17.5.17

DONDE LA MOSCA ZUMBA

Felix Nussbaum, El triunfo de la muerte
A todos los que se saben hilos de mal pasar por el ojete de la aguja

En la masacre que ahora comienza, cada animal es enemigo del otro, pues cada uno obstruye al otro el camino de la salvación.
Elias CANETTI
Masa y poder

Haber construido una realidad a partir de la nada y no poder habitarla sin volverse sombra de un don nadie. Ninguna creencia, ninguna utopía, ningún discurso complaciente como el que ha procurado dar apariencia de neutralidad y colofón científico al mundo al llamarlo «biosfera», puede forzar la reconciliación con un espacio por donde no hay modo de pasar sin sentirlo ímprobo como una cripta infestada de parásitos, encarnizado como una nave de locos con las bodegas rebosantes de ratas que disputan a la tripulación unos mendrugos mohosos, extenuante como un ejercicio de demolición continua que se alimenta de sus ruinas.

Nada a este lado; nada tampoco al otro. Y paradójicamente, nada sobre nada ya es algo. Algo que se ciñe, lastima y nunca sana.

13.5.17

DESDE LA VIGA DE MI OJO

Xue Jiye
Es propio de ignorantes culpar al prójimo cuando algo les va mal; en cambio, culparse uno mismo es propio de quien comienza a aprender. Y no culpar ni a los demás ni a sí mismo es lo que hace quien ya ha acabado de formarse.
EPICTETO
Enquiridión

A los cuarenta y tres anillos cumplidos desde que fui sacado a las tablas de la farsantería, el periódico paso por este aniversario me ubica en la tensión moral de tener que celebrar el haber venido al mundo, un acontecimiento que a terapársecs estoy de tomar como un regalo, aunque, a fuer de alquimias y bufonadas, todavía encuentre motivos de dicha para festejar mi caída en el embudo del tiempo, cada día más estrecho para el difícil arte de parirse a sí mismo sin partirse en el intento. Vuestra incógnita presencia como lectores, con independencia del despropósito que coarte o inspire, se suma a esos motivos.

Apaños pasajeros son los años junto a los escasos pero imperecederos amaños que no caben en la crónica de una semblanza mortal. Por lo demás, trucado con las genuinas pociones de mis alambiques, persevero en escribir porque carezco de patria y no poseo más cara que la casa del pensamiento, indómito y peregrino, que como viene se va. Duro lo traigo a la atención fiada a este lugar que se arriesga en lo apartado al pleonasmo de lo proteico, no sé si tan tentador en la distancia evanescente del auspicio como para dar pábulo a la reacción que Ramón Andrés contribuye a escrutar, bajo la lente de aumento de un análisis aquilatado, entre las dobleces y otras encorvaduras de los que se declaran prójimos: «Causa disgusto que los demás vivan despreocupados, sin dar cuenta de sus actos a nadie. Se envidian demasiado las casas solitarias, las que están en la colina».

(-(-_(-_-)_-)-)

Tanto ve el moralista la paja en el ojo ajeno que bien podría hacerse un pajar donde sestear y dar descanso a los demás de la viga que lleva en el suyo. Por desgracia, raro es el moralista que no tenga por virtud el desprecio del reposo. 

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La mirada del polizón desnuda al pasajero y lo que vislumbra bajo su atuendo de normalidad es la efigie de otro polizón al que le han vendido un billete para el mismo naufragio.

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Asumir un papel superior a las propias fuerzas es condenarse a servirlas por debajo de lo razonable.

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Nos queremos dueños en exclusiva de los méritos que podemos alcanzar y aligerados de responsabilidad por nuestros yerros remitiéndolos a un magma común de semejanzas, pero ni somos tan únicos cuando acertamos ni tan iguales cuando fallamos.

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Nadie menos creíble que quien remite a la sinceridad de sus sentimientos para convencernos de la superioridad de sus juicios.

