbren; durante la juventud, nos interesa descubrir la forma de deslumbrar; al alcanzar la madurez, renegamos de lo que nos deslumbró con el mismo celo que defendemos lo que nos pone al descubierto; cuando se llega a la senectud…, ya os contaré.
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Jamás se percibirá la fatuidad humana tan bien pagada de sí misma como en las barrigas hinchadas que lucen a modo de estandarte triunfal las embarazadas.
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Hay hombres, poquísimos, a quienes todas las maldades les pueden ser perdonadas gracias a su ingenio y otros, demasiados, a quienes ni siquiera se los puede excusar por el único mal que con ellos han cometido al parirlos.
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El humano es un animal que se plantea problemas que no puede resolver porque porta en sí mismo la incógnita abierta de ser como no es.
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Tomarse la vida en serio, ¡qué impostura!, otra forma de tragársela en serie para que el desastre tragicómico que supone existir pueda ser orientado desde fuera hacia un objetivo que, por sí misma, ninguna vida posee.
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Antes que para el espíritu fuimos hechos para la carne; para la carne compungida y gloriosa del éxtasis, para la ruina vibrante y gozosa del frenesí. Malnacidos todos en un territorio hostil donde las mentes se apelotonan en pos de las más precarias pretensiones, la diferencia brilla en el estilo con que se administra la misma materia vil que nos ha sido adjudicada en usufructo.
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¡Cuánto mejor sería expandirse hacia arriba en vez de propagarse mediante consecutivos descensos! «Sí, yo quisiera que la tierra temblase en convulsiones cuando un santo y una gansa se aparean», declara un iracundo Nietzsche, travestido de profeta, al que no puedo dejar de aullarle en consonancia la razón porque el hecho de permitir que cualquier botarate —y todos lo somos a menos que demostremos lo contrario— invada un útero armado con una bomba de esperma para poner en marcha la clepsidra biológica de otro ser humano —o la inversa, tolerar que la celadora de ese altar se deje invadir por semejante efluvio de barbarie— es profanación propiciatoria del castigo que, si una acción contraceptiva no lo remedia, caerá sobre la nueva criatura de la forma más atroz que imaginarse pueda. La existencia, punto de partida de todos los infiernos.
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«Lleva una ventaja lo sabio, que es eterno; y si este no es su siglo, muchos otros lo serán»: en Gracián, ciertamente, hubo veta de optimista. Con mayor o menor proporción en su regular escasez, hubo siempre en todo tiempo y lugar gentes incómodas con su momento allí donde este fuera tenido a mal perder. Unas, no pocas entre las menos, enamoradas por añoranza de un pasado arcádico, libre de culpas y de modernos pesares, se vieron condenadas al ostracismo, impuesto o elegido, cuando no al ridículo intransigente de sus coetáneos, mientras otras, soñadoras de purgas apocalípticas y de utopías, proclamándose adalides de un futuro que, como su presente, había de aplazarlas indefinidamente, cometieron consigo la ceguera de auspiciar las más pormenorizadas vilezas contra sus contemporáneos por querer adelantarles lo irrealizable. Quedan en el margen, no obstante, los individuos intempestivos sin esperanza ni nostalgia, minoría consciente de que el menos falible sentido de la época es asimismo el más tétrico y, por ende, el menos celebrado: una sonda de fatalidad que, ya se lance hacia delante o hacia atrás, enseña que tan vano es creer que cualquier tiempo pasado fue mejor como inútil precaverse de la calamidad por llegar. Según la cascada de efectos de la entropía, todo lo susceptible de empeorar, empeorará.
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¿Qué padre amoroso no estaría dispuesto a sacrificar su vida por salvar la de su hijo? Si la respuesta parece obvia, plantearé el interrogante de otro modo: ¿qué padre amoroso estaría dispuesto a negarle la existencia a su hijo sin saber previamente los males que esta le reserva? Pocos, en efecto, y el veredicto es el mismo en cualquier caso, aunque este pocos nada tenga en común con el que podría darse a la primera pregunta. Con tal preñez de lamentos en mente, no es impropio ni descartable que a partir del embrión todo padre responsable se obstine en demostrarse a sí mismo que ha tomado la decisión correcta. Bien puede argüirse que las atenciones que este tipo de papás pondrán después en sus camadas perseguirán, mayormente, sofocar las oportunidades que la conciencia —tacharla de mala es quererla abortar— tenga de reprocharse las enormes cargas, padecimientos, sinsabores y penurias impuestas al recién nacido con la existencia.
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Debido a la duradera y engorrosa etapa de crianza que los cachorros humanos exigen, mi hipótesis es que la selección natural ha hecho coincidir la madurez sexual con la activación de un mecanismo neuroquímico destinado a comprimir la percepción del paso del tiempo en la edad adulta. La utilidad evolutiva subyacente no requiere mayores explicaciones: evitar el abandono de los menores por parte de sus progenitores, así como contribuir a que la perspectiva de aliarse a la creación de nuevas legiones de descendientes no muestre demasiado pronto la inconveniencia que representa.
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No hay receta para paliar los principales problemas vinculados a las relaciones humanas porque tampoco hay solución para enmendar lo que por origen está revenido. Aun así, no pocos de esos problemas se complican por el azogue de aversión que uno puede embrocar en sí mismo, que vale como decir por la dificultad que experimenta para buscarse donde más teme encontrarse: en soledad y silencio.
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Deberíamos pensar en la muerte tumbados para poder morir en ella de pie.
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Si uno pensase seria, detalladamente, en las consecuencias de un solo acto, no se levantaría de la cama jamás.
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No es el ser para la muerte, como tanto se ha pensado en el último par de siglos, sino al contrario: la muerte es para el ser y lo que en él la muerte anticipa funciona como un órgano provisto de sentidos propios a través de los cuales se palpa, evoca y conjura el no ser.
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«Todo es mentira, menos el dolor», repetía maniatado el anciano en la fisura que la claridad abría en su demencia. Supone una objeción drástica contra la vida el dolor disgregador que uno ceba en sí mientras respira, mas no tendrá manera de comprobar si es cierta mientras la lleve sometida al decreto del aliento.
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Mientras el pensamiento tenga una razón para la controversia, habrá un sempiterno conflicto de interpretaciones sobre la tragedia porque bajo ninguna lente con que se mire la vida es justificable éticamente, pues no corresponde a quien ha recibido tan terrible puñalada por la espalda argumentar en defensa de su agresor cuando cabía en este la facultad de inhibirse.
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Veneno dentro del varón y complot en cierres si alcanza el santuario femenino, en el semen no debe dejar de advertirse una legión compuesta por minúsculos pero fanáticos enemigos de la libertad. Malgastarlo, derramarlo en vano y hasta pisotearlo en el tablao de los reniegos son acciones que subrayan la diferencia sobre la bajura de aquellos que lo vierten donde su valor agropecuario puede ser empollado.
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Cuando se pasea por el mundo reconociendo en él un paraje exótico donde pululan sobrealimentadas las pasiones de seres que toman la semejanza de sus apetitos por normalidad, uno está preparado para la aventura de colapsar con él. Un mundo que es como la huella de un crimen cuyo autor se nos trasluce incognoscible, y cuyos pobladores se suman como secuelas a la prueba de su imperfección.
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Bien hace quien desprecia en vida el afluente de su ser si en ello halla razones liberadoras. Y bien pensado, mejor obra quien se libera de tener que negar la envergadura de aquello que nos la da.
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Las tallas aumentan, los tipos disminuyen, los sentidos se embotan: podemos estar seguros de que la domesticación ha sido exitosa.
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Ser viejo y vanidoso irrita no tanto por lo segundo como por el anacronismo de cebar en un ser curtido al jovenzuelo inconsistente.
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Sólo pensando fieramente en la fealdad que mueve el mundo puedo asomarme a la belleza encerrada en la precariedad de sus manifestaciones.
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De cerca toda belleza revela su monstruosidad esencial, pues nada que haya nacido está libre de esa llaga incurable que la decrepitud exige lamer en común homenaje a la putrefacción.
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Años son daños seguros, pero daños que sanan mientras se ensañan por enseñarnos las prioridades.
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La única verdad es que la verdad es única, individual, ya que cada uno muere en exclusiva como si fuese el primero en hacerlo.
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Pocas acciones son tan obscenas como un bautismo, sacramento en que la incorporación de un ánima al redil de los justos exige la cobranza de una vida inocente.
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Cada uno es hijo de tantos padres como influencias ha recibido; lleva en sí tantas huellas distintas que discernirlas sería tan demencial como contar estrellas.
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Pensándolo sin deshonra, honrar el cuerpo es liberarlo del acto fatídico de la reproducción, maléficamente divulgado por el sello de lo automático y la marca de lo natural, que lo consagra a la falta de probidad que exigen las estrategias cinéticas, y en última consecuencia cinegéticas, de la supervivencia.
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La medicina, coadyuvada por los preceptos higiénicos y los aleluyas del optimismo filantrópico, se enfrenta al reto de poner remedio a la misma proliferación humana que irresponsablemente ha facilitado.
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El bebé, en su calidad de nuevo juguete, no es sino la constatación más penosa de la falta de imaginación de los progenitores.
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Adecuados parecen los hijos para abducir a los padres e imponerles crecientes sumisiones tras hacer irrupción; frente a quídams tan acaparadores, el aborto será siempre un acto de legítima defensa.
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Todo lo que de uno resta cuando se alcanza el límite de lo vivible es la fe de saltar al vacío, la que uno se da a sí mismo en el salto, aquella forma de unidad perdida que sólo puede aglutinarse mientras cae.
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El sentimiento de humanidad conlleva la celebración de todo lo que usualmente calificamos como inhumano. La utilidad moral de ese sentimiento estriba en dulcificar el hecho de que las más duraderas desventuras del individuo empiezan por las manías de la comunidad.
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Para quien está en deuda con la posteridad no es asumible admitir que el mundo hace algo mucho peor que destruir inocentes: los engendra. El abuso del más débil empieza por la horrenda costumbre de traer más vida a la mazmorra.
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No es necesario argumentar demasiado, basta darse una vuelta por la calle para comprobar que no solo es falso que se reproduzcan los más aptos, sino que por norma son los bárbaros e inescrupulosos, los que obran a voleo, los sujetos más prolíferos de nuestra especie.
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A excepción del sadomasoquista, nadie puede abanderar sin sofisma que el hecho de ser forzado a recibir un daño irreparable, innecesario y carente de sentido en su tautología sea justo. Con el nacimiento, los humanos son forzados a sobrellevar todos los males ínsitos en la existencia, luego quien odie la injusticia tiene a su favor toda la razón para odiar la vida.
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Por bien avenido que se tenga, en todo humano se cumple la regla de ser un mal venido, condición que suele agravarse con la de ser un malparido y posteriormente un malcriado. Dependerá de cada uno no convertirse en un malhumorado a medida que la vida, como es de rigor, lo malbarate.
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Quizá nuestra especie ha logrado sobrevivir durante tantas generaciones porque ha sabido ocultarse las principales verdades que la devalúan ante el tribunal de la conciencia, y quizá por eso el mejor modo de ser sincero no pasa por decir toda la verdad, para la cual el simio nunca tendrá oídos aptos, pasa por dejar de repetir todas las mentiras que han progresado con él.
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Si el desorden definitorio de nuestro siglo es el estrés, de nuestra historia colectiva lo es la bobada que por presunción de relevancia atesoramos como instinto de conservación.
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Una de las más calamitosas privaciones que puede sufrir la persona singular es la de ser educada en la ignorancia deliberada de sus capacidades. El ser humano, sumido en la hiperactividad de los artefactos que lo centrifugan en la virtualidad, vive hoy más ignaro que nunca acerca de cuál es el rango real de su valía, que hemos de suponer en gran medida atrofiada por las industriosas ocupaciones que acostumbra a tomar por ocios particulares. El individuo, desplazado de sí mismo hacia el campo de concentración de las pantallas envolventes y las telecomunicaciones, necesitaría una catástrofe para poner a prueba su decencia, averiguar en qué medida son un espejismo sus referencias y hasta qué punto están podridas las raíces de su aparente vitalidad.
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Lo insoportable tiene dos grandes caras entre otras muecas de postín: la cruz de la compañía y la encrucijada de la soledad. Ni en la una ni en la otra se escapa del agobio de ser, a cada momento, algo peores de lo que somos.
William Henry James Boot, Kirkstall Abbey |
2 DE 6: DE LOS QUE BRILLAN Y DE LOS QUE SE OFUSCAN
Uno debería tratarse a sí mismo como a un ignorante, pero sin la ignorancia de tratar a los demás como sabios.
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Si los bondadosos son presas fáciles para los malvados, no seamos tan ingenuos de tenerlos por ejemplares.
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Característico de las mentes epiteliales es pensar que puede cambiarse la hechura sanguinaria del mundo, pero si por un lado la sentencia favorable a las pasiones más crueles está asegurada en cada momento histórico, ello significa que siempre habrá una posibilidad de conquistar la majestad socrática de tener a buena ciencia la nulidad de los tribunales que condenan la libertad espiritual.
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Para un intelecto que sacude su aturdimiento en medio de la somnolencia generalizada, todos los tiempos —los pasados no menos que los presentes, y estos no menos que los venideros— son malos tiempos para andar despierto.
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El hombre ha surcado tantas centurias sumido en las tinieblas de la esclavitud, que movido por su anhelo de libertad ha terminado por creer que la rebeldía es indefectiblemente una virtud, cuando apenas pasa de ser un gesto inútil o, en el menos desfavorable de los contextos, una táctica evasiva.
