28.10.14

¿A CUENTO DE QUÉ?

No hay civilización que se sustraiga a una teofanía, porque nada es creado sin la sospecha de que va a desaparecer.
Ramón ANDRÉS
Historia del suicidio en Occidente

Sirva esta parrilla improvisada de letras como proemio al Bestiario del que ya traje un retazo en la ampliación de una aventura onírica. A vuestro alcance lo dejo, enlazado al emblema que oportunamente he añadido a la sección lateral del blog o aquí mismo, para abreviar.

¿Qué clase de vacuidad me ha invadido para llenarla con la publicación de una obra que excogité hace casi veinte años, cuando apenas superaba esa misma edad? ¿Responde a la ufana convicción de que el mundo necesita engrosar sus tumoraciones literarias con otro vástago, quizá fallido, de mi sesera? ¿Habitan en sus páginas hallazgos que justifiquen su difusión como metralla a la caza de lectores lo suficientemente generosos o aburridos para recibirla con gusto? ¿O viene más bien a compensar el agotamiento creativo que, con mayor frecuencia de la que quiero asumir, me fuerza a embarrancar en arenas sedientas de inspiración? En verdad, el motivo es para mí tan elemental como el cariño que obsequio a esta criaturilla. Y no me importa que a momentos pueda padecerla inmadura: la llevo de amorucón clavada en los memes. Eran tiempos de bohemia y Nootropil...

Al revisar el texto en busca de erratas (las había, y de las que cuestan la excomunión de los académicos), he constatado al menos dos cosas: si exhibe, por un lado, los típicos errores del narrador juvenil que se entrega embrujado al galope enrevesado de su musculatura verbal (la profusión de epítetos y tecnicismos, amén de lo impenetrables, por comprimidos, que resultan determinados pasajes no exentos de bibliorrea), cuenta, por otra parte, con bastantes cualidades para transmitir al amigo de lo apócrifo el raro encanto de una invención inclasificable, virtud de la que participan las fantasías cuando gozan de consistencia argumental para moverse con fluidez a través de lo inaudito. No me atrevo a aseverar que los relatos del Bestiario sean tan consistentes como en la huella que formaron en mi recuerdo, pero se nota y no para mal que suplía el desconocimiento de ciertos trucos del oficio con perseverancia en la construcción, instinto fabulador, vocación para asociar ideas y, sobre todo, el hábito de honrar el continente con el contenido. La fase eruptiva del libro se completó en apenas siete días y cuajó como una colección de seres, personajes y lugares caracterizada por una suerte de funambulismo entre la noticia metafísica y el sentido anómalo de la realidad. El primordio del concepto es que las escenas planteadas no transcurren en un universo paralelo, aislado o puramente imaginario, sino en otro permeable a conexiones secretas que se solapa e interfiere con el nuestro desde épocas inmemoriales e invita a emprender una labor detectivesca de anamnesis. Una especie de anecdotario, en definitiva, en el que no sería casual descubrir al poseso que lo parió expresándose en un dialecto de resonancias simbólicas deformadas por el impacto de los seres y objetos inverosímiles que fascinaron a Lovecraft, Borges, Italo Calvino y tantos otros genios, dicho sea sin la menor presunción de equipararme a ellos o de apropiarme a retales su prestigio en el papel carroñero de epígono.

En cuanto al destino del Bestiario, baste referir que sentí como neófito la tentación de probar el valor de mi talento con las editoriales cuyo repertorio de autores parecía más flexible al riesgo. Excepto en los casos de Valdemar y Anagrama, que lo rechazaron cortésmente con sendas cartas en las que no quedaba claro si el libro estaba fuera de su línea comercial o lejos de cualquier mérito estético, el volumen se extravió en un silencio de morgue. Ajeno a la tortura del despecho gracias a mi precoz falta de ambiciones, en ausencia de un criterio experto que juzgara el fenómeno sin pretensiones mercantiles pronto alimenté sospechas acerca de mi calidad como palabrógeno, no así de mi necesidad de desmontarme por escrito, que desde entonces he cultivado con parabienes. Por más que el entendimiento me animara a abrazar la certeza de haber engendrado algo alucinante, ignoraba en lo profundo si esa naturaleza funcionaba por sí sola o se arruinaba al ser interrogada como un producto estrambótico. ¿Se trataba de un amasijo de delirios demasiado pomposos para cautivar atenciones o, por el contrario, el problema se limitaba a la dificultad para hacer valer con pericia mi fruto en unas circunstancias poco halagüeñas para los cuentistas y polígrafos (sin exclusión de sus acepciones despectivas) que hoy podemos prescindir de padrinos y corruptelas por cuenta ajena gracias a la accesibilidad de las herramientas cibernéticas, aunque el precio de usarlas implique volvernos más fragmentarios, dispersos y egocéntricos de lo que ya somos por debilidad? 