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No hablaría con fingida modestia ni expiaría contrición si dijera, tal vez sin demasiada convicción, que casi no sé nada, o si se quiere, que cuanto sé peor es que no saber por estar envuelto en la bruma del aturdimiento existencial, sólo en excepciones descargado del lastre de la desgana y en permanente  deuda con la generalidad de un mundo no mal hecho, sino hecho con sistemática pericia por y para el mal del que somos trasuntos todos los que aquí seguimos haciendo costra, sin privarnos de descalificar al adversario incluso en los momentos en que pretendemos ser sublimes. Quizá sea solo una marca de fábrica. Quizá, pero no es excusa.

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Qué insensato es dar a la palabra crédito de verdad, sea nuestra palabra o la de otros, cuando ya no puede ocultarse que cuanto decimos debe mucho a la humareda producida por la hoguera donde queremos arrojar la hermandad que tenemos en parentesco los monstruos autodenominados humanos.

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Vivir es un aforismo del morir si no se malversa como una proclama del mero discurrir.

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Tiene por costumbre la vida devolver golpe por golpe pero no favor por favor. Hacernos un favor es prerrogativa de la muerte.

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Así como hacer entrega de un revólver cargado a un chimpancé sería un gesto henchido de perfidia, no puede dignarse a ser llamada sino embaucadora la naturaleza que inocula el tósigo de la fecundidad en los placeres de la unión sexual e impone el inicio de la edad fértil cuando los titulares de cuerpos aptos para reproducirse son aún demasiados inexpertos para evaluar con perspectiva los reveses consustanciales a la existencia.

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Alegrarse de tener prole no es un sentimiento distinto del orgullo agresivo ligado a otros atavismos; fuertemente unido a la territorialidad de quien se quiere propietario de otros para acapararlos como una extensión inferior de su naturaleza, se hace ineludible pensar, y no en su disculpa, si un hábito de perfil tan mezquino, cargado de tan catastróficas consecuencias, gozaría de las mismas posibilidades de materializarse sin la promoción social que recibe el desconocimiento de la humanidad. De entre los muchos beneficios de este desconocimiento, tal vez el más importante sea el de impedir que uno haga un diagnóstico realista de sí mismo.

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La vida del atareado está siempre en otra parte, nunca en lo que tiene entre manos.

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Toda labor descriptiva, cuanto más exacta, más ofensiva.

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Cada uno tiene, en proporción a su tamaño, mano para hacer daño. Todos nos sabemos retratados en algún aspecto con la misma fidelidad que insidiamos a quienes retratamos. Vicios como la calumnia y el rencor, sin olvidarnos de la envidia ni del afán de sojuzgar, son facultades tan nuestras que las consideramos ajenas.

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Publicar es para el autor una liberación por medio de la escritura que los difamadores nunca desaprovechan para atacar haciendo llover sobre él las cadenas de la incriminación. Se comprende al hábil propagandista que fue Mateo, el evangelista, cuando declama: «No deis las cosas santas a perros ni arrojéis vuestras perlas a puercos, no sea que las pisoteen con sus pies y revolviéndose os destrocen». En efecto, retraerse de forma selectiva sería lo más prudente allí donde «perros» y «puercos» parecen exactamente lo que son, pero donde la prevención no es posible, frente al tan corriente pago de las obras en bonos de maledicencia, Epicteto aconsejaba una clase de humildad que, sazonada con ironía, resulta indoblegable: «Si alguien te informa de que una persona habla mal de ti, no te defiendas de lo que se haya dicho y respóndele así: “Si sólo ha dicho eso, no conoce todos mis defectos”».

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Ni en la vida ni en el estilo se ha de confundir el tono con el contenido. El tono, desde su carácter apasionado, compone lo literal, pero lo literal es solo la primera capa de lo literario.

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Que uno mismo se incluya en el blanco de sus invectivas puede ser visto como una concesión formal para excusar mejor el uso intensivo de la soberbia. Es más laborioso, sin duda, ver más allá de una actitud altanera la exigencia de expresar lo que pocos se atreven a pensar y mucho menos a decir.

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La verdad está vinculada en su origen a un extraordinario reconocimiento de la conciencia ante el quebranto. De la escritura, en cambio, no podemos decir tanto: históricamente su aparición responde a la necesidad ordinaria de hacer un recuento de bienes; solo su éxito narrativo no hubiera sido el que aún es sin el entusiasmo, asociado a la conciencia, de elaborar un inventario de males.