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Mediante la risa tiene lugar la paradoja de que nos sabemos vencidos por aquello que es más fuerte que nosotros a la vez que nos sentimos victoriosos sobre la realidad al completo, pues si es posible reírse por igual de la existencia del poder y del poder de la existencia, significa que, con toda nuestra debilidad en contra, aún tenemos razón… La risa se convierte en lo único que justifica nuestro naufragio en la tragedia de ser.
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El hombre excepcional sufre tanto como el vulgar, su diferencia está en que sabe reírse además de los sufrimientos.
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Cuando un hombre de fe no es capaz de reírse de sí mismo, cabe esperar que hará lo inconfesable para impedir que nos riamos de él.
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El humano ha de concederse un ideal que lo aleje continuamente de sí o un continuo despeñadero que lo acerque idealmente a su centro.
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El presente humano siempre será menesteroso para satisfacer el anhelo de trascendencia de quienes se tienen por exquisitos.
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Si tienes un ver, tienes un meter. Se espera de ti en las metas que antes de dudar te metas donde otros, que no esperas, de lleno te la metan.
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De la misma manera que un aristócrata espiritual puede ser rico incluso en la ruina, un plebeyo de corazón siempre será pobre por mucho que ascienda.
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Autoridad es el valor en el valer que permite a quien la ostenta conducirse con libertad frente a los poderes basados en la fuerza del mando y en la obediencia de mentiras, pero es autoridad que no se muestra, sino que se demuestra.
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La dignidad nunca es intrínseca al ser, sino a lo que se sabe ser con el ser.
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Quizá uno nunca llegue a ser el que es, pero es seguro que no llega uno a ser el que no es.
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Vivir deprisa es retardarse en el empacho de apurarse.
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No se llega a ser fuerte por poseer fuerza, se llega por saber aceptar las flaquezas con la misma naturalidad que nos desasimos de los imprevistos que nos ponen a prueba.
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Poder darse a otros en vida es la antítesis de querer dar a otros la vida. Bien concebida, la generosidad empieza por no engendrar.
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No hay motivo para desconfiar de la vida por haber derribado nuestros más preciados deseos. Si la existencia ha podido traicionarnos, ello ha sido posible porque uno se ha dejado engañar por la fantasía que nos la presentaba como un banquete.
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La vileza es, sin lugar a dudas, un mal, pero un mal que concentra a su favor todo el peso de la naturaleza.
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Donde no cuajan razones, cojones son honores.
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Aceptada la precariedad de la existencia, aún es competencia de la razón agravarla si uno tolera tomar por necesario lo que solo es irremediable.
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Ser libre es sentirse exento de tener que vivir.
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Se toma el ensombrecimiento como señal de finura intelectual allí donde la morbosidad excede en hondura a facultades más valiosas.
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Como no todos los que parecen íntegros lo son, la mayor parte de los que lo son terminan pareciendo inhumanos.
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Quien está en su señorío no necesita recorrer distintos parajes para cerciorarse de que su sitio se encuentra en sí mismo.
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El epicureísmo hace buenas las holguras en tiempo de paz, el estoicismo templa las estrecheces que son corrientes en la guerra y el filósofo, si es genuino, más allá de la ética que adopte para pilotarse en la bonanza y en la tempestad, no se dejará ganar por la desolación.
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No derrochar pólvora con rivales más débiles depara una doble instrucción: modera la vanidad del ofendido y alecciona al ofensor con la sutileza precisa para que se cerciore sin sentirse doblegado.
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Pasa por honestidad el saber ponerse en la piel del otro cuando en verdad nada es menos deshonesto que saber ponerse a los otros en nuestra piel.
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Propicia la esperanza un medio idóneo para criar rencores sin tasa, pues uno soporta vejaciones prolongadas cuando aún cree posible su turno de revancha.
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¡Cuánto más noble no sería una derrota llana y sincera que extenuarse movilizando todo tipo de razones y recursos para apaciguar la beligerancia de nuestro contrincante!
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Así como toda virtud sostiene, ampara, compensa o camufla un vicio, no debería desecharse sin examen que todo vicio sufrague, encumbre, restaure o impulse una virtud. La cuestión estriba en saber cuál de los dos prevalecerá.
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Ancho es el camino de la mediocridad cuando aprieta el calzado de la rectitud.
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Agradezcamos cada una de las mentiras recibidas, porque ellas son un fruto más sustancioso y mejor condimentado para nuestro conocimiento que la sinceridad a secas: no solo va implícita en la mentira la verdad, sino que viene acicalada con todos los motivos por los que es ocultada.
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Por la fealdad de sus obras reconocerás a los malvados; de los bondadosos, más que el resplandor de obras bellas, lo mejor que puede esperarse es la belleza de una digna esterilidad.
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Hágase humor del horror, que el espanto está en prendarse del espanto.
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Es lícito que uno quiera rescatar la confianza en la vida, pero la perderá en la humanidad si no la busca en sí mismo.
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Quien no siente el sufrimiento que pudiendo evitar causa a otros seres, más cerca está de un ectoplasma que del más atormentado de los bichos vivientes.
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Valen más los hombres por las ideas que rechazan que por las que defienden.
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No hay verdad por la que valga la pena matar o morir; la pena de la verdad es que se pueda matar por algo que a todos, veraces y falsos, termina llegando.
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Así como en todo héroe anida un dragón que lo invoca a batirse contra sus más férreas cadenas interiores, en toda oscuridad habita una perla a la espera del genio que la encienda.
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Cada suceso, con distinto sabor, remite a un mismo saber, pues hilado va todo en todo con el oro viejo de la aflicción.
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A quien la realidad no colma de males, la imaginación lo atesta de horrores.
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¿Dónde reír a pulmón lleno sin reaccionar con el vitriolo de los resentimientos? ¿Habrá un cupo de inocencia para la hilaridad que no deba doblegarse a la postre? Arduo es el mérito de hacer reír a alguien vacunado contra el vendaval de las apariencias y, sin embargo, incluso el espíritu menos mundano debe tener el dispendio de un carcaj surtido de carcajadas so pena de palidecer asaeteado por la congoja.
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Los prodigios que nos maravillan, al igual que las penurias que nos mancillan, son medios compensados entre sí dentro de quienes han reconciliado tiempo y vivencia.
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Allí donde se erigen templos y conceden galardones en loor del saber podemos estar seguros, como en ningún otro lugar, de que al fin la sabiduría ha sido desterrada.
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Ve y vuelve sin embarazo; ase y suelta sin atadura: quienes echarte el lazo quisieran, jamás te lo perdonarán.
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Reconocerás el amor de tu vida cuando todo se hunda y adviertas que solamente de ti penden los semilleros para cerrar contigo el hoyo.
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Nada que viva vivamente se dispensa de contradicciones, y estas solo suponen una razón probada de flaqueza para quienes, por prejuicio, rencor o medianía mental, se complacen encareciendo aquello que parece tan lineal, acomodaticio y uniforme como lo permite la simplificación del mundo a despecho de su realidad. Hijas de una imaginación abundante, las contradicciones no son feas, lo feo es aferrarse a ellas como si fuesen sacramentos vitales o negarlas como si tenerlas fuera incurrir en sacrilegio.
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Igualmente debería desconfiarse de lo que abrasa las venas y de lo que las enguachina.
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La tarea de un buen director de almas no es dirigirlas, sino descubrir en ellas cuáles son los atributos irremediablemente perdidos y cuáles las potencias latentes en que puede confiarse todavía; este ser dotado de mayores vislumbres, así como de la exuberancia necesaria para irradiarlos en otros, es, antes que nada, un desenterrador de hombres parcialmente descompuestos.
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Por muy superior que sea un hombre, nunca será más que un hombre. Lo excelente entre lo más valioso que posee el humano crece con la capacidad para desmentir los poderes fundados sobre el odio a la verdad, a los cuales menos entorpecedor es oponerse que la predisposición a ufanarse de ser fidedigno sobre la misma vocación de franqueza.
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Otra prueba de la más que dudosa bondad natural del humano salta a la vista cada vez que comprobamos qué fácil es soportar el sufrimiento ajeno sin remediarlo, y cuán escasos andamos de fortaleza para no sentirnos mermados por la dicha del otro.
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La mayor vanidad no está en exhibirla, sino en creer que se la ha vencido.
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No tropezaríamos de forma tan estrepitosa con los otros si más que tratar de enmendar sus errores con nuestros aciertos entrenásemos en la observación de sus resortes la conciencia de anticiparlos.
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No anda privada de momentos guaneros la vida del más pintado. «Y con tamaño encanto me despreció aquel a quien encomiaba —podría suscribir conmigo—, que sentí renovada en mí la admiración que iba venciendo mientras se la rendía».
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Entre el poder del ego y el don de sí existe una diferencia de nivel análoga a la que separa el capitalismo del libre comercio (donde aquel es nocivo y mangante, necesario y útil el otro). Todo poder volcado en el ego sigue siendo un poder a expensas del individuo.
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Las uniones logradas sobre talantes afines son más estables que las separaciones debidas a diferencias de pensamiento, pero desuncir las uniones formadas sobre un mismo imaginario requiere del carácter implicado un salto mortal por encima de lo que estima conocido.
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Hay personas que consiguen que las admiremos más cuanto menos compatibles somos con sus creencias. Tras ellos nos elevamos más allá de la amistad y de la enemistad.
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Querer encerrar al adversario para vencer sus ideas es empezar una guerra perdiendo la razón.
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Más aprovechan duros antagonistas que amigos blandos.
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No temas ser enemigo de todos los que te impidan ser el mejor amigo de ti mismo.
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Dejemos el optimismo a nuestros enemigos: bien pudiera ser nuestro asalto más juicioso.
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Siempre he reconocido a mis enemigos la oportunidad de persuadirme porque mis mayores oponentes son, justamente, aquellos que condenan de antemano a sus rivales al negarles la ocasión de defenderse.
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Si no puedes hacer amigos, o conservar a los que uniste a tu mundo tórnase inaguantable, enriquécete a conciencia con tus enemigos, elígelos con esmero antes de que ellos te elijan con rencor, y no hagas afrenta en desplazarte hasta ellos para poder contemplarte desde allí más feo que nunca.
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«No hay enemigo pequeño», dijo el sabio, sólo enemigo con pequeños medios.
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Que no falte la visión en el libro que es el otro de cuán poco vale el amor que nos niega la expresión como seres únicos.
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Si es callado, el sabio toma el cayado.
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Que el sabio esté a bien con los poderosos nada dice en beneficio de su integridad moral y todo lo calla en perjuicio de su sabiduría.
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Se sabe que uno comprende más de lo que sabe cuando por silenciar lo que no sabe dice menos de lo que comprende.
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No es más sabio el que más aprende, sino el que mejor se desprende de todo cuanto da por sabido.
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El saber que se contagia es un saber mejor que el aprendido porque es el verdaderamente aprehendido.
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Para saber bien otras cosas, el hombre culto debe aprender una sola: permanecer abierto, fértil, inacabado, porque ser culto significa poder modificarse al entrar en contacto con el conocimiento venga de donde venga.
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La experiencia nos indica que debe más decisiones a nuestro desconocimiento que a nuestro saber.
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Tan exiguo saber es el de algunos que no saben decir que no saben.
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Disponer de una razón fría, respaldada por un flexible sentido práctico, ahorra mayores males que los provocados por su negación o su carencia. Sirvámonos de ella sin pudor, pero sin atribuirle mejores cualidades de las habidas en cualquier otro medio falible.
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Aprender a solazarse con los placeres demorados es ampliar en posibilidades el esplendor de su brevedad.
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Conviene darle deleite a los sentidos, no todo el que por instinto admiten y por apetito desmedido quisieran, pero sí el justo y sazonado para que la razón, subyugada por los vapores del deseo, no se convierta en la ayudante de cámara de una pasión.
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Pesar y pensar comparten el troquel del latino pensāre. Pero antes que pensar que pensar es lo pesado, lo que no deja de ser un pensar de mal pesar, piénsese que lo pesado pesa sobre el pensar cuando se piensa por debajo, no por arriba.
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Para muchos es tan doloroso ocuparse simultáneamente de varias actividades, que pensar mientras respiran parece ponerlos en riesgo de apraxia o de paro cardiorrespiratorio… En consecuencia, dejan de pensar.
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El pensamiento es la obra de los escrupulosos; pertenece, por lícita desviación, a quienes necesitan disuadirse a sí mismos antes, incluso, de pensar.
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¿Qué mejor rodamiento para la vida que hacer de ella un rodaje con las rodajas de los días?
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No pidas demasiados plácemes al despertar. Si el sueño precedente y la visita al baño corroboran la cima del alma, o si unos ojos más limpios que los tuyos te sonríen y nadie te estampa con el desayuno el raudal de sus impertinencias, no habrá sido un mal comienzo.
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No sé qué soporto menos, si las injusticias o las necedades. De cualquier manera, el orden en la aversión no altera el producto: una necedad con éxito acarrea siempre injusticias y el triunfo de la injusticia no sería posible sin la ovación de los necios.
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Por luminosas que sean las intenciones, no arrastrar ni empujar a otros es síntoma de haberse puesto en camino con el mejor de los pasos.
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La inviolabilidad del individuo se fundamenta en su prestancia para mantenerse firme ante las intromisiones —médicas, mediáticas, tecnológicas, legislativas— que su época lanza sobre él, dispuesto a defender con uñas y neuronas el umbral de lo que propiamente ha hecho suyo contra el avance de la homogeneidad. «El mero hecho de que el hombre libre sepa cuál es su papel en caso de catástrofe hace disminuir el miedo», señala Jünger con pulso de anarca. Esta es la libertad originaria e irrenunciable, la libertad del ser solo frente a la historia, solo frente a la comunidad, solo incluso frente a sí mismo en formas y decisiones donde ganan mutuo conocimiento de sí los medios y los fines, la vida y la muerte.
