23.4.16

PARLAMENTO DE PAREDES

Kit King, Vacuity
Un solo deber. El de no renegar de mi libertad a través de mis elecciones.
Franz FANON
Piel negra, máscaras blancas

No existe lo cuadrado en llamar enfermedad moral y ni siquiera puede probarse que exista la enfermedad mental fuera de la estela trazada por los mitos médicos, aunque es evidente que cada dolencia tiene su temperatura moral y un recorrido mental específico sobre el que dar desahogo de cauce, cuando no estancamiento de aposento, al despliegue de sus síntomas. Si todavía fuera admisible la categoría, podrían pasar por enfermos morales aquellos caracteres que se afirman en el hábito victimista y el azote inculpador, seres de entalladura mandobediente —con la venia de Escohotado por el palabro— que se adueñan de una u otra creencia, mejor cuanto más recia sea su propulsión social, a fin de propiciar camuflaje de fortaleza a lo que apenas dispone de más soportes que la ausencia de ánimo, el arrugamiento intelectual y la estrechez de miras; aludo, mucho me temo, a la mayoría de nuestros coetáneos…

Ante los excesos de la moral o de sus no menos evangelizadoras negaciones por afán de indolencia, de revancha o de lo que más espumosamente lave los cascos al novator, el único progreso está en reinventarse y, para ello, el primer obstáculo a superar son las descripciones del mundo que cada comunidad ha ido presentando en su beneficio como si su calderilla de convenciones fuera el máximo exponente de la verdad, una cota culminante de la evolución cultural que debe preservarse incólume a riesgo y ventura de endogamia o de encallarse en una suerte de psicocracia montada sobre peligrosas unanimidades. Obsoletas las barreras del nadie ose en el panorama instalado del todo vale, poco desarrollarían las tribus reticulares de la postmodernidad (esas que ubican el prototipo de belleza en hombres-niña y mujeres-palo) sin el concurso de los sujetos amasables que las nutren, ciudadanos no solo adaptables a la corriente de replicación conductual, sino enganchados de buen grado a la dinámica lampedusiana del oportunismo económico donde todos, optimistas y pesimistas, dundos y escarmentados, adolescentes y adultescentes, somos calibrados en atención al programado recambio de lo somero para mayor permanencia de lo rastrero. 

No es más inculto el iletrado que desprecia el saber atesorado durante generaciones que el erudito inflexible que devora los conocimientos que mejor pueden servirle para reforzar sus prejuicios o los de la manada en la que ha sido criado y con la que mantiene una deuda de pertenencia. Siempre habrá una moda de prestigio o una tradición sublime en cuyas burbujas y memorias respectivas ensalzar los cánones que aglutinan las más nefandas actitudes frente a uno mismo, frente a los demás y frente a la muerte. Por eso y por esotros que a contrapelo nos lo recuerdan de día en día, molesta de los refugiados que acuden a Europa no tanto la irrupción en territorio ajeno de quien no ha sido invitado a participar en el astroso festín de nuestro círculo de identidad (reacción que no dejaría de ser antropológicamente previsible), ni la fobia que el forastero, por más que intente rebajar su presencia, enardece de forma instintiva al pasear sus diferencias en constraste con las rutinas imitativas que por aquí (como en cualquier cigüeñal del orbe) se abanderan, si bien ese factor primario de rechazo no debe en ningún caso minimizarse. Creo, sinceramente, que la causa última para comprender la falta de hospitalidad e injustificable sevicia dedicadas a estos peregrinos procedentes de regiones más vapuleadas radica en que sus dramas reflejan nuestra condición futura, la que por fatiga histórica nos vaticina, en lo espiritual y en lo material, convertidos en cadáveres ambulantes sin necesidad de cruzar el Rubicón de los proyectos de unilateralidad geopolítica. «Muerto el continente occidental —constata Perpetrador—, se derrama el contenido».

Ante el tropel de desheredados que huyen de terrores y cerrazones en busca de otra oportunidad, asaz improbable si no la acompaña un acto de confianza por parte de la población receptora, el europeo que afila con hostilidad su propio miedo se asesta en secreto un golpe a sí mismo, pues por vías que sólo se atreve a desconocer advierte que también él, más pronto de lo que sospecha, será un excluido planetario, un cazamendrugos sometido a las más pintorescas humillaciones por el resto de los pueblos, entre los que quizá se encuentre con alguno de los clanes ectópicos que hoy, a trasero abierto, acuden a sus trasteros pidiendo asilo.