Emisores, canales, mensajes, receptores: uno cree progresar en estas facetas sólo porque encoge dentro del cascarón que con ellas se ha ido creando; uno se va trabando en la hondura de sus efectos y es arrastrado junto a otras menudencias mientras juega a inventarse derroteros para ponerse a salvo de sus coetáneos... y de sí mismo. Desgraciado con gracia o desagraciado para mi desgracia, el humor y la curiosidad me sacan a flote de tales enredos; con humor y con curiosidad se aconseja desenredar un tomo de breve lomo que hablará al observador según su propia historia, esa historia no siempre legible que también es la vuestra.

Recaigo en la popérrima Malika Favre con un detalle del diseño de cubierta para la novela Love by the book de Melissa Pimentel. Abajo, el niño anciano o Paidogeron de Durero.

22.10.14

DEL VAHO

Todo es verdad y nada es verdad. Y todo es verdad y no verdad. Y no es ni verdad ni no verdad.
NĀGĀRJUNA
Fundamentos de la vía media

Medito arropado en los reversos del matiz, boxeo a ráfagas contra el vacío, acaricio sin pasión mi descontento y lo visto en su pagana desnudez con besos que saben a ciencia cierta de eternidad perdida; hago estas y otras lloviznas de cosas que en verdad y en fingimiento no valen nada, mas cosas desde las cuales, sobra decirlo, todo lo cumplido queda redimido a la manera del andamiaje necesario para encajar las bellezas fugaces que, pese al horror del que cada uno es testador y legatario, se erigen coordinadas por sí mismas en la catedral de lo esencial a lomos de actos impecablemente prescindibles.

The Deep de Erin Kelso.

21.10.14

DISPEPSIA


Estancarse al sol, doradamente, como un lago oscuro rodeado de flores. Tener, en la sombra, esa hidalguía de la individualidad que consiste en no insistir para nada con la vida.
Fernando PESSOA
El libro del desasosiego

Entre el mundo habitado y este lisiado que parla relígase en nauseabunda reciprocidad el despropósito de tragarnos sin digerirnos, pulso insoslayable de un cual para tal emponzoñado hasta que uno atine a evacuar, pulcra o cochinamente, al otro de su seno.

Como acompañar este asalto con el Saturno de Rubens me ha parecido desmedido para tan lacónico vituperio, me pongo de endriago en su deslugar.

16.10.14

MEDIANOCHE EN LA RÁBIDA

Sólo el orgullo titánico de nuestra cultura nos puede llevar a pensar que uno está aquí para arreglar el mundo.
Agustín LÓPEZ TOBAJAS en una lúcida entrevista concedida a la revista Agenda Viva en 2007.

¿Perder la distancia crítica por involucrarse en la vida no es concederle una importancia desmesurada a un vulgar accidente para terminar encadenado a la rémora de sus afectos secundarios? «Quien de sí propio se fía, peor es que el demonio», tiene escrito el santo Juan de Yepes, y en verdad no me extraña que con tanto despojo anunciado tomándose en serio el simulacro de existir la realidad tenga, poco más que menos, la traza de una pesadilla.

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Conviene dejar espacio al espíritu para que el espíritu pueda dejar espacio a la naturaleza, a la que no le duele inconveniente emplear al humano para agredirse a sí misma. 

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Repensada con sensibilidad panorámica —viendo la hoja en el bosque, el bosque con la hoja y el ojo atravesando la fronda—, lejos de parecer virgen la naturaleza se insinúa soberanamente golfa.


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No pudiendo averiguar si cumple o escapa del destino quien por mano propia aligera al mundo de su vida, queda en la gravedad de descargarse aniquilar la disyuntiva.


