El simple hecho de que una opinión sea irrefutable, no implica en absoluto que exista la menor razón para creer que sea verdadera.
Alan SOKAL y Jean BRICMONT
Imposturas intelectuales
Olvidé mi nombre cuando se me cruzó el acto de escribirlo y en el tranquillo mismo de la sorpresa inventé un delirio impropio para encubrir el bochorno que comportaba mi verdadero delirio, esa incógnita todavía turgente en el momento de alzar los néctares y derramar entre vehemencias el desinhibidor que manchó con esa copa de menos la luna apenas guiñada en creciente. Al salir a los inviernos de la trasnoche, en la que fingí olvidar que ninguna caricia me esperaba a la vuelta, me impuse la solvente estrechez de mi abrigo hegeliano, engañador al tacto de su árida viscosa y más espacioso por dentro que por fuera, como descosido por el forro de un pensar que ganaría en mordacidad a una famélica colonia de polillas. Huía de esa actualísima sensación de acoso por la que se sabe a despecho de saberlo atajar que todo contribuye a la distracción, que hay demasiados focos para poder atender a uno solo como exige su apagón. Alguien —¿iba con alguien?— desenvainó por la espinal la palabra decrecimiento y hube de espetarle, un poco industrial, el taconeo torpemente aflamencado de mis botas tácticas inglesas mientras le explicaba, creo que por duodécima vez, esa teoría deambulatoria —peripatética, corrigió otro acompañante—, y quizá prestada, según la cual soy portador de un metabolismo ondulatorio que constituye un sínodo en sí. «Soy tan incorregiblemente liberal —me recuerdo decir—, que lo primero y después de todo hago sospechas de mi liberalidad en un juego que a falta de reglas confunde la magnanimidad con el hecho de ser cremosamente inapresable. Y si en asuntos de economía política el mejor impulso para una actividad comercial es el impuesto que no se le exige, la subvención más provechosa que pueda recibir la que no se le da y la protección menos insidiosa a sus intereses la que se limita a evitar que voluntades ajenas intervengan en ellos, en lo que se refiere a mi gobernanza, a pesar del nihilismo filosófico que me es afín, me mantengo en una ambivalente formalidad que aporta sus propias seducciones y benevolencias sin menoscabo de la más estricta discrepancia universal». Abandonado este aporte al viento, unos por otros y otros por unos, en un orden de factores que no es indiferente a sus operaciones algebraicas, nos hicimos llegar de mofa en efusividad a la capilla de Cloto, la tabernera de sonrisa hiperactiva, donde hube de descubrirme la tonsura ante los presentes que se jaleaban entregados a quién sabe qué lío de conmemoraciones recíprocas. Allí, disolviendo el burujo de mis recientes imprecaciones, a la de tres vidrios empinados contra todo derroche de perspicuidad —suelo concederme un cerebro de ventaja— di en cederme a comprender que en ausencia de pensamientos creativos y de escapadas duraderas, he entrado en la fase revisionista de mi historia, muy comparable en sus circunloquios a la situación baldía que atraviesa la cultura presente, que saturada de borborigmos en medio de la más explícita carestía de grandes filósofos y artistas, se ha especializado en producir críticos cuyo mayor mérito es hacer del pasado un combustible estupendo para la incineración del porvenir. Partiendo de este desasosiego por reinterpretar con otras claves —ni viejas ni nuevas, aunque deudora de ambas; ni vivas ni muertas, como en un ensueño— la heteróclita naturaleza de la existencia, no tanto para dotarla de sentido como para desfigurarla a fuerza de confrontarla con sus aporías y lograr, en los casos más agudos, que se traicione a sí misma inmolándose a la vista de quien la quiera mirar, lo más significativo de este proceso algo transido de exploración irreverente, que ni siquiera se desea fiel a su espíritu de autoexamen, es el vaciamiento del ser no por, sino gracias a la obra, que para eso se nos llenan de rutas de aseidad por donde el ingenio haría bien en resguardarse la coherencia de eludir cualquier posicionamiento, ganándose de antemano a la superchería por no quererse ganar o no temer perderse en los bretes de su dialéctica interna.
Una norma no impresa dicta que cuanto más bonita sea la camarera más fea será la música, y con el toque de abandono que la repetición del repertorio de disonancias estableció a partir de las tres, hora habitual en que secuaces y contragéneres empiezan a cruzar en masa la niebla de suponerse jóvenes y guapos, me apresuré al inodoro pisando dedos, nucas y hasta los restos de algún ave de corral que nunca batió sus alas más allá de la distancia hasta el siguiente humilladero. Según el estado general del atrincheramiento, a considerar entre una serie de factores para los que el raciocinio no basta como escuela, tuve que decidir si era más conveniente de espaldas a la galería disimular lo que hice dejando alzada la tapa o bajándola. «Dejad hacer, dejad pasar, el mundo va solo» y así lo aflojé a mi regreso porque uno tampoco se destroza por necesidad cuando sabe que ha nacido muerto; a lo máximo, se asume crecer sólo para comprobar hasta dónde le será posible descreerse. Contrariado ya antes de robustecerme a este lado positivo de la negatividad, probablemente desaparezca en un estilo que no acarrea auténticos peligros, ni en la ficción que toda expresión libera, ni en la realidad que todo dolor convoca: un muladar semiótico hacia el cual termina por dirigirse el que nada entiende, salvo que los demás son el cemento de sus introspecciones fallidas.
Fotomontaje escogido de la Caperucita Roja firmada por Anna van Gogh-Kaulbach. Para un psicoanálisis de este cuento, os remito a la página 188 del ensayo de Bettelheim.