¿Qué hacer cuando hasta los poderes se reducen a paredes entre las cuales no se fragua otro parlamento que el del mudo emolumento? Ojalá tuviésemos la excusa de Dios, quien según avizoró Stendhal anda cobijado en la veteranía de no existir.

21.4.16

DUELOS Y QUEBRANTOS

Dani Olivier, Corps célestes 1/9
Con la catástrofe que le sale a uno de dentro hay modo de arreglárselas, por supuesto dejando el pellejo a tiras en la empresa: es una tormenta pero que no infrecuentemente recibe el nombre de «alegría». Pero la catástrofe que nos asalta desde el exterior, la catástrofe que otro me quiere meter dentro a martillazos, ya no es una tormenta sino un tormento. No sólo nos posee, sino que nos viola: se suma a nuestra catástrofe propia y la potencia, la precipita, la refuerza, la multiplica, la corrompe...
Fernando SAVATER
Contra la inmaculada concepción

Productores de esperanza y carneadores de posteridad, convergentes ambos en el neonato —«Yo era insignificante hasta que tuve un hijo»—, cuando al fin se percatan de no tener tan buenas vidas como fantaseaban, dedícanse sin complejos a trasvasar su cargamento de taras y sesgos a la fauna que deciden engendrar un poco por inercia mimética y otro mucho por aburrimiento de sí mismos, aunque motivos exóticos jamás faltarán para corporeizar los escupideros ónticos, desde la búsqueda de brazos auxiliares a la satisfacción de curiosidades eventuales, gobernados por el común afán de dar cumplimiento a una avidez por el homúnculo cocido en la redoma materna. Ya que no pueden ser eternamente jóvenes para reinventarse o rectificar con otros incentivos los paradigmas preexistentes, y toda vez que el triunfo que anhelan obtener de la sociedad no basta, se marchita o se demora, los progenitores escogen crear comunidades en miniatura donde ser, si no loados por los miembros de su séquito doméstico, reconocidos al menos como propietarios de un patrimonio biótico aun al precio de convertirse en promotores del dolor, de la aflicción, de la vejez y de la muerte que, amén de otros pesares innegociables, venir al mundo conlleva.

Por próspera que haya sido una vida, nada hay tan gozoso en ella que anime a repetir el nacimiento. Una vez superado cierto umbral de sufrimiento, ninguna experiencia constructiva puede compensarlo, a no ser que uno se abrace al clavo incandescente de creerse en el deber de soportar cuantos golpes y agravios reciba con la autoinculpación necesaria para purgar su alma de algún pecado innato o adquirido. 

Por lo que me atañe, manteniendo la actitud de franqueza en el decir que Foucault describe como parresía, contemplo mi trayectoria biográfica como un conjunto de recursos destinados a eludir destrozos mayores tras el trauma ocasionado por el accidente inicial. No por capricho melancólico, alodinia filosófica o arrogancia de señero comparto una sensibilidad elemental con el antinatalista David Benatar, quien entre otras prudencias recalca que «como todos los que existen padecen males, la procreación los causa siempre». Con el así pues del así es, mis criterios éticos pueden prosperar o decaer como lo hace la constitución orgánica a medida que se consuma la espiral cíclica de años climatéricos, pero la abstención de provocar el perjuicio de la existencia será siempre, a mi entender, un valor añadido a la persona, de la misma manera que siempre obrará moralmente en su detrimento la determinación que la sitúa en el redil de multiplicar marionetas. ¿Qué sucede con el aprecio no instrumental y la responsable prevención de adversidades, con el respeto hacia el descendiente, en suma, desde que un padre se alumbra con el elevado sentimiento de imponerle la vida? Sin lugar a dudas, se lo pasa por el dolmen. El respeto puede plantearse de formas dispares, el disparate está en las formas supuestamente respetables de excusar que un ser sea presa de un mal seguro hasta el deceso por el deseo de concederle un hipotético bien.

