Ramón ANDRÉS
Historia del suicidio en Occidente
Sirva esta parrilla improvisada de letras como proemio al Bestiario del que ya traje un retazo en la ampliación de una aventura onírica. A vuestro alcance lo dejo, enlazado al emblema que oportunamente he añadido a la sección lateral del blog o aquí mismo, para abreviar.
¿Qué clase de vacuidad me ha invadido para llenarla con la publicación de una obra que excogité hace casi veinte años, cuando apenas superaba esa misma edad? ¿Responde a la ufana convicción de que el mundo necesita engrosar sus tumoraciones literarias con otro vástago, quizá fallido, de mi sesera? ¿Habitan en sus páginas hallazgos que justifiquen su difusión como metralla a la caza de lectores lo suficientemente generosos o aburridos para recibirla con gusto? ¿O viene más bien a compensar el agotamiento creativo que, con mayor frecuencia de la que quiero asumir, me fuerza a embarrancar en arenas sedientas de inspiración? En verdad, el motivo es para mí tan elemental como el cariño que obsequio a esta criaturilla. Y no me importa que a momentos pueda padecerla inmadura: la llevo de amorucón clavada en los memes. Eran tiempos de bohemia y Nootropil...
Al revisar el texto en busca de erratas (las había, y de las que cuestan la excomunión de los académicos), he constatado al menos dos cosas: si exhibe, por un lado, los típicos errores del narrador juvenil que se entrega embrujado al galope enrevesado de su musculatura verbal (la profusión de epítetos y tecnicismos, amén de lo impenetrables, por comprimidos, que resultan determinados pasajes no exentos de bibliorrea), cuenta, por otra parte, con bastantes cualidades para transmitir al amigo de lo apócrifo el raro encanto de una invención inclasificable, virtud de la que participan las fantasías cuando gozan de consistencia argumental para moverse con fluidez a través de lo inaudito. No me atrevo a aseverar que los relatos del Bestiario sean tan consistentes como en la huella que formaron en mi recuerdo, pero se nota y no para mal que suplía el desconocimiento de ciertos trucos del oficio con perseverancia en la construcción, instinto fabulador, vocación para asociar ideas y, sobre todo, el hábito de honrar el continente con el contenido. La fase eruptiva del libro se completó en apenas siete días y cuajó como una colección de seres, personajes y lugares caracterizada por una suerte de funambulismo entre la noticia metafísica y el sentido anómalo de la realidad. El primordio del concepto es que las escenas planteadas no transcurren en un universo paralelo, aislado o puramente imaginario, sino en otro permeable a conexiones secretas que se solapa e interfiere con el nuestro desde épocas inmemoriales e invita a emprender una labor detectivesca de anamnesis. Una especie de anecdotario, en definitiva, en el que no sería casual descubrir al poseso que lo parió expresándose en un dialecto de resonancias simbólicas deformadas por el impacto de los seres y objetos inverosímiles que fascinaron a Lovecraft, Borges, Italo Calvino y tantos otros genios, dicho sea sin la menor presunción de equipararme a ellos o de apropiarme a retales su prestigio en el papel carroñero de epígono.
En cuanto al destino del Bestiario, baste referir que sentí como neófito la tentación de probar el valor de mi talento con las editoriales cuyo repertorio de autores parecía más flexible al riesgo. Excepto en los casos de Valdemar y Anagrama, que lo rechazaron cortésmente con sendas cartas en las que no quedaba claro si el libro estaba fuera de su línea comercial o lejos de cualquier mérito estético, el volumen se extravió en un silencio de morgue. Ajeno a la tortura del despecho gracias a mi precoz falta de ambiciones, en ausencia de un criterio experto que juzgara el fenómeno sin pretensiones mercantiles pronto alimenté sospechas acerca de mi calidad como palabrógeno, no así de mi necesidad de desmontarme por escrito, que desde entonces he cultivado con parabienes. Por más que el entendimiento me animara a abrazar la certeza de haber engendrado algo alucinante, ignoraba en lo profundo si esa naturaleza funcionaba por sí sola o se arruinaba al ser interrogada como un producto estrambótico. ¿Se trataba de un amasijo de delirios demasiado pomposos para cautivar atenciones o, por el contrario, el problema se limitaba a la dificultad para hacer valer con pericia mi fruto en unas circunstancias poco halagüeñas para los cuentistas y polígrafos (sin exclusión de sus acepciones despectivas) que hoy podemos prescindir de padrinos y corruptelas por cuenta ajena gracias a la accesibilidad de las herramientas cibernéticas, aunque el precio de usarlas implique volvernos más fragmentarios, dispersos y egocéntricos de lo que ya somos por debilidad?
Emisores, canales, mensajes, receptores: uno cree progresar en estas facetas sólo porque encoge dentro del cascarón que con ellas se ha ido creando; uno se va trabando en la hondura de sus efectos y es arrastrado junto a otras menudencias mientras juega a inventarse derroteros para ponerse a salvo de sus coetáneos... y de sí mismo. Desgraciado con gracia o desagraciado para mi desgracia, el humor y la curiosidad me sacan a flote de tales enredos; con humor y con curiosidad se aconseja desenredar un tomo de breve lomo que hablará al observador según su propia historia, esa historia no siempre legible que también es la vuestra.
Recaigo en la popérrima Malika Favre con un detalle del diseño de cubierta para la novela Love by the book de Melissa Pimentel. Abajo, el niño anciano o Paidogeron de Durero.
Recaigo en la popérrima Malika Favre con un detalle del diseño de cubierta para la novela Love by the book de Melissa Pimentel. Abajo, el niño anciano o Paidogeron de Durero.
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