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Más feo ademán es el rechazo de la horrible verdad que la asunción de su indeleble truculencia. Se respira con la misma entereza que se quisiera expirar cuando uno entra arriscado, pero sereno, en la ebullición interior de sus ganas de descegar del mundo.
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Por más precauciones que tome, el espíritu valeroso deberá batirse con el Monstruo. Su ética será buena si aun sucumbiendo al desafío puede erguirse al comparecer ante un poder que lo rebasa como sólo puede hacerlo el custodio de cuanto hay digno de ser saludado por su hermosura.
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Donde los demás se dan por satisfechos ha de ponerse un hito que indique a los solitarios que allí eclosiona un sendero por parajes desconocidos.
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Peligro o esclavitud, morir con las armas en la mano o dejarse succionar por la lógica del poder como una cifra en una hoja de cálculo: he ahí siempre una elección que nos apela.
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Mantener la cabeza clara, obligarse a enfrentar el miedo, prohibirse la procreación: principales actos individuales que contribuyen a hacer del mundo un lugar menos espantoso.
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Que nunca falte perspectiva del camino recorrido, conciencia de que el destino está en uno y fuerza para detenerse.
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Nadie mejor que Marco Aurelio dota de sentido a la idea imperial de modelar el espíritu con el pensamiento despejado de nieblas, consciente del deber de acompañarse a sí mismo y alentado por la fortaleza de ordenarse sin desmandarse. Tenía muy presente la noción del mundo como una trampa y sabía qué provisiones interiores llevar para transitar por sus parajes enredadores sin perder el centro, que viaja con uno incluso cuando se empuña un arma o se yace drogado en un colchón.
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No se quiera ir a más cuando a menos se va, ni se quiera uno menos por no ir a más.
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Todos los caminos a la verdad están llenos de fango, y negarlo solo conduce a la posada de una mentira. Quien algo quiera saber no debe temer mancharse de veracidad ni confiará en las visiones acabadas del mundo, que representan la peor tentación para el pensamiento.
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Las ideas son fatuas, pero hasta la mayor bagatela adquiere nobleza cuando el individuo que la defiende está dispuesto a hacer insignes sacrificios y asumir riesgos innecesarios contra aquellos que obstruyen el libre curso de sus opiniones.
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En poco se tiene quien mucho debe al parecer ajeno y por ir a más en la opinión se viene a menos en el gusto. Asunto de gusto es la opinión y no todos los gustos se hacen valer por igual. Respetable se vale la persona al margen de la opinión que tenga de sus gustos y del gusto que asigne a sus opiniones.
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Una de las cualidades que más habrían de agradecerse en este atenazado mundo es el buen humor, el tono recio, afilado en su afinación, que cuando se adorna con la cordialidad y apaciblemente se luce en la indiferencia respecto al afán de posesión, logra que algunos ejemplares de nuestra especie reverberen como continentes donde maduran jugosos contenidos.
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No maldigas la oscuridad, tu indignación solo aumentará la ceguera; adapta tus ojos a ella o enciende una vela en su lugar.
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En el fundido en negro del reposo nocturno donde la meditación se asoma a lo que uno lleva dentro de sí, la audición crece a medida que la mirada se adapta; lo mismo puede decirse del pensamiento cuando uno se aleja de la sociedad.
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No merece la pena quien te la quita si te encadena.
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¿De cuántos dependes para sentirte cómodo, seguro, querido, satisfecho? Salvo que sea igual a cero, la respuesta nunca será positiva para uno.
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Ir por libre no implica negarse a compartir, sino negarse a perder la libertad, lo cual es bien distinto y distinto para bien, pues el mejor valor es el valor compartido sin imposición.
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La libertad agoniza donde crece el miedo. No temer a los demás, aunque nos machaquen, es volverse invulnerable: ninguna actitud puede llamarse soberana mientras no acepte del poder que puede quitarle la vida.
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De poco vale la libertad que uno quiere para sí cuando no está dispuesto a aceptarla en los demás. La libertad que no se conjuga en primera persona del plural es como un gozo estancado en ausencia de reciprocidad.
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Quien no respeta que otro haga con su existencia lo que quiera, incluso anularla, además hostilidad contra la diferencia de caracteres y pareceres, demuestra repudio hacia la vida misma por lo que tiene de irreductible a un plan de conducta.
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No aceptar el no por respuesta es condenarse a ser un déspota del sí.
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Existe en todo humano una compulsiva búsqueda de la gratificación que tiene en las formas abnegadas las menos sinceras trechos para encontrarla.
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Las campañas más furentes habrían de reservarse a las hazañas de alcoba; para el intelecto, cuánto mejor no sería un colchón de clavos que le impida adormecerse en una creencia.
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Cada dogma delimita un no se vaya a más desde el cual sólo se puede ir a menos.
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Vivas como vivas los desafíos y vicisitudes que la existencia te suture, al final la suma de todas tus experiencias, buenas y malas, será cero, y tanto error hay en querer cebar un resultado positivo como en creerlo negativo.
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Ser moderno es buscar placer en lo insaciable tras haber encontrado lo insaciable en el placer.
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Entre otras venerables reliquias tiene el espíritu clásico la virtud de reparar en el moderno ese temblor de lo falso que a menudo se adueña de su presente.
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Con frecuencia no sabemos lo que queremos hasta que lo tenemos, y es entonces cuando empezamos con seguridad a dejar de quererlo.
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Hay más nobleza en la mirada que mima que en lo mimado. Así oran los contemplativos.
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Contemplados en lontananza, son pocos los humanos que parecen lesivos; de cerca, no son pocos sino aún menos los benignos.
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Algo que no puede escogerse a voluntad es una memoria presta para las gratitudes y perezosa para las ofensas, pero más que de otras cualidades depende de esta irresolución que seamos mejores o peores personas a juicio de los demás.
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Bueno es fatigar fatigas y no dejar que nos coma la función que nos da de comer fundando de ella un observatorio antes que un purgatorio.
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Tomar como un medio de realización personal lo que solo es un medio de subsistencia denota un cambio notable de actitud: el mismo que hay entre usar un salvavidas y tirarse al pozo de cabeza.
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Demasiada oferta marea y termina hartando. Siempre beneficia al cocinero no exterminar el apetito del comensal y aun ofrecerle alguna dificultad adicional a modo de recompensa que grabe mejor la experiencia culinaria en la memoria. La escasez, bien lo sabemos, acrecienta el valor relativo de las cosas afectadas por ella; modérese también, en consecuencia, el hambre de dar.
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No importa a cuantas personas desees ni las preferencias que les otorgues, lo importante es que con cada una tu fusión, no tu transfusión, tienda al absoluto.
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Cuanto más hondo se respira, menor es la necesidad de espirar de forma hablada. ¿Por qué divulgar lo que el silencio enseña? ¡De la palabra dicha es tan difícil salir! Optar por el silencio no es necesariamente sellar la voz, sino escoger, por desacuerdo con el mundo o por mejor acuerdo con el propio ser, un espacio más vasto donde verterse.
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Con independencia de la fortuna alcanzada por nuestras letras y del acierto que sepamos instilar en sus florituras, quienes escribimos no desconocemos el deseo de ser admirados por encima de cuanto creamos, a la par que frecuentamos la necesidad de que nuestra obra nos excuse de responder por la impronta de lo que somos.
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Quien conoce el miedo sin objeto que corroe al sujeto en sí, nunca se librará de su odiosa compañía, sólo a fuerza de mayores violencias impedirá que contamine las oportunidades de volver a ensalzar las imperfecciones de la existencia donde, importunamente, se desata.
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La acción más espléndida, ya suceda dentro o fuera de uno mismo, es aquella que en vez de querer amputar las incesantes protuberancias del caos atiende a interpretarse en ellas de forma más armoniosa.
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No te arrases por contener el dolor que sin pedir has recibido como cauce de un torrente envenenado, ni alojes en tu pecho la devastación cuando lo cale la desgracia.
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Clavijero de principios: no negar por afirmarse ni negarse por afirmar. Modular la existencia sin creerla necesaria de simulaciones y atenuar las simulaciones sin creerlas necesarias de existencia.
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No obsesionarse: el demonio interior medra con la atención que uno dedica a los campos de Agramante que lo perturban.
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Como el sexo, como la música, como el conversar, colocarse es todo un arte. Algún día las monografías que Escohotado dedicó a la materia se leerán como verdaderos tratados de estética.
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Ciencia sin espíritu, yerro seguro; alma sin goces, fierro en el cuerpo.
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Ni te falte botica, ni te guarde sanador. Nunca será vetusta la verdad si de terapia actual se sigue, como de antiguo, que «son más los mandados, que los llamados».
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Las virtudes de algunos estados estriban únicamente en ayudarnos a compensar la presencia desvirtuada que otros estados procuran. Así, el valor de pensar diáfano puede volver a la conciencia tan insoluble en la historia como refractaria al efecto estimulante de adhesión al protoplasma mental de una colectividad.
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El equilibrio del punto medio varía de persona a persona y, dentro de cada una, con cada mudanza de estado. Incumbe a uno recordar, con el despertar, la tarea de enhebrar por el centro las sucesivas circunstancias que se le presenten.
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Monstruosa hacienda hubo siempre quien amancebó malas artes con intenciones pías y obtuvo como retuvo pago de hiel por daño fiel.
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Todos los bienes pobres se resumen en la fabulación crematística de la riqueza. A las hormigas les cautiva acumular montones de cosas.
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¿De qué vale ser rico si se carece del gusto de la generosidad?
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Desvaírse y esforzarse en parecerlo es doble agravio, acto que abre el paso en la maculada tez al desagrado que ha noticia de cuantos menoscabos da el quejumbroso de sí. Anunciado de tales trazas, si el hombre fuere a mejor, nunca será sabido.
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Solo hay un defecto que no puede ser perdonado en alguien aquejado de grandes taras: la falta de indulgencia con las virtudes ajenas.
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Sólo conozco un medio fiable para poner en uso el principio de vivir y dejar vivir: mantenerse de una pieza en el trato con los demás, pero laxo con las expectativas que nos formamos acerca de ellos.
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Corresponde a cada uno decidir si una norma imperfecta es mejor que ninguna en absoluto, y como ninguna norma es perfecta, la peor norma, en conclusión, es aquella que se reclama absoluta.
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Recorrer toda la gama de papeles imaginables, mostrar sus respectivos intereses ocultos y no adherirse a ninguno, lo que de ningún modo significa ser neutral: neutral solamente puede serlo un muerto.
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Bien ilustrado el zigurat de las comezones, al individuo más tosco no le costará demasiado entender que hay más comodidad material en saber limitar las necesidades que en lisonjearlas. Y es que la humildad, asumida verticalmente como un aligeramiento de cargas, demuestra en su temperancia ser uno de los ornatos más elegantes para la personalidad de quien poco puede reprocharse porque poco es lo que ansía.
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El amor apasionado acarrea, las más, el vicio repulsivo de la posesividad. ¿Existe alguna relación capitaneada por este sistema cerrado de sentimientos que no se corrompa por una u otra forma de obsesión y dependencia? Lo más honesto que una persona puede manifestarle a otra cuando la desea de veras no es la añagaza exclusiva de un «te quiero», sino un meridiano «me gustas» que respete, piel con piel, el horizonte de lo tangible.
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Salvaje es el poder del deseo y poco aprovechará del mismo quien por él se deje guiar, a falta de ideas propias, sin haberlo disciplinado antes con experiencias contrastadas, reflexión pausada, mirada crítica y un amor al saber superior a los afectos.
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El amor al conocimiento se estrena en el conocimiento del desamor que lo extrema.
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«Inventa o revienta», parecen reprender las voces del mundo a los remansos de incubación, reparación o simple hastío donde todo espíritu, de tanto en tanto, se embalsa. ¿A quién trasvasar el afecto, que nadie sabe de qué incertidumbres está hecho, cuando a flote en esas pozas uno ya no necesita defender ni conquistar nada, cuando puede prescindir de quitar o añadir cosa alguna a lo encontrado, cuando sabe ingeniarse la calma en una dichosa ausencia de sí? No tomar puede ser la manera más excelsa de entregarse y también la más incomprendida de todas las alteridades disponibles para tomarse.
Kim Cogan, Tree on Noriega |
3 DE 6: DE LOS QUE SIGUEN Y DE LOS QUE SE HACEN SEGUIR
Donde la tiranía pastorea a los hombres, el humor empieza por echarse en falta y acaba por echarse de más en cada una de las cabezas que lo practicaban antes de ser arrojadas con los desperdicios.
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En cualquier ámbito, etapa y proporción que se produzca, la tiranía no es vil solamente en atención a sus efectos destructivos sobre los demás, lo es principalmente por exaltar lo más servil de quien la ejerce.
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Como en un tapiz herbáceo segado con frecuencia, las cuchillas de la cultura, con sus pasadas sucesivas sobre los espíritus, favorecen la propagación y el desarrollo de los sujetos rastreros.
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Manda en la realidad quien manda, quien hace landa, con la ficción que se desmanda.
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Distinguirás al civilizado del bárbaro en que ningún fervor puede unirlo a otros como el cansancio.
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Queremos civilizar a los bárbaros allende nuestras fronteras y rehabilitar a los indómitos dentro de nuestras sociedades no a consecuencia del ascendiente que otorga la magnanimidad, sino porque la bravura de los alógenos infunde temor. El terrorismo, la sumisión por el miedo, empieza por el ecumenismo conciliador que los pueblos amedrentados esgrimen frente a la pujanza de naciones menos cerebrales.
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Una cultura carente de la solidez necesaria para recibir el reproche interno de sus disidentes merece que a estos se sume la deserción asqueada de sus tradicionales y más acérrimos defensores.
