Ni siquiera los titanes, cuando desmembraron a Dionisos, hicieron cocer sus fragmentos y luego los asaron, pudieron impedir que el dios renaciese de sus propias cenizas. ¿Cómo unos pobres mortales podrían acercarse a él sin reverencia, o pretender desterrarlo de la superficie de la tierra?
Antonio ESCOHOTADO
Dionisos y la orgía
Conduje hacia un sitio conocido como La Tabla del Camello a través de una ruta desconocida. Una vez allí, descubrí de manera fortuita una gasolinera clandestina que ofrecía combustible a precios muy baratos, así que decidí llenar el depósito. A causa de la precariedad del surtidor, la operación se demoró más de lo previsto y convinimos que sería mejor esperar fuera del buga mientras contemplábamos el paisaje y estirábamos las piernas. De improviso, apareció caminando absorto, con la mirada perdida en el cielo tras sus gruesas gafas de pasta, un personaje que frisaba el medio siglo y exhibía un atuendo demasiado indie para lo habitual en gentes de su edad. Nos hizo gracia su actitud distraída y no me resistí a remedar el gesto dirigiendo mis ojos al empíreo. Una grey de nubes bajas formaban estructuras caprichosas con volúmenes y tonalidades que enturbiaron mi pensamiento con la analogía de un montón de brasas sofocadas a cubos de sangre. El tipo siguió su rumbo como guiado por una fuerza irresistible hasta alcanzar la orilla del río, donde se divisaba la bisutería vegetal de un prado que invitaba a un recoleto deleite de los sentidos. Con idéntica determinación y siempre en solitario, otros enajenados fueron llegando al mismo enclave. Haciendo gala de una visión de negocio nada habitual en mí, interpelé a mi amigo para que comprásemos todas las existencias de agua y bebidas alcohólicas que pudiéramos hallar en los alrededores, pues el ambiente era propicio para montar una rave y todo indicaba que se estaban dando cita sus asistentes convocados al señuelo de un llamamiento misterioso. Estuvo de acuerdo, pero antes usó su prodigiosa verborrea para ensayar con abundancia de detalles una justificación plausible de la factura que recientemente me clavó por un trabajo de ilustración. Resultó inevitable que me describiera un método de tasación sofisticadísimo inspirado en una escala musical dispuesta según un canon simétrico que hacía suceder los acordes en una especie de bucle asociado a equivalencias monetarias. Incluso me enseñó un boceto del patrón empleado y trató de demostrarme que al aplicar este modelo al trabajo encargado, el sistema arrojaba el importe de una cantidad elevada porque coincidía con la fase ascendente del flujo de notas. Cuando al fin pude hacerme dueño de la palabra y promover con renovados bríos la acción empresarial sugerida, el ritmo de los acontecimientos se precipitó de un modo tan lógico en función de axiomas desconocidos como antinatural bajo la lente de nuestros propósitos circunstanciales. Sin apenas advertirlo, la ola de personas que acudieron al encuentro adquirió proporciones tremendas, superior a las previsiones más favorables, y me permitió prodigar solaz a la vista gracias a un grupo de atractivas chicas que conquistaron el centro de la escena con algarabía de tangas y otros juegos retozones de apariencia inocente. Respondiendo a un deseo no formulado, comprobé mediante un recuento veloz que había más mujeres que hombres, al menos tres por cada glande. Mientras tanto, el crepúsculo dio paso a una significativa palidez lunar que tiñó el paraje, antes idílico, con un inquietante brillo que difuminaba el contorno de las cosas en una fusión espectral nada halagüeña...
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La fiesta comienza sin signos de anticipación y en el acto son ellas quienes marcan la pauta, comportándose como bacantes furiosas que, volando en la fiebre de su desenfreno, dan asalto a los varones con gran derroche de crueldad y espeluznante bullicio. Por un momento, el adulto que hay en mí cede el relevo de la consciencia al niño que nunca he dejado de ser y me siento presa de un pavor que me cuesta dominar frente a la batalla de mordiscos, zarpazos y genitales extraviados que componen un creciente remolino de cuerpos rotos en confusa agonía. Nunca la carne me ha parecido tan blanda, jamás he saboreado el peligro con esta subyugante viveza, lo que me induce a redoblar mis temores con motivos para sospechar que algo inconcebible está ocurriendo más allá de los excesos que presencio: ¿de qué incesante hormiguero sale si no la legión de todas esas hembras? ¿Son en verdad tales? Mi excitada libido se transforma de súbito en una imperiosa necesidad de huir. Debo ocultarme, rodeo la orgía, corro en busca de las aguas. Justo cuando creo estar a salvo tras haber franqueado los matorrales que preceden a un terraplén del cual espero cobijo, una joven rezagada me sorprende, crispa en hambre feroz la expresión de su rostro y se arroja sobre mí con una ira sobrehumana.
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Al despertar de puro espanto, aún tiemblo amedrentado. Creo que hoy no destilaré ningún orgasmo.