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14.4.21

DE LA INMUNIDAD ACRÁTICA

Andrés Deleito, El desencanto del mundo
Todo hombre nace rey. Esa realeza afirmada del hombre sobre la naturaleza es la consagración más antigua de la humanidad. Cualquiera que se sepa de verdad revestido de esta profunda realeza espiritual, ¿cómo podrá jamás zozobrar en la locura que conduce a identificarse con las más tristes caricaturas de los usurpadores del poder?
Arthur ADAMOV
Yo… ellos

Basta estudiar el poder político a desdén de adhesiones grupales para dar de pleno con la mayor empresa activa de sugestión que nadie haya urdido: una red de socaliñas que convierte las fantasías de unos pocos en espejismo de mando gracias a la pertinente colaboración de las poblaciones que acatan su puesta en escena como si fuera real. De ningún modo tendría esta clase de poder la fuerza que ostenta sin el concurso de quienes, además de no ver que el emperador está desnudo, ni siquiera sospechan el monstruo invertebrado que se esconde tras su aparatosa teatralidad. Sin esta transferencia de energía psíquica encauzada hacia la perpetuación del consentimiento, sin la potestad individual declinada en favor de estructuras que traducen la inercia multitudinaria en ilusión rectora, el poder quedaría reducido a su mínima expresión y sólo mediante la violencia de las armas se mantendría, aunque presumiblemente no llegaría a agotar la munición acumulada porque ni a golpes ni a disparos hay organización que perdure más allá de los partes de guerra y del hediondo apilamiento de cadáveres. A efectos prácticos, mal que les pese a los herederos del adanismo ilustrado, el reverso fáctico de toda hegemonía tenaz es una democracia (o demagogia, si damos gusto a los que aún tipifican escalas de fraude dentro de los presupuestos del engaño compartido), pues no es otra mayoría que la social la encargada de cuidar el consumado trampantojo donde unos pueden dictar a capricho porque otros prefieren seguir a ciegas. 

Ante tamaño nudo gordiano, por mucho que la reserva de racionalidad nos inste a descubrir su artería y desatarlo, me planteo si no será menos temerario intentar partirlo de un tajo, como hizo aquel famoso conquistador anterior en varios siglos a la Era Crucificada, sabiendo no obstante que lo juicioso exige alejarse, cuanto sea posible, del enredo ficcional que ineludiblemente entraña la dimensión política de la existencia. Si nos involucramos en las ruedas de ese molino, acabaremos hechos harina en costal ajeno.

También las masas civilizadas (suponiendo que sea lícito denominarlas así, lo que amén de dudoso propende al oxímoron) funcionan como sectas sujetas a diferentes grados de ofuscación e implicación, mientras que los líderes, que quizá no resulten prescindibles en la infancia de los pueblos, devienen nocivos arribistas cuando aquellos se aproximan a la etapa de madurez, entendida esta en el contexto que nos ocupa como un nivel de conciencia que abarca latitudes menores y se orienta hacia esferas superiores de comprensión. Latente o manifiesto, el conflicto radica siempre en que la maduración mental no es, ni de lejos, equiparable entre los integrantes adultos de cualquier conglomerado humano, máxime cuando ha roto por millones de sitios y de incontables formas las costuras arcaicas a las que alude el número de Dunbar. Bien pudiera no ser la cantidad de mixturados el único factor determinante del desastre colectivo, mas si una escasez asegura la demasía de baqueteados por la concomitancia es la de sus ejemplares de altura, cada vez más raros y menos influyentes. Frente a la puerilidad que en una sociedad reventada, y cualquiera de las actuales lo está, define la concordancia entre el comportamiento de los ciudadanos ordinarios y el de sus prebostes, la sensatez constituirá por defecto un foco minoritario, el de los pocos que viven de cara a la verdad y le cantan, en solitaria complicidad, como el ruiseñor que reanuda con la noche la exquisitez de su arquetipo en busca de sentidos que lo acompañen...

En El dominio mental, libro que puede tomarse como una moderna guía de perplejos y que ilustra, a fin de cuentas, lo que el mono vestido ha progresado en técnicas de control de sus semejantes, Pedro Baños ha escrito, entre otros avisos necesarios, que los nuestros «son tiempos peligrosos para pensar. Si entre la maraña de entretenimiento que nos atrapa alguien puede reflexionar todavía por sí mismo, enseguida se dará cuenta de que se ha convertido en una práctica de riesgo. Se expone directamente al “ataque directo”, de una u otra forma, de su persona. Ya no queda más que bajar la cabeza para evitar que, al levantarla, nos la corten». Espero que el cesto donde caiga la mía no sea de plástico.

