Cuando un perro ladra a una sombra, diez mil perros hacen de ella una realidad.
Proverbio chino
Al contrario que los tipos vulgares, quienes por sistema rebajan los estados excepcionales a las convenciones que reinan a su nivel, lo que distingue a un espíritu selecto es que cada yerro lo aquilata en la virtud.
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Siempre que pienso en mí con denuedo atento contra la vigencia de esa especie a la que, supuestamente, pertenezco.
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Quedar atrapado en medio del gentío promueve la exaltación necesaria para sentirse unido en fraternal complicidad... a una bomba de neutrones.
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Nadie que atienda la llamada del éxito merece recibir honores si no asume como meta la expectativa de despeñarse a mayor altura de la que parte.
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La libertad tiene caprichos que la ignorancia no siempre desdeña. No saber para quién se escribe es un velo indispensable para modelar el verbo sin otras sumisiones que las gramaticales.
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Si pudiera escribir tan limpiamente como defeco, sería autor de obras sublimes.
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Pródomos de prohombres. En política, el orden empieza con un bautismo de sangre inocente y concluye en la extrema unción que los supervivientes desean oficiar a la estirpe victoriosa. Dicho de otra forma: en política, el orden es una situación frustrada entre un desastre precedente y una calamidad posterior.
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La emergencia de lo abominable es cuanto un desertor de la condición humana puede esperar de la política y el escenario que quienquiera que no le sea fiel debería esforzarse en hacer inverosímil.
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Pertrechada de indignación, la impotencia fracasa por duplicado. El indignado fabrica estruendos que lo eximen de la urgencia de tomar las armas.
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La decadencia va implícita en la sociedad como el totalitarismo en la democracia. De necesidades sociales postizas se fabrican los eslabones más tenaces para esposar la singularidad.
Tomarse demasiado en serio a uno mismo, y no digamos ya luchar por una causa común, solo puede proceder de la bisoñez o del cinismo que se disfraza de afecto solidario para embaucar.
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Tomarse demasiado en serio a uno mismo, y no digamos ya luchar por una causa común, solo puede proceder de la bisoñez o del cinismo que se disfraza de afecto solidario para embaucar.
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Fundar una familia basada en la crianza de una prole es el recurso habitual de los que confunden construirse con multiplicar escombros, además de un refugio frecuentado por los que, ávidos de un simulacro vital convincente, huyen de la evidencia que los perfila como en verdad son: ripios ambulantes.
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He cambiado de nombre en tantas ocasiones como indultos he tenido a menor lamento concederme. Cualquiera que contemplara la lista de mis heterónimos creería tener ante sí el censo de una pequeña población de alucinados.
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Todavía conservo una tele por el más elemental de los motivos: encenderla me basta para remozar el asco —síntoma de salubridad en este caso— que el espectáculo de la sociedad debe inspirar a quien no se humilla a disputar un lugar en el establo del mundo.
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Dolencia y docencia se transfunden. Se puede uno estampar en el dolor por una verdad o en la verdad por un dolor, pero en ambos lances el resultado es equivalente: jamás se recuperará la inconsciencia que era orgullo de salud para los órganos y levedad del transcurrir.
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El lúcido debe aceptar, a título de primer desengaño, no solo que dejará de serlo algún día —como bien vaticinó un filósofo que no tardó en cumplir su adagio—, sino que provocará el odio de los que prefieren equivocarse, sistemáticamente, por el amor venal a una ilusión.
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Seguimos en la edad de la cavernas, pues cuevas electrificadas son los conglomerados de edificios de nuestras modernas urbes. Tras el ofuscado encierro de los siglos históricos que ahora agonizan, cuando la civilización implosione bajo la presión de sus titánicos avances, los que no hayan sido aplastados por la catástrofe, conscientes del privilegio de ser las últimas piltrafas en pie, echarán la vista atrás como los primeros en poder atestiguar desde fuera la desmesura de la empresa humana que desde dentro se nos divulga heroica.
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Quedarse quieto exige sondearse a fondo las tinieblas. No es fácil arrojarse a ese pozo sin pedir socorro... o caer dormido.
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A pocos hallazgos se asiste tan maravillado como a la facultad de redundar en el desencanto sin rendirse a sus peores efectos.
