El hombre tan pronto sólo toma en cuenta la ley natural, olvidándose del misterio, tan pronto se arrodilla ante el misterio, olvidándose del fenómeno. Sin embargo la contradicción entre estas dos ópticas facilita toda clase de escamoteos, generadores de aproximaciones, de convenciones y de eufemismos que nos ofrecen seguridad perpetuando los malentendidos.
Vladimir JANKÉLÉVITCH
La muerte
Los gestos, como símbolos de otra materia sacada quizá del sueño o derrotada ya por el olvido, nos devuelven las máscaras de una emoción que busca concretarse en un rastro visible y prominente, dotado de un vigor inteligible: parten de la necesidad de comunicar de forma inmediata un proceso mental complejo de raíz indescifrable. Estoy convencido de que si fuéramos telépatas –acaso lo hayamos sido en tiempos pretéritos, cuando el humano podía expresarse en convivencia sin tener que recurrir a la elaboración de complejos sistemas gráficos– el lenguaje corporal, sobre todo el facial, desaparecería. Lo más probable es que entonces volviésemos a crear nuevos disfraces psicológicos de otra calidad sensorial, no relacionada con la matriz de las palabras ni con sus metáforas orgánicas, que actuarían como una gesticulación sublimada y vendrían a suplir el efecto que antes se le otorgaba al contacto visual que nos permite introducir en un canal de datos intercambiables los acontecimientos más íntimos del reino mental. Pienso en ello y llego a la conclusión, que por razones menos obvias también podría servirme de hipótesis, de que somos una especie que agotó demasiado pronto la confianza en la naturaleza y, traumatizados a consecuencia de no saber regresar a ella –cuya clave de pavor mitológico nos llega narrada a través de la fantasía hebrea de la expulsión del Edén–, hallándonos atrapados en un laberinto inextricable donde la búsqueda infinita de una salida solo conduce a sufrimientos carentes de finalidad, concedimos por compensación al logos un estatuto de valor que lo establecía como la maduración suprema de la vida en el nivel más alto de realidad hasta que, tras siglos de uso intensivo, la apariencia nos ha traicionado dejándonos peor que perdidos: vacíos de sentido y cansados de respirar para inventarlo. Atrás quedaron las edades doradas del conocimiento, la ilusión del pensamiento unido al dominio del mundo. Estamos ante una nueva época tenebrosa, epítome de nuestra aventura histórica, que elevará la crueldad al rango de ciencia absoluta en el anochecer de las motivaciones. Admitámoslo de una vez: no somos flor ni fruto, sino el hueso estéril caído en una tierra yerma que ni siquiera desea recibir nuestra sangre.
Dispuesto estaba a titular la entrada Perífrasis ahumada a tenor de mi acompañamiento floral vespertino; en lugar de ello, he preferido aditivar mis palabras con la hermosa reformulación del grutesco Black Heroin de Robert Steven Connett.