21.3.21

SERENDIPIA DOMINICAL

Arturo Rivera, The Puppeteer
En cada uno de nosotros, todos se reflejan a través de un espejeo infinito que nos proyecta en una intimidad radiante desde donde cada uno regresa a sí mismo, iluminado por ser sólo el reflejo de todos. Y el pensamiento de que no somos, cada uno, sino el reflejo del universal reflejo, esta respuesta a nuestra ligereza nos embriaga con aquella ligereza, nos vuelve cada vez más ligeros, más ligeros que nosotros, en el infinito de la esfera reflectante que, de la superficie al destello único, es el eterno vaivén de nosotros mismos.
Maurice BLANCHOT
El último hombre

Los textos que concateno a continuación anidan en El abismo se repuebla, obra de inteligencia y coraje singulares donde la observación y la reflexión han unido fuerzas para aguzar la conciencia de las falsedades que jalonan el histérico declive de la civilización. Su autor, Jaime Semprun, la dio a luz de batalla en 1997 y ha sido vertida con esmero a nuestra lengua por Miguel Amorós y Tomás González. La vigencia de su sentido brilla con un énfasis tan fiel a las roñas de la actualidad que toda argumentación adicional por mi parte pecaría de redundante. Baste mencionar, a título de incitación a la disconformidad, que el abismático examen de Semprun comparte escándalos con La vida en la tierra de Baudouin de Bodinat y Manifiesto contra el progreso de Agustín López, libros formidables que acompañan al suyo como aliados de sensibilidad herida y que, dada la consonancia de su reacción contra un contexto histórico marcado por la metástasis del horror, pueden ser leídos como una trilogía del repudio de la modernidad tecnificada.

Estos son los fragmentos escogidos por el contenido casi profético de su diagnosis:

«La domesticación por el miedo posee un arsenal de realidades macabras para poner en imágenes y de imágenes macabras con las que fabricar la realidad. De esta forma, contemplamos, un día tras otro, entre epidemias misteriosas y regresiones mortíferas, un mundo imprevisible donde la verdad no tiene valor porque no sirve para nada. Harta de tantas creencias y hasta de su propia incredulidad, la gente, acosada por el miedo y sintiéndose objeto de procesos opacos, a fin de satisfacer la necesidad de creer en la posibilidad de una explicación coherente de este mundo incomprensible, se entrega a toda clase de interpretaciones raras y desquiciadas: revisionismos de todo tipo, ficciones paranoicas y revelaciones apocalípticas. […] A los que han perdido “todo el ámbito de relaciones comunitarias que da un sentido al sentido común” les resulta imposible, estando inmersos en una oleada de informaciones contradictorias, distinguir razonablemente entre lo verosímil y lo inverosímil, lo esencial y lo accesorio, lo accidental y lo necesario. La abdicación del juicio, considerado inútil ante la tenebrosa arbitrariedad del fatum técnico, halla en la idea de que la verdad está ahí fuera el pretexto para renegar de las libertades cuyos riesgos ya no se quieren asumir, comenzando por la libertad de encontrar verdades que obliguen a actuar. […] El mundo agobiante de la ficción paranoica protege, pues, contra el agobio del insensato mundo real, pero también expresa, ya se trate de groseras fabulaciones para uso de las masas o de escenarios más sofisticados para una seudoélite de iniciados, la búsqueda de una protección más eficaz, la sumisión anticipada a la autoridad que la ha de garantizar, el sueño de ser cooptado, en pocas palabras, el deseo de formar parte del complot».


Un inciso: no me parece superfluo puntualizar que la normalidad de hoy fue la enfermedad de ayer, es el laboratorio del mañana y, en todo tiempo, la pesadilla lúcida del clarividente. ¿Qué nos dice Semprun sobre la «nueva normalidad» y su necesaria contraparte, la «nueva disidencia»?

«En Europa occidental, las consecuencias violentas de la descomposición impuesta a todo el planeta, del saqueo planificado de toda independencia material y espiritual hacia las relaciones de mercado, están empezando a pasar factura. Pero las oleadas de refugiados agolpándose en las fronteras del muy relativo refugio europeo son portadoras de una mala nueva: el desencadenamiento de una especie de guerra civil mundial, sin frentes precisos ni campos definidos, que se acerca inexorablemente, por el este, por el sur... [...] Las denuncias moralizantes del horror económico van dirigidas en primer lugar a los empleados amenazados por la aceleración de la modernización, a esa clase media asalariada que se había soñado burguesa y se despierta ahora proletarizada (o incluso lumpenproletarizada). Pero sus miedos y su falsa conciencia son compartidos por todos los que tienen algo que perder con el desmantelamiento del antiguo Estado nacional organizado por los poderes que controlan el mercado mundial: trabajadores de sectores industriales hasta entonces protegidos, empleados de los servicios públicos, ejecutivos diversos del sistema de garantías sociales enviado al desguace... Todos esos conforman la masa de maniobra de una especie de frente nacional-estatal. [...] Este partido de la estabilización existe solo de forma imprecisa y aparente para proporcionar una vía de desagüe a las recriminaciones contra los excesos de los partidarios de la aceleración: su razón de ser es una protesta sin resultado y que se sabe vencida de antemano, al no tener nada que oponer a la modernización técnica y social según las exigencias de la economía unificada. [...] Semejante representación de los descontentos sirve sobre todo para integrar la contestación en seudoluchas en las que nunca se habla de lo esencial y siempre se reivindican las condiciones capitalistas del período anterior, que la propaganda designa con el nombre de Estado del bienestar. [...] En realidad, el papel histórico de esta facción nacional-estatal de la dominación y el único futuro que tiene consiste en preparar a la población —puesto que, en el fondo, todo el mundo se resigna a lo que cree inevitable— para una dependencia y una sumisión aún más profundas. [...] Sin embargo, mezclado con esos miedos y la demanda de protección, existe también el deseo, apenas secreto, de que, por fin, pase algo que aclare y simplifique de una vez por todas, aunque conlleve la violencia y el abandono, este mundo incomprensible en el que la avalancha de los acontecimientos y su confusión inextricable van por delante de cualquier reacción y pensamiento. [...] Además, ¿qué efecto emancipador podría tener un derrumbe repentino y completo de las condiciones de supervivencia? Las rupturas violentas de la rutina que se producirán sin duda en los años venideros, probablemente empujarán la inconsciencia hacia formas de protección disponibles, estatales u otras. No solo no cabe esperar de una buena catástrofe la iluminación de la gente respecto a la realidad del mundo en el que vive [...], sino que todas las razones apuntan a temer que, ante las calamidades inesperadas que van a desencadenarse, el pánico refuerce la identificación y los lazos colectivos fundados en la falsa conciencia. Ya estamos viendo cómo esa necesidad de protección resucita antiguos modelos de vínculos y de pertenencias, bien sean clánicas, raciales o religiosas: los fantasmas de todas las alienaciones del pasado vuelven para acosar a la sociedad mundial que se vanagloria de haberlas superado gracias al universalismo de la mercancía. [...] No se puede razonar con la sinrazón. La esperanza puesta en una catástrofe, en un colapso liberador del sistema técnico provocado por él mismo, no es más que el reflejo invertido de la esperanza puesta en ese mismo sistema técnico para que ocurra en positivo la posibilidad de una emancipación: en ambos casos se disimula el hecho de que los individuos capaces de aprovechar tal posibilidad o tal ocasión desaparecieron por culpa precisamente de la acción del condicionamiento técnico, visto lo cual, los individuos de hoy han de esforzarse en ser uno de aquellos. Quienes quieren la libertad sin esfuerzo demuestran que no la merecen».

