¿En qué momento el futuro dejó de ser una promesa para convertirse en una amenaza?
Chuck PALAHNIUK
Monstruos invisibles
Fue Evola quien constató que tras la caída del Imperio romano se viene produciendo en la civilización occidental una «regresión de las castas» que se refleja en la transición de valores desde lo alto hacia lo bajo, de tal forma que una vez desaparecida la autoridad regia de los antiguos emperadores paganos, los criterios dominantes pasaron al nivel inmediatamente inferior de la escala social, el de la casta de los guerreros representada por la nobleza que tuvo en los feudos su corolario. Con el siguiente derrumbe tuvo lugar el ascenso de la burguesía, que corresponde a la clase comerciante, y el oro quedó ensalzado como patrón universal. El caballero cedió ante la codicia del banquero, y el derecho concebido según el uso aristocrático a la plutocracia donde la vida se aplana en mercadería, dejando subordinado a la usura lo que antes se confiaba a la jerarquía. Por último, con el advenimiento de las masas, a la crisis de la sociedad controlada por oligarquías financieras le ha sucedido el apogeo de los esclavos cuyo principio supremo es el trabajo, que pese a ser interpretado por muchos como una prostitución y eludido como un castigo, se predica no sólo como un rito económico para acceder a los altares del consumo, sino que a causa de los resortes activados por la envidia colectiva participa de los sacramentos igualitarios que debe acatar el hombre para hacerse merecedor de un lugar en el mundo. Más allá del ámbito laboral, la productividad ha penetrado hasta en el ocio íntimo como una peste compulsiva donde se cifran todos los esfuerzos y sin la cual nada se entiende ni justifica, y si se la venera entre los motivos para el orgullo también lo es de acusación y vergüenza para quien sigue hábitos menos industriosos. El ritmo apremiante de la fábrica ha invadido la vida doméstica y despoja al individuo de su medio más valioso para confirmarse: el tiempo; sin tiempo no se puede pensar, quien no se piensa carece de ser y está por nacer a la conciencia, así que el planeta bulle de seres tremendamente atareados que, he aquí la paradoja, prefieren ignorarse a sí mismos por considerar que la quietud necesaria para sondearse es una absoluta pérdida de tiempo, una labor vacía e insustancial que, la verdad sea dicha, los abocaría a reconocer con angustia, sin rescate, su falta de entidad. De manera muy explícita, el azote de nuestra época es estar parado y se pone bajo sospecha todo aquello que contraviene el precepto de permanecer ocupado; porque ocupar –sinónimo de asaltar, tomar posesión o avanzar sobre algo– es exactamente el acto que bendice al objeto y deshace al sujeto, que ha trocado su anticuada petulancia de fetiche cultural indivisible por un estado de permanente disposición y accesibilidad donde el hombre es el primero de los servicios, de modo que el cliente no es quien accede al producto por medio de una transacción, sino que la transacción es la que vivisecciona al cliente por medio de un producto. Rifkin: «Las redes comerciales de todo tipo y naturaleza tejen una red en torno a la totalidad de la vida humana, mercantilizando toda experiencia de vida. En la era del capitalismo de la propiedad, lo más importante era la venta de los bienes y los servicios. En la economía del ciberespacio, la mercantilización de los bienes y los servicios resulta algo secundario con respecto a la mercantilización de las relaciones humanas». De ahí que el culto al alumbramiento del objeto, reverso de la repugnancia por la caducidad de lo concreto, sirva de prótesis mercenaria a las impotencias del usuario y deba ser renovado en una procesión continua de identidades que rellenen la insaciable oquedad de la persona entregada al carnaval de los enseres, adminículos que al intervenir perfuman su ausencia con una ráfaga transitoria de avatares. ¿A quién beneficia esta sustracción febril, esta pasión por vivir diferido de sí que aparenta ser riqueza por adición? Más que debilitarse, los vetustos vínculos de servidumbre se han perfeccionado en un sistema de sumisión sostenido por vínculos crediticios mediante los cuales la población colabora con su explotador al acomodarse bajo el yugo de una ilusión comprada a plazos, pero si en el pasado el señor tenía que cuidar de sus siervos como de cualquier otro recurso indispensable de su hacienda, en el presente cada uno está expuesto a la irresponsabilidad de los caudillos invisibles que, sabiendo que sobran piezas de repuesto, aceleran el movimiento de las gentes en busca de un mercado perpetuo que les depare un crecimiento infinito, pues el dinero, al igual que la sangre, se coagula cuando no fluye y, al cabo, se reseca.
La tensa y casi concupiscente escena de combate representada en El dragón devorando a los compañeros de Cadmo es obra de Hendrick Goltzius, considerado como el mejor grabador nórdico durane el barroco.