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Conozco la realidad de una manera que la haría volatilizarse si dispusiera del código adecuado para expresarme con la misma rotundidad que ella ostenta.
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Extraños, aunque no insólitos para el devanador de soledades, los fulgores en que se posee la conciencia de ser perfectamente irreal proporcionan una utilidad inmensa para aligerar la vida del recurrente tráfago de exigencias y responsabilidades absurdas. Comparada con la irrupción de esta conciencia ficcionaria, ninguna experiencia iguala su beatitud desopilante, ni siquiera los accesos de alborozo que hasta ese momento se lustraban cual altares dorados de la posibilidad.
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Ya que cuentan por sí solos con una gravedad insoslayable, otorgar crédito de realidad a los hechos supone incurrir en un énfasis disparatado, los recalca con una insistencia que si vulnera, por un lado, la libertad de juicio, nada demuestra, por otro, acerca de su veracidad.
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Si para vivir hiciera falta conocimiento, moriríamos al nacer. Gracias a la amputación cognitiva que nos impide vislumbrar el futuro, podemos obrar como si el presente fuera la suma vigente de lo real en vez del recorrido que restamos al contingente total.
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Aun por cortesía hacia lo ignoto, podría uno experimentar la errática divinidad del ser en un mundo donde solo existiese el augurio de sospecharse coágulos crepitantes, emanaciones masturbatorias de la Nada.
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La esperanza es una manía servil de la que, quizá, no se libra ni Dios: también Él lo esperaba todo de nosotros, incluso la hombría de asesinarlo, aunque no así...
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Rezad por mí, ortodoxos: es una de las pocas acciones que no me ofenden de vuestro extenso repertorio de arrogancias travestidas de integridad moral, mas rezad sabiendo que el destinatario de vuestras plegarias nunca quiso ser mi verdugo; antes bien, siempre gozó de mí adoptando el papel de víctima propiciatoria.
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Como ejemplo aislado, cualquier mastuerzo presenta alguna faceta susceptible de espolear mi interés; vistos en conjunto, nadie de los nacidos de hembra humana me suscita un estímulo capaz de imponerse a mi propensión a la oscitancia. A tenor de estos contrastes, infiero que he salido clavadito a Dios.
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Una de las consecuencias más desmoralizadoras que acarrea la era postmoderna es su pérdida de vigor para proyectar nuevas mentiras. ¡Añoro tanto la oportunidad de hallar doctrinas pujantes de las que renegar!
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Toda encarnación individual es un reducto de la excentricidad universal que ha engendrado la vida, apenas un receptáculo eventual de una broma infinita que lo hace más digno de compasión que de elogio.
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Quien se ata a la falacia según la cual debe darse envergadura a todo cuanto atañe al trato con los demás no solo desbarra al evaluar a sus semejantes, sino que les permite acertar cuando eluden soportar su compañía cargada de resquemores hacia ellos.
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Refinar infiernos, a esta alquímica labor se reduce en última esencia el arte de vivir. Por muy excelsos que sean los destilados finales, llevarán siempre consigo la pestilencia de esa herida abierta, infectada de abismos, que informa la marca humana desde el comienzo.
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Verdadero y vertedero son vocablos lo bastante homófonos en nuestro idioma para que no se hayan contaminado entre sí. En cualquier campo que atraiga la actividad de nuestras mañas, lo más elevado es deudor de lo más rastrero, son fases que se complementan para ofrecer una imagen más disectiva, menos imprecisa, de lo que significa estar en movimiento.
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¡Qué ilusos fueron los antiguos celtas! El cielo no se precipitará sobre nuestras cabezas, somos nosotros los que, expulsados de reinos más altos o injertados como siervos en sus colonias, andamos de cabeza por estar anclados al suelo.
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Explicamos como producto de la enajenación transitoria actos que nos avergüenzan para consolidar una excusa compartida de la que beneficiarnos en la nada improbable coyuntura de tener que dar rienda suelta a nuestra naturaleza.
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Las maldades que no hemos perpetrado constituyen el mejor bien que podemos atesorar, pues de todas las bondades que hemos cometido, ¿cuáles se librarán del veredicto del tiempo que las señalará como deslices pasajeros, carambolas de la voluntad, entusiasmos irrisorios o meros residuos provenientes de la debilidad del carácter?