27.2.21

ESBOZO DE UNA VISIÓN CIRCULATORIA DEL SER


Louis Jean Desprez, Tombeau de mort intronisé comme un sphinx
Si buscando el hombre la verdad desde el fondo de su corazón no quiere desviarse del camino, debe volver sobre sí mismo los ojos de su mente y replegar su propio espíritu con amplio movimiento, a fin de comprender que todo lo que penosamente busca en el exterior se halla encerrado en los tesoros de su alma.
BOECIO
La consolación de la filosofía

Aquí se hace, o se ha intentado hacer recurriendo a toda ciencia de sí, una purificación empírica de humores que nunca olvida que el origen etimológico de asceta es atleta, palabra que como bien salta a la vista de mis curiosos lectores deriva del nombre Atlas o Atlante, el gigante que tenía la inconmensurable responsabilidad de sostener la bóveda celeste, trasunto del peso del universo, sobre el torturado capitel de su crisma.

No es negable ni evitable, quizá tampoco loable ni vituperable (los juicios de valor dependen del valor del juicio), que todo esté en uno como uno está en todo, ni siquiera si se abraza la impecable conclusión de que el conocimiento de uno mismo no es diverso del conocimiento de Dios, luego reunión a la postre de creador y creatura, no privada de antagonismos, en una gnosis que ilumina el hecho prístino de que siendo nosotros, Ello sea; que sea Ello con a la vez que pese a nosotros, los detritus de estrellas amasados por el devenir histórico. 

Con esta reverberación en mente he creído detectar una resonancia de este acorde alucinante en el fragmento cincuenta y cuatro de La gaya ciencia, intitulado «La conciencia de la apariencia», del que extraigo las siguientes líneas clave: «Por mí mismo descubrí que la antigua animalidad del hombre, incluyendo la totalidad de la época originaria y del pasado de todo ser sensible, continuaba en mí poetizando, amando, odiando, extrayendo conclusiones. Me desperté de pronto en medio de mi sueño, pero sólo para tomar conciencia de que estaba soñando y de que necesitaba seguir haciéndolo para no perecer, como precisa el sonámbulo seguir soñando para no caerse. […] Para mí, la apariencia es la realidad misma actuando y viva que, en su ironía para consigo misma, había llegado a hacerme creer que aquí no hay más que apariencia, […] que quien está “en trance de conocer” no es sino un medio para prolongar la danza terrena, y que en este sentido figura entre los maestros de ceremonias de las fiestas de la existencia, y que la consecuencia y el vínculo primordiales de todos los conocimientos constituyen y constituirán tal vez el medio supremo de asegurar la universalidad del sueño y la comprensión mutua de todos estos soñadores, y por consiguiente de prolongar la duración del sueño». ¿Hemos de postular, en consecuencia, que por ser la vida un sueño que se prolonga con el señuelo del deseo, y el desenlace conocido de los sueños el despertar, que el fin de la vida suponga una transición efectiva a una suerte de vigilia omnisciente? No lo sé; pero lo que no sé no me resta del entendimiento que, a sabiendas de la cantidad de penalidades que su contenido ha multiplicado desde tiempos remotos, hoy Atlas rehusaría soportar el cosmos…

¿Se siente en mí el universo como yo me siento en él? Lo fáctico es la carne de lo fatídico y a ningún corazón aventurero con un nacimiento a las espaldas que bombear le resultará inédito que el espectáculo del mundo acabe peor de como empezó. «La evolución, vista por un producto racional suyo, es una sabiduría inicial degenerada en tontería», leemos en Vacío perfecto, obra de Stanislaw Lem. Por virtud mal concebida, o más probablemente por defecto de virtud, no me sorprende que la sociedad se haya henchido a rebosar de figurantes, pues en ella escasearon siempre las mentes auténticas y su misma renovación depende de que estas sean despreciadas; lo que me asombra y no puedo estudiar sin hastío es que la repetición de vanidades que representan con tanto celo los arrastrados por la corriente de sangre, sudor, heces y lágrimas sea de una calidad que únicamente acierto a calificar de nauseabunda, y con esta reacción presente doy en aseverar que ninguna revolución es transgresora porque, lejos de detener la rueda de los aconteceres, acelera la máquina del mundo. 

