28.8.14

NI ONDAS NI PARTÍCULAS

El mundo es necesariamente como es porque hay seres que se preguntan por qué es así.

A través del biólogo Rupert Sheldrake he tenido noticia —más vale tarde que alarde precoz— de que Samuel Butler, autor de la distopía Erewhon, la conocida sátira donde la enfermedad es castigada penalmente y los crímenes son manejados como trastornos sanitarios, escribió asimismo un ensayo en el que especulaba sobre los designios evolutivos de la naturaleza, de la que extrae la opinión de que «la vida es esa propiedad de la materia a través de la cual ésta puede recordar; la materia que puede recordar está viva». Con el diáfano aleteo de su observación en mente, ¿no se podría pensar que la capacidad mnemotécnica de la materia pone de manifiesto y sirve de confesión al ser hundido en el trance de las postrimerías?

Como en cada nudo autoconsciente se percibe la dualidad o recapitulación de un ente huidizo o que agoniza, cuando nos creemos artífices de nuestro destino descubrimos en él un mero despliegue de sucesos accidentales, y cuando nos convencemos de que somos humildes glosadores de lo fortuito comprobamos que todo, empezando por nuestra existencia, más que un proyecto planificado llega como el eco distante de un mundo extinto.

Miniatura tomada del folio 33r del manuscrito medieval Speculum humanae salvatiotis, en concreto de la versión que se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia

21.8.14

LOS CAPILLITAS

El pensamiento y la verdad de los jueces acaban convirtiéndose en el pensamiento y en la verdad del torturado.
Valentín GONZÁLEZ
Yo escogí la esclavitud

Revolviendo la cetárea de mis escritos en busca de una frase lapidaria cuyos retales bombean vaporosos en mi recuerdo, he reído en jocosa soledad al encontrarme con esta filípica fechada a principios de 2005:

«Puede ser por los delfines que probaron en masa la intimidad del acero o por el pulso contra el yermo en que se hallan los bosques amazónicos; por las mujeres ornadas de apasionados amapolos o por los críos hambrientos que conservan su podio de honor repartido entre el magacín concienciado y la hoja parroquial: los temas para el We are the world se multiplican como la especie que lo corea y mucho han de lamentarlo los leprosos de Calcuta a los que solían acudir, eran otros tiempos, abnegadas amiguitas de pubis espinoso y bamboleo de cruz sobre los pectorales. El caso es que con el aura de las tragedias colectivas irresistibles para cebar el estremecimiento barato, al espectador emotivo, por anélida que sea su existencia, no le faltarán motivos para celebrar la bendita suerte de no ser uno de los damnificados por tamañas catástrofes. Habrá también quien deba callar la disparatada presunción de que las peores desgracias evitables obtienen el visado de realidad para que los atribulados más insignes puedan mostrarnos por la ejemplar su adobo lacrimógeno tal como mandan los cánones mediáticos en la parrilla de sobremesa. Y es que no hay nada como aparecer envuelto en el incienso de una causa perdida o bajo el celofán de la sensibilidad lastimada si gracias a ellas puede ganarse la clientela impúdica de la opinión pública. ¡Alabados sean los héroes de mampostería! A la quejumbrosa procesión de candidatos a la decencia escénica asistirán, en primer plano, la élite gagá de intelectuales irritables, los artistas cazaprebendas, los políticos enrollaos y el perejil salsero de esos deportistas ansiosos de sumarse atléticamente la ola sublime en su caché. Una actitud muy solidaria, nadie lo duda, sobre todo con el imperialismo cursi de la pena soez, que ellos consideran preferible a la claustrofobia de permanecer dentro de una respetuosa neutralidad ante el infortunio ajeno, pues cuando se carece de las cualidades necesarias para ser digno por méritos propios sólo queda en pie el descaro de mostrarse moralmente indignado».

El texto podría emparejarse sin problemas con la nota suelta que he tomado hoy mismo, por pura manía de reverberación, tras publicar un comentario análogo en un diario amigo:

«No me repugna menos la pose de los izquierdistas habituados a atribuirse el patrimonio de la pulcritud moral que la del facherío compuesto por casposos de oratorio y montería. Por más que lo callen, ni unos ni otros toleran a los individuos que rehúsan la mortaja de una bandera y se atreven a pensar por sí mismos. Ya está bien de obturarnos el presente con cuentos históricos para mayores que empequeñecen en honradez cuando su aliento evoca exhalaciones de fosa común. Nunca existieron ángeles de alas rojas, como tampoco hubo santos falangistas en el ruedo sanguinolento de nuestra Hezpaña».