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Puede que la obtención del placer como máxima de conducta requiera transigir ciertas alianzas vituperables no muy distintas en grado de las bulas que la misma vida colude con el sujeto para perseverar, pero ¿acaso la prioridad, opuesta en apariencia, de evitar el mal en función de la precaria idea que se tiene del bien no se hace a costa de grandes y constantes envilecimientos? Intercomunicados como están, la única actitud que no participa del bien y del mal planteados así es la que apaga la brasa del deseo para robustecerse de indiferencia frente a las ventajas y miserias de este mundo.
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El presente es un don extático de los iluminados y el patrimonio exclusivo de los seres más primarios, que actúan adheridos al instante sin concebir la escisión entre tiempos ausentes que define, hasta la muerte, la calaña del ego.
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Por cada momento de júbilo, abundantes trayectos de expiación en las antípodas de la euforia: si es cierto que hay una ley innegable en la esfera de las acciones humanas, esta sería su primera cláusula. No importa que uno sea inocente de su acontecer, vivir se castiga con el destino de un cuerpo.
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Sentirse ultrajado por quienes despreciamos debería ser causa de vergüenza, de la justa para pasar del rubor al desprecio por una nimiedad indigna de concitar emociones.
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Del tiempo en que trabajé con ancianos traigo grabada la certeza, indeleble como los axiomas que la edad traza en mi frente, de que aquello que un rumiante de símbolos guarda en sí para la tumba rara vez supera en calidades a la escoria orgánica que otrora sirvió de aceptable envoltorio a su humanidad.
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¿Constataremos por fin, en el trance de expirar, que la síntesis oculta tras el escamoteo de las apariencias es tan vacua como la irrealidad que hemos creído vivir o se nos pedirá un acto de fe inversa para ser nada?
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¿En qué consiste ser hombre? En perseguir, sucesivamente, beneficios ficticios que distraigan de hallar la solución sin continuidad.
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«A quien se viste de ajeno, en la calle lo desnudan»... Y el hombre a solas consigo, ¿de qué se desnuda cuando viste de sí propio?
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Que la realidad objetivada sea compartida no proporciona ninguna prueba en contra de la matriz onírica de la existencia toda vez que la fabulación bien puede ser colectiva; lo que está por aclarar es quién o qué se sueña yo, tú, nosotros, y es en este punto donde soltamos la antorcha provisional de la psicología para dar el salto a las profundidades eternas de la metafísica.
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Me acusaba de ser un egoísta cuando lo menos incierto es que ya entonces me sobraba a mí mismo. Ella se quedó con el triunfo de las buenas razones; yo —y no se lo reprocho—, armado con un lápiz menguante para ofrendarle mi denostada palabra de hierro sobre el escaso sentido de vencer a quien tomó el atajo de ambicionarse derrotado antes de ir a la guerra.
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Nuestra conversación giró, con un ritmo intenso a la par que fluido, alrededor de centros tan variados como teología apofática, chimeneas, alcaloides derivados del safrol, armas antiguas o las sutiles correspondencias que pueden detectarse entre la vulva de una mujer y otras jugosas regiones de su anatomía. Aunque el desvarío también hallaba su correspondiente cabida en la deglución compartida de observaciones que discutíamos sin sucumbir a la detestable costumbre de convencer al interlocutor, lo más ilustrativo es que nunca se esbozara la necesidad de mencionar a merced de qué intereses, más allá de los obvios y circunstanciales, renovábamos los encuentros que daban impulso a nuestras charlas. Abordar dicha cuestión, ambos lo sabíamos, hubiera hecho estallar un silencio irreversible, ensordecedor: la comunicación directa entre amigos solo es transitable mediante largos rodeos a lo largo de los cuales todo está permitido, salvo revelar con exactitud lo que uno piensa del otro.
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En uno de sus contagiosos episodios depresivos, con la tez cérea y el alma presa en fragmentos, un viejo amigo me confesó que no tenía ganas ni de llorar. Acababa de perder a su mejor amante, carecía de perspectivas económicas y en la casa paterna, a la que se había visto obligado a regresar sin dejar atrás sus adicciones, era visto como un intruso. No sé si lo privé de un refuerzo moral al censurarme aplaudir una fórmula de alejamiento que me gustó escuchar de su boca o si estuve más desatinado al soltarle lo que me hubiera dicho a mí mismo en su tesitura: «No estés tan tranquilo, esas ganas te encontrarán».