Evadirse, dejar atrás la condición de galeote del tiempo: he ahí la estrella polar que los santos, demasiado conscientes de su divinidad interior, mas también demasiado cargados de irredimible humanidad, siguen como punto de fuga. Puente entre el alma cautiva de los días y el alma liberada en Dios, la santidad expresa una cosmomaquia, un boicot radical basado en una disciplina de renuncias que por sí sola denuncia el patrón constructor de la realidad, razón que sería suficiente para explicar por qué los santos, hasta su asimilación generalmente póstuma por parte del aparato ideológico de las religiones gregarias, han sido simientes de recelo desde la óptica de los interesados en la perduración del orden social. El santo está en los antípodas espirituales del procreador que repuebla el abismo con descendencia porque, a diferencia de este, alienta ánimo de ascendencia, e, instruido por el desierto, aligera de cargas su vocación de ascenso sobre un trípode liberador que tiene por ejes la ingenesia, la independencia y la inadherencia o, dicho en otros términos, el santo despega del mundo a medida que se desapega de sus frutos. Con toda evidencia, sería un desatino interpretar su celibato como una aversión a la sexualidad o la manifestación aviesa de un temperamento hipoerótico, máxime cuando la soledad es tierra abonada por la libido para ensayar otras variedades de clímax; la contundencia que puede alcanzar su rechazo del comercio venéreo significa, en estricto sentido, una declaración de guerra a la matriz donde proliferan las pesadumbres. «Si se quiere de verdad vencer a este mundo, no basta con oponerse a su presente, es preciso también entrabar su futuro, impedir que el Mal se propague, oponerse a la procreación», ha escrito Jacques Lacarrière en Los hombres ebrios de Dios, que a mi gusto es el ensayo más exquisito dedicado a los «atletas del exilio».

Dentro de las múltiples deserciones de la regla ancilar que santos y anacoretas practican, interrumpir la trocla de los nacimientos es asunción de prioritaria escrupulosidad. Tal ortodoxia de desasimiento se trasluce, sin embargo, deudora de una visión enjaulada aún en las proporciones de una escala compatible con la noción de libre albedrío; desde una macrovisión no constreñida por las perspectivas parciales intrínsecas a la índole transitoria del ser viviente, el sub specie aeternitatis captaría, por el contrario, que la Creación no es un proceso en curso sino un mosaico de realidades consumadas donde todas las capas de sucesos serían simultáneas e inmutables, como un fractal desplegado donde nada se movería salvo para el sujeto que, confinado en un derrotero temporal, avanza de espaldas a su destino, o lo que no es distinto, todo parece estar subordinado al cambio sólo para el ser inserto en el trampantojo de la existencia. Reacio a los narcisismos genésicos tanto como a los éxitos materiales, el verdadero asceta puede que no halle en ese piélago de incertidumbres la concordancia justa entre la ultraconciencia de la fatalidad y la necesidad de atenerse a una guía maestra de conducta, ¿y qué? Ante la inseguridad del trasfondo, seguro está de que nada manumite mejor que abstenerse de agravar lo existente. En cuanto a si parte de una decisión soberana o se amolda a un espejismo volitivo, poco importa al que propone si confía en lo que Dios dispone.

Pierre Louis Surugue, L'antiquaire

Es natural que quien se sienta ajeno a la lógica trágica de la existencia no ampare remilgos en multiplicar estragos, lo que no exime al optimista antropológico de responsabilidad, a escala humana, por su contribución activa al envilecimiento de la realidad. Que las convenciones culturales se esfuercen en subrayar la idea de que la vida es un regalo facilita una pista esclarecedora sobre el perjuicio que entraña. Aun con el atenuante de que la prole sea el corolario de una consciencia deficitaria del mal o del ordinario autoengaño en que incurren sus promotores, todo ser nacido es catapultado hacia el drama de la individuación en circunstancias subordinadas al denominador irreversible de la adversidad. ¿No remite la amnesia del propio nacimiento a un percance traumático en extremo, o bastante doloroso al menos como para haber sido secuestrado de la memoria? No hay duda de que la elipsis de este evento habilita la adaptación narcótica del reo al corredor de la muerte mientras roe a su manera el calendario de la existencia. 

Dado que ninguna violación puede equipararse en magnitud ontológica al daño que cometen los padres contra sus hijos forzándolos a existir, inhibirse de participar a la perpetuación del error y orientarse hacia el abandono cabal de la existencia que nos ha sido impuesta destacan como atribuciones fundamentales de la sabiduría. No aspira el alma atrapada en esta precariedad corpórea al fin de la individualidad porque quiera morir, debe morir porque esa es la exigencia para culminar su peregrinación fuera de la materia, que ha de ser sacrificada en su retorno a la fuente primordial. Según Desiderio de Rotterdam, «quien desee poseer un sitio entre los hombres debe reprimir su sabiduría»; quien desee un sitio entre los sabios, se infiere, debe soltar las ligaduras que lo atan a los demás. 