La naturaleza mortífera procede del archivo de Geliografic.

19.8.14

LOS VISITANTES

Al medirnos con nuestros sueños, ¿quién no queda rebajado en su realidad? Aunque falaz, lo soñado es poderoso y, a su lado, lo real parece desoladoramente pobre.
Habitar el presente

Casi un lustro o casi un susurro me aproximan y separan del monólogo titulado Viudo de fe donde esbocé una idea, sujeta entonces a otras inquisiciones, que hoy adquiere una significación especial. El concepto clave de la misma, que valiéndome de petulancia podría denominar hipótesis de la retroactividad biomórfica, fue sugerido con un puñado de palabras que aludían al efecto sísmico a nivel mental de hechos «cuyos ecos apaisados atraviesan todas las direcciones biográficas dejando sentir su impacto no sólo mucho después de que el estrépito se haya diseminado, cuando apenas queda sustancia sensible para el recuerdo ni remembranzas emotivas que sustantivar, sino antes incluso de que se produzca». Anteriormente, en el parágrafo 179 de la obra inédita Píldoras de insurgencia que abandoné a su añejamiento en 2009, deposité un énfasis filosófico que captaba otra escala de la cuestión: 

«Somos, con el universo, ecos de nosotros mismos, réplicas exactas, dobles recurrentes. Repetimos cada acto y cada acto nos remite al original que siempre creímos ser aunque nadie sepa determinar cuándo. “Mi mente, mi corazón y mi voluntad girarán sólo en círculo y, sin embargo, ese mismo círculo es mi porción de una necesidad eterna” (James Hillman). De no ser por la censura cognitiva característica de la memoria, conoceríamos lo que ha de ocurrirnos sin margen de error o desviación. En el sueño esta censura se relaja, pero los materiales procedentes del inconsciente, donde el tiempo está ausente, se mezclan de forma inextricable con los residuos de la experiencia y la imaginación al servicio del instinto, por lo que resulta imposible en la práctica confiar en las predicciones que sabemos circulan por allí como fragmentos jeroglíficos. Nadie puede hacer avanzar su percepción sobre el transcurso del momento actual, es una operación vedada. La evolución no nos ha preparado para un desplazamiento voluntario por los hechos que componen nuestra extensión vital; no nos ha dotado de la resistencia psíquica necesaria para ello porque a la naturaleza le basta con la argucia de nuestra ignorancia y, en apoyo de su funcionalidad, hemos construido la noción harto engañosa de que el movimiento de las cosas se mide en secuencias temporales, de manera que la conciencia ubicada frente a lo desconocido tiende a confundir su ceguera prospectiva con la marcha hacia un porvenir en permanente configuración. En consecuencia, el humano es un animal retrospectivo tan habituado a usar el tiempo como instrumento adaptado a sus pequeñas ilusiones que le cuesta comprender el carácter ficticio de su existencia. Que no hay tiempo objetivo significa que todo sucede al mismo tiempo; no un todo junto, sino un todo inmediato. Desde dentro, la realidad ofrece al observador una actividad en incesante desarrollo; desde fuera, debe estar tan quieta como un instante ideal, absoluto. Para explicar esta intuición me centraré en su dimensión antropológica con ayuda de un símil: podríamos concebir cada biografía como un mapa prolijo en detalles donde nada está antes ni después, pues la apariencia de hallarse entre un origen y un final surgiría solo al recorrer el trayecto. La historia, entendida como una genealogía estructurada según el principio de causalidad, también puede interpretarse como el fruto de nuestras limitaciones para aprehender la totalidad del contenido involucrado en el panorama. Nada que acontezca en el universo conduce a ninguna parte porque no hay sitio al que pueda ir más allá de sí mismo. Volveré a recurrir a un juego de óptica conceptual: desde una perspectiva eterna, el cosmos repite cíclicamente las manifestaciones de la materia cada vez que agota sus posibilidades combinatorias, mientras que desde una visión omnímoda y, por tanto, ajena a la invocación de un devenir, la eternidad no dura nada porque ni siquiera es: todo, incluyendo su mirada, está a su alcance; nada hay anterior o posterior a su presencia escrutadora».