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Hacerse telele. Abandono mi suerte a los dioses sabiéndolos nada, la nada trabada en mí con la que siempre he podido contar para descontarme todo.

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Y de postre, mis cenizas. Por puro desafío al desatino encendí mi antorcha en el infierno: no asombre a nadie que al mirarla queme.

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A quien carece de dificultades el cerebro se las inventa.

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Excusa alquímica. «Lo siento, no puedo asistir: tengo una cita impostergable conmigo».

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Nudo de filacterias. Ombligo contra ombligo, me completa quien me contempla sin contemplaciones.

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No puede amarse a todos donde se puede odiar a cualquiera por cualquier cosa en cualquier momento. Ni siquiera puede amarse a uno donde uno, por más que se quiera, sólo es uno cuando es aunado.

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Vivimos del recuerdo de lo que fuimos cuando recordábamos el ser que perdimos. De tanto ayer hacemos hoy.

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Vacuidad de vacuidades. Creer que el tiempo se pierde es sufrir por el pasado que se acumula como un sueño sin dueño; una creencia que debe el goteo de su servidumbre al instante que desplazado se va por el momento que viene y nunca termina de llegar porque nunca se marcha del todo.

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La inteligencia se mide por las carcajadas que se provoca a sí misma.

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Autogamia. Suicidarse como acto perpetrado en defensa de la propia comunión, no se me ocurre matrimonio de mayor alcance místico con el sí quiero al sí mismo revelado que ha sido relevado por el espejo del vivir donde se reconoce escindido.

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Aparte del enchufe geosófico que llevo entre las piernas, pocas cosas hay que me conecten a la vida y son justo las mismas que me adhieren a la muerte.

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Estridularios. Dudo que haya peor ofensa al buen gusto que pretender igualarse a los más, ni más rechinante ironía que descubrir a los otros queriendo parecerse a uno cuando rehúsa, de todo modo, la coincidencia.

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Altamira contra Francis Bacon. Habitante del tiempo mítico, hay más razón en los defectos de un hombre prehistórico que en los excesos de ese idólatra del progreso que es el hombre moderno.

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El problema no es que cada pormenor de los hechos remita a honduras irreductibles a la racionalidad instrumental que desea gobernarlos, sino la arrogancia del legislador que impone un criterio opaco a la incertidumbre que plantean por sí mismos los fenómenos.

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También las puertas grandes poseen cerraduras estrechas.

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Lo inteligible es el disfraz que pone rostro a lo intangible.

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Donde todo es una farsa, lo verdadero es mentir; donde mentir lo es todo, nada más que una línea postiza se interpone entre uno y lo fundamental.

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¿Qué sentido tiene reciclar desechos culturales que nunca debieron producirse? ¿En virtud de qué principio, salvo la decadencia, cabe sentir  respeto por lo que exige de la conciencia y aun de la propia naturaleza humillaciones sucesivas para ser preservado? ¿Acaso puede hablarse de avance donde no hay sino maquinal, acelerado descenso?

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Retronovación. Una sociedad funciona cuando las ficciones constituyentes de la manada se resuelven con la percepción de una ventaja significativa en las pequeñas realidades particulares de la mayoría de sus miembros. Si esta convergencia de multiplicidades falla y la relación se invierte, todavía es posible recurrir al estímulo incentivador de ciertos mitos metamórficos llamados a reinventar la cohesión de la comunidad con el empuje de una catarsis generalizada que suponga una ruptura iniciática de las estructuras anquilosadas: es preferible desprenderse del parasitismo pútrido que tolerar su perpetuación hasta provocar un colapso en masa, cuando no el asalto de alguna clase de mesianismo liderado por zelotes hábiles en el manejo del resentimiento.

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A nadie pertenecen las ideas, y menos a quien las viste. Las ideas vuelan a través de quienes las comprenden y se estancan, cautivas, en aquellos que las juzgan más verdaderas que los sujetos que pueden jugar con ellas sin retenerlas.

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Sólo hay una desgracia mayor que la de mandar a un necio: tener que obedecerlo.