Así como dos ojos crean una sola vista, dos realidades, la existencia y la inexistencia, configuran un solo cosmos. Que el universo nos contiene es un lugar común; que al igual que Atlas contenemos al universo que nos contiene es una vivencia erosionada que a duras penas podemos entrever mediante revelaciones marginales que han sido excluidas del paradigma sensorial, cuando no perseguidas por la policía psiquiátrica de la percepción. Sea como fuere, nuestra demora en el mundo físico separa la prexistencia de la postexistencia, esferas en las que cabe intuir que el alma individual y el alma universal se cohesionan divinamente. Cerrar el círculo, hallar su florecimiento en la postexistencia, parece ser una tendencia primigenia del alma soterrada en la existencia. El tránsito del alma por la realidad existencial consta entonces, si es caso, de un valor didáctico: funcionaría como una escuela de escarmientos cuya lección capital no es reproducir el lance que se padece sino escapar de él.

Philippe Petit caminando entre las Torres Gemelas (1974).
Peter Sloterdijk ha plasmado en Extrañamiento del mundo algunas observaciones perspicaces a propósito del arte que toma como objeto la evasión metafísica: «Justo porque la ascesis ha radicalizado el distanciamiento del mundo del individuo; justo porque una rabia contra el propio cuerpo lo ha desligado, ya en gran parte, del obligado metabolismo físico y social; justo porque una añoranza consoladora de liberación ha transportado ya las almas de los ascetas a zonas elevadas de la interioridad y de la pureza de contactos mundanos; justo por eso son capaces los individuos de la época de la metafísica temprana de sentirse, al mismo tiempo, confrontados y superiores al mundo en que están. Ese estar confrontado, esa superioridad, esa ruptura con todo, como es el caso, ya se presupone cuando acontece el primer auténtico acto de lenguaje metafísico. Son, sobre todo, aquellos que han llegado a perderse del mundo los que se disponen a decir definitivamente qué es el mundo en suma».

Si la experiencia dilatada de sí mismo en la desnudez del retiro convierte al santo en un psiconauta y a este, a la larga, en un «neurocosmólogo» (otro préstamo de Sloterdijk), se hace preciso matizar que ni el neurólogo ni el astrofísico tienen garantizado por oficio un vislumbre del conocimiento de las relaciones íntimas que entre el universo de la psique y la psique del universo encuentra el explorador solitario de su alma. Aclarado este punto y hecha la advertencia de que no me sería evitable caracterizar mis propios descubrimientos metafísicos sin un matiz de autoironía, incluso una inteligencia minúscula como la mía puede abrir escotillas por las que asomarse a estados mánticos. En ellos he atisbado una tríada óntica, o estructura ternaria del ser, que además se presta a trazar un paralelo metafórico con la Santa Trinidad: 1) preexistencia (progenitura), 2) existencia (hijo) y 3) postexistencia (Espíritu Santo). La circulación por estas tres fases del flujo universal del alma se corresponde a otras tantas coyunturas: 1) la concepción que marca el paso de la preexistencia a la existencia, 2) la muerte que reintegra la existencia en la postexistencia y 3) la recaída que, no sabemos si por ejecutar un comando inexorable (el eterno bucle del sistema cósmico), por una reminiscencia de la voluntad universal o por otras causas cerradas al sondeo humano, precipita la postexistencia en la preexistencia. 

Con estas anotaciones, ambiguas e insuficientes como es obligado a fuer de emisario honrado en mitad de una envergadura incognoscible, he querido manifestar de nuevo que mientras permanezcamos en el nivel preliminar o fisiológico de las apariencias no es hacedero trascender la dualidad entre mente y materia, índice y horizonte, órgano y paisaje, tonalidad y totalidad; a lo sumo, gracias al ímpetu ascensional que busca la transmutación del espanto en esplendidez, puede situarse en la superación del yo la primera escala hacia la desatadura de esa cosita inflada, de esa teratoteca, que al tuntún del cataplum los idólatras de la tribulación llaman Vida. 

«El mundo es estrecho, el cielo es pequeño en demasía. ¿Dónde estará el refugio, que mi alma tanto ansía?», ululaba el búho Silesius con esplín de hombre cumplido. Reconozcamos en el diáfano sosiego de cada éxtasis que nuestra meta es la Muerte y ella nos mostrará la travesía menos tortuosa por donde discurrir.

22.4.20

CANTA EL GALLO, CALLA EL BÚHO

Joe Liles, Circuit Tree
Hasta para ahorcarse se prefiere un árbol hermoso.
Publio SIRO
Sentencias

A quienes el árbol postizo de la actualidad oculta el bosque salvaje de la duda, les pongo delante una advertencia: váyanse por donde han venido, no los quiero cerca, aquí nunca serán bienvenidos. Mi distanciamiento respecto a ellos más que social es radical, luego filosófico. Asumo que la sabiduría implica asunción, pero yo solo soy uno de sus amantes, así que cuando ella no me acompaña he de tomar la energía para aprestarme a lo desconocido del convulso rechazo de los lugares comunes o entregarme como mamífero pascual al avance de la avoleza. Ante la inminencia de un atropello, la reacción saludable es apartarse, no arrojarse a las ruedas. Y un atropello autoritario, por mucho disfraz legislativo que le pongan, no deja de ser un acto de sevicia.