Teniendo al alcance del pensamiento estas complicadas conjeturas, imaginemos la vida, nuestra propia vida, como un río cuyo cauce avanza a ritmo cambiante, pero seguro, camino de su desembocadura. Los sucesos de una intensidad superior a la media habitual serían como los accidentes en el curso de las aguas que generan ondas expansivas y turbulencias a través de la corriente principal. Un hecho de esta magnitud podría tener consecuencias anteriores a su manifestación, es decir, estaría dotado de un campo de resonancia capaz de influir no sólo en orden sucesivo, sino también en sentido regresivo: al igual que subsiste una presencia del pasado, se detecta una presencia del porvenir. No es casual que la forma más frecuente mediante la cual estos acontecimientos extraordinarios llegan a calarnos se produzca a través de los sueños, que dada su capilaridad son más propensos que la conciencia en estado de vigilia a establecer conexiones secretas o laterales con las facetas más difusas de la realidad. De este modo, la actividad onírica podría estar motivada por un suceso situado en un momento ulterior de la sinuosa línea temporal, de ahí que poseamos sentimientos premonitorios vinculados al rompecabezas que componemos con los sueños: en ocasiones, estos se elaboran con estímulos procedentes de un capítulo de la existencia que estamos viviendo en el futuro. Sin embargo, lo verdaderamente intrigante acaece cuando la culminación de ese reflejo anticipado deja constancia con una prueba material de origen inexplicable desde un enfoque reducido a la lógica racional. Es lo que me ha sobrevenido, o así lo interpreto, con la pesadilla de la que ofrezco este somero testimonio:

«Anochece con una brisa agradable, teñida al olfato con los embriagadores pólenes de los estramonios y las madreselvas, en la casa solariega de mis padres. Charlo con ellos —me oigo decirles que «aunque todos soñamos despiertos, en el campo estamos más despiertos cuando soñamos»— hasta que el cogollo de la conversación se trunca por la irrupción de dos objetos luminosos, con aspecto de huevo de tiburón y el tamaño aproximado de una bañera, que descienden describiendo una trayectoria tan silenciosa en la atmósfera como asombrosa en nuestros ojos. A ras de suelo, uno de los cuerpos volantes se volatiliza velozmente a escasos metros de nuestra posición, mientras el otro consigue girar hacia el jardín de una parcela contigua, donde si bien el espesor de la masa arbórea nos impide observar sus maniobras, tampoco lo vemos elevarse. El ambiente queda enrarecido de sopetón, como electrizado por una tormenta inversa que la tierra irradiara hacia el cielo. Antes de que pueda disipar la estática de mi sorpresa, veo a mis padres dirigirse con celeridad hacia el lugar donde es presumible que se haya posado el segundo objeto. Quiero detenerlos, pero ni siquiera se percatan de mi presencia, parecen prisoneros de un trance hipnótico. Es doloroso, muy violento dejarlos marchar hacia el foco de un fenómeno del que percibo su raíz abominable más allá del atavismo que nos impone terrores frente a la intromisión de fuerzas desconocidas. Sin perder la serenidad, que constituye por ahora mi único baluarte, decido encerrarme en la vivienda y comunicar el incidente a las autoridades con un esfuerzo vano, pues ningún aparato electrónico funciona. Doy cobijo a los perros que, nerviosos, rascan a gemido roto la puerta trasera. Junto a los animales, soy sitiado por presencias indiscernibles que empiezan a transmitir un rumor de estremecimiento a la tabiquería».


Nunca le hubiera atribuido mayor importancia a este angustioso episodio nocturno de no ser porque al siguiente atardecer, cuando caminaba cerca del punto donde se esfumó el primer artefacto, un pedrusco verrugoso de color óxido sobre el manto de gravilla clara me gritaba a la vista que lo cogiera: se trata de una colada metálica que ha debido enfriarse en el terreno a juzgar por los indicios de chinas que pueden apreciarse en la parte inferior, similares al resto de las que cubren el suelo en esa zona de la propiedad. ¿Cayó un meteorito en la villa familiar, de acuerdo con los registros recientes de bólidos, al tiempo que yo dormía no muy lejos de allí? ¿Me inspiró la pesadilla este elemento de procedencia incógnita antes de ser hallado gracias al contacto surgido entre su retroactividad y mi imaginación? Con todas mis dudas al respecto y la irrefragable sensación de ser el engranaje mínimo de una broma cósmica, a falta de una explicación empírica lo consideraré un hallazgo irreverente del azar, una anomalía provocadora para el intelecto, como esos extraños presentes que según viejas leyendas algunos humanos, locos o afortunados, traían consigo después de haber visitado el mundo de las hadas.