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A las mujeres prosaicas les gustan los hombres que saben manejar con dureza a otros hombres, mientras que ellos, si son corrientes, buscan mujeres que sepan conducirlos sin lastimar su orgullo rabero. Contra toda lógica y sensata restricción de la penalidad, es un portento que esta laya de fornicadores logre entenderse para procrear.
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Afortunadamente, no proliferan las disyuntivas en que es más relevante aquello que la violencia detiene como las reacciones que desencadena: es lo que me repito, a modo de mantra kármico, antes de una ofensiva, y hasta la fecha nunca he iniciado una pelea. Más que la templanza, la pereza vence a la ira. Un pecado se cura con otro.
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Es una necedad incubar la esperanza de que se puede ser feliz, pero aún lo es más persuadirse de que uno puede resistir los azotes de la fatalidad sin el concurso de alguna estupidez.
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La mayoría de la gente vive, sin saberlo, para vengarse de haber nacido. No existe la vida normal, solo la anomalía de cada vida.
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Lo más abyecto de la criatura humana está por ver. Hasta ahí llega mi confianza en el porvenir.
Cuanto mayor es la trascendencia que se atribuye a la vida, menos valen los días. Sea lo que sea esta vida destartalada, parece inclinarse a favor de quienes la descuidan porque quizá sea ese su estilo de mofarse de todos los que, sin reparar padecimientos, la adoran. Para el sapiente Ramón Andrés, «vivir con avaricia convierte el mundo en una naturaleza muerta, en una realidad que no sacia al que ama la vida por encima de sí mismo» y, no en vano, en ausencia de esta avara visión de la vida desde la sed absoluta, ni las maulas teológicas ni el dogma chatarrista del crecimiento habrían podido impacientarnos como relatos paradigmáticos de la civilización.
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Cuanto mayor es la trascendencia que se atribuye a la vida, menos valen los días. Sea lo que sea esta vida destartalada, parece inclinarse a favor de quienes la descuidan porque quizá sea ese su estilo de mofarse de todos los que, sin reparar padecimientos, la adoran. Para el sapiente Ramón Andrés, «vivir con avaricia convierte el mundo en una naturaleza muerta, en una realidad que no sacia al que ama la vida por encima de sí mismo» y, no en vano, en ausencia de esta avara visión de la vida desde la sed absoluta, ni las maulas teológicas ni el dogma chatarrista del crecimiento habrían podido impacientarnos como relatos paradigmáticos de la civilización.
My Sister de Lui Liu, una escena que yo acompañaría con una de mis músicas predilectas, la Chaconette de Michel de Béthune, interpretada con el primor de José Miguel Moreno. Son, precisamente, imágenes semejantes a la mostrada en esta entrada las que amenazan la existencia pública de mi blog a partir del próximo 23 de marzo tal como anuncia la nueva política censora de nuestro Gran Padrastro, que se ha conjurado contra los contenidos sexuales explícitos y cualquier representación gráfica de cuerpos en cueros en lo que puede considerarse otra avanzadilla de la pretensión colectivista de control sobre la gestión privada de las preferencias. Atravesamos tiempos pésimos para la expresión artística, una de cuyas fuentes ha sido y será el erotismo, mal que les pese a esos honorables puritanos que no tienen escrúpulos en apoyar masacres bajo pretextos democráticos pero montan en cólera ante la exhibición de ciertos encantos anatómicos, ya provengan de las destrezas de Sasha Grey o de la obra de Bernini; mojigatos que se creen cruzados y, velando por ideas morales cuyo arraigo depende de violar el respeto a las opciones individuales, han llegado incluso a pervertir el espíritu de la objeción de conciencia, en la que a menudo se escudan para dar pábulo a voluntades inquisitoriales cuando el concepto original de la misma se propuso para defender las libertades minoritarias acosadas por la coacción normalizadora que extiende la tiranía de pensamiento. No me canso de repetirlo: la suciedad no está en la naturaleza que se desnuda, sino en el ojo que la teme. Y ojos como estos son los encargados de vigilarnos. ¡Repugnante!