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Lo más gélido de un mandato abusivo no es que carezca de justificación racional, sino que tenga de su parte todas las razones técnicas que han suplantado al oxidado moralismo que en otro tiempo chuleaba las almas.
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Cuando no existe acuerdo entre los especialistas de un campo determinado no puede confiarse en ninguno de ellos; cuando el acuerdo existe entre ellos por principio, quizá lo único digno de confianza sea determinar en qué son especialistas exactamente.
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La izquierda y la derecha existen porque hacen falta dos brazos para exprimir con eficacia la sociedad. Y después, «una mano lava la otra y las dos lavan la cara».
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Las abyecciones más redundantes de los políticos actuales no proceden de la política en sí misma, en la que más bien ha de verse la catapulta burocrática que ha lanzado a alturas inimaginables los vicios característicos del pueblo de donde surgen los electos.
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Los revolucionarios se revelan chatos cuando atribuyen al orden económico la exclusiva de la explotación que pertenece como dote indisociable a la naturaleza humana, y se rebelan con otras agudezas cuando reconocen a la violencia como madre biológica de la política.
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El contrato social es absoluto como un reloj sin agujas: todas las horas están en él, pero nunca es tiempo de nadie.
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Aunque destaquen sobre el valle como cumbres aisladas, todos los espíritus elevados se asemejan como los picos que juntos, pero no revueltos, forman una cordillera.
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Importa poco el contenido que una convicción pueda sustantivar en el intelecto de su detentador; su fundamento logístico, debidamente revisado conforme a las creencias que el presente toma por válidas, radica en su fuerza para excusar el uso de medios y códigos de identidad donde la realidad subjetiva, que es una corriente indivisible, se resiste a ser coagulada en hechos aislados, estados uniformes, magnitudes mensurables y registros policiales.
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Los fundamentos de la sociedad pueden explicarse con afeites muy consoladores para sus cautivos, pero eso no cambiará que en su conjunto semeje un organismo cuya preservación depende de malograr existencias.
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Aun en épocas depresivas los ataques de optimismo promueven tales sandeces que la pérdida de la utopía es tenida por mejoría.
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La filosofía del martillo se perdió en el eco producido por los primeros golpes asestados al teatro de ilusiones que algunos, demasiado románticos aún, creyeron tambaleante. En su lugar, la hoz y la caja de caudales se han alternado como sucedáneos dominantes en detrimento de un pensamiento verdaderamente proteico y rompedor que parece haberse guarecido en las catacumbas de la virtualidad y el seudonimato. Aquellos que lo anunciaban con tan loables intensidades no hicieron sino fortalecer, a modo de didáctica inversa, las crecientes antenas y tentáculos de Leviatán, el acuñador de esos bípedos que dentro del seno panóptico se aprueban entre sí como «gente normal»: los normómanos.
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Desde que existe el poder político organizado, la fiscalización de las necesidades básicas ha sufrido un incremento proporcional al dominio tecnológico de los elementos. El uso y ocupación de la tierra era grabado antaño con la infurción, el equivalente señorial de nuestro Impuesto sobre Bienes Inmuebles, donde todavía queda sobreentendido el dominio sobre las almas que moran en el solar que es objeto del gravamen. Por el fuego del hogar se tributaba la humazga, y los recursos fluviales (como el agua canalizada, las fuentes potables y la pesca) fueron y son objeto de tasas especiales de igual manera que el aire tiene hoy pretexto ecológico para ser explotado por razones que se pretenden incuestionables.
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Si uno no está en posición de afirmarse contra la sociedad allí donde esta intenta compenetrarlo, puede a efectos de disidencia dejar de aportar su diezmo a los medios de reproducción de lo real que han resuelto su participación en el mundo como engranaje. Frente a la fecundidad existe la opción de hacer voto de ingenesia, contra la política demagógica todavía no está prohibida la abstención, el torbellino de la información poco puede cuando se pasa por el tamiz de la desconfianza, y de cara a la movilización pública de los afectos reservarse un buen disfraz parece un recurso aceptable siempre que no sea factible refugiarse al abrigo de un bosque, taller de dioses.
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Hasta hace nada se ha buscado la causa de la orientación homosexual en un avieso gen; todavía hoy, con la esquizofrenia, sucede lo mismo… Algún día se descubrirá que entre las memeces congénitas de la condición humana ha de contarse el afán de identificar con un desarreglo biológico cualquier declinación de la conducta homologada por los expertos.
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A cualquier persona con un mínimo de inteligencia le parecería estúpido modificar el hardware de un teléfono para ahorrarse las conversaciones desagradables que pueda tener a través de este aparato y, sin embargo, raro es encontrar a alguien sensato capaz de alarmarse por lo necio y peligroso que resulta querer eliminar los trastornos de la mente permitiendo a los sedicentes sanadores manipular la química cerebral.
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Alguna vez, antes de ser desvanecida como prehistoria, los humanos fueron telépatas. Los de hoy, solo telenautas, se escudriñan entre sí aguijados por la señal que marca la circuitería.
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El estilo de la época está imbuido del lenguaje propio de las jergas técnicas, galimatías a las que recurre cada vez más el sujeto para explicarse a sí mismo como si de un cronista en territorio desconocido se tratara. Debemos a Jünger la idea de que nuestra época —la «Edad de la Radiación», diría él— ha sido la del surgimiento de tres grandes figuras arquetípicas: la del Trabajador, la del Soldado Desconocido y la del Emboscado. Mutatis mutandis, con el nuevo siglo el mundo ya no está domeñado por el Trabajador titánico ni tampoco, como quisieran los liberales, por el espíritu soberbio del Emprendedor que unas veces pone jeta y otras también al auge de una moneda tan falsa como falseadora. Los grandes personajes anónimos de este pasaje histórico calibrado por el Procesador Global podrían ser el Errabundo Sedentario (contrapunto perfecto del Inquisidor Permanente), y el Zombi, que tiene en la movilización de las masas (mediante eventos deportivos, electorales, turísticos, terroristas, etc.) su recurrente expresión.
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¿Qué será del novelista condecorado cuyas frases sirven también de oráculo a los eruditos? ¿Y del cirujano al que elevan sus plegarias los dolientes millonarios, del admirado juez defensor de los derechos humanos o del heroico actor que logró fundir en llanto a público y crítica? ¿Cómo actuarán los eximios que hoy están a la vanguardia en influencia y popularidad cuando el agua deje al fin de correr por las cañerías, el fluido eléctrico se apague, los motores mueran de sed y la comunicación quede restringida al ser físicamente más próximo y, por ello, más temido? Casi quiero verlos saldando cuentas consigo mismos al entrar en la barbarie desbocada a la que está destinada la humanidad, pero en ese casi brilla la diferencia entre un saber por descontado y un arisco querer. Para querer así, que quieran otros; yo sé lo que estarán dispuestos a hacer mañana las eminencias del presente con tal de poner a salvo sus pellejos…
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El reformista, no menos que el revolucionario y el reaccionario, necesita proyectarse en la acción; en el proyecto trasladado a la acción, se desata la pasión; con la pasión desatada, no solo se pierde fácilmente la capacidad de ironizar, sino que el mismo pensamiento se vuelve sospechoso cuando no se limita a ser regüeldo doctrinario, disquisición programática o pretexto para aniquilar al adversario. Como «la humanidad no ha adorado más que a los que la hicieron perecer», según nos recuerda Cioran, es significativo que a medida que las complicidades del acto por el acto ganan terreno en las conciencias, sus partidarios tenderán a mostrarse más indulgentes con un asesino o un violador de críos —no en vano, todo progenitor lleva un ápice de ambos— que con alguien decidido a no contribuir a otra causa que el desasimiento de las tareas que adoran los demás.
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Existe un egoísmo central que es común a todas las personas y exige de los otros la colaboración activa para fortalecer la fantasía que cada uno se forma de sí mismo; algunos, incluso llegan al extremo de producir hijos para certificar en ellos la autenticidad del conglomerado subjetivo que compone su existencia. Abunda en ello lo que los psiquiatras designan como megalomanía o delirios de grandeza, que solo es el empeño, sostenido hasta el encantamiento, de creerse poseedor de una identidad superior a la verdadera insignificancia, mas es notorio que muy pocos son los privilegiados que proyectan en los demás la magnificencia que de sí mismos corean, para lo cual debe darse una convergencia entre prestigio y prejuicio. Cuando ese sentido va contra las convenciones sociales, a su portador la comunidad moral, respaldada por la profesión médica, lo declara mentalmente enfermo y buena parte de su castigo consistirá en ser retirado de la atención pública que antes demandaba.
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Aun en la más agreste solitud, también el espíritu consciente se consiente la necesidad de verse impelido a desdoblarse en diversas personalidades para tener, según su temperamento dominante, una ilusión de respaldo colectivo a su favor o un denominador común al que sumar su apoyo.
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¿Por qué ninguna doctrina política contempla la soledad como una de las necesidades primarias junto al descanso, la alimentación, el placer sexual y el aire libre? Bien sencillo: porque cuanto más crece el espíritu en su solitaria intimidad, menos normalizable se torna desde instancias externas.
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No se coliga la inteligencia con la fuerza numérica sin volverse algo burra con ella, ni se libra por encabezarla de brindar a la turba el codiciado trofeo de su descabezamiento. No siempre gusta lo mejor a lo más ni a lo mejor lo más, y cuando no disfruta de la venia del poder de la inteligencia, siéntelo a fastidio el poder del número por la escueta razón de que la mayoría social es el patrimonio agregado de aquellos que, limitados para el desempeño de cualidades menos comunes, destacan por sus formidables capacidades para la producción y la reproducción.
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Revolucionario o inmovilista según se halle en la periferia o en la cúspide del poder, el utópico quiere salvar al hombre genérico contra el hombre concreto, mientras el reaccionario, por querer salvarse como hombre de la historia, pone de relieve lo que todavía subsiste en él de amante de una causa imposible. Ni utopista ni reaccionario, quisiera yo salvar del hombre lo mejor del hombre, aun si para ello debe propiciarse el fin del hombre por el hombre, pero es este un querer asediado por la duda: ¿es realmente posible conservar la fuerza de la bestia sin la maldad que hay en la bestia? Y si lo es, ¿no significaría volver la fuerza contra sí misma habida cuenta de que la bestia intentará sobrevivir a cualquier precio?
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Tiene la idiosincrasia reaccionaria sobre la revolucionaria una prelación de orden filosófico dentro de sus sendos apasionamientos políticos y sin salir, en virtud de lo antecedente, de la enajenación que las caracteriza frente a la radicalidad tranquila de la moderación: el reaccionario sabe que su ideal pertenece al pasado, no a un porvenir por cuadricular; parte con desengaño de la caducidad de la historia en vez de correr histéricamente hacia ella.
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La militancia de la conciencia concluye justo donde comienza la inviabilidad de toda empresa colectiva. Sea frente al empuje progresista de un objetivo inalcanzable o frente al deseo regresivo por un retorno de lo extinto, la autodisolución de la especie se muestra, por un instante, como un principio soberano de subjetividad antes de hundirse en el vacío donde van a parar, pues de allí proceden, todas las aventuras humanas.
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La conciencia cívica debería tener como punto de partida la inexpugnable posición que cada uno, en cuanto sujeto obligado a compartir cuadraturas con otros humanos, no debe ceder en ningún caso a los apremios de la comunidad.
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El dominador carece de autoridad moral y su misma competencia como técnico es dudosa, pues de suyo su aspiración es rentabilizarlo todo, vidas y muertes, como mero numerador.
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Democrático, científico y sostenible: vértices del aplanador sistema de vida que hoy se nos vende como geometría virtuosa aunque el trípode en que se asienta su poder hecho de creencia, pecunia y violencia no haya variado en lo esencial respecto a cualquier otra sociedad del pasado, pues ningún mausoleo colectivo podría sostenerse si no descansara sobre las espaldas de la descendencia.
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Quien no se eleva por encima de algunas funciones fisiológicas accesorias está condenado a repetirlas mecánicamente según el primado de su siglo, que en el nuestro es informático, sanitario, público, deportivo y contable.
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Ante las cámaras instaladas en las calles por nuestro bien, ¿qué otra reacción, sino la de una complaciente pasividad, pueden albergar los mismos habitantes que celebran tener un entorno privilegiado para la crianza? Seguridad de establo para el ganado humano. La transparencia, que tan poco afecta a los políticos, se torna casi absoluta cuando el foco se dirige a los ciudadanos ajenos a las esferas de mando. En esta era de providencias rogadas a los poderes públicos, conviene recordar una obviedad que Rousseau dejó bien escrita: «Cuanto más crece el Estado, más disminuye la libertad».
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La sociedad de la información, modo aséptico de referirse al informe como sociedad, es aquella que exige de cada uno la necesidad de generar los datos idóneos para causar su propia aniquilación. La última propiedad coincide con la primera y más precaria, el propio cuerpo, y hasta ese efímero dominio nos quieren saquear los amasadores de datos.
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Si aceptamos nuestra podredumbre enmarañada en una aldea global —circunstancia que el chismorreo farragoso de las redes sociales certifica—, todo conflicto bélico, por aislado que nos lo desdibujen, constituye un episodio de la guerra civil mundial que se libra bajo la fachada de las alianzas y transacciones internacionales.
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Hacen falta terremotos para sacudir el alma que yace enquistada en las ilusiones ópticas. Perdido en el manglar informativo que lo distrae de su horror al vacío, también el humano del presente podrá orientarse merced al sentido demoledor que duerme en él como un tesoro medular de enlace a la matriz telúrica.
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La enfermedad de nuestra cultura es el ojo: ser se reduce a ser mirado y se mira a todo ver para no verse en el ser.
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Contra el poder que ha instalado sus ojos por doquier, la imaginación tiene ante sí el reto de hallar la forma de mirar sin ser vista y de ser vista sin ser mirada.
