|
Colgado de un hilo Crab, de William Aiken, y en la cuerda floja todo lo demás. |
No creo en el paraíso en la tierra, no creo siquiera en el paraíso en el cielo. No quiero ser un esclavo, ni siquiera un esclavo libre. Mi vida es la lucha. Es imposible para mí no regirme por la lucha. Pero no sé por qué lucho.
Borís SÁVINKOV
El caballo amarillo
Actuar sin pensar no es vivir todavía. Tampoco lo es palpar en frisos pixelados a fotones la imaginería del pródromo que anuncia la debacle. ¿Qué será entonces penar por teclas lo que se piensa —porque un pensar que no pena por abarcarse no es un pensar que valga la pena— sino desfallecer en el entretanto, un desampararse de sí y de los otros, de todos los plegados en el espacio de su ser a la perentoriedad, sobreactuados como epulones de protagonismo según manda la ideología que reclama prestaciones máximas en nombre de uno mismo? Ya sabemos que más es menos en demasiadas ocasiones y que echar más sobre más es menos que menos las más.
Ningún apellido debería tomar a ofensa incluir el patronímico que remeda mejor a nuestra malparada especie:
tumor. Abreviando el descenso por la rampa de actitudes que ha supuesto el batacazo histórico de la humanidad, después de que la aristocracia, el gurú, el comerciante y el trabajador se hayan sucedido como disputados artífices de la perspectiva dominante de la manada, podríamos situar el siguiente topetazo mental en la casta de los
prolezombis.
A quien por justo desacuerdo se anude al panorama resultante con el ánimo de rebelarse, convendría recordarle que nunca hubo superhombres en las irregulares filas de la contestación para enfrentarse como es debido a las legiones del asenso, en las que no puede haber hombres siquiera —el hombre, sí, ese aparato obsoleto—. Quizá se encuentren primates dotados de propiedades mágicas en los difusos márgenes de la inadaptación, inútiles para la supervivencia en la jungla como tigres desdentados y lastimosos para la pasarela social como las tetas de una novicia tras el peritaje de un prelado avezado en Sade.
La cuestión no es nueva ni nuevo es formularla como si cupiera espetarle solución: ¿cómo conservar la empatía si ante la concesión de pergeñar un retrato favorecedor de sus coetáneos uno se conformara conformándolos, sin excluirse del elenco, al modo del paisajista que capta la esencia de los lugares guardándose de enredar su percepción más allá de las complicidades circunscritas a los pigmentos, texturas y planteamientos compositivos; exento durante el tratamiento de la escena de la necesidad de idealizar o fulminar el torbellino de moscas que son los plasmados en ella? ¿Y a qué ampararse para no rechazar de plano el enjambre de la estirpe bullanguera de Caín si es un hecho irremisible su predilección por el asedio, ataque y metódica humillación que reanuda en cada puesta contra aquellos que se atreven a representarla con demasiada fidelidad? Querer transformar el mundo es engrosar peligrosamente la realidad; todos los grandes reformadores, no siempre de manera despierta, han sido impulsores de pesados regímenes de sometimiento a la fuerza de los hechos. Lo más revolucionario, a buena fe, es
no hacer: la quietud y la inadherencia arman una bomba espiritual que nadie tiene la potestad de manipular en incremento de la coerción.
Las proporciones de lo humano se han dislocado como si otra peste —con perniciosos exponentes demográficos, tecnolátricos y crematísticos— factorizase las lacras padecidas durante milenios. Quiero pensar que
orientarse en este caos es mirar con escucha hacia el Oriente donde se ha cultivado el reino del mundo interior que los occidentales hemos descuidado con cada esfuerzo por apropiarnos del mundo exterior. Tan acusado ha sido ese descuido en el esfuerzo, que el balance de la epopeya civilizadora solo podía ser pírrico: en la escala temporal nuestro presente no es ya un presente, sino un ahora inválido para sí mismo, pautado por sus servicios al futuro; en la geográfica y moral, se ha creado una población miniaturizada, más propia de habitar un videojuego o el entorno de un sistema operativo, lo que por otra parte asume con apego de obsesión mientras se agiganta en la ilusión de vivir en un mundo preñado de sugestivas posibilidades de expansión material. El repulido
speculum de este
spectaculum de alucinaciones colectivas no hace más soportable el diario crecimiento de la superfluidad ni disminuye los campos de refugiados, aunque sirve como estratagema para conseguir que la dificultad cotidiana derive hacia diversiones institucionalizadas o, dicho con rigor, hacia instituciones rentables; el resto se desecha como secuela. Mengua el despejo en el espejo del mundo y aún más la visión con la pérdida del sentido de la provisión que en la granja de sus continentes abunda. La supremacía pertenece a la movilización en pos de la conquista de algún imposible a cuyas empresas, desde las cruzadas monoteístas y la biopolítica de los elegidos —las razas superiores contra las inferiores, las clases justicieras contra las opresoras, las naciones avanzadas contra las retrasadas— a las panaceas economicistas, debemos que la memez sea un logro en verdad universal, un tónico para estar en forma, a tono con una época que requiere la clonación de sus pirexias como combustible en la carrera por el delirio de sobresalir —
delirare es haberse salido del surco del sembrado o
lira.