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No estoy libre de juzgar al prójimo y ese, como ningún otro, es su poder sobre mí. Pero tampoco estoy libre de escrúpulos y ese, a buen recaudo, es el contrapoder más juicioso sobre cualquier veredicto que pueda idear.

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Escritos o leídos, los libros son la siembra de la soledad con las semillas de otras soledades.

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Cuanto más asciende un prócer en la sociedad, más acusado es su descenso en la moralidad. Impunidades y prebendas aparte, la mayor diferencia entre un poderoso y un vulgar bellaco es que el primero causa estragos por todo lo alto y escandaliza poco, mientras que por poco perjuicio que haga el segundo tiene adverado un escándalo de máxima cobertura.

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El deseo de la ley es acabar con la ley del deseo.

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Lo mágico es travieso y escurridizo como lo fueron los dioses extintos. Solo la vulgaridad funda imperios en el seno de reinos en descomposición.

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Hasta la lucha se ha desanimalizado en esta era de culto al artefacto. Al campo de Marte habría que ir armado con la desnudez de Venus.

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Hacer el bien sin concebir el mal carece de mérito; lo tiene, y mucho, abstenerse de hacer el menor mal pese a todo el sufrimiento que se concibe.

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Tener la capacidad de sacrificar la propia vida por otro, sea quien fuere, y al mismo tiempo saberse capaz de fulminarlos a todos si de uno dependiera hacerlo en un instante, el que se trata en concebir la extinción como bondad.

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Si todo puede ser aniquilado, devuelto a la nada, es porque todo procede de ella.

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Después de obligar a poblaciones enteras a cavar trincheras y fosas comunes, a los nacidos en el ataúd se les instó a levantar mortecinas barriadas suburbiales y un tetris de viviendas adosadas que son a todas luces irreprochables en su función de mortajas en vida. Si habitarlas es asumir en gran medida la identidad que ha sido planificada con ellas, adquirirlas supone hacerles entrega del alma al cartel de los especuladores a cambio de varias decenas de metros cuadrados que amueblar, el perímetro perfecto donde pudrirse de tedio sin apestar la vía pública entre los ascos rotativos de la jornada laboral.

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Contra toda evidencia, con una suerte diabólica e ingentes irrigaciones de obnubilación, puede uno creerse afortunado durante las vueltas del desquiciado globo que la peripecia de su hundimiento requiera, pero no renunciar a engreírse de la vida, aun mientras el viaje declina, denota no haberse enterado del drama ni de quién es el finado que lo ilustra.

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Una vez se halla a la divinidad pulverizada en lo humano, el menor temblor echa por tierra toda la confianza que uno tenía en sí mismo como animal capaz de proyectarse a lo divino.

9.5.17

UN AIRE VICIADO DE VERDAD

Colgado de un hilo Crab, de William Aiken, y en la cuerda floja todo lo demás. 
No creo en el paraíso en la tierra, no creo siquiera en el paraíso en el cielo. No quiero ser un esclavo, ni siquiera un esclavo libre. Mi vida es la lucha. Es imposible para mí no regirme por la lucha. Pero no sé por qué lucho.
Borís SÁVINKOV
El caballo amarillo

Actuar sin pensar no es vivir todavía. Tampoco lo es palpar en frisos pixelados a fotones la imaginería del pródromo que anuncia la debacle. ¿Qué será entonces penar por teclas lo que se piensa —porque un pensar que no pena por abarcarse no es un pensar que valga la pena— sino desfallecer en el entretanto, un desampararse de sí y de los otros, de todos los plegados en el espacio de su ser a la perentoriedad, sobreactuados como epulones de protagonismo según manda la ideología que reclama prestaciones máximas en nombre de uno mismo? Ya sabemos que más es menos en demasiadas ocasiones y que echar más sobre más es menos que menos las más.