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Buscar la aprobación o el rechazo de los demás, eso es ser masa.
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La omnipresencia del ojo electrónico, en el que subyace el índice teocrático, provoca en cierta mayoría el incentivo justo para ocuparse de componer una buena imagen antes que la preocupación por conformar una buena visión de sí.
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Cuando un mamífero logra irrumpir en la escena de las ideas con un nuevo concepto, todos los idiotas que sentían tambalearse la mole del saber suspiran aliviados como si se hallaran en presencia de un capellán de honor capaz de reforzar con su sola palabra el rompecabezas sobre el que se extiende el derramamiento de la especie.
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No existe el abuso de poder, el poder es el mismo abuso. Así, para el mandatario, todo lo que haga el ciudadano más allá de seguir la norma y abonar tributos está mal, un mal necesario para que las decisiones del poderoso, por estúpidas que sean, aparezcan como dignas de autoridad.
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¡Cuántas veces se llamó herejía al simple travesear dentro de una moral de pájaros enjaulados, y cuántas veces más los envarados varearán alas ajenas en nombre del vuelo!
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La ley que en vez de limitarse a perseguir a los infractores para mantener el orden abraza la pretensión de corregirlos deja de ser orden para convertirse en una caza de brujas. Confundir la legítima protección contra las acciones abusivas de otros con la rectificación moral del delincuente es solemnizar como equidad el haber perdido el derecho a tener derechos.
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Quien acata la ley por ser ley aun teniéndola por injusta, y anteponga los fines a los medios en el cumplimiento de una norma, será para el dirigente un ciudadano modélico, pero como persona su complicidad lo convierte en criminal, y su pasividad, en un cobarde más entre los cobardes.
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Hay quien sigue a tal extremo la legalidad que antes de socorrer a su hija en caso de estar siendo violada llamaría a la policía. Ciudadanos de esta especie pueden sostener sobre sus hombros la hez y nata de importantes Estados, pero como hombres no valen un átomo del aire que respiran ni la mínima energía necesaria para hacer un mohín de asco una vez se constata que, para mayor industria, nunca dejarán de reproducirse.
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Resulta ilustrativo que los Estados más fuertes, cuando van tras una presa descalificada como enemiga de la democracia, se conduzcan con actitud de jauría, despreciando la ocasión de demostrar su fortaleza o confundiéndola a propósito con su armamento. Si estos Estados tan poderosos prefieren matar como vulgares hampones, la lectura menos equívoca es que las mafias gobiernan en ellos como proxenetas sin menoscabo de que periódicamente sometan a la vicaría del sufragio alguna que otra batida: las urnas blanquean como nunca hasta el más negro negocio.
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Consentirle a un dignatario público que nos trate de memos es un modo inexorable de convencer al resto de que lo somos. En la política de dilapidar recursos haciéndonos pagar más por menos incluida está la rebaja psicológica de encoger a los menguados de respeto hacia sí mismos.
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La masiva afluencia de público a los colegios electorales consuma el truco que los políticos repiten para demostrar que son ellos los legítimos tutores de ciudadanos demasiado inmaduros para gobernarse sin que medie esta clase de representación. Por consiguiente, uno está invitado a pensar que los políticos no siempre se apartan de la verdad cada vez que por ganar el jubileo parlamentario son secundados por millones de invertebrados que miran de reojo la abstención como si supusiera una disyuntiva aberrante, la ablación civil de un voto manco y, por añadidura, la invalidez absoluta para ejercer el derecho a discrepar.
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La democracia, naturalmente, ayuda a definir la libertad, pues de ningún modo puede ser libre quien se deja atrapar por un sobre. La participación como rito de confirmación de pertenencia al clan.
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Quien está extenuado por el trabajo siempre será esclavo de quienes usan sin cargas el intelecto.
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Con cada libertad fraccionada jurídicamente el Estado sustrae psicológicamente un entero al ciudadano.
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La libertad de expresión que no es expresión de libertad tiene derecho a ser, pero no al elogio por lo que siendo, no es.
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Es locura de pastor querer que el lobo paste y la oveja cace.
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En democracia la ley no manda en la opinión porque la opinión hace ley.
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La democracia como un fin en sí misma y valor moral absoluto fabrica la peor tiranía, puesto que se presenta como lo contrario del autoritarismo y consigue una clase de asenso que ninguna dictadura logró jamás por la fuerza.
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En el arte cisoria del poder el peor cuchillo es el menos cortante: hace sudar a quien lo maneja y a quien lo sufre.
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¿Qué sería de la autoridad de la mayoría sin una minoría que la recuse y en la cual pueda apoyarse para demostrar que los buenos siguen mereciendo la victoria porque así lo han elegido?
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En los sistemas democráticos que no contabilizan la abstención como una pérdida efectiva del consenso social el valor del voto hay que interpretarlo en el mismo sentido que el plebiscito dictatorial: existe una obligatoriedad de acatar a la mayoría tan incuestionable como en una dictadura lo es apoyar a un partido único.
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Rasca la cabeza de un ciudadano de pro y encontrarás, según el color político de su querencia, la vocación de un viejo inquisidor o la de un comisario político; descubrirás a alguien que ha sido codificado hasta el tuétano para mostrarse temeroso, cuando no celoso, de la libertad ajena.
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El escollo de legislar barajando hechos presumibles en vez de hechos probados es que incluso a dosis bajas el tratamiento aplicado al mal que se pretende mitigar suele ser peor que no hacer nada; si se tratara de una sustancia química, estaríamos ante una reacción de hormesis. Entre los dañinos efectos que esta clase de orientación política promociona, el ineludible es que su fuerza depende de la propaganda por el miedo y esta debe más a las presiones ejercidas por los intereses de ciertos grupos que a la necesidad de ceñirse a un arbitraje imparcial.
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En un mundo que de la falacia de los hechos consumados ha hecho su emperatriz, un desastre se excusa con otro: los políticos recortan servicios porque aseguran que son ineficientes, y el personal de esos servicios deja de ser eficiente porque hay recortes.
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Parva es la diferencia entre la condición de una rabiza extorsionada por un rufián y la de quien habita un país destrozado por la avaricia de sus gobernantes, impensable sin la connivencia de los gobernados.
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Un negocio no hace país, pero no se hace país sin negocio.
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¿Qué pueden dar de sí las democracias encasilladas ideológicamente entre una derecha que solo se atreve a ser liberal en lo económico y una izquierda que quisiera socializarlo todo, salvo la economía? Soviéticos los hay a diestras y siniestras, y tan afines son los litigantes políticos en ambiciones que nadie en su buen juicio verá en ellos la rivalidad que escenifican como sucesivos mascarones de proa a bordo de la misma nave.
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La izquierda es la facción menos interesada en analizar el espectro de actitudes políticas a lo largo de un eje que tenga por polos el control autoritario y la autonomía individual: se vería, sin mala deducción, compartiendo coordenadas con el totalitarismo fascista y el fundamentalismo clerical.
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A juzgar por las últimas vicisitudes electorales, la democracia podría considerarse una extensión de las loterías y apuestas del Estado, pues la incompetencia de la clase política para constituirse se traduce en que los ciudadanos tienen la obligación de volver a votar hasta conseguir la combinación ganadora.
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Los viejos guardianes de la moral se han transformado en psiquiatras, publicistas y economistas, quienes ofician asimismo como sumos pontífices de una nueva clase de pornografía enfocada a la explotación masiva de la vida privada. No asombra tanto de estos gremios consagrados a la obscenidad su tesón por arrancar del inconsciente secretos para movilizar en nuestro nombre deseos contantes y sonantes, como que cada vez lo consigan con menos reticencias por parte de los destinatarios de sus productos.
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¿Cuántos deben converger para que el interés sea general? ¿Quién es esa señora pública cuya salud debemos guardar a costa de la propia? ¿Cómo ha de mutilarse la soberanía para que resulte popular?
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Desde que la imagen es todopoderosa, la experiencia ha dejado de importar. También aquí se verifica que todos los caminos trillados conducen a un establo.
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Todas las visiones del mundo se mezclan hasta generar una especie de bruma mental colectiva. Ya no sabe dónde empieza la información fiable y dónde la falsedad traicionera, dónde el suceso veraz y dónde la alucinación convincente, dónde, en definitiva, la experiencia cognitiva y dónde la suplantación hipnótica. Que la percepción sea compartida no la hace más cierta, pero convierte en una aventura peligrosa atenerse los hechos sin adulterar.
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Sobra información, falta formación: confusión confirmada.
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Los gobiernos, por encima del color político descorchado y más allá del repertorio de pretextos técnicos que hagan suyos, anhelan la fisión del individuo, separarlo en dos mitades: la extraviada y la que apela a la ayuda institucional para su rehabilitación o, dicho de otro modo, la parte que se mantiene fiel a la horda y la útil para ser integrada en el rebaño.
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Que los castigos impuestos a los reos se calculen para indemnizar a la sociedad en concepto de tiempo no es un indicador de que las costumbres en materia penal se hayan suavizado de acuerdo con la lenidad habitual en otras esferas, sino más bien un síntoma de que las técnicas de escarmiento se han sofisticado según modelos de conducta que deben mucho a conceptos como la higiene social. Aventuro que a cualquiera puesto en la situación de tener que soportar un encarcelamiento prolongado aprovecharía más el correctivo de ser fustigado (o, en todo caso, poder elegir entre uno u otro modo de saldar cuentas) que la perspectiva de pudrirse en tan hosco lugar, lo cual debería hacernos sospechar cuáles son los propósitos no declarados de la justicia oficial.
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La naturaleza trabaja desde dentro hacia fuera, por eso los símbolos de su lenguaje componen significados perennes; la política quisiera proceder de igual forma, pero está en su naturaleza que la necesidad le imponga operar desde fuera hacia dentro, por eso sus obras acaban, invariablemente, en la sentina de la historia.
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Llamadme cínico, pero siempre se me ha hecho patente que la razón de que haya amos está en los esclavos, no al contrario. Otra cosa es que al planteamiento público del montaje establecido entre ambos lo llamen democracia, derechos humanos o revolución según la oferta más vendida en el tenderete de las ideologías.
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Tan fácil es dar órdenes cuando se está arriba, como escabullir la responsabilidad cuando se está debajo; el verdadero reto está en saber marchar frente a la adversidad codo con codo… o a brazo partido.
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No puedo dejar de sopesar que el odio de la muchedumbre a los sátrapas que la explotan solo en contadas ocasiones llega a agitarla con un vigor más fuerte que el amor a la ventaja moral de creerse justamente indignada.
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Más responde la indignación a un sentimiento empantanado en busca de grietas por donde evacuarse que a la conciencia segura de un ultraje.
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Donde solo hay una clase no hay otra clase que valga.
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Por mucho que una mano dé de comer, mejor sabe morderla cuando te impide usar las tuyas.
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Como leño al rojo en chimenea caliente, la autosugestión propaga la fogata de la divinidad en quien previamente se hizo tarugo. Difícilmente sentirían los hombres predilección por un dios si la necesidad de acogerse a una doctrina que los consuele de reptar por el mundo no amparase moralmente la afición de humillar a sus congéneres.
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Por más que de altos rangos se disfrace, el más esclavo de todos es aquel que necesita la fe de los demás para tener fe en sí mismo. La fe es una mentira que excluye a los mentirosos.
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Por fortuna para la libertad del juicio crítico se ha extendido la anomalía de considerar poco deseable el hábito de cumplir todo aquello en lo que se cree.
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Signo de pésimo agüero es que el hombre común, deseoso como está de abdicar de una conciencia insegura de sí misma, crea sin dificultades en la palabra de los noticieros, de los médicos y de los políticos, pero aún más grave es que se muestre contumaz para negar todo crédito a lo que la voz de las profundidades le cuenta a través de sus ensoñaciones y sobresaltos.
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Víctimas y culpables no son menos necesarios en la fragua de las pasiones que los yunques y los martillos.
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No se hallará indumentaria en la galería de la mezquindad que complazca más al verdugo que el atavío de hostigado. Puede así pavonearse el travestismo de tener un dilatado armario moral en la inquina de los prosélitos a quienes no abochorna ir en alforzas de corderito sin poder disimular su ralea canina.
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Dices odiar los lunes y callas con pleitesía la fuerza que te da cuerda cada semana.
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Mayor sosiego hay en estar rodeados de estómagos satisfechos que de ojos hambrientos de envidia. Y sin embargo, una perversa razón nos susurra que no se deben mejorar las condiciones de vida de nadie porque hacerlo supondría incitar a los caudillos del planeta a querer distanciase aún más de la masa a costa de todos.
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Decía Rivarol que «cuando la sangre corre, le da un brillo especial al oro». Mientras así sea, habrá ocasión para el entendimiento y, por tanto, para dormir sin un arma bajo la almohada. Lo peor sucederá cuando el brillo del oro nada valga ante los ciegos del herrumbroso porvenir.
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Orwell se quedó corto con las implicaciones de abogar por la claridad allí donde los poderes son tenebrosos y sólo Dios lleva el recuento de los caídos. En una época de universal engaño, decir la verdad constituye, más que un acto revolucionario, un suicidio intelectual, y a veces total, de la minoría selecta que es capaz de pronunciarla. Lo demás es propaganda de salón, gazmoñería de plaza pública o una presuntuosa mezcla de ambas.
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Algunas tecnologías se resuelven criminógenas. No es paranoico ver al trasluz de las innovaciones presentadas como un progreso respecto a las antiguas costumbres el reverso represivo hacia el que los nuevos hábitos nos encaminan. Tómese a guisa de ejemplo los coches que deben su gancho publicitario a su capacidad aparcarse por sí solos: anuncian modelos de sociedad en los que se juzgará como terroristas a los osados que se atrevan a conducir manualmente sus propios vehículos.