Si tomara para mi entredicho la ventura de Francisco Sánchez, el escéptico autor del ensayo Que nada se sabe, «quizá encuentre, al apartarme de las antiguas autoridades, un destello de la verdad que busco». No es mala afinación, debo admitirlo... ni buena. Al denso celaje de esta faena críptica e incompleta por trueque de naturalezas, agregaré contra toda pretensión de cátedra el alfilerazo reincidente de citarme a sabiendas de enredar porque, «a la postre, la virtud es una técnica, el utillaje psicológico de un saber; pero el sabio, abandonado a su suerte, no alcanza siempre la virtud, pues ocurre que lo más virtuoso a menudo pasa por la sensatez de ignorar, de suspender a su debido tiempo el juicio, de saber no saber». ¿Quién sabe?

Bajo el titular, Ascent of Man and the Destruction of Magic de Rebecca Yanovskaya. En el centro, Blue angel de Mick Turner, guitarrista y artista gráfico de la banda Dirty Three, de la que enlazo su álbum homónimo, acaso el mejor de su carrera. Y, por último, la quisicosa que la gravedad me puso delante.

2.8.14

NADA EN COMÚN CONMIGO

Nuestras vidas resultan siempre una caricatura lamentable de lo que pudieron, de lo que debieron ser.
Antonio HERAS
Vorágine sin fondo

Con la publicación de esta entrada me tomo la licencia paliativa de interrumpir, hasta ganarme las albricias, mis labores experimentales en este oratorio dubitativo, donde sería brocado de pésimo gusto dar cabida a los balbuceos y apagones que devanan mi letargo canicular.

Al contrario que Tales, el sabio de Mileto, iba mirando el firme cuando caí en las estrellas.

*

Serendipia. El mundo es una guerra sucia donde los raros momentos de confluencia entre dos sensibilidades simbióticas derivan tan maravillosos como desprovistos de banderas. Dentro del permanente motivo para el desencanto que es la preservación del pellejo bajo las coacciones de una atmósfera corrompida, todavía es posible arrobarse de belleza al descubrir que en sus rincones más lóbregos la realidad alberga alquimias no arruinadas por nadie que despiertan con el roce que las hace vibrar.

*

Trasfondos de aljaba. Elocuentes conatos de belleza se desatan a veces en la violencia, y una violencia sagrada ruge en la belleza que subyuga sin esfuerzo al más cruel de sus interlocutores. Quien no asuma el aliento primigenio de esta certera coincidencia de oposiciones, bien haría en privarse de emitir juicios taxativos sobre ambas facetas del ineludible resquebrajamiento universal.

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¿Quien ha demostrado que los devaneos que prosperan al calor y la humedad de un gineceo son incompatibles con la egregia búsqueda de la verdad? No pretendo, por ahora, fundar mi academia divergente entre los pliegues alquilados de un lupanar o en las suavidades engranadas al caprichoso elenco de un harén; como hombre de pensamiento erecto, tutor de una libido muy curiosa, no ambiciono tamaña hipérbole para mantenerme abierto a las plétoras y secreciones del conocimiento, una de cuyas glándulas filosóficas se localiza en la sexualidad infecunda por medio de la cual bordamos y descosemos nuestro ser del vacío que intimamos con otros.

*

Por factores epigenéticos que se desdibujan como estelas biográficas en lontananza, siento como un varón y pienso, en paralelo, como una hembra; para mayor versatilidad, digamos que mi músculo cardíaco está pertrechado con la briosa turgencia de un falo y en el centro mismo de la crisma me horada la gruta insaciable de un coño.

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Engáñase y con colmo de vicisitudes el espíritu que al rendirse a las pasiones se cree exento de la ciencia de tener que dominarlas.

*

Con la antañona virtud de la paciencia, que es templanza de las pasiones y dulzura de serenidad en los males, aceptaré los designios que hacen de esta ilusión recurrente una realidad invencible. A este denodado temple de calamidades no puedo, justamente, denominarlo mansedumbre, sino entera, enterada y desenterrada desesperanza.

*

Tanto de pensamiento como de corazón, el antagonismo que no me anula preserva mi integridad.

