Sólo el orgullo titánico de nuestra cultura nos puede llevar a pensar que uno está aquí para arreglar el mundo.
Agustín LÓPEZ TOBAJAS en una lúcida entrevista concedida a la revista Agenda Viva en 2007.
¿Perder la distancia crítica por involucrarse en la vida no es concederle una importancia desmesurada a un vulgar accidente para terminar encadenado a la rémora de sus afectos secundarios? «Quien de sí propio se fía, peor es que el demonio», tiene escrito el santo Juan de Yepes, y en verdad no me extraña que con tanto despojo anunciado tomándose en serio el simulacro de existir la realidad tenga, poco más que menos, la traza de una pesadilla.
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Conviene dejar espacio al espíritu para que el espíritu pueda dejar espacio a la naturaleza, a la que no le duele inconveniente emplear al humano para agredirse a sí misma.
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Repensada con sensibilidad panorámica —viendo la hoja en el bosque, el bosque con la hoja y el ojo atravesando la fronda—, lejos de parecer virgen la naturaleza se insinúa soberanamente golfa.
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No pudiendo averiguar si cumple o escapa del destino quien por mano propia aligera al mundo de su vida, queda en la gravedad de descargarse aniquilar la disyuntiva.
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Hacerse telele. Abandono mi suerte a los dioses sabiéndolos nada, la nada trabada en mí con la que siempre he podido contar para descontarme todo.
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Y de postre, mis cenizas. Por puro desafío al desatino encendí mi antorcha en el infierno: no asombre a nadie que al mirarla queme.
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A quien carece de dificultades el cerebro se las inventa.
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Excusa alquímica. «Lo siento, no puedo asistir: tengo una cita impostergable conmigo».
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Nudo de filacterias. Ombligo contra ombligo, me completa quien me contempla sin contemplaciones.
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No puede amarse a todos donde se puede odiar a cualquiera por cualquier cosa en cualquier momento. Ni siquiera puede amarse a uno donde uno, por más que se quiera, sólo es uno cuando es aunado.
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Vivimos del recuerdo de lo que fuimos cuando recordábamos el ser que perdimos. De tanto ayer hacemos hoy.
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Vacuidad de vacuidades. Creer que el tiempo se pierde es sufrir por el pasado que se acumula como un sueño sin dueño; una creencia que debe el goteo de su servidumbre al instante que desplazado se va por el momento que viene y nunca termina de llegar porque nunca se marcha del todo.
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La inteligencia se mide por las carcajadas que se provoca a sí misma.
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Autogamia. Suicidarse como acto perpetrado en defensa de la propia comunión, no se me ocurre matrimonio de mayor alcance místico con el sí quiero al sí mismo revelado que ha sido relevado por el espejo del vivir donde se reconoce escindido.
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Aparte del enchufe geosófico que llevo entre las piernas, pocas cosas hay que me conecten a la vida y son justo las mismas que me adhieren a la muerte.
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Estridularios. Dudo que haya peor ofensa al buen gusto que pretender igualarse a los más, ni más rechinante ironía que descubrir a los otros queriendo parecerse a uno cuando rehúsa, de todo modo, la coincidencia.
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Altamira contra Francis Bacon. Habitante del tiempo mítico, hay más razón en los defectos de un hombre prehistórico que en los excesos de ese idólatra del progreso que es el hombre moderno.
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El problema no es que cada pormenor de los hechos remita a honduras irreductibles a la racionalidad instrumental que desea gobernarlos, sino la arrogancia del legislador que impone un criterio opaco a la incertidumbre que plantean por sí mismos los fenómenos.
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También las puertas grandes poseen cerraduras estrechas.
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Lo inteligible es el disfraz que pone rostro a lo intangible.
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Donde todo es una farsa, lo verdadero es mentir; donde mentir lo es todo, nada más que una línea postiza se interpone entre uno y lo fundamental.