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Durante milenios, los cuerpos de maestros y especialistas en una u otra disciplina, como la arquitectura, estaban subrogados al servicio de una instancia mítica o, si se prefiere, se coordinaban para mayor gloria de los juegos del espíritu con la materia. Con los modernos medios de fabricación y destrucción, el orden lúdico de preeminencia se invierte y la ociosidad de los motivos es reemplazada por el imperativo de mecanizar progresivamente el mundo, que es pensado desde la dimensión puramente histórica y, como tal, solo puede ser configurado por una tangibilidad racionalizada de los hechos. El experto, así, sustituye al artista, el soldado al guerrero, el trabajador al artesano, el economista al prócer, el atleta al caballero andante, el catedrático al estudioso, el inversor al explorador, el doctor al brujo, etc. De los sueños a las vigilias, toda actividad debe estar reglamentada, todo reglamento avalado por criterios técnicos y todo criterio elaborado según la premisa de maximizar el rendimiento que los encargados de peritarlo esperan obtener.
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Anómalos nos parecen los frutos que antaño procuraban al ingenio las embajadas de la reverencia, y esto es así porque hogaño se actúa, casi en exclusión de otros nudos, por dinero o por una urgente satisfacción de los sentidos, lo cual ofrece indudables ventajas en cuanto a la prosecución en libertad de los intereses personales, pero también hace arduo, si no imposible, que un insomne aristócrata encargue a un músico de prestigio, a quien podríamos llamar Juan Sebastián, unas variaciones merced a las cuales pueda hacer de sus noches una travesía menos árida.
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Aquel que a su desacato debe su credibilidad es uno de los más obedientes monos que se observan en el zoo: obligado está a rebelarse aunque no quiera.
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La política nos bombardea con rostros fáciles de identificar para que lo visible oculte el anonimato en que actúan los poderes reales.
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El populacho nunca acierta a ver en el cargo político ejemplarmente castigado el consecuente alud de repercusiones que caerá amplificándose de la cúspide a la base social.
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Con independencia de lo real o supuesta que sea la caridad o el fin moral de una empresa, siempre que se la cita como argumento recaudatorio implica un chantaje moral a las instancias públicas y, por descontado, un insulto a la inteligencia —mal repartida— de los contribuyentes.
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Más implacable opresión que la censura es que uno se vea conminado a estar comunicado en una constante declaración contra sí mismo.
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Vamos de la dignidad de lo concreto a la abstracción ornamental. Fue así como el individuo desapareció a manos del pueblo soberano, que a su vez fue masacrado por la ciudadanía.
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La mayor seguridad radica en el menor miedo, y el menor miedo es el mayor acceso a la libertad. ¿Por qué, en tal caso, se nos plantea como una dicotomía irresoluble en vez de como un continuo congruente el hecho que va de la seguridad a la libertad?
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Se nos moviliza, por una u otra causa, porque el gran efecto de la agitación inducida a una masa de hombres es, paradójicamente, el de desatender el pensamiento tras un fin subalterno y centrífugo ante el cual palidece cualquier alternativa singular, que incluso tórnase sospechosa a la vista del común. El movimiento es al espíritu lo que la tubería al manantial, un sistema que lo atrapa en una red de canalizaciones donde paulatinamente se divide, se pierde, se desangra.
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Que los remilgos del siglo hayan implantado la necesidad de recurrir a malabarismos tácticos para sortear los apéndices de la nueva censura entraña, ciertamente, riesgos no inmunes a la infamia. Lo que antes se perseguía para mayor gloria de Dios, hoy es acorralado por ayatolás burocráticos en nombre de dudosos derechos, pero aún cabe hacer de tales concesiones, incluso de la marginalidad buscada o encontrada, un ingenioso incentivo para superarse. En estos tiempos de transparencias forzosas y cárteles prometidos al datotráfico, por pura lógica de guerrilla todo buen oficio ha de tornarse un oficio de tinieblas.
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El lenguaje es el primer territorio en ser colonizado y el último en ser comprendido.
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De acuerdo con el nuevo orden ecológico se habla de conceder derechos a especies que ni pueden reconocerlos como tales ni recibirlos con una correlación de deberes. Sería más apropiado impedir que los humanos se crean con el derecho, ratificado bíblicamente, a causar irreversibles y evitables perjuicios a otros animales, entre los que habrían de ser incluidos todos los hijos potenciales.
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Lo que separa al ecólogo del ecologista es, ante todo, el conocimiento aceptado sin maniqueísmo de que la especie humana no es contraria a la vida, sino una fuerza natural más dentro de su extenso y convulso repertorio.
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A diferencia de los machos, que suelen tener menos problemas en pelearse que en inhibir la violencia porque su capacidad para expresar tensiones constituye su ruta ancestral para dirimirlas, las hembras hacen lo imposible para prevenir el conflicto porque una vez desatado raramente escatiman desvelos en impedir la reconciliación. No se echarían pestes tan a la ligera sobre el género más agresivo por naturaleza si no fuera en el conflicto cotidiano también el más proclive a recuperar la paz.
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Así como calificar de violencia nacionalista (sea en sentido unionista o separatista) una riña desatada por motivos estrictamente personales entre un toledano y un gironés supondría a todas luces un abuso político de las pasiones enfrentadas, con el mismo espíritu metódico ha de evaluarse la violencia entre cónyuges cuando la agresión se extrapola de manera sexista al colectivo formado por el género de la víctima.
Edward Collier, Trampantojo |
4 DE 6: DE LO GRANDE, DE LO PEQUEÑO Y DE OTROS CACHARROS
Lo que hoy es real, una vez fue imaginario.
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No es, en ningún caso, verdadero que la realidad haya de ser cierta para ser creíble, ni tampoco que deba ser ilusoria para ser increíble.
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Se sabe donde acampa una ficción por la combustión que produce su fricción con la realidad.
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El alma pregunta a su modo, que es precario pero curioso, y la materia responde al suyo, que es creativo pero doloroso.
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No se conforma la voluntad con ser una variante de lo accidental, por una nada cualquiera toma partido y se quiere dueña del mismo accidente al que debe todo.
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Lo imposible es nuestra razón de ser mientras soñamos posible el ser de nuestra razón cuando actuamos.
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Quienes vivimos en el reino de las ideas bien sabemos lo que esconden en sus arcas los que viven de ellas.
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Nada puede ser más alentador para emprender algo que cobijar la impresión de que nadie lo ha hecho.
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Como ya nada se proyecta para durar, vigencia a la que los espíritus mansos de tiempos pasados rendían cuentas como patrón absoluto de justificación de lo existente, lo perentorio ahora es conceder a los simulacros de cambio prerrogativa de definir lo que es salvable y lo que solo es digno de ser inmolado en las calderas terráqueas de la empresa unitaria.
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Lo siniestro, hueso incorruptible de lo mirífico, no se sitúa en los extremos del espíritu, sino en el boquete mismo de su naturaleza.
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Todos deseamos librarnos de lo pequeño para ocuparnos de lo grande, pero solo hasta que advertimos cuán pequeño es aquello que consideramos grande.
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Lo único que cabe elegir al ser humano es su manera de interpretar lo que no ha elegido.
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¿Cuántos filos oculta la navaja de Ockham? La naturaleza de la realidad es tan irracional que ante un hecho sin esclarecer la explicación más delirante puede, perfectamente, ser la más correcta, y viceversa.
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Existe una voluptuosidad secreta en pensar a contracorriente que puede llevarnos muy lejos mientras no tomemos por cierto el hechizo mismo del pensar. El apego a la ley, a las costumbres o a las creencias morales es una de las fronteras de mayor espesor que se oponen contra la tentativa de ir al fondo de las cosas, sean estas realidades históricas o historias que transcurren en la soledad de quien las experimenta. Fácil es sobrestimar el poder de la herencia y del ambiente en la configuración de la personalidad de hombres y pueblos mientras se subestima el urdido en paralelo por el reino de los sueños y visiones, continentes donde las influencias siguen pautas que proceden de fuentes desconocidas pero capaces de modificar sustancialmente la vida de quien los recorre. ¿Y cómo hablar de las honduras del ombligo del alma donde se ha gestado todo cuanto conocemos si nos llega a través del cordón cercenado de lo existente?
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El milagro no radica en que suceda el hecho que verificamos imposible, sino en que siga siendo posible reconocer la existencia de hechos y sea lo inexplicable, precisamente, aquello que nos permite explicar la levedad de las cosas.
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Lo verdadero es que la realidad siempre nos proveerá de ficciones nuevas, convincentes según el estilo de los tiempos, e igual de variadas y vacías que cualesquiera otras anteriores.
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La inspiración y la mentira corren parejas hasta que una de ellas tropieza con una certeza demasiado evidente para ser contada como algo creíble.
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Como cualquier otra ilusión, una creencia se padece; la mentira empieza cuando ese error se presenta contra los demás como una verdad indubitable.
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Todo lo verosímil merece un respeto no por ser cierto, sino por engañarnos como si lo fuera.
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El campo de visión es a los órganos sensitivos lo que la visión de campo a la capacidad reflexiva: la punta de un iceberg que se hunde.
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Cuanto más rudimentaria es una idea, más posibilidades tiene de realización, incluso a costa de lo más real: lo crucial es que no se la crea imposible. El problema es que ya no es posible creer sin dejar de vivir, ni vivir sin dejar de creer.
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La originalidad no está en las ideas, que vagan como partículas de polen u ondas de radio, sino en la forma con que se las atrapa y se las vuelve a soltar, en saber darles impronta.
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Indultamos como criptomnesia o punimos como plagio el hecho simple, pero mágico en su cuota de inconsciente emergido, de divisar la misma idea por itinerarios que desconocen los trazados previamente alrededor de ella.
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Si la máxima es certera, ensarta en un mínimo aserto la zozobra universal.
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Signo del espíritu decadente es practicar más la importancia de las explicaciones del hecho que el hecho mismo; vive más en el plano de las significaciones, aun en perjuicio de su capacidad de implicación activa, y piensa con frecuencia que todo espíritu ha de ser así o no ser. Todavía no está preparado para la contemplación en que se amalgaman acto y conciencia, memoria e imaginación, materia y sueño.
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Si ser joven significa algo, ese algo es creerse especial de un modo que induce a proclamarlo por doquier a cada instante; menos mal que la edad avanza presta a demostrarnos que lo especial es sobrevivir a la vulgaridad de creerse importante.
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El presente, al ejercitar su atención reflexiva sobre el pasado, altera retroactivamente los significados y de las relaciones movidas por estos tanto como el pasado, mecenas delusorio del presente, modifica los vínculos que el ahora mantiene en contingencia con sus múltiples expectativas. Por eso, nuestra historia se repite de tal suerte que nunca es la misma historia.
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Siempre que el descubrimiento aporta significación, la cadena de sincronicidades aparentemente casuales que en él se concretan deviene demasiado laberíntica para ser comprendida desde la estrecha concepción de que la realidad está separada del sueño. Si tan inescrutables son los derroteros del arte, ¡bendita sea la madeja que embellece el alma!
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Para que la vida, la libertad, la propiedad o cualquier otro valorcillo de culto sea sagrado, no debería demostrarse su divina procedencia —a los dioses todo o nada se les debe—, sino saber desvincularlos del cálculo racional que evidencia en ellos el signo inequívoco de la villanía.
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Aunque soy propenso a sabotear, si la paradoja lo permite, cualquier concepto que tienda a paralizarse en el molde de una convicción inamovible, contra todos los supervisores y agencias policiales del pensamiento hago mía la presunción de que nada es casual, como tampoco ninguna de las tramas es dejada al azar dentro de los sueños a los que tantas horas inconscientes consagramos, y a los que acudimos una y otra vez en busca de claves por medio de las cuales desencriptar esas construcciones, eminentemente imaginarias, que tomamos por realidad en los estados de vigilia.
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Nadie, que yo tenga conocimiento, se ha rebelado nunca contra el poder tendente al absoluto de los números, signos que desde tiempos inmemoriales gozan de una aureola intimidatoria gracias a su propiedad por antonomasia, que es la de ser irreductibles psíquicamente una vez concebidos como elementos arquetípicos de un sistema coherente para introducir una ilusión de orden en el caos, empezando por el caos de la mente, a la que proporciona unos mecanismos de estructuración donde la experiencia del mundo, al ser traducida a factores ponderables, pueda devenir menos angustiosa.
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Lo que el mundo antiguo tiene en común con el moderno es que en ambos la cultura popular se rige por supersticiones, pero lo que el mundo contemporáneo, novedoso en lo residual, ha perdido respecto del orden tradicional es la riqueza de texturas con que se manifestaba el matacandelas del prejuicio.
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Tras el interregno disputado por fuerzas contrarias que siguió a la jubilación del dios Mirón en un mundo que se creyó liberado de vigilancias celestiales, la técnica ha puesto a pensión completa una Retina que no descansa en su escrutinio. Dar espectáculo es, como fue, nuestra desesperada forma de fe en lo que maquinamos aquí abajo.
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La mayor objeción contra lo sacro procede de la misma naturaleza plástica de la sacralidad, a tenor de la cual cualquier cosa puede llegar a ser sagrada. Tras el desencanto del mundo y la secularización de la existencia que ha trocado los cánones sobrenaturales por otros desechables, la necesidad humana de ilusión como fuente de sentido ha reencontrado lo religioso en fenómenos sociales como la moda, el cine, el deporte, el turismo y los festivales musicales; lo religioso, con independencia de su papel institucional y de su adscripción a un culto previo, sigue siendo aquello que abastece, contra el enfoque reduccionista de la racionalidad moderna, una demanda de ligazón con el misterio y oferta un marco de referencias para expandir el sentimiento de trascendencia, lo que explica su imprevisible fuerza emergente como elemento arcaico y la pervivencia, bajo otras máscaras, de su papel determinante en la cultura.