*

Unos hechos se explican por otros, y todos ellos por el acontecimiento de máxima nulidad que, como una mente en estado de coma, los engloba.

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En cada discrepancia entre los valores individuales y los comúnmente aceptados, se abre una brecha semántica por la que transitarán los futuros buscadores de tesoros.

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Todos recurrimos a la realidad con el afán de justificar nuestras más profundas ficciones, y todos, nada por nada, nos sentimos engañados acerca de cuantas evidencias nos desmitifican.

*

Quizá me pierde la propensión a la simetría o el reverberar intuitivo con alguna secuela de mis trances casi chamánicos; sea como fuere, de igual manera que en un solo organismo coexisten, y aun se opacan, varios niveles de conciencia, ¿por qué obviar las ramificaciones de una sola conciencia subyacente, compartida simultáneamente por varios organismos que la tienen desapercibida en la dimensión cotidiana de sus funciones? Las implicaciones de esta posibilidad aterran al profano, pero ese terror hace explícitas las perspectivas más irreverentes para retar el apego familiar a una visión de la realidad demasiado angosta para no ser cuestionada en su totalidad.

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Sorbo en la copa de mi soledad su vasto veneno y el abono del poso me incita con su fragancia telúrica a convertirme en la lombriz que lo recicle.

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No me avergüenza mostrarme caído; lo vergonzoso es atestiguar cómo la luciérnaga que fui ayer se apagó para hacerme tropezar hoy con otra vuelta de oscuridad.

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Muriendo mataremos al muerto que viviendo hemos sido; mas también se cansa uno de matarse, de vivirse como el muerto que no muere.

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Probar es probarse y, probándose, el ser que se va conforma el ser que viene.

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Los minúsculos abusos de los poderosos provocan mayúsculos trastornos a los sometidos.

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Más allá de los unívocos. Así como la podredumbre que se observa en la cúspide se originó en la base, los de arriba y los de abajo, estalactitas y estalagmitas de la ciudadanía, manifiestan ser excrecencias parejas cuando, idénticos en la mezquindad del miedo a la disidencia, tratan de asfixiar, cada uno a su modo, al individuo que, sostenido por el compromiso con la libertad de su pensamiento, meramente los traspasa.

*

Si en esta entropía social que ha dado lugar a empresaurios sin escrúpulos y sobreros avasallados por mesnadas en aumento; si en este selvático vivero «castigar a los opresores de la libertad es clemencia», tal como sugería Robespierre, agasajar a los oprimidos no deja por ello de fecundar opresores más avezados, mejor acoplados al cinismo de las condiciones reinantes.

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Votar invocando las libertades civiles es un acto de extrema puerilidad política. Si algún día acudo a las urnas con mi sufragio, lo haré en el nombre de mi derecho a equivocarme.

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Confiar en la benevolencia del malvado es pecar de obtuso y captar la desconfianza de los despejados.

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En medio del rencor que se expande a merced de la incertidumbre y del malestar generalizados, los empobrecidos afilan los cuchillos fijándose en los afortunados, mientras los que han venido a más con el expolio preparan su mejor vajilla para comerse a los venidos a menos.

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Ante las fechorías de un criminal recurrimos a quienes velan por el cumplimiento de la ley, pero ante las fechorías de la ley y de sus mercenarios sólo nuestros puños velarán por nosotros, más seguros cuanto mejor armados estén con nuestro honor, que debe dirigirlos.

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Todo espíritu recto a las órdenes de un avaro, de un inepto o de un sádico debería celebrar la coyuntura que lo sitúa frente a la única salida digna: la desobediencia.

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Frente a los acontecimientos decisivos que lo rebelan, el anarquista se revela como un pobre cristiano que ha perdido a Dios y trata de suplirlo con el sueño de una iglesia de insurrectos descoyuntados por la fe en la misión de no ser más ni menos que nadie. Por consiguiente, no es a estos idólatras de la utopía a quienes urge crucificar —¡más quisieran ellos!—: su reino sin amos nunca ha sido de este mundo.

*

Del anarquismo aprendí a desconfiar por reflejo de la autoridad constituida; del fascismo, a conquistar posiciones sin diferirlas con argumentos ni disfrazarlas con excusas; de todas las líneas costeras de la acción directa, que allí donde los timoratos prefieren murmurar acerca del horizonte que no han surcado, en la mar revuelta los mejores pilotos naufragan.