En esta Era Conformática que tuvo por honor hacer su botadura con los alardes de Hiroshima y Nagasaki, no se juzga prioritario coaccionar, pues el poder se ha enraizado con un tino psicológico tan tenaz que no de otro modo se explica lo incomprensible que hubiera sido décadas atrás avistar la noticia de que cada fulano, a su saber y peculio, acepte como un reducto de redención maquear su propio redil en el parque temático del narcisismo y conciba esa estrechez como una oportunidad dorada de destacar sobre la certeza perenne de la precariedad en la que siempre pondrá, mal que le duela, un pie. A tal punto es eficiente el poder al haberse establecido como vía de personalización de la realidad so pretexto de realización personal, que solo en casos extremos necesita reprimir al discrepante y sojuzgar voluntades con disciplinas punitivas; en lugar de extirpar la libertad indidivual, cuenta con notables recursos para engatusarla y volverla dependiente de un ecosistema de estímulos contra el que ninguna alternativa puede competir. La saliencia, concepto que designa en neurobiología la capacidad de un estímulo para llamar la atención, se ha convertido en la hostia consagrada de la publicidad, sobre cuyo valor de sintaxis para el vulgo, tanto en los invasivos medios comerciales empleados para embaucar a los usuarios como en el estado público del medio en que los embaucados construyen su imagen y semejanza, nada voy a comentar por no mancharme.
|
Aleksandr Deineka, As abatido |
Mucho hablan los parlamentarios y gacetilleros de los ciudadanos, pero alguien avisado no dejará de ver en estos fervores un síntoma de que solo medran esclavos, o acaso algo peor, en las cicateras funciones que tratan de aproximar la condición humana a los insectos que laboran en masa. Un símil, sin embargo, que no abona la benevolencia de la confusión con otras faunas: mientras que las abejas son bellas en la sincronizada gestión de sus desempeños, los degradados simios de colmena no son dignos, salvo excepciones, ni de ser considerados ovejas. Tentado estoy de apuntar que a mayor número de cabezas, menor es la proporción que les toca en el reparto dispar del alma.
No es precisamente desconocida en el mercado de los seres la moneda donde se acuña la vida interior, que tan pronto pasa por los centros de domesticación civil deviene territorio colonizado para una necesidad espuria. ¡Afortunado el que pueda colegir de sí mismo que no ha sido adiestrado para reproducir la disforia del lisiado si no corona el plan de ascender a la cima de la ostentación! Es esta una clase de fastidio a la que deben su demanda los propósitos de superación sin los cuales el actual modelo de sociedad sucumbiría, como sucumbe en la práctica el sujeto cuando el programa falla y se siente abocado a una gangrena depresiva. «Sálvame a mí», latía el trasfondo pasional de los siglos teocráticos; «sálvame de mí», ruegan los culpables de desánimo en la cultura de la optimización, del progreso que subestima la experiencia del pasado para rendirse más a lo más nuevo, apresurado y productivo en órdenes donde malamente se aplican estos criterios. Quien no saque náuseas ante consignas como el manido «querer es poder», carece de sensibilidad.