Ningún apellido debería tomar a ofensa incluir el patronímico que remeda mejor a nuestra malparada especie: tumor. Abreviando el descenso por la rampa de actitudes que ha supuesto el batacazo histórico de la humanidad, después de que la aristocracia, el gurú, el comerciante y el trabajador se hayan sucedido como disputados artífices de la perspectiva dominante de la manada, podríamos situar el siguiente topetazo mental en la casta de los prolezombis.

A quien por justo desacuerdo se anude al panorama resultante con el ánimo de rebelarse, convendría recordarle que nunca hubo superhombres en las irregulares filas de la contestación para enfrentarse como es debido a las legiones del asenso, en las que no puede haber hombres siquiera —el hombre, sí, ese aparato obsoleto—. Quizá se encuentren primates dotados de propiedades mágicas en los difusos márgenes de la inadaptación, inútiles para la supervivencia en la jungla como tigres desdentados y lastimosos para la pasarela social como las tetas de una novicia tras el peritaje de un prelado avezado en Sade.

La cuestión no es nueva ni nuevo es formularla como si cupiera espetarle solución: ¿cómo conservar la empatía si ante la concesión de pergeñar un retrato favorecedor de sus coetáneos uno se conformara conformándolos, sin excluirse del elenco, al modo del paisajista que capta la esencia de los lugares guardándose de enredar su percepción más allá de las complicidades circunscritas a los pigmentos, texturas y planteamientos compositivos; exento durante el tratamiento de la escena de la necesidad de idealizar o fulminar el torbellino de moscas que son los plasmados en ella? ¿Y a qué ampararse para no rechazar de plano el enjambre de la estirpe bullanguera de Caín si es un hecho irremisible su predilección por el asedio, ataque y metódica humillación que reanuda en cada puesta contra aquellos que se atreven a representarla con demasiada fidelidad? Querer transformar el mundo es engrosar peligrosamente la realidad; todos los grandes reformadores, no siempre de manera despierta, han sido impulsores de pesados regímenes de sometimiento a la fuerza de los hechos. Lo más revolucionario, a buena fe, es no hacer: la quietud y la inadherencia arman una bomba espiritual que nadie tiene la potestad de manipular en incremento de la coerción.

Las proporciones de lo humano se han dislocado como si otra peste —con perniciosos exponentes demográficos, tecnolátricos y crematísticos— factorizase las lacras padecidas durante milenios. Quiero pensar que orientarse en este caos es mirar con escucha hacia el Oriente donde se ha cultivado el reino del mundo interior que los occidentales hemos descuidado con cada esfuerzo por apropiarnos del mundo exterior. Tan acusado ha sido ese descuido en el esfuerzo, que el balance de la epopeya civilizadora solo podía ser pírrico: en la escala temporal nuestro presente no es ya un presente, sino un ahora inválido para sí mismo, pautado por sus servicios al futuro; en la geográfica y moral, se ha creado una población miniaturizada, más propia de habitar un videojuego o el entorno de un sistema operativo, lo que por otra parte asume con apego de obsesión mientras se agiganta en la ilusión de vivir en un mundo preñado de sugestivas posibilidades de expansión material. El repulido speculum de este spectaculum de alucinaciones colectivas no hace más soportable el diario crecimiento de la superfluidad ni disminuye los campos de refugiados, aunque sirve como estratagema para conseguir que la dificultad cotidiana derive hacia diversiones institucionalizadas o, dicho con rigor, hacia instituciones rentables; el resto se desecha como secuela. Mengua el despejo en el espejo del mundo y aún más la visión con la pérdida del sentido de la provisión que en la granja de sus continentes abunda. La supremacía pertenece a la movilización en pos de la conquista de algún imposible a cuyas empresas, desde las cruzadas monoteístas y la biopolítica de los elegidos —las razas superiores contra las inferiores, las clases justicieras contra las opresoras, las naciones avanzadas contra las retrasadas— a las panaceas economicistas, debemos que la memez sea un logro en verdad universal, un tónico para estar en forma, a tono con una época que requiere la clonación de sus pirexias como combustible en la carrera por el delirio de sobresalir —delirare es haberse salido del surco del sembrado o lira.