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El enigma es inseparable del suicidio como fiel que rubrica el peso del universo. Con la automuerte del individuo fugaz, la eternidad confiesa el cosmicidio.
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Hay días tan largos para la ausencia de alivio que a poco que se pare uno a pensar en la persistencia de la Creación le rompen ganas de blasfemar, ganas a las que termina, si las comprende, por no ceder: la blasfemia es la forma más vehemente de orar y ni Dios, ni nadie, merecen ese honor.
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Si todo es lo mismo, nada tiene sentido; y donde nada tiene sentido, la coincidencia entre el ser y la nada es patente. Eso es el tedio.
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Olvidar las intenciones del día anterior es anticipar las del mañana.
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Arraigamos en un sueño interior, sellado como experiencia directa a los demás, que serpentea dentro de un sueño exterior que tomamos por realidad objetiva solo porque los acontecimientos que se desarrollan en él son compartidos en la tenacidad de su dimensión material.
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Más que ninguna otra cosa, merece ser dividido por cero aquello que pretende multiplicarse por todo.
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Cuanto más cerca nos pensamos de un hallazgo esencial, más grotescos cristalizan los cantos y silencios de nuestros sentimientos, indistinguibles ya para siempre de la extenuación que funde certidumbre y alucinación.
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Ni más ni menos fabuloso que la realidad es el arte de saber encajar las piezas que la vida presenta desordenadas.
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Ni siquiera es perfecta la idea de perfección, solo apunta a lo insuperable. En el barrizal evolutivo son aciertos los errores que logran repetir con éxito los preexistentes.
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Tan sagaz es la naturaleza en relación a la conciencia que cuando esta empieza a descubrir el armazón de aquella el tiempo se le acaba.
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Acerca del postulado según el cual nada existe en vano y todos los seres vivos van engarzados en una causa final, es pertinente notar que estamos ante una idea tan indemostrable como la que propugna lo contrario, excepto si uno estipula valor de ciencia para la creencia y pliega el pensamiento a la necesidad de que haya redención al menos para el sentido de quienes ya se dan a sí mismos por perdidos.
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Si lo propio del misterio es ir en busca de sí mismo, el nihilismo supone el anquilosamiento en la negación de que en todo momento y lugar, bajo las formas fugaces del cambio, existen secretos veneros de abundancia y poderosa significación, fuentes de un poder primordial que también ignoran los fanáticos de la afirmación que conceden más valor a las fronteras de su confesión que al saber cósmico del que proceden, en última instancia, los sustratos simbólicos donde tienen su residencia las visiones capaces de orientar al peregrino en el desierto de la existencia.
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El renacimiento espiritual reproduce el inevitable dolor de nacer por todo lo vivido hasta ese instante supremo en que la consciencia se desflora tras haberse sacudido la costra de sus viejas armaduras. Lo que toda operación mágica honesta depara es una resurrección de los dioses, y es la presencia conjunta de estos grandes aliados la que distingue el arcano de la obra viva del rendimiento momificador de la técnica.
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Lo objetivamente importante deriva de la firmeza de las estructuras subjetivas, que son nuestra casa, el lugar al que uno regresa para reunirse consigo. Toda casa nos casa con nosotros mismos y pone a cubierto de la intemperie del mundo; nos ampara y repara al calor de un hogar, es un refugio, un castillo para la propia existencia, una entidad que antes que nada existe porque resiste.
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Que una mente pueda adentrarse por sí sola en las intimidades que la materia rehúsa entregar a los físicos, y que por medios que desbaratan la episteme descubra expedita la reserva de sus propiedades, concuerda a gran escala con la obstinación de aquellos que se cierran a las maneras nada evidentes, salvo en sus corolarios, en que lo humano en este columbario reflejándose va en todo.
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A nivel intuitivo, siguen vigentes las concepciones medievales de correspondencia entre el mundo físico y el psíquico porque, en lo esencial, el hombre moderno es todavía, por suerte para su alma, no solo un hombre primario, sino ante todo un hombre primitivo.
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Dejar que el tiempo se desangre mansamente es, de por sí, un placer que tiene regusto de eternidad acabada y rebobinada. El sentido cronológico nos traiciona más que cualquier otro sentido porque, al contrario de lo que ocurre con los cinco habituales, este lo cotejamos de continuo con una extraña exactitud fabricada por instrumentos. Pero el tiempo se quiere transversal en estado de gracia y oblicuo cuando lo sentimos en un consciente fluir; no somos nosotros, como se sabe, los que pasamos por él, sino sus cíclicas espirales las que pasan por nosotros y, desde allí, con o sin nuestro concurso, demuestran que lo real es, también, lo que puede inventarse, aunque el mérito último, que según este parentesco cosmogónico vale tanto o nada como la primera culpa, corresponda a lo inventado por aquello que no puede ser objeto de invención, pues ni siquiera admite parangón con las referencias halladas en los pasajes de la historia.
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Si agotada está la potencia humana necesaria para propiciar una nueva imagen del mundo —conciliadas o por separado, ni la religión, ni la poesía, ni la política, ni la filosofía, ni la ciencia pueden gestarla—, aún puede abrirse la conciencia al quietismo de extender la comprensión a las imágenes mentales que, como especie, hemos levantado del caos que nos rodea. Contamos con lo que hay, no con el ideal que pudo ser, y, pese a todo, descifrarse atrapados en la estadía de un mundo ruinoso sigue siendo una cosmovisión, quizá la que mejor se ajusta al universo barruntado como un ser vivo que se interroga a sí mismo en cada una de sus partes, a las que somete para ese fin a todo tipo de maniobras. Habida cuenta de este declive de la capacidad mitificadora, epítome de la culminación y derrota evolutivas que no saben, respectivamente, desencadenar ni ultimar el entusiasmo, todos hemos de ser nihilistas en un sentido o en otro, negadores negados de llegada o de partida, sea por tomar la destrucción como un insoslayable primordio interior, sea por padecer como tragedia colectiva el abandono al vacío que ya no cubren sus maltrechos y otrora portentosos envoltorios culturales.
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Veredas ambivalentes extiende el silencio al derredor, puede ser vivido como exilio o como reino, como encierro o como liberación, dependiendo de si a su claustro se llega por voluntario recogimiento o por temor a expresarse, por disposición interna o por coacción, aunque raro es habérselas presente, aquí como en otros menesteres, en el confín de los extremos. Quien se acomoda al silencio como su natural atuendo en sí lo lleva a órdenes de una afinación superior a la entonada por la lengua, que demasiada pasa a promediarse en una variedad de sordera entre emisores y receptores. En estos tumultuosos tiempos tan sujetos a la diafonía de la transmisiones las cadenas se forjan con eslabones de mensajes en los que rechina, al por menudo, la mordedura de pronunciarse a cualquier precio. Lo tempestivo es abrirse en canal para sintonizar la frecuencia prevista hasta el punto de que rehusar apacentarse en las corralas digitales se ha vuelto para la norma social un molesto conservadurismo cuyo desapego urge descepar del panorama existencial.
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Para abrazar al extraño que reside en cada uno y mirar de frente a ese Deus Absconditus que representa, al mismo tiempo, un socio leal y feroz contrincante, hay que remontar el curso de la existencia hasta la caverna inexplorada donde ninguna certidumbre puede servir de arnés; hay que adentrarse, en definitiva, hasta un enclave tan alejado de cuanto se conoce, que solo en virtud de la firmeza de querer saber puede continuarse tras el sobrecogimiento inicial que desvalija el corazón.
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Llamamos con frecuencia intolerables a las verdades y piadosas a las mentiras porque a tal grado es temida la capacidad del lenguaje como instrumento desmitificador, que interesa más la apariencia amable que la esencia indócil. Por ende, lo esencial de la apariencia es definir como patológico y repugnante todo acto comunicativo que apunte directo al fondo de la cuestión y no se traicione a sí mismo por mantener las apariencias.
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Nadie que exprese sus nociones más íntimas por medio de una lengua puede impulsar el pensamiento más allá de las posibilidades semánticas específicas del soporte gramatical que emplea. En este sentido, existe una mitología subyacente al lenguaje que, no obstante la riqueza poética que el talento pueda extraer de ella, condiciona a un permanente suceso diferido aquello que uno quisiera comunicar cuando se siente partícipe de un concepto genuinamente esencial y, como tal, inequívocamente inefable.
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El dominio técnico del lenguaje sirve para que las ideas del autor no encuentren barreras en las palabras, sino corceles robustos sobre los que galopar a su antojo, si así puede ser nombrada la fuerza híbrida donde se juntan el nervio que el jinete tiene en la montura y la pericia que el hinnible fía a quien lo monta.
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Tras el primer velo nada parece conectado, todo se diría casual y atomizado; tras el segundo, todo aparece relacionado en un continuo armónico cuyo rumor, anunciado por el caos silente, extiende una alabanza donde nada escapa a lo causal; tras el siguiente y quizá último velo para un alma como la mía, nada resulta ser lo que es y de lo que resulta, no se sabe ya si todo se relaciona a costa de nuestra cordura o gracias a ella.
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Incluso la oposición entre místicos e hipercinéticos se define por genios divergentes en orientación, no en fundamentos. Donde los últimos se miden por lo que hacen mientras lo hacen, aquellos optan por la vía que restringe al mínimo la intervención en los hechos, luego ambos comparten como eje intrínseco de referencia el feudo del acto con sus derivadas. A uno u otro lado de la besana, ineluctablemente coinciden en el magma de la acción y lo que esta tiene de maleficio: el cerco autoengañoso de las apariencias.
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A su modo adquieren alma los objetos con el uso además de memoria. Disponer de pocos, pero excelentes fetiches de contacto cotidiano puede ser una manera inocente de ornar el espíritu a través de los sentidos. El lujo no tiene por qué ser ostentoso, basta con que resulte gozoso; por desgracia, el gusto del capricho queda muy desfigurado bajo el prisma pedestre que tiende a nivelar las conciencias con un mismo rasero de filias y fobias: o bien se lo sobrevalora sin pausa ni comedimiento, o bien se lo denigra con mal disimulada envidia.
Reyer van Blommendael, Sócrates, sus dos mujeres y Alcibíades |
5 DE 6: DE LOS ESPERPENTOS DEL MÁS AQUÍ
Nada más salir del aseo, donde se demoró un denso cuarto de hora, un amigo le preguntó por el motivo que tiñó su semblante con una sombra de gravedad, a lo que no vaciló en responder sin torcer un ápice la compostura: «Hacía años que no salía de mi ser algo tan bonito y no he podido contener el llanto al vaciar la cisterna».
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Por nefastos que devengan los acontecimientos y oscuros nos asalten los pensamientos, incluso el horror tiene a su favor una ventaja: despertar por reacción muchas de las conciencias que se han dejado arrullar por las miserias que conlleva perseguir a toda costa la prosperidad o alguno de sus espejismos (la posesión de una prole modélica podría ser uno de ellos), aunque siempre habrá casos recalcitrantes como el de C., una ejecutiva de tercera puja, sin candidatos óptimos al alcance de sus quelíceros, que se hizo fecundar por el deshielo de un hombre y que ahora, con el mal ya en mantillas, según me cuenta una amiga común «ha echado a la mujer que cuida de su hija porque está gorda, suda y después besa a la princesita».
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Mi conciencia no descansará en su oposición a la cruzada apostólica hasta ver en la entrada de cada iglesia un cartel donde bien claro se anuncie: «Culto cerrado ad aeternum por defunción: busquen consuelo en sí mismos». No obstante, la gracia sería infinita si en idénticos puntos cualquier alma curiosa que transite por el curato pudiera leer esta advertencia: «Adéntrese sin miedo, hombre de fe, en este lugar infestado de ratas».
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Afrodita se esconde, más próxima o más arcana, en toda hembra. «Ninguna mujer es fea por donde mea», ora el rústico lo mismo que el refinado ante la apertura de sus misterios.
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Su lujuria batallaba en él con la pereza, y en atención a esta última prefería las mujeres menudas a las esbeltas. Deslindaba que por ser menor la superficie dérmica de tales damas, cansábase menos de ludir sus cuerpos.
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Ninguna firma es tan hermosa como la mano que imprime el azote en la nalga deseada.
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La creatividad no es un fuerte del catolicismo, aunque en la astucia de su supervivencia como doctrina ha hecho gala de un pragmatismo tan rotundo contra el poder subversivo de la imaginación que algunos golpes de efecto, como extirparle el yoni a la Virgen, bordean el alucine. En los buenos viejos tiempos, la obscenidad hubiese sido privar a una mujer divinizada de atributos sexuales. Los primeros síntomas de degeneración de los conceptos arcaicos se advierten en los iconos sublimados de las religiones ordinarias.
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Me admira del catolicismo su desaforado gusto por el absurdo, su trama patafísica podríamos decir: una madre desvirgada por el nacimiento del hijo inseminado por una presencia incorpórea, un monoteísmo atrincherado en el tridente de su identidad, un dios hominizado que se hace suicidar en un palo alzado entre la agonía de dos rufianes y, para colmo, el canibalismo místico que hace comulgar a sus fieles con la chicha y la sangre diseminadas por el Mesías en nombre de todos, lo mismo devotos y detractores que indiferentes a su evangelio.
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Acabo de tener una visión gloriosa: mientras unos hermanos cofrades refrescaban sus gargantas en la barra de la taberna que, tal vez confundidos, adoraban cual tabernáculo, un humanoide sin mayores prendas que un ronzal de espinas los esperaba pacientemente atado a una farola. El susto ha sido mayúsculo porque el inclasificable mamífero rabiaba entre dientes: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado a tus devotos?»