Entre tanta bandera fantasma y tanto fantasma con bandera no vencemos un día sin que resulte problemático saber dónde termina el dedo que señala y dónde empieza lo señalado. En parte por miedo, en parte por costumbre y en parte, cómo no, porque la estupidez cuenta con huestes prolíficas, la ceguera selectiva y la idiotez mimética se han convertido en los recursos adaptativos más aplaudidos de nuestra especie, como si lo peligroso fuera salirse del redil en vez de permanecer demasiado tiempo entre sus hedores. Ninguna incógnita de importancia resolvería averiguar si cada uno es el primer o el último responsable de sus atrofias epistémicas cuando un cambio de régimen ha culminado con un aplastante porcentaje de la población reprogramada a su favor. Poco dice el color con que se pinte o el nombre dado a la linde, ya sabemos lo que ocurre cuando el tonto la coge: la mayoría trivial no necesita que un perro ladrador le marque el rumbo, sus integrantes nunca o de muy mala gana cuestionan el camino prescrito aunque seguirlo los conduzca al matadero… o a instalaciones tan siniestras que se lanzan con premura a creerlas convenientes. Se les antoja más reconfortante dar por hecho que existen instituciones que velan de buena fe por nosotros que asumir la tarea de pensar por sí mismos en la relación establecida entre medios y fines, un esfuerzo prescindible para la supervivencia que multiplica en todas direcciones las incertidumbres.

Todas las operaciones de falsa oriflama se cobran víctimas, de lo contrario no alcanzarían la credibilidad requerida a base de propaganda mediática y adulteración estadística, sobre todo después del nivel de conmoción logrado con el 11S. Es menester llenar sepulcros por millares en la parte acomodada del orbe para que la patraña sea convincente.

Algunos talentos, conscientes de que la realidad factual se construye a partir de ficciones contagiosas, han sabido anticipar los proyectos de los patrocinadores de conmociones históricas porque aciertan a pensar como ellos a partir de las pistas que ofrece nuestro imaginario compartido. Terry Gilliam anunció en clave alegórica el imperio de los macrodatos en su película Brazil de 1985, y solo una década después, en uno de los varios niveles de lecturas que Doce monos contiene, predijo la diálisis cognitiva que padecemos: «Esto no tiene nada que ver con el virus, ¿verdad? Solo se trata de obedecer, de hacer lo que te dicen». 

Si «es más fácil engañar a alguien que explicarle que ha sido engañado», como manifestó otro irreverente, menos difícil sería cortarse la lengua que explicar la pertinencia curativa del desengaño. Quienes nunca han sentido escrúpulos al confundir el adjetivo con el sujeto adjetivado, hoy llaman «insolidarios» a los que ayer calificaron de «perturbados», antier de «impíos» y aún más atrás de «infames», y todo porque la inteligencia de los acosados por las mentalidades agropecuarias se ha mantenido fiel a un axioma fundamental: no tomar parte en un error general. La conformidad con el rebaño afila los dientes a la oveja.

El libre examen del Liber Mundi que invita a no tomar parte de un error de ese calibre antepone experiencia a obediencia, revelación a creencia, contemplación a complacencia, ocio a productividad, plenitud a multitud, frugalidad a empacho, pensamiento a costumbre, demostración a legislación, independencia a consenso, equilibrio interior a mecanización hiperactiva, fortaleza de ánimo a fuerza numérica. En una alarma que ha vuelto el libre examen objeto de sospechas no solo para el poder sino tanto o más para la comunidad, los individuos que lo estiman como atributo de las facultades superiores del espíritu saben que los emolumentos y el prestigio valen un moco si para conseguirlos deben inmolar la soberanía de su expresión.

La obligatoriedad de la desinfección también desnuda, como ninguna otra medida de urgencia, que la mayor morbilidad la causa el temor, que si por un lado carece de vacuna, no anda escaso por ninguno de guión que prolongue sus anatemas ni de aguijón que los lleve a efecto. Escrito está en cada nervio, como un signo fatal del anticlímax de la civilización, que su señorío no hallará obstáculos sobre un escenario donde la individualidad bien arraigada ha sido reemplazada por un puritanismo microbiano que ordena abolir la proximidad y poner la propia biología en conserva de ablución, aséptica por fuera y podrida por dentro, odiosamente limpia del menor vestigio de su discreta pero inconmensurable chispa. ¿Quién necesita tener alma si a partir de ahora la cibernética mediará el contacto con el mundo exterior? ¿Quién niega que las penas del infierno puedan ser confortables y soporíferas como cualquier distracción promedio de una tarde dominical? Tal vez sea esa la característica preponderante de los suplicios venideros. Disponemos de euforia química sin contacto físico, de un debilitamiento acuartelado en los equipos de protección de la esperanza androide y de una vida que languidece entre pulcros píxeles mientras arrecian los algoritmos antipersona y se coordina el reseteo pestífero de nuestra animalidad.