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Contra el avance irrevocable del pasado, la ciega ferocidad de la naturaleza y la incurable voracidad de los ansiosos de poder, vanos han sido y serán los desvelos de quienes deben dormir eternamente.

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Declinar la oportunidad de una justa venganza es loable cuando la inspira una justicia mayor: que el ultrajado se libere a sí mismo del requisito de castigar al odioso.

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Al codicioso todo le falta, incluso lo que tiene. No soy avaro, y esta es quizá mi mayor riqueza.

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No es de extrañar que el desprecio de las riquezas mundanas denote autosuficiencia de ánimo y sea uno de los ornatos clásicos de la sabiduría —en épocas menos hueras se rivalizaba por afinarla— cuando hay constancia de que ningún bien es fiable y habremos de despedirnos tan desposeídos como vinimos, pero ensalzar la pobreza material sólo puede corresponderse con el sermón de un necio o los planes de un embaucador.

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La pobreza es fea, tan fea como el pobre que en sus penurias se desnuda, pero la fealdad en la abundancia es mayor porque multiplica los rasgos desfigurados de quien se cubre con ella.

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Los defectos se ponen de realce en las virtudes: con esta advertencia te adelantarás a las trampas del abyecto.

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La caridad correctamente dilucidada no empieza por uno mismo, sino por dispensarse de tenerla entre los vicios que los reptantes llaman virtud. Humilde y humillación son vástagos del mismo padre: el humus o tierra por donde se arrastran; nótese, de paso, que homo también procede de ahí...

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Más lastimoso que el miserable que delira con opulencias transitorias es el opulento que huye sin descanso de la miseria.

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La independencia sin jovialidad trasluce altanería; la jovialidad sin independencia, gratitud por las cadenas.

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El valor que uno asigna a lo justo debería ser suficiente para actuar como un catalizador de relaciones óptimas, con uno mismo y con los demás, sin trabarse en la termodinámica propia de la más jodida naturaleza, que desconoce, no precisa de aditamentos morales, y si estos bien llegan a afianzarse como una segunda piel que recubre a quien los adopta para acreditar su conducta social antes que para modularla con inteligencia, no es menester que las limitaciones del vivir humano prescindan de la invención de una ley acorde con lo inventado por las estructuras simbólicas del instinto (ley y leyenda comparten la raíz indoeuropea leg-) para introducir un simulacro de equilibrio, una fuerza concertante, entre los imperativos primarios de la animalidad.

*

De los títeres. Si el control que los sujetos se aplican a sí mismos según sus propias reglas no es objetable como instrucción para poner a prueba la disciplina espiritual, ¿por qué no se torna sino detestable cuando se extrapola a las comunidades so pretexto de cualquier aventura política, estímulo religioso, reajuste económico o aspiración tecnocientífica? Industria quimérica allí donde se sufre, el control social masivo exige sujetos colectivizados, intercambiables, desechables por obsoletos o problemáticos, un remanso de egos que, automatizados en vez de autónomos, puedan trabajar desde la apariencia por la apariencia que les confiere el mandato injertado en ellos.

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Ningún triunfador mantiene en alto el vuelo durante largo tiempo si a las alas que le dio la suerte y potenció con el manejo sagaz de sus recursos no acuden el apoyo de aliados nefastos, el prestigio robado a obras ajenas, la ventaja obtenida con perjuicio de otros, la ausencia de remilgos para ocultar sus errores o imputarlos a terceros mediante calumnias, el fingimiento de fidelidades a las que dedica la inquina de sus burlas, la amistad fácil de traicionar cuando no complace y el hábito de arrancarle a los débiles aquello que requieren sin más afán que saborear el privilegio de escupir, airosamente, sobre ellos.

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Más que por tendencia a crecerse, se lucha prioritariamente para que otros no se crezcan, y raro es quien temiendo menguar no crezca cuando lucha.

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No es mejor el menoscabo de ver cumplidos los deseos que el de verlos frustrados, pero está más cerca de la fortaleza para despreciarlos el hastiado que el anhelante.

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Eres hombre por las operaciones que borran de ti al hombre. Restarás lo que sumes a tu vida porque el cero te precede.

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Si sabes que no sabes si mañana vivirás; si cada día, ahora mismo, ya, estás en la víspera de tu extinción, ¿por qué te malgastas acumulando estertores a cambio de polvo?

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Para ser humano, necesito estar tan lejos de los otros como de mí.