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Complicidad por complejidad. Hermanastras de las tiranías, las democracias detestan por igual la autorregulación de las relaciones humanas ya que amoldar los pueblos a patrones miméticos de pensamiento y de conducta permite simplificar algunos problemas complejos —el primero de ellos, el que cualquier individuo despierto plantea como objeción viviente a los dogmas innegociables para la mayoría—, aunque difieren los medios respecto a las violencias habituales en las primeras: como norma ha dejado de ser aceptable sofocar por las bravas los modos de conducirse discordantes para el orden establecido, y, cuando así se reprime, se amordaza a los testigos o se acusa de ello a un tercero desprovisto de credibilidad. No en vano, las democracias se han especializado en administrar la esclavitud desde la niñez a pequeñas dosis para volverla indistinguible de una aparente libertad que tiene por reverso estar televigilada, coaccionada por intrusos anónimos y repleta de distracciones que la sabotean. Y si el control de una población amaestrada que siente como suyo el consenso fabricado por el sistema puede prescindir de juicios sumarísimos y pelotones de fusilamiento, dispone en su lugar de eficaces y amplias redes de complicidad, inconcebibles para los despotismos de antaño, a cuyo recaudo se pierde fácilmente la noción de dónde empiezan y dónde acaban los dominios reales del poder.

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De la afición a multiplicar itinerarios para no llegar a parte alguna y la manía de pontificar sobre todo sin conocimiento, lo más comedido que puede decirse es que cuenta con el respaldo ciudadano y perfila una imagen de la sandez característica de nuestra época. Tengamos, por dignidad, la osadía de ser inciviles.

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El culto a la novedad, método de adulterar el sentido de lo perdurable con trucos de obsolescencia programada, es un cerrojo cognitivo que impide abrir el alma a realidades menos sofocantes que la parafernalia hueca prescrita como normalidad. Atender no al fragmento que simula ser ahora desde el tiempo mecanizado en una discontinuidad apresurada bajo la pauta soez de la productividad, sino a la presencia del aquí en cada momento sin omitir la funcionalidad primordial que otorga proporción y memoria al transcurso cotidiano, tal es la llave de la eternidad. 

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El más cumplido sentimiento de conexión planetaria, eso que solía llamarse cosmopolitismo en la mejor de sus acepciones antes de que los grandes clanes de trapaceros y sus lacayos desvirtuaran la perspectiva de las cosas convirtiendo en un codicioso panóptico el pandemonio terrestre, depende de que cada hombre comprenda el valor potencialmente infinito no tanto de arraigar en un lugar concreto del mundo —labor más ruinosa que floreciente— como de enhebrarse de orbe a orbe un cielo firme.

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De los ecualizadores. Alfaguara asaz insuficiente, hasta donde llega mi ciencia advierto que el desprecio a las ideologías igualitarias no es prerrogativa de nadie porque todos, paradójicamente, tenemos derecho a ello en virtud de nuestros méritos, capacidades y discrepancias, mas no hace falta ser un hermeneuta de las dobleces humanas, con un mínimo de agudeza se distinguen las actitudes no menos groseras de quienes tras el eufemismo con que denuncian los enrases sociales abominan de cualquier heterodoxia en su campo de influencia. Desconfíe, por tanto, el avisado de ambos linajes de ambiciosos: sus reajustes precisan que uno viva en baja fidelidad a sí mismo.

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Allí donde la vanidad supera al talento, se adolece por carencia de lo crucial y menos inoportuno de todo: la nobleza del ingenio para cuestionarse a sí mismo.

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Amo de cuanto no amo poseer, prescindo de conquistar aquello que por ser superfluo evoca el recelo de mayores sometimientos.

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Criminales melifluos. Promovida en parte por los réditos derivados de la apisonadora colonial y en parte por la felonía de querer blanquear la mugre judeocristiana de su conciencia tras haber implantado a sangre, virus y sermones un entramado de explotación sin escrúpulos, los invasores occidentales —santa alianza de mercenarios, misioneros y mercaderes— han erigido en monumento el colmo de la obscenidad que supone trasladar la vejación de una caridad sin fronteras a las naciones restringidas a un estado de miseria económica y tutela moral indispensables para que otras puedan mantener su ritmo de consumo, ritmo que se incrementa al incluir la pena solidaria como afeite que reconforta a los meapilas pesarosos y se adapta bien a las modas en asuntos de ética.

