14.2.13

ANAGAMÍN

Habría valido la pena, 
arrancar de un mordisco el asunto con una sonrisa,
haber comprimido el universo en una bola
y echarlo a rodar hacia algún interrogante abrumador.
T. S. ELIOT
Canción de amor de Alfred Prufock 

¿Por qué no hay altares para la ausencia de respuestas y aun las exequias por las motivaciones que naufragan en la búsqueda de una certeza una vez se alzan desafiantes los tabernáculos lastimeros donde se honra a mayor perplejidad ese festival de autodestrucción que ciñe a sus sienes las espinas? Ahora que agonizan las carnestolendas y podemos disfrazarnos de lo que realmente somos, ha de darse todo por el todo no en la atadura de poder recibirlo a perpetuidad, pues nada es lo que es, sino en el trance conjeturable de superarlo, para ponerse a prueba en la argucia de hurtarse a las combinaciones de la transitoriedad.

Si el universo puede ser planteado como la odisea de un Dios en busca de sí mismo o aburrido eternamente de encontrarse, el reconocimiento ha de llegarle después de haberse pergeñado el extravío, en el mismo e inconmensurable instante que la fatalidad esclarece su canon. Algo paralelo nos ocurre a nosotros, que sabemos lo bastante poco para querernos identificar con sus remedos literales o renegadamente figurados.

Superviviente chamuscado de la iluminación que atestigua como un cronista ímprobo a los censores de la pauta de tiniebla que envuelve al éxtasis tras haberlo saqueado en su enclave de excepción, un escéptico es lo que queda de un místico que ha consumado la unión con el cosmos salvándose de caer en la fe, que aparece como tentación última del visionario cuando a su regreso de las alturas tiene que sucumbir al propio éxito de la plenitud y ser devuelto a una reproducida noche oscura del alma que se burla, con una ciencia infinita, de la conciencia apenas revelada a través de los misterios.

Slow to speak, acrílico de Chase Tafoya.

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