No se rebaje a crisis sanitaria la encrucijada moral que plantea a los peregrinos de la existencia una actitud valiente frente al despropósito, resistencias decididas de conciencia en defensa de mínimos inviolables. Los acontecimientos postulan una clara elección entre servidumbre incondicional o renuncia a las exigencias de la nueva normalización. Que muchas personas, instruidas y solventes en diversos campos del conocimiento, sean incapaces de percibir la trascendencia del hito delata que en el pecho les laten comandos de un sistema operativo, no acordes de psique. Tampoco termino de entender de qué cloacas constituyentes sacan su concepto de país los jibarizados que engordan en noqueada obsolescencia la desdicha de ser forzados a marchitarse emparedados. Podríamos remontarnos a Calderón para descubrir que, a su manera, no les falta prosapia porque

aquí la más principal hazaña es obedecer, 
y el modo cómo ha de ser 
es ni pedir ni rehusar.

Tanto nos hemos dispersado persiguiendo las delusorias señales fabricadas por este mundo de autómatas que apenas nos queda enfoque que esmerar en una magna visión, ojos que posar en la magia donde habemos sustento. «Lo real es tan mágico como lo mágico es real», detectó Jünger. Hasta la virginidad de la muerte, preludio de nuestro desposorio cósmico, nos quiere quitar la ciencia reductora de las máquinas. Pero si aceptamos la entrega definitiva como nuestra única y verdadera dote, la gravedad de lo demás se relativiza hasta mostrar un paisaje en el que participar atañe a las competencias del gusto, no a la sumisión. Quienes desarrollan esta sensibilidad nos enseñan a apreciar en circunstancias extremas que nada significativo puede limitarse a mandar y obtemperar.

En último aprieto, la efervescencia cosmogónica de las conexiones invisibles no se activa en exclusiva para manifestar lo catastrófico cuando la profecía encuentra su posibilidad autocumplida en la entropía, puede igualmente abrir en las montañas espacios velados por la apisonadora de la inatención, de ahí el primor y la amplitud de miras que debemos emplear al codearnos con esos duendes que nos pueblan, enmascarados como pasiones, a la caza de la ballena blanca de la serenidad. Incluso el logos, por raquítica cosa que nos parezca después de haberle sacado punta al racionalismo durante siglos, viene a ser en la práctica como la tabla que siempre sale a flote tras el naufragio: tenerla a mano o no tenerla puede ser la diferencia entre hundirse y respirar.

25.3.20

INVERNÁCULO DE PRIMAVERA

Taller del Bosco, La coronación de espinas
No existe mal alguno en la vida para aquel que ha comprendido que no es un mal la pérdida de la vida. 
Michel de MONTAIGNE
Ensayos

Los estados de alarma prolongados en el tiempo y extremados en la excepcionalidad de las restricciones que, con probada causa o sin ella, introducen en las vidas de los afectados, devienen enriquecido caldo de cultivo para la paulatina reducción de la existencia individual al mínimo denominador común, que sin entrar en ponderaciones cacogenéticas ni traer a colación otros factores determinantes de la condición humana en la última fase de la civilización industrial, arroja como resultado el perfil psicológico que mejor se aviene a estar confinado en una drástica y deficitaria dimensionalidad, o dicho a la brava, el tipo de simio que acata, con nula o escasa resistencia interior, el peor escenario posible de una convivencia que seres más desarrollados no vacilarían en denominar campo de concentración. 

Nos recorren oleadas de alienación unanimista en loor del condicionamiento victorioso y de alineación amarillista con el dictamen que la propaganda mediática, no en balde tildada por algunos de infodemia, se ocupa de programar sin interrupción, todos los días del año, según las directrices que interesan a los grupos que regentan el negocio de la ingeniería social. Quien siembra primicias, cosecha ecos. ¿Qué habría de ocurrir para que los sugestionados por una sobredosis de noticias despertaran de su contagioso sonambulismo? ¿Acaso juzgarían abusivo que, de la noche a la mañana, apagar el móvil o no sintonizar el canal gubernamental durante la ración televisada de añagazas fueran acciones tipificadas como delitos de sedición, o que posar los ojos sobre otra persona sin llevar embozada la mirada con gafas oscuras se persiguiera como un atentado terrorista, so pretexto de que la proximidad de las pupilas constituye un vector infeccioso? En cuanto a los reclusos padres de familia que no advierten el nexo entre ovacionar a otros cautivos obligados a bregar al filo del abismo, y consentir desafueros que ofenden al menos común de los sentidos, el realismo, ¿descubrirían qué clase de predadores son capaces de decretar medidas, que ayer parecían propias de satrapías asiáticas, si sus hijos fueran disuadidos a fuerza de disparos cuando algún velador de higienes públicas los viera asomados por las ventanas, luciendo sus caras al sol cuya luz ha sido prohibida allende el sarcófago domiciliario? Uno ya no sabe qué actitud tomar hacia aquellos que ora están dispuestos a aplaudir mientras los atormentan, ora delatan al que trata de aliviar las cuitas de una suerte semejante a la suya. Quien no defiende su libertad, ¿es digno de merecerla? La miseria del que a otros concede el poder de ultrajarlo no es otra que envilecerse, encanallarse por haber preferido vivir cobardemente a cuestionar los golpes recibidos. Así de contundente es la fractura civil que en cada barrio, y aun en cada casa, blinda a los cofrades del modelo «agéntico» de obediencia maquinal a la autoridad, estudiado a fondo por Stanley Milgram, contra los conatos de autonomía y disparidad que puedan detectar en su entorno. El insignificante saca al perro de presa que lleva dentro, al kapo, cuando se siente respaldado por el orden vigente de manera análoga al guardián que, enfundado en su hábito de Übermensch uniformado, es instado de oficio a olvidar, con un celo raras veces necesario, el significado de ser humano antes que marioneta ejecutiva. Tampoco la «enfermedad psicogénica de masas», como la epidemia de la risa de Tanganica acaecida en 1962 y caracterizada por los episodios de risa y llanto compulsivos, gritos, desmayos y problemas respiratorios que experimentaron miles de sujetos, debe ser descartada como cofactor en la manifestación de los comportamientos histéricos e hipocondrías que azotan el orbe por estas fechas.