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Complacerse, congratularse, condolerse, compadecerse: si nada en común tengo conmigo, ¿con quién estoy cuando soy contigo?

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Esquivos por naturaleza, aun con toda la permeabilidad de nuestros atributos somos un poco imposibles para los demás, que nos buscan movidos por la necesidad de perderse, nos quieren sin querer encontrarnos y nos abandonan cuando se abandonan a la certidumbre de haberse perdido.

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El modo en que uno habla de otro es el modo en que uno habla de uno como lo haría otro.

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A quien no sabe callar a tiempo, pronto le abrasa la lengua.

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La verdad se quiere inconfesable aunque se la quiera contar; siempre que se descubre, su relevancia nos obliga a enmudecer.

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De los intrusos. La enfermedad duele menos al enfermo que la presencia prolongada de los sanos, y la mortificación de los que despiden a un ser querido sería menor si no comenzara por comadreo de los pésames. Emulemos al rey de la anécdota que grabó la leyenda «Te has hecho pesado, vete» en el anillo que ofrecía a los indiscretos.

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Recibimos la visita del infinito cuando nos entregamos sin pausa a la finitud. ¡Qué grandes somos cuando no queremos ser grandes, cuando no duramos más que el fulminante engaño que une dos grandes desengaños!

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No es necesario que todo se hunda para que yo me hunda; sólo es necesario que me resista a hundirme cuando las heces salen a flote.

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¡No descuides tus sentidos en el descenso a las cloacas! De oler mucho la mierda, no es inverosímil que acabe gustando.

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Siento que todos los muertos que me precedieron mueren un poco más cuando pienso que todo es cada vez menos para mí, que soy también todos esos muertos.

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Lo ordenado es un caos aplazado que, en la vida, anticipa el caos absoluto del que sale, concretamente, lo ordenado.

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No me duelen mis desilusiones, no me duelen tanto como tener que llevarlas entalladas al fuste de esta palpitante ilusión.

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Si todo está hecho, si el dado de todo lo dado está tirado, nada es mentira, salvo lo que hacemos.

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Afligirse por la pérdida de lo terrenal, aunque sea falso, es menos disparatado que alegrarse por lo venidero reputado como veraz.

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Ni suelo que ate ni cielo de acicate.

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Recuerda, recuerda cuando estés solo en las noches duras de roer, duras incluso para un adepto del distanciamiento interior, que el orgullo sigue estando presente en tus cuitas como un parásito a extirpar y nada de lo que te implore con la densidad del silencio, cuando tus heridas se lavan sangrando, podrá servir de acusación contra ti mismo si logras aguantar, sin arredrarte, la mirada a la desmesura que te propone un remedio, pues no lo hay.

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Preconcepciones. Nada se piensa en vano, nada nos cala tanto como las variaciones de ideas reactivadas por memes contagiosos que sobreviven en nosotros a costa de estirar las actitudes que proyectan la sombra de sus inercias sobre el receptáculo poroso de nuestras cabezas.

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Locus amoenus. Te has exiliado de las pantallas de nuevos cuños inquisitoriales, de las urgencias colectivas que muchos fulastres sin criterio propio agitan por consigna y de los acoplamientos instantáneos a sus vulgaridades adhesivas; para ello, has debido amurallarte en un jardín diminuto desde el cual, como a través del aleph borgiano, todo puedes recorrerlo sin atarte a nada. Escriba aventajado del vacío en lo alto de tu torre indivisible cercada con barbacanas de humo, sabes, porque ya lo has visto, que nunca podrás salvarte de la prisión de un refugio, como el tuyo, demasiado perfecto. ¿Dejarás que el mal penetre en tu bastión para que el bien que hallas en él te otorgue algo mejor que una cárcava segura y el adelanto de la podredumbre de tu soledad?

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Rodeado por la contumacia de transmitir información que posee a mis congéneres, sea a través de sus cromosomas o de los etéreos lazos sociales alimentados con baterías, me brota un pensamiento disruptivo. Todos desean, es lo normal, que sus hijos estén bien adaptados al mundo interactivo que les ha tocado en desgracia cuando la mejor estrategia, mal que les pese, sería impedir que nazcan. Desde un punto de vista evolutivo, la última empresa digna que nos queda como especie es el esmero por poner nuestra existencia del revés, descodificando nuestra historia biológica y cultural hasta que toda la simulación que llevamos dentro reviente el cascarón de la realidad o sucumba con ella.