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Hay quien piensa que el cuerpo humano se divide en zonas limpias y zonas sucias, clasificación tan conveniente al entendimiento como establecer a efectos químicos una distinción entre agua corriente y agua bendita.
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No deja de ser fullero que muchos de los enemigos confesos de la prostitución carezcan del mínimo escrúpulo cuando se trata de involucrar a menores de edad en la representación de los suplicios de un ajusticiado en la cruz. Se ve que la violencia propagandística, cuando es ejercida por presiones morales, escandaliza menos que la búsqueda del desatasco sexual o su intercambio por dinero.
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Sin salir de mi ciudad, donde a veces me siento transportado en miniatura a una versión casposa de Benarés, tomé un taxi que llevaba imágenes de la Virgen en el salpicadero y adhesivos de un burdel en las puertas. No veo nada antinómico entre esas subjetivas ostentaciones de fe, sino fenómenos complementarios, ya que tanto los militantes de parroquia como los de lupanar obtienen tajada a cambio, si bien es de recibo admitir que para los feligreses que buscan el trato de muñequitas izables la ración es considerablemente menos jugosa... ¿Dónde olvidaron el Santo Orificio de sus patronas y la unción que se le debe?
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«Un alumno asalta un instituto de Barcelona con una ballesta y mata a un profesor con un machete», leo en un titular a partir del cual evoco, sin subir la rabadilla del raciocinio al raso del pensadero, el muy mentado adagio que nos alerta «de aquellos polvos, estos lodos». Intuyo que entre todas las historias posibles el hilo de la presente podría, por qué no, coincidir con este: un churumbel cualquiera le coge el gusto a escupir chicles y otras porquerías en las aulas hasta adquirir un rudo hábito, martilleado por años de consentimiento, que la amonestación tardía de un educador elocuente le enseña a experimentar como una imbecilidad, pues sólo un imbécil excreta donde se alimenta. Lejos de admitir su error, nuestro mozalbete catabólico, que luce ya un hirsuto vello en el escroto y no cuenta con la necesidad de ser poeta para hacer adolecer a otros su genus irritabile, toma la voluntariosa misión de sumarle al reproche recibido la dinamita de su orgullo lastimado que los videojuegos no consiguen desinflar. Su objetivo es básico, la prisa lo lacera. Ya se ve como un precoz taumaturgo del pánico en las privanzas de otros matones que debutaron en los archivos del telemundo. Crudo, no se desgarra por dentro cuando completa el historial de sus habituales colaciones hidrogenadas con evisceraciones a lo bruto. Queda por ver si en presidio, caso de que lo cate, persistirá su talento para exornar de zupias el pavimento.
Guercino |
6 DE 6: DE MÍ, POR MÍ Y CONTRA MÍ
Incendiar el destino que ilumino no estaba en mis propósitos, pero nada que me proponga puede empezar sino por ahí.
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El secreto de mis éxitos explica la razón de mis fracasos.
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La primera fémina que puso las manos sobre mi desnudez no fue una hurí picardeada con una calántica, ni siquiera mi dolorida madre tras la lucha que me parió, sino una comadrona tocada por el hábito de su compromiso con el Altísimo. No puedo saber si era bella, pero según lo acostumbrado en las concubinas de su condición no perdería un testículo si apostara que sus formas exteriores andarían en consonancia con las callosidades interiores. Creo que jamás me recuperaré de aquel tocamiento.
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Si todo lo malo se pega, razón de más para no mirarme demasiado en el espejo.
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El amor propio no me permite alimentar el orgullo.
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Desde que tengo uso de conciencia en mi conciencia de uso, estoy enamorado de un milagro: el de ver interrumpida definitivamente la cadena de engendros que mantiene la existencia.
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A menudo se confunde la impiedad de mi humor con dureza sólo porque necesito reírme de la existencia, una risa que no hiere nunca la bondad de quien la recibe aceptándome tal cual soy: un sátiro de la esterilidad que ha de volverse áspero para gozar con amplitud de contrastes la delicadeza.
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Como Chesterton, nunca he reunido bastante fe para creer en la materia, pero nunca me ha faltado la necesaria para saber que nada hay que no provenga de ella.
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Respeto la química que ordeña magias de la materia, las estrategias de la inteligencia que se reinventa a pesar de la naturaleza y el sexo entre los espíritus que se atraen sin la decadencia de querer reproducirse en la carne.
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Que ante mi rechazo de contraer ligaduras los dioses me hayan retirado el saludo no significa que reprima el instinto de orar: resistirlo sería castrarme la honradez y quiero mantener enhiesto ese canal.
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Puedo replantearme mis más golosas opiniones por darle cabida a un concepto mal reputado, pero no mudo el menos ameno de mis conceptos por tener una opinión afamada.
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Soy suficientemente inteligente para detectar a quienes lo son más que yo, y tonto en la justa medida para no descubrir sin gracia las prendas que me delatan.
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No soy misoneísta porque sé que en lo reciente está incluido, empuja desde dentro lo viejo, y porque el rango adquirido por las realidades sumergidas me hace soñar con lucidez de desvelamientos. Nada nuevo hay bajo la bóveda celeste, también el pasado lleva en potencia lo venidero, y si por más que denigren sus avances el siglo actual con sus gentes en el fondo se me cuela indiferente, como objeto histórico confieso que me fascina de igual manera que al entomólogo una mutación extravagante en el insectario, aunque quien así lo examina sea un cocuyo averiado bajo la lupa de los demás.
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Rige en mis palabras, quiéralo o no, un anhelo de perfeccionamiento que ha de contar entre sus recursos, necesariamente, con la verdad, con la voluntad de desenmascararla o de inventarla, y puesto que en el recorrido compartido radica parte de su lógica inherente, el beneficio de la afinidad, con todos sus malentendidos y satisfacciones, queda servido. No obstante, conviene aclarar que los motivos, como las razones, pueden ser pobres en sus premisas e inesperadamente ricos en sus resultados; así, comprobar que en un escrito el mal puede ser bello bien puede significar que, en las páginas de la vida, cabe transformar el horror en literatura.
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A mis pupilas lo único que les falta son rayos de éxtasis que pueda lanzar a las mamás de buena catadura. Las interceptaría a su regreso del despojo en parvularios de las criaturas que surcaron antes que yo esos trechos melosos donde perderme, a ratos, quisiera.
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Cuatro y media: hendidura clásica de mi pernocta. Las noches me vienen tronchadas por una transición donde a vueltas con la cabanga me brujeo la calavera o tanteo, bajo la luminiscencia de mis dedos, una suerte de rosaleda carnívora a la que ofrendar el insomnio.
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Voy siempre a la zaga de la inmediata e inmeditada propensión a llenar las horas con el avispero revuelto de las ideas que no dejan zona del sentir a salvo de sus picaduras.
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Si oyera a una multitud defender a machamartillo mis ideas, apostataría de lo que pienso para ilustrar en el acto lo mal que soy pensado.
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Tan pobre es mi esperanza de llegar a inspirar la alteza de ánimo necesaria para dejar de procrear, como inexistente mi sentimiento de culpa por los motivos, excesivos o defectuosos, que haya podido herir al perfilar la altivez de quien ejecuta a conciencia el proyecto de poner en circulación un nuevo ser humano.
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A los solitarios siempre nos toca estar en primera línea de fuego frente a las contrariedades. Como si uno no tuviera bastante carga con soportarse sin puntales ajenos, de nuestra negativa a engendrar dolor la sociedad se venga exigiéndonos pasar a último término para acusarnos, a renglón seguido, de egoístas.
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«Hoy, nada», se molesta en escribir Pavese. Ya es algo. Algo más que yo, sin duda, que cuento nadas ajenas haciendo las propias: a mi empresa me debo.
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No sé qué me divierte más, si ver cómo me dan la razón cuando no la había cortejado o contemplar cómo la desmontan cuando me había obcecado en retenerla.
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Si no supiera escribir suscitando objeciones tal vez expresaría de manera más fehaciente y cabal los los pensamientos que acostumbro a encapsular en fórmulas taxativas, pero perdería el solaz de arrojarlos como aceite hirviendo sobre mis sitiadores. Uno es a menudo lo contrario de lo que escribe… sólo mientras no escribe.
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Bien sé que mis escritos ejercen un magnetismo luciferino sobre toda clase de seres alucinados. El candil de un espíritu adivinado a través de las troneras de su alcázar atrae a la fauna más insólita que transmigra por la noche oscura del alma. Si el acercamiento espolea el devaneo de mi curiosidad con sus siete muertes felinas, no descansaré hasta descubrir entre las razones extraviadas que mueven a los visitantes una sola que no pretenda, sedienta de luz, robarme la atención.
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No es mala vida, me digo, aquella que se desliza sin alborotos demasiado absorbentes, interpolada como un anexo de consulta ocasional entre las acrobacias desplegadas de un libro y las del siguiente.
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Son los largos libros y las cortas ambiciones el grueso más enjuto de mi caballería ambulatoria; a tomo y deslomado en ella me desplazo con Eurípides a cuestas por aquello de que «es propio de esclavo no decir lo que se piensa». Avanzada ya la incontinencia, como a mi lengua doy albur de contundencia, quizá se vea, en su brocado, siendo bordada en todo de arrogancia, que yelmo es petulante de ignorancia y tiara de liberto donde se abre, escarmentada, la gatera de mi cráneo.
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Tan malversado de mí mismo como mal versificador cuando tengo el descaro de trocear la prosa, cópiome en la quebrada el acopio que por dentro copulo, ya que por fuera soy un escaparate de lo invisible tras el arte inservible de escapar sin más, de avanzar sin otro escape que dar parte de la mejor parte de mí.
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Aun sin azuzarme, la presencia vigilante de otros seres puede hacerme delirar, de modo que por prevención me retiro. En este retirarse de la escena hay más grandeza contenida, creo yo, que en todas las obras magistrales que puedan desarrollar en ella quienes prefieren proseguir la tragicomedia.
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Cuando me preguntan por qué no tengo hijos, si me siento inclinado a la amabilidad de no agriar los ánimos, evito recordar al inquiridor que la carga probatoria recae sobre quien afirma y opto por limitarme a proferir un sucinto «no tengo fe en la condición humana», pero lo deslizo con una cortesía en la dicción que a ninguno de los presentes le quedan dudas sobre cuáles son para mí el alfa y el omega de nuestros males.
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Desaforado en el placer y en la amargura, puntilloso en reventar las certidumbres recibidas y renuente cuando se espera tolerancia para aquello que honestamente solo puedo maldecir, me declaro leal a la conciencia frente a las servidumbres, no a la avidez que las impone contra la quietud o se cuela rebelde disfrazada de lo contrario.
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A solo tres generaciones de la última guerra nacional, y probablemente a alguna menos de la próxima contienda mundial, puedo pasar por provinciano mesetario en cualquier parte, pero a poco que se rasque en el trato asoma el espíritu deslocalizado que hay en mí: mi patria soy yo mismo cuando no formo parte de ningún nosotros.
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Todo el que se acerque sin prejuicios al Caballero de la Triste Figura encontrará en él un emblema distintivo de sí mismo. La dimensión inagotable de este personaje es la del psicópata universal y no es contrario a su naturaleza que Sancho Panza vaya intrincado en su ser como el socorrido cordón umbilical con el mundo si se aprecia la tensión que reina en sus fueros. Con el hábito de los años —los únicos que hacen al monje— enclaustrados entre la novelería ajena y el muévedo de los viajes autótrofos, debo ponerme, como Quijada, en el dilema de perder la razón para poder restituirme como humano en la acción. El contexto no es menos crucifixor en cuanto a influencia se refiere y así ha de contemplarse la desabrida, horizontal y esotérica comarca manchega, el hard and far west de la ya por el siglo de Cervantes algo senil Europa, un biotopo de gentes perfectas para que un corazón aventurero capaz de olvidar «casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda» por andar balduendo en las letras llegue a convertirse en un extranjero a ojos de paisanos y oídos de coetáneos, en un rehén de sí mismo incapaz de recocerse en la llanura mental que el entorno social le asegura.
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Saltar a países lejanos para tocar el borne de gentes y situaciones imprevistas comporta para mí el mismo atractivo que el aditamento de un rodeo cuando se tiene prisa: sólo necesito salir de casa para ser el forastero que viaja por otras latitudes.
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Individuario, porque de la epidermis adentro el mundo no es divisible por los demás. Fatalista, porque el devenir histórico solo es la ilusión pasajera de quien atraviesa un horizonte sin tiempo. Metamoral, porque donde ninguna certeza tiene valor absoluto es absolutamente necesario asignarle un valor a las certezas.
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Vivo de lo que no necesito vivir, de todo lo que he dado de baja en mí. Y si esos son los hombres, si así se quieren aquellos a quienes ha conferido materialidad el alma apenas concebible que se expande mediante la reformulación de sus fantasmagorías, ¿qué soy yo sino la escama de una objeción desprendida del ofidio de las transfiguraciones?
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Ser humano y ser vergonzoso se maridan a veces de tal suerte que ni la muerte puede separarlos. La parte más vergonzante que hay en mí es la que más me asemeja a los demás. Puedo sentir lo que ellos sienten de una forma que espantaría a sus protagonistas. Llevo pena de pudor por toda mi especie, poseo un excedente de alipori. Y es esta, sin confusión, la que asesta mi mayor confesión.
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Poco puedo enseñar y tampoco lo pretendo. En esta isla despoblada de escuelas, alumnos y maestros tan sólo puedo enseñarme y no es poco si lo pretendo tan solo.
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Cuando algo me sale bien una tontería me alcanza de seguido para compensarlo… No sé si esto es el bien o la tontería.
· ASÍ VEO Y ASÍ ME VEN ·