La persona que se sienta insegura frente a un peligro objetivo contra su integridad tiene todo el derecho a ser protegida, pero no es derecho sino tropelía que su seguridad dependa de exigir un arresto preventivo a los demás como si fueran agresores, transformándolos de facto, sin necesidad de víctima, en precriminales desollados del menor vestigio de presunción de inocencia. Se insiste poco en que formidar es una estrategia que ni a título singular ni colectivo vale la pena como proyecto: o asumimos el riesgo de relacionarnos con naturalidad, o acabaremos naturalizando la perversión de malvivir atrincherados en un secuestro prorrogado indefinidamente por el canguelo a este o esotro miasma, excusa perfecta para cometer desmanes que, como el presente enchironamiento «por nuestra seguridad», ninguna dictadura conocida logró jamás dilatar fuera de las estrechas circunstancias de un estado de sitio. 

El objetivo de los acorralamientos masivos no parece que sea resguardar a los más vulnerables, a cada instante expuestos más que el anterior a los ataques menos inevitables que la existencia estabulada comporta, sino debilitar a los más robustos. Los discursos sanitaristas como método de intimidación popular tienen, por desgracia, unos abominables precedentes históricos que demasiados intelectuales, haciendo mutis por el foro que antes enardecían, han borrado de su memoria bibliográfica (volverán con sus monsergas editadas cuando haya pasado el eclipse). Sería difícil ocultar a alguien exento de hipotecas ideológicas que el alarmismo generado por el Estado, y por otros actores no tan identificables metidos en prendas a diezmo y rescate, necesita una cuota sostenida de realimentación para justificar como adecuadas decisiones la cadena de desatinos que atan a los semovientes súbditos del reino a sus celdas domésticas. Por eso la actitud que adopten hoy los espíritus críticos es crucial a fin de que la sensatez no se corrompa dando lugar a una demencia consuetudinaria contra la que no consta otra vacunación que el exilio o la muerte de los justos. 

De sobra es sabido que el espanto, feliz aliado de las tiranías, es una plaga más virulenta y nociva que cualquier agente patógeno, y quienes orquestan este pandemonio, esta distopía donde la prudencia ha sido preterida y la desmesura normalizada ¡en nombre de la contención!, han instrumentalizado adrede la capacidad de averiar las defensas inmunitarias de la población por medio de estresores como la inmovilidad, la incesante centrifugación de consignas (el miedo, no el medio, es el mensaje) y el prodigioso garlito de las redes sociales. Estas, aun con su potencial para crear sucedáneos de proximidad dentro de un atolladero severamente compartimentado, en condiciones de clausura y confusión generalizadas sirven de amplificador a una tensión nerviosa sin solución de continuidad. Espero que la cuarentena impuesta a los animales humanos sacuda al menos las conciencias aletargadas con un amago de lo que supone para otras especies ser prisioneras a perpetuidad de nuestras veleidades.

Recordando que «la cara es el espejo del alma», ahora me explico que haya tantos desalmados cubriendo cómodamente su vacío con una mascarilla. Y para colmo de despropósitos cobra evidencia que la mayoría no necesita barbijos, sino pañales. Ya hay comisarios espontáneos «del esfuerzo colectivo» en cada bloque de vecinos y, lo sé, un somatén de bots tras cada renglón publicado a la caza de quien encuentre irreconciliable expresarse con responsabilidad y poner bozales al pensamiento. «Pensar en positivo», esa ventosidad de estreñidos sensoriales, es una traición, la forma contentadiza de ocluir el discernimiento.

Que el demiurgo, o su inconsistencia coronada, perdone a políticos, periodistas y esbirros, porque yo no puedo. Para que algunas farsas redunden lucrativas han de ser criminales, y esta del presidio global como nudo de un dudoso y de momento inexequible desenlace lo es en grado superlativo desde su prescripción intensiva de pestes a las insidias de su neolengua. Admito que en ocasiones fantaseo, movido por un cabreo que me sabe a resaca juvenil, con rituales protagonizados por milicias silenciosas de disidentes que, reunidas en las plazas, arrojan al compás sus tapabocas al suelo y se dan acto seguido religiosamente la paz: vanidades hay para todos los humores en respuesta a los hedores de la catástrofe, y al ingenio tampoco le faltarán viandas de humor si no le causa grima curiosear en la alacena del colapso. Vaya un destripe por delante: el futuro desprende fragancias caníbales que llegan hasta nosotros. Agotados de fantasear con la extinción voluntaria de la humanidad, hora es ya de comprobar las propiedades reconstituyentes de la antropofagia. Pero más acá de estos canglores y parrillas, yendo a lo sobrenatural de la inmediatez