No más cansado de las factorías de seres precarios en sí mismos que de la misma precariedad de mi ser; menos dispuesto, por arraigo de afición, a comerme niños que a desayunar diariamente la hendidura mística que les ciñe la salida, hoy me he levantado provisto de una idea benefactora, o lo que es igual, armado de un burbujeo interior que combina en potencia medios tiránicos con metas risueñas, cosa inusual en el antropoide de calibre escéptico que suelo tratar de yo a yo: restringir la concesión del Nobel de la Paz al investigador capaz de diseñar y difundir una sustancia (llamémosla Partícula I, por ingenésica) cuya única, instantánea, indolora e irrevocable consecuencia sea la infertilidad de la especie humana...

Entre la aplastante herencia de la historia civilizada y el chantaje ejercido por mor de las generaciones futuras, no es extraño que la vigilancia se haya instalado por doquiera se halle uno más para criminalizar la iniciativa de sustraerse del movimiento generalizado que para controlar el caudal creciente de destajeros. De los deportes a la guerra, sin excluir en el recorrido las tentaciones que reproducen lo existente a fuerza de volver a sus actores apasionados, todo lo que soliviante en demasía el corazón, todo lo que empuje el ánimo hacia un nivel mental inferior con el correspondiente ascenso de la brutalidad por encima del rango que ocupaba, merece ser olfateado con radical desapego. Y es que por amables que sean sus delegaciones y persuasivos parezcan sus portavoces, el infierno funciona con una sola divisa en todos sus frentes: «Quiero más».

18.4.16

OFICIO DE TINIEBLAS

José Ferraz de Almeida, El leñador
Los cavalleros en la guerra comen el pan con dolor. Los viçios della son dolores e sudores; un buen día entre muchos malos. Pónense a todos los travajos, tragan muchos miedos, pasan por muchos peligros, aventuran sus vidas a morir o bivir. Pan mohoso o bizcocho, viandas mal adobadas. A oras tienen, a oran non nada. Poco vino o ninguno. Agua de charcos e de odres. Las cotas vestidas, cargados de fierro. Los henemigos al ojo. Malas posadas, peores camas. La casa de trapos o de ojarascas. Mala cama, mal sueño.
Gutierre DÍAZ DE GAMES
El Victorial

Aunque le deba moradas tan maravillosas como aquella en la que hube de reconocerme frente a la luna creciente de un espejo con tres ombligos como tres estigmas, es mi dios una Fiera Tremebunda, una Voluntad Hambrienta que se devora a sí misma, un Macrobio consagrado al impulso de crecer a cualquier muerte, por dentro y por fuera, sin completarse jamás, pues en tal caso su perfección lo extinguiría. No sabe qué o quién es, ni cuenta con vocación menos voluminosa que la necesidad de escudriñarse a través de cada ser, de probarse en todas y cada una de sus posibilidades por horribles que estas sean, dejando a su paso por la conciencia la formidable herida de una efigie de su esencia, que a modo de metámeros las contiene todas —todas las efigies y todas las heridas.

¿Qué lugar reservar a los hijos del mono en este corpus mysticum donde el continuo entre creador y creatura configura un racimo universal de jeroglifos? También son monstruos fabulosos los humanos cuando creen que la vida puede proseguir sin engaño, ajena a las gabelas de fantasmas imaginarios que nos causan males reales.

15.4.16

ALMA DE LLANTO

Lawrence Alma-Tadema, In the Tepidarium
Casi todas las vidas pueden ser resumidas en unas pocas palabras: al hombre le han mostrado el cielo y lo arrojaron al barro.
Lev SHESTOV
Apoteosis de lo infundado

He soñado un conciliábulo de amigos en la afinidad de cultivar inmersiones donde mana con lirismo de sigilos el lucero originario del despertar. Manteníamos veladas regulares en un jardín ubicado junto a un estanque a cuyas lumbres se descendía, con gracia uterina, a lo largo de una escalinata flanqueada por pérgolas de yedra. Bruñido al soplo tamizado por las rosaledas, quedaba casi perfectamente sellado el remanso del pedestre centrifugado del mundo por un muro que exhibía, en mitad de su solidez basáltica, la trepanada hechura de un protón portón de cuarterones. Conjugaba el paraje, pues, todos los requisitos para convertirse en un locus amoenus, si bien lo que allí ocurría distaba eones de las conjunciones tumultuosas tan buscadas por esas sectas de reprimidos que gustan de enclaves no menos recoletos para cifrar sus berreas.