En esta Era Conformática que tuvo por honor hacer su botadura con los alardes de Hiroshima y Nagasaki, no se juzga prioritario coaccionar, pues el poder se ha enraizado con un tino psicológico tan tenaz que no de otro modo se explica lo incomprensible que hubiera sido décadas atrás avistar la noticia de que cada fulano, a su saber y peculio, acepte como un reducto de redención maquear su propio redil en el parque temático del narcisismo y conciba esa estrechez como una oportunidad dorada de destacar sobre la certeza perenne de la precariedad en la que siempre pondrá, mal que le duela, un pie. A tal punto es eficiente el poder al haberse establecido como vía de personalización de la realidad so pretexto de realización personal, que solo en casos extremos necesita reprimir al discrepante y sojuzgar voluntades con disciplinas punitivas; en lugar de extirpar la libertad indidivual, cuenta con notables recursos para engatusarla y volverla dependiente de un ecosistema de estímulos contra el que ninguna alternativa puede competir. La saliencia, concepto que designa en neurobiología la capacidad de un estímulo para llamar la atención, se ha convertido en la hostia consagrada de la publicidad, sobre cuyo valor de sintaxis para el vulgo, tanto en los invasivos medios comerciales empleados para embaucar a los usuarios como en el estado público del medio en que los embaucados construyen su imagen y semejanza, nada voy a comentar por no mancharme.

Aleksandr Deineka, As abatido
Mucho hablan los parlamentarios y gacetilleros de los ciudadanos, pero alguien avisado no dejará de ver en estos fervores un síntoma de que solo medran esclavos, o acaso algo peor, en las cicateras funciones que tratan de aproximar la condición humana a los insectos que laboran en masa. Un símil, sin embargo, que no abona la benevolencia de la confusión con otras faunas: mientras que las abejas son bellas en la sincronizada gestión de sus desempeños, los degradados simios de colmena no son dignos, salvo excepciones, ni de ser considerados ovejas. Tentado estoy de apuntar que a mayor número de cabezas, menor es la proporción que les toca en el reparto dispar del alma.

No es precisamente desconocida en el mercado de los seres la moneda donde se acuña la vida interior, que tan pronto pasa por los centros de domesticación civil deviene territorio colonizado para una necesidad espuria. ¡Afortunado el que pueda colegir de sí mismo que no ha sido adiestrado para reproducir la disforia del lisiado si no corona el plan de ascender a la cima de la ostentación! Es esta una clase de fastidio a la que deben su demanda los propósitos de superación sin los cuales el actual modelo de sociedad sucumbiría, como sucumbe en la práctica el sujeto cuando el programa falla y se siente abocado a una gangrena depresiva. «Sálvame a mí», latía el trasfondo pasional de los siglos teocráticos; «sálvame de mí», ruegan los culpables de desánimo en la cultura de la optimización, del progreso que subestima la experiencia del pasado para rendirse más a lo más nuevo, apresurado y productivo en órdenes donde malamente se aplican estos criterios. Quien no saque náuseas ante consignas como el manido «querer es poder», carece de sensibilidad.

Si el desaliento pone una tachadura a las cifras de la ambición e implica el desconvencimiento de tener que dirigir las facultades propias como una franquicia del éxito —ese dogma nacido para ensombrecer a los demás con la misma saña que se denigra quien lo rotura en el anhelo—, no está de más subrayar que por la gloria de uno solo la ruina de centenares o millares resume la osmótica de la victoria en la tertulia sanguinaria que mantiene el género homo con su naturaleza. El individuo, para colmo, ha cambiado hogaño el entendimiento y hasta el pronombre por el cometido, debe administrarse como un negocio —el negotium es el ocio negado, el reposo postergado de quien resuella percutido de quehaceres—, y nada es menos raro que el carácter reciba amonestación de disfuncional cuando es incapaz de exprimirse como una glándula anabólica con la que secretar la molécula maravillosa de la incentivación. Se advierte que otro activo en común restringido a la zona de penumbra es que casi nadie quiere vivir como vive: o sobra existencia o falta vitalidad o ambas cosas. Y si el instante desprovisto de esperanza no es aceptable y hasta la muerte es objeto de menosprecio como si fuera un mero estorbo o una herencia residual pendiente de corrección terapéutica, no es improbable que lo menos querido sea, por más que magulle reconocerlo, el haber venido al mundo a pugnar por la nada del mundo. Por eso la remozada adicción a las utopías, incluso a la utopía revisionista de haberlas vencido; y de ahí que solo la incombatibilidad de las dudas radicales mantenga el tipo frente al absolutismo de las apariencias y la inclinación a tomar partido por algo mejor que uno o por uno en ausencia de algo mejor. En vez de encrespar el ansia del sucederse, el activista del desarrollo a ultranza debería suicidarse: su triunfo sería irreprochable.