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¿Qué sentido tiene reciclar desechos culturales que nunca debieron producirse? ¿En virtud de qué principio, salvo la decadencia, cabe sentir respeto por lo que exige de la conciencia y aun de la propia naturaleza humillaciones sucesivas para ser preservado? ¿Acaso puede hablarse de avance donde no hay sino maquinal, acelerado descenso?
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Retronovación. Una sociedad funciona cuando las ficciones constituyentes de la manada se resuelven con la percepción de una ventaja significativa en las pequeñas realidades particulares de la mayoría de sus miembros. Si esta convergencia de multiplicidades falla y la relación se invierte, todavía es posible recurrir al estímulo incentivador de ciertos mitos metamórficos llamados a reinventar la cohesión de la comunidad con el empuje de una catarsis generalizada que suponga una ruptura iniciática de las estructuras anquilosadas: es preferible desprenderse del parasitismo pútrido que tolerar su perpetuación hasta provocar un colapso en masa, cuando no el asalto de alguna clase de mesianismo liderado por zelotes hábiles en el manejo del resentimiento.
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A nadie pertenecen las ideas, y menos a quien las viste. Las ideas vuelan a través de quienes las comprenden y se estancan, cautivas, en aquellos que las juzgan más verdaderas que los sujetos que pueden jugar con ellas sin retenerlas.
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Sólo hay una desgracia mayor que la de mandar a un necio: tener que obedecerlo.
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Complicidad por complejidad. Hermanastras de las tiranías, las democracias detestan por igual la autorregulación de las relaciones humanas ya que amoldar los pueblos a patrones miméticos de pensamiento y de conducta permite simplificar algunos problemas complejos —el primero de ellos, el que cualquier individuo despierto plantea como objeción viviente a los dogmas innegociables para la mayoría—, aunque difieren los medios respecto a las violencias habituales en las primeras: como norma ha dejado de ser aceptable sofocar por las bravas los modos de conducirse discordantes para el orden establecido, y, cuando así se reprime, se amordaza a los testigos o se acusa de ello a un tercero desprovisto de credibilidad. No en vano, las democracias se han especializado en administrar la esclavitud desde la niñez a pequeñas dosis para volverla indistinguible de una aparente libertad que tiene por reverso estar televigilada, coaccionada por intrusos anónimos y repleta de distracciones que la sabotean. Y si el control de una población amaestrada que siente como suyo el consenso fabricado por el sistema puede prescindir de juicios sumarísimos y pelotones de fusilamiento, dispone en su lugar de eficaces y amplias redes de complicidad, inconcebibles para los despotismos de antaño, a cuyo recaudo se pierde fácilmente la noción de dónde empiezan y dónde acaban los dominios reales del poder.
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De la afición a multiplicar itinerarios para no llegar a parte alguna y la manía de pontificar sobre todo sin conocimiento, lo más comedido que puede decirse es que cuenta con el respaldo ciudadano y perfila una imagen de la sandez característica de nuestra época. Tengamos, por dignidad, la osadía de ser inciviles.
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El culto a la novedad, método de adulterar el sentido de lo perdurable con trucos de obsolescencia programada, es un cerrojo cognitivo que impide abrir el alma a realidades menos sofocantes que la parafernalia hueca prescrita como normalidad. Atender no al fragmento que simula ser ahora desde el tiempo mecanizado en una discontinuidad apresurada bajo la pauta soez de la productividad, sino a la presencia del aquí en cada momento sin omitir la funcionalidad primordial que otorga proporción y memoria al transcurso cotidiano, tal es la llave de la eternidad.
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El más cumplido sentimiento de conexión planetaria, eso que solía llamarse cosmopolitismo en la mejor de sus acepciones antes de que los grandes clanes de trapaceros y sus lacayos desvirtuaran la perspectiva de las cosas convirtiendo en un codicioso panóptico el pandemonio terrestre, depende de que cada hombre comprenda el valor potencialmente infinito no tanto de arraigar en un lugar concreto del mundo —labor más ruinosa que floreciente— como de enhebrarse de orbe a orbe un cielo firme.