Si el desaliento pone una tachadura a las cifras de la ambición e implica el desconvencimiento de tener que dirigir las facultades propias como una franquicia del éxito —ese dogma nacido para ensombrecer a los demás con la misma saña que se denigra quien lo rotura en el anhelo—, no está de más subrayar que por la gloria de uno solo la ruina de centenares o millares resume la osmótica de la victoria en la tertulia sanguinaria que mantiene el género
homo con su naturaleza. El individuo, para colmo, ha cambiado hogaño el entendimiento y hasta el pronombre por el cometido, debe administrarse como un negocio —el
negotium es el ocio negado, el reposo postergado de quien resuella percutido de quehaceres—, y nada es menos raro que el carácter reciba amonestación de disfuncional cuando es incapaz de exprimirse como una glándula anabólica con la que secretar la molécula maravillosa de la incentivación. Se advierte que otro activo en común restringido a la zona de penumbra es que casi nadie quiere vivir como vive: o sobra existencia o falta vitalidad o ambas cosas. Y si el instante desprovisto de esperanza no es aceptable y hasta la muerte es objeto de menosprecio como si fuera un mero estorbo o una herencia residual pendiente de corrección terapéutica, no es improbable que lo menos querido sea, por más que magulle reconocerlo, el haber venido al mundo a pugnar por la nada del mundo. Por eso la remozada adicción a las utopías, incluso a la utopía revisionista de haberlas vencido; y de ahí que solo la incombatibilidad de las dudas radicales mantenga el tipo frente al absolutismo de las apariencias y la inclinación a tomar partido por algo mejor que uno o por uno en ausencia de algo mejor. En vez de encrespar el ansia del sucederse, el activista del desarrollo a ultranza debería suicidarse: su triunfo sería irreprochable.
Bajo el dictado de otros credos tenía en su demérito el hereje una relevancia que al excomulgado de la prosperidad se le anula cuando es depuesto a la luz de su fracaso para llenar las expectativas depositadas en él. Revela el neopecador en su destino de colilla aplastada la infinita miserabilidad de la doctrina asertiva, esa sutil y no por ello menos persistente violencia de la positividad, con síntomas de una guerra implosiva —dolencia endógena o trastorno psicosomático, chistarían algunos especialistas— que maniobra libre de obstáculos por la cara oculta del desastre y embiste de improviso a domicilio. No es fortuita la creencia generalizada de que aferrarse a una meta es vital, aun si por definición la fatiga es lo único posible de alcanzar, porque así se privilegia lo literal con el ensalmo de la iniciativa subjetiva. Todo queda a merced de la disposición deportiva, todo remite al maná de la preeminencia en el tiempo vigorizado por la voracidad, y como impedido por la acción de un esteroide que revocase la calma, lo que del pensamiento sobrevive se agita descabezado entre la convulsión y el lamento, apenas es un crujido de meninges o un atropello de parcialidad que se dispersa en un rastro de alaridos insuficientes para desvelar el sonambulismo de quien escora hacia lo que cree ver y no es a riesgo de colisionar con lo que es y no ve. El autor del
Manifiesto contra el progreso señala motivos por doquier para ilustrar que «no se trata de huir
de la realidad, sino justamente de huir
a la realidad, saliendo precisamente de la irrealidad de un mundo de idolatrías materialistas e idealismos exangües, que si en algo roza la perfección es en el arte de disfrazar la nada, solidificar vaciedades y dinamizar espejismos».
Vivir sin conflicto no es vivir todavía. Mirarlo desde la barrera de la trascendencia tampoco. Puede que la armonía sea solo una tensión conjugada entre contrarios, la concordante discordia de una unión disociativa en la que permanece la rencilla como el cociente de la
herida que no cesa, como el marchamo de la voladura de aquel Dios filosofado por Mainländer en el letal alumbramiento del cosmos, de un universo donde los antagonismos, lejos de resolverse, forman híbridos, quimeras y engendros, metales carnívoros y carnes plastificadas, máquinas humanizadas indistinguibles en el cras de los automatizados homínidos que persiguen la tersa blandura de una burbuja de felicidad, un hechizo que les aterra tocar con la dureza del pensamiento por si desapareciera con un aire viciado de verdad.
El cuerpo como paisaje y el paisaje como anatomía son potencias de Eros que retroceden ante el avance de la basura. Pronto no se logrará discernir cuál es cuál, sin menoscabo de que sea un mal cierto conocer el espanto que tardará más en extinguirse.
«Lo que hoy es real, una vez fue imaginario», rememoro con
el rumor foráneo de un bosque buceado a mi crianza. La realidad copia de la ficción, no tiene otro sino que deturparse. Y aunque no sé si en las bifurcaciones de ese sino tengo reservada una ramita con madera de escritor donde apoyarme —no ramo de vendedor de forraje ni un rodrigón ex cátedra—, palos tengo a hartar y no dejaré de darlos con el estilo que mejor florezca.
Omni tibi dabo, todo esto te daré, porque cada generación vuelve a confirmar la maldición que pesa sobre todas las que han sido, son y serán: la tierra sobre uno es más leve que uno sobre la tierra.