Las fronteras de la identidad, que en efecto llegábamos a verter en entidades mayores, contaban para ser trascendidas con canales y carnales más firmes que el arrebato histérico, la autohipnosis rezandera y las libaciones de azúcares fermentados. No se excluía nada que fuera en incremento de la mirada ampliada donde el crecimiento interior y el exterior, lo micro y lo macro del Bicho cósmico, se fusionan en una escala holográfica, pero era importante que el desbordamiento no se propiciara a expensas de triturar ciertas amalgamas previas. Por desgracia, nuestro solapado prestigio también recaló fuera del pentáculo de quienes formábamos la arquitectura medular de estas alianzas espirituales. No puede afirmarse, en consecuencia, que hubiera elementos imprevisibles en el asalto sufrido durante el transcurso de un gaudeamus.

Hubo puños, burlas, saqueo, destrucción de símbolos, mancillamiento de ofrendas y expulsión de nuestros merecidos dominios. Divulgados los artífices de la fechoría por la firma bronca de ecománticos, su predilección estaba en amar después de apisonar. Tras la diáspora instantánea, con los recoldos del templo profanado hiriéndome aún la visión, encontré a la salida del vergel una dama de hermosura sin igual cuyo tablado componía un juego de facciones por completo desconocido para mí y, no obstante, íntimo en virtud de un atractivo irresistible, como si la hubiera gozado hasta la extenuación antes de mi propio nacimiento. Parecía estar implicada en la agresión, que vigilaba con serenidad desde la retaguardia, muy cerca de un sarcófago suntuoso equipado con alas de titanio que en ese momento faroleaban desplegadas. Mi recelo le atribuyó el papel de instigadora a partir del hermetismo altivo de su figura, aunque nada había en ella que justificara intuirlo así: inescrutable, tan gratuito hubiera sido acusarla de ejercer funciones de senescal en la retaguardia del comando de fanáticos, que imaginarla operando un secreto favor como emisaria de auspicios inesperados. Negándome el desatino de sentenciarla, me atravesó el imperativo instinto de aproximarme cuanto la radiación de su belleza permitiera. Sus ojos de ave mitológica ensalzados por el baluarte de los pómulos, la delgadez prieta en los volúmenes de un tacto que presagiaba embriagador, el cabello a medio desdén en un recogido que invitaba a la llama de una melena inasible... una verdadera sinfonía de hechizos donde su presencia se abría prodigiosa como un agujero negro. ¿Quién sería esta criatura? ¿Acaso nadie más la percibía? Tallar palabras era superfluo, el aguijón de sus pupilas impuso de inmediato un comercio ancestral de glosolalias telepáticas. Hizo de mi pensamiento su don y, sin pensarlo, di en anunciarle a voz quebrada que a punto me tenía de prorrumpir en llanto.

¡Lujosa puerilidad! Braseando astros en el singulto, sangrientas fueron mis lágrimas y ninguna apagó el frío que desde entonces empaña mis venas.

14.4.16

LA HIPOTENUSA

Pere Borrell del Caso, Huyendo de la crítica
Las cosas no son como son, son como pueden ser. Lo real solo se puede construir desde lo imaginario.
Jesús IBÁÑEZ
Por una sociología de la vida cotidiana

Como ente cansado y abstraído, aviso que apenas reúno la sintaxis necesaria para explicarme con fluidez, pero mis ganas de compartir una experiencia excepcional que, en un orden limítrofe con lo fabuloso, parece culminar los paralelos y meridianos de una esfera de eventos concurrentes, resulta superior a la viremia de las dificultades pasajeras que había convertido en campaña de silencio y concentrado en el concepto de fase menguante.

Ayer comencé a leer el ensayo que Jung dedicó al estudio de la sincronicidad, en concreto la edición de título homónimo que en 1988 publicó Sirio, con traducción de Pedro José Aguado Sáiz, por la que pagué los dos euros mejor invertidos en esta clase de manía por el pensamiento impreso si no cuento los cincuenta céntimos en canje de las principales tragedias de Eurípides. En el párrafo que cabalga sobre las páginas 30 y 31, el psicólogo evoca un acontecimiento que dejó una impronta indeleble en su vida profesional:

«El problema de la sincronicidad me ha confundido durante mucho tiempo, desde la mitad de los años veinte, cuando estaba investigando un fenómeno del inconsciente colectivo y me encontraba continuamente con relaciones que, sencillamente, no podía admitir como agrupaciones causales o rachas. Lo que encontré fueron coincidencias, que estaban tan significativamente relacionadas que su probabilidad de producirse era increíble. A modo de ejemplo, citaré un suceso que yo mismo observé. Una señora joven a la que estaba tratando tuvo, en un momento crítico, un sueño en el que le daban un escarabajo dorado. Mientras me contaba el sueño, me senté de espaldas a la ventana, que estaba cerrada. De pronto oí un ruido detrás de mí, como un ligero golpeteo. Me di la vuelta y vi un insecto que golpeaba contra el cristal por la parte exterior. Abrí la ventana y cogí al animalito en el aire al entrar. Era lo más parecido al escarabajo dorado que se encuentra en nuestras latitudes: un escarabajo escarabeido, la cetonia dorada común (Cetonia aurata), que, en contra de sus costumbres habituales, había sentido, sin duda, la necesidad de entrar en una habitación oscura en aquel preciso momento. He de admitir que no me había sucedido nada parecido ni antes ni después y que el sueño de la paciente ha permanecido como algo único en mi experiencia».

Que yo mismo, antes de abrir el opúsculo, apuntara una idea sobre los modos alternativos de percibir el sustrato del mundo puede considerarse un síntoma premonitorio de la sorpresa que estaba por llegar:

«Para la mentalidad científica, el cerebro funciona con buena lógica cuando en una masa dada de fenómenos es capaz de extraer del azar series causales; en cambio, para un cerebro expandido, la lógica funciona con mayor grado de verosimilitud cuando es capaz de percibir conexiones significativas entre los fenómenos que no pueden reducirse a las consabidas causas y efectos que transcurren dentro de las fronteras de la probabilidad. Por sí sola, la causalidad no se sostiene como  principio de elucidación de la estructura interna de la realidad». 

Por llegar estaba la sorpresa después de haber cenado un pilaf condimentado con especias (exentas de alcaloides). Mientras me apartaba de la mesa en busca de la lectura que abandoné a mediodía en una estancia contigua, descubría en el suelo un coruscante huésped cuya irrupción no acierto a comprender de manera satisfactoria desde una óptica racional:

¿Amphimallon majale? sobre ¿Homo sapiens?

¿Es otro testimonio de cómo el futuro penetra con su constelación de resonancias en la franja temporal presente?, ¿la prueba de un pasado que se alinea armónicamente al entrar en contacto con el dato objetivo que confiere simultaneidad a estados hasta ese momento desconectados?, ¿o quizá el velo de una exterioridad cuyo sentido se dispersa en el inconsciente a medida que lo escrutamos? Desde el fondo, al igual que desde la superficie, solo es posible ver la mitad del pez que nada en el río. Contemplada desde el derrotero de la sincronicidad, la realidad que solemos parcelar en causalidades y casualidades se revela plásticamente onírica, afectada en su comportamiento físico por la psique de una suerte que se me antoja similar, salvando las debidas distancias, al influjo de la transferencia genética horizontal en la biología de los seres, que modifica por otros conductos. La emersión de magnitudes empíricas que desafían las coordenadas clásicas de la realidad, formadas por espacio, tiempo y causalidad, ocurre con mayor frecuencia ante una situación de apariencia insoluble: las imágenes primordiales hallan entonces salida fuera del marco habitual de referencias. Por insondables que devengan, más debiera inquietarnos la carencia de sucesos que se acoplan por medio de trabazones extraordinarias que las coincidencias en sí mismas. Todo cambia cuando uno cambia.

El misterio no ha desaparecido, ni puede disiparse sin más; no es una prenda de moda, ni una mera sublimación de la ignorancia: nos apela como la conciencia recuperada de lo desconocido y erige puentes insólitos donde especialistas y charlatanes han establecido un coto de saberes aislados que, faltos de integración, estorban la respuesta a la más urgente de las preguntas, la eclosionada en el enigma conjuntado que cada uno debe formular a su propia vida.

Amén de un lance engañoso, cada prejuicio también encierra una ocasión promisoria: indica el punto exacto de las representaciones mentales donde hay que socavar con redoblada insistencia, máxime si ese lugar común pasa por ostentar la autoridad absoluta de una ley natural. 
 
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