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De los ecualizadores. Alfaguara asaz insuficiente, hasta donde llega mi ciencia advierto que el desprecio a las ideologías igualitarias no es prerrogativa de nadie porque todos, paradójicamente, tenemos derecho a ello en virtud de nuestros méritos, capacidades y discrepancias, mas no hace falta ser un hermeneuta de las dobleces humanas, con un mínimo de agudeza se distinguen las actitudes no menos groseras de quienes tras el eufemismo con que denuncian los enrases sociales abominan de cualquier heterodoxia en su campo de influencia. Desconfíe, por tanto, el avisado de ambos linajes de ambiciosos: sus reajustes precisan que uno viva en baja fidelidad a sí mismo.
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Allí donde la vanidad supera al talento, se adolece por carencia de lo crucial y menos inoportuno de todo: la nobleza del ingenio para cuestionarse a sí mismo.
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Amo de cuanto no amo poseer, prescindo de conquistar aquello que por ser superfluo evoca el recelo de mayores sometimientos.
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Criminales melifluos. Promovida en parte por los réditos derivados de la apisonadora colonial y en parte por la felonía de querer blanquear la mugre judeocristiana de su conciencia tras haber implantado a sangre, virus y sermones un entramado de explotación sin escrúpulos, los invasores occidentales —santa alianza de mercenarios, misioneros y mercaderes— han erigido en monumento el colmo de la obscenidad que supone trasladar la vejación de una caridad sin fronteras a las naciones restringidas a un estado de miseria económica y tutela moral indispensables para que otras puedan mantener su ritmo de consumo, ritmo que se incrementa al incluir la pena solidaria como afeite que reconforta a los meapilas pesarosos y se adapta bien a las modas en asuntos de ética.
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Denigrar por principio todo lo que teme conocerse o se muestra refractario a ser doblegado es lo propio en inquisidores de cuño excluyente, pero la complacencia en la costumbre de redondear aristas que antepone la inclusión de las anomalías en un régimen uniformador nos pone en la boca la golosina envenenada de una dictadura políticamente correcta.
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A falta de fe en los más que discutibles logros de la humanidad e inmune a la desesperanza en la cual sería lógico desembocar a causa de esta pérdida, he ganado el pasaje espiritual de una certeza absoluta frente a la inflación de supercherías de las que el simio informatizado extrae su convencimiento de supremacía evolutiva: confío plenamente en la aptitud antropocéntrica para la hecatombe.
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Muchos
atribuyeron a Burke por error la conocida sentencia de que «lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada», una observación que, amén de resultar persuasiva para timbrar arengas, suele ser tan cierta como falsa según la óptica de quien la formule, pues con tal idea en mente se justifican todo tipo de barbaridades inspiradas por la voluntad de exportar el propio desarreglo para enmendar el ajeno. Con independencia de lo que se opine sobre la conveniencia correctiva de facultar intromisiones, el mal crece a expensas del bien que lo combate; no trasciende el mal quien se obstina en destruirlo al auspicio de un supuesto bien superior ni logra alejarlo de sí, tampoco, el frustrado que lo enmascara mediante las estrategias obtusas del olvido. Podría pensarse que el mal, como la energía, es una cualidad indestructible del universo, una constante a la que deben oponerse esfuerzos de signo contrario, pero la energía sólo es un subproducto de la maldad que, propiamente, se identifica a la perfección con lo indestructible. Quizá lo menos malo que puede hacerse con el mal es integrarlo en el hallazgo visionario de una armonía mayor que le asigne una función no bajo el exorcismo de redimirlo, lo cual es una ingenuidad que al cabo lo fomenta, sino para que desde su prolífica actividad pueda seguir devorándose a sí mismo sin desbaratar demasiado el proceso de elevar el entendimiento a la
contemplación serena de los ciclos de auge y declive, labor y oratorio de los centinelas proscritos en la última rábida o, en su defecto, medicina y bondad de un refugio hospitalario más allá de lo sagrado y de lo profano.
Representación del Hombre Verde, tema antiquísimo, en la iglesia de St James de Sutton Benger, Reino Unido.