Bajo el dictado de otros credos tenía en su demérito el hereje una relevancia que al excomulgado de la prosperidad se le anula cuando es depuesto a la luz de su fracaso para llenar las expectativas depositadas en él. Revela el neopecador en su destino de colilla aplastada la infinita miserabilidad de la doctrina asertiva, esa sutil y no por ello menos persistente violencia de la positividad, con síntomas de una guerra implosiva —dolencia endógena o trastorno psicosomático, chistarían algunos especialistas— que maniobra libre de obstáculos por la cara oculta del desastre y embiste de improviso a domicilio. No es fortuita la creencia generalizada de que aferrarse a una meta es vital, aun si por definición la fatiga es lo único posible de alcanzar, porque así se privilegia lo literal con el ensalmo de la iniciativa subjetiva. Todo queda a merced de la disposición deportiva, todo remite al maná de la preeminencia en el tiempo vigorizado por la voracidad, y como impedido por la acción de un esteroide que revocase la calma, lo que del pensamiento sobrevive se agita descabezado entre la convulsión y el lamento, apenas es un crujido de meninges o un atropello de parcialidad que se dispersa en un rastro de alaridos insuficientes para desvelar el sonambulismo de quien escora hacia lo que cree ver y no es a riesgo de colisionar con lo que es y no ve. El autor del Manifiesto contra el progreso señala motivos por doquier para ilustrar que «no se trata de huir de la realidad, sino justamente de huir a la realidad, saliendo precisamente de la irrealidad de un mundo de idolatrías materialistas e idealismos exangües, que si en algo roza la perfección es en el arte de disfrazar la nada, solidificar vaciedades y dinamizar espejismos».

Vivir sin conflicto no es vivir todavía. Mirarlo desde la barrera de la trascendencia tampoco. Puede que la armonía sea solo una tensión conjugada entre contrarios, la concordante discordia de una unión disociativa en la que permanece la rencilla como el cociente de la herida que no cesa, como el marchamo de la voladura de aquel Dios filosofado por Mainländer en el letal alumbramiento del cosmos, de un universo donde los antagonismos, lejos de resolverse, forman híbridos, quimeras y engendros, metales carnívoros y carnes plastificadas, máquinas humanizadas indistinguibles en el cras de los automatizados homínidos que persiguen la tersa blandura de una burbuja de felicidad, un hechizo que les aterra tocar con la dureza del pensamiento por si desapareciera con un aire viciado de verdad.

El cuerpo como paisaje y el paisaje como anatomía son potencias de Eros que retroceden ante el avance de la basura. Pronto no se logrará discernir cuál es cuál, sin menoscabo de que sea un mal cierto conocer el espanto que tardará más en extinguirse.

«Lo que hoy es real, una vez fue imaginario», rememoro con el rumor foráneo de un bosque buceado a mi crianza. La realidad copia de la ficción, no tiene otro sino que deturparse. Y aunque no sé si en las bifurcaciones de ese sino tengo reservada una ramita con madera de escritor donde apoyarme —no ramo de vendedor de forraje ni un rodrigón ex cátedra—, palos tengo a hartar y no dejaré de darlos con el estilo que mejor florezca. Omni tibi dabo, todo esto te daré, porque cada generación vuelve a confirmar la maldición que pesa sobre todas las que han sido, son y serán: la tierra sobre uno es más leve que uno sobre la tierra. 
 
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