4.3.11

CARICIAS DE TECNOCRACIA


Tras la desgracia de que nos exploten ha llegado la desgracia, mucho peor, de dejar de ser explotables.
Pascal BRUCKNER
La euforia perpetua

Platón, que como todo demócrata congruente era esclavista y como todo esclavista veleidoso fantaseaba con producir ciudadanos perfectos (reconozcamos en esta postura su intachable modernidad según el canon Robespierre), fue uno de los primeros pensadores en proponerse averiguar sistemáticamente la responsabilidad de la política en relación con la felicidad del individuo, pero fue su discípulo Aristóteles, partidario de una monarquía sublimada e inviable por idéntica razón, quien de axioma en axioma llegó a enunciar que «el Estado más perfecto es evidentemente aquel en que cada ciudadano, sea el que sea, puede, merced a las leyes, practicar lo mejor posible la virtud»; adviértase que soslaya decir «su virtud», que tendría un pase, en beneficio del sentido unívoco de «la virtud», cualidad de la que se habla hasta la baba en su célebre tratado sobre los diferentes modelos de organización social y de la que poca sustancia de entendimiento obtenemos tras haber recorrido sus páginas, salvo que el cultivo de la misma rara vez perjudica al orden establecido, lo cual equivale en más de un modo a cerrar el candado para acto seguido tirar la llave.

Precisamente ayer me preguntaba un amigo si conocía el peculiar indicador del Reino de Bután, el país del dragón rampante, utilizado para medir la felicidad nacional bruta de su población. No me duelen prendas al confesar que mi reacción inmediata fue sentir un escalofrío a lo largo de la espina dorsal, pues del interés del legislador por el borrón inmenso que suponen los desfavorecidos a la sonrisa por decreto, la distancia es mínima. Los Estados, ya que existen y apenas parece posible vivir en ellos ni sin ellos, al menos deberían velar por que nadie fuera infeliz dentro de sus territorios por causas materiales, cargo que bajo ningún concepto ha de tomarse como una patente que los autorice a buscar por todos los medios la dicha de la gente, propósito que en sus manos daría pábulo a una serie de atrocidades mayúsculas y minúsculas cuya descripción prefiero ahorrarme. A mi gusto, si es que puede hablarse de gusto en lo que atañe al sucísimo juego de manejar ganado humano, la misión de un gobierno justo no es hacernos buenos, sino evitar volverse malo: mantenerse útil dentro de sus límites, no servir de amparo a la ignominia asociada al funcionamiento del gran capital, y acatar a tal fin una serie de mecanismos civiles para controlar el crecimiento desmesurado de las atribuciones que se le encomiendan. Pensando en ello, recuerdo haber dejado constancia pretérita de que los sueños del poderoso terminan siendo la pesadilla de los sometidos. Hogaño, entre socarrado y pesaroso, me veo inclinado a matizar que para muchos sometidos, quizá para la mayoría, solo es posible despertar tras haber sufrido el horrible trance de una pesadilla. Y por si alguna hoz trasnochada se emocionara con los timbres de mi martillo, aclaro que esta última aseveración no guarda ningún parentesco con ese cristianismo para materialistas que proponía agudizar las contradicciones internas del liberalismo con intención superarlo a fuerza de crisis: aunque se disfrace de lógica histórica, en la práctica esa actitud ha sido siempre ponerse de parte de quien más pueda patearnos. De esa misma parte, por cierto, está el acelerador computarizado de la coexistencia virtual cuyo cariz despótico pronosticó Lewis Mumford: «En un mundo de máquinas, o de criaturas que pueden re­ducirse al estado de máquinas, los tecnócratas serían dioses».

Sirva de contrapeso estético a mi retórica La ninfa de la fuente de Lucas Cranach el Viejo, cuyo taller es conocido por utilizar el emblema de una serpiente alada.
 
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