*

Puesto que la economía de la supervivencia biológica ha condicionado cuanto hacemos y conocemos, los sistemas de creencias, empezando por el dogma de la realidad sensorial, se inscriben dentro de los actos reflejos que contribuyen a fijar nuestro interés en la utilización relativa del presente inmediato; actos que, percutidos por algún equívoco trascendental, fueron a emanciparse de sus reflejos arrojándonos al presidio de la historia.

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Con nuestra gama de emociones imaginamos más de lo que podemos saber. Nada sabemos de lo que pasa cuando pasa, luego preocuparse por ello es lo primero que debemos pasar.

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O la unión visionaria con el misterio que nos integra en la aurora y el crepúsculo de los dioses, o la duda suprema, que es lo más bello para una criatura desgajada de ese cosmos donde no anclará nunca sentido ni consuelo.

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La genuina perfección humana consiste en renunciar a ella sin volverse más imperfecto al hacerlo.

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No tiende a descarriarse el ojo en el espejo, sino el alma que ya se mira desde el otro lado.

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Trazando equidistancias. De los borrachos me abstengo por la irreprimible atrofia del seso que se beben sin disipar molestias a los demás, y me aparto también de los abstemios porque su miedo a perder el control, travestido de envanecimiento moral, me atornilla la insolencia de una resaca sin la euforia previa.

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Espera reparación de la esperanza, repara la razón a los ilusos y razona con quien sólo atiende al dictado de sus pasiones si tus males quieres agrandar sin óbices ni escatimar conflictos.

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¿Cómo puede tasarse la entereza si se omite la flaqueza? No desmerezcas el trato con quien puede enseñarte lecciones perversas, pues la verdadera perversión radica en la cerrazón de quien ni enseña ni aprende.

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Sin amigos nos sentimos maniatados y, con ellos, cuando son necios o desleales, la mano adicional que nos prestan aprieta nuestra garganta.

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El peor enemigo de un humano es su ignorancia de las cotas malogradas latentes en todo lo humano.

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Contemplo la inteligencia como los luceros que salpican el firmamento: flamean componiendo juegos espectrales que orientan al navegante pero no bastan para iluminar la negrura que los envuelve.

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Gorilas sabidillos. Los caminos de la estupidez son inescrutables, pero todos parten del hombre, cumbre de la evolución.

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Hoy no me contengo: he volcado la columna de lo que soy para aplastarme y subsisto en el entierro de las horas victoriosas por la triple voluntad de eyacular, de embriagarme y de ensoñar bajo el signo perenne del invierno del alma: es lo menos desgarrador que puedo abordar sin petrificarme desde la ermita donde aún habito con mis desalientos, esos insustituibles compañeros de viaje de los que nadie puede proclamarse dueño ni partidario.

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¡Deja ya de removerla! ¡Convéncete de que no hay forma de pausar lo que carece de forma en la forma que la contiene! La arena del alma nunca descansa: nadie sabe adónde va, ni alcanza memoria alguna la estimación de donde vino. ¿Para qué correr en pos de su transmigración por la biomasa y canales de lo creado?, ¿para qué intentar retenerla un segundo o una vida más?, ¿para qué acecharla en una dirección si toda ella es, a la par, ilimitada quietud y movimiento perpetuo, corriente cósmica que interconecta los regatos singulares que mueren en ella? ¡Que fluya el alma como una sola luz, aunque la mía se enfangue en un ciclo tortuoso!

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En respuesta a un amigo nefelibata. Aún quedan mieses vigorosas y álveos de luciente alacridad en estas landas tantas veces proclives a recibir la alborada con el gesto adusto de un páramo desolado. No es todo amaritud de tierra quemada, ni campos sembrados con la sal de mis desánimos, en la extensión que honro no siempre en pie, pero jamás dispuesto a clavar las rótulas en el altar de un dios o de alguno de sus diabólicos intermediarios... como yo.


En la primera imagen, una plancha de plata conservada en el Louvre muestra a San Simeón, apodado el Estilita por haber sacrificado casi cuarenta años de penitencia sobre una columna. Su ejemplo, seguido por numerosos santones, proporcionó además un soplo magistral a la ironía de Buñuel. En la parte inferior, sobre estos regueros, Hombre León de Ulm, que con alrededor de 40.000 años está considerada por los expertos como la obra más antigua de arte figurativo.
 
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