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Denigrar por principio todo lo que teme conocerse o se muestra refractario a ser doblegado es lo propio en inquisidores de cuño excluyente, pero la complacencia en la costumbre de redondear aristas que antepone la inclusión de las anomalías en un régimen uniformador nos pone en la boca la golosina envenenada de una dictadura políticamente correcta.

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A falta de fe en los más que discutibles logros de la humanidad e inmune a la desesperanza en la cual sería lógico desembocar a causa de esta pérdida, he ganado el pasaje espiritual de una certeza absoluta frente a la inflación de supercherías de las que el simio informatizado extrae su convencimiento de supremacía evolutiva: confío plenamente en la aptitud antropocéntrica para la hecatombe.

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Muchos atribuyeron a Burke por error la conocida sentencia de que «lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada», una observación que, amén de resultar persuasiva para timbrar arengas, suele ser tan cierta como falsa según la óptica de quien la formule, pues con tal idea en mente se justifican todo tipo de barbaridades inspiradas por la voluntad de exportar el propio desarreglo para enmendar el ajeno. Con independencia de lo que se opine sobre la conveniencia correctiva de facultar intromisiones, el mal crece a expensas del bien que lo combate; no trasciende el mal quien se obstina en destruirlo al auspicio de un supuesto bien superior ni logra alejarlo de sí, tampoco, el frustrado que lo enmascara mediante las estrategias obtusas del olvido. Podría pensarse que el mal, como la energía, es una cualidad indestructible del universo, una constante a la que deben oponerse esfuerzos de signo contrario, pero la energía sólo es un subproducto de la maldad que, propiamente, se identifica a la perfección con lo indestructible. Quizá lo menos malo que puede hacerse con el mal es integrarlo en el hallazgo visionario de una armonía mayor que le asigne una función no bajo el exorcismo de redimirlo, lo cual es una ingenuidad que al cabo lo fomenta, sino para que desde su prolífica actividad pueda seguir devorándose a sí mismo sin desbaratar demasiado el proceso de elevar el entendimiento a la contemplación serena de los ciclos de auge y declive, labor y oratorio de los centinelas proscritos en la última rábida o, en su defecto, medicina y bondad de un refugio hospitalario más allá de lo sagrado y de lo profano.



Representación del Hombre Verde, tema antiquísimo, en la iglesia de St James de Sutton Benger, Reino Unido.

14.10.14

LOS NO OTROS

Poseo, de cuando muda, lo que siempre es lo mismo; de cuanto se hace, lo que no es nada.
Fernando PESSOA
El libro del desasosiego

Carentes de fe en la persistencia ultracorpórea, el otro mundo que durante milenios fue un paradero paralelo se ha subsumido en el nuestro, que hoy se halla más revuelto que nunca con lo accesorio que sus gentes toman ávidamente por lo esencial, de ahí la extendida confusión entre los medios y los fines, descarado correlato de la promiscuidad reinante entre los miedos y los deseos. Cuando imagino a quienes atraviesan el umbral de la muerte accediendo a una mente colectiva cuyos atributos se ven amplificados de forma sinérgica conforme aumenta el cómputo de los que ingresan en ella, me asalta el escrúpulo de pensar esotra vasta e hipotética noosfera cual un organismo fúnebre capaz de condicionar los más recónditos estratos psicológicos de quienes permanecemos aquí, amarrados en la orilla a la espera de la partida inexorable que vamos distrayendo entre agnosias y procrastinaciones. 

Una intuición arcaica, de la que se han hecho eco instintivo pueblos muy distantes en el tiempo y en el espacio, afirma que los finados sufren un hambre atroz que, de no ser atendida con los debidos sacrificios, recae sin piedad sobre los vivos; sea como fuere, tampoco ayuda a entenderlos el esfuerzo por objetivar en cifras a la comunidad invisible de los amalgamados por el deceso: a pesar de la superpoblación, el balance está claramente a favor de los caídos —benditos ellos, que han dejado atrás la afanosa sumisión de cebar la presencia a ojos de los demás— y no es fácil obviar que empieza a resultar inverosímil distinguirlos de los que respiramos, la barrera que nos separaba ya no existe...

Elogio a Domenico Fetti su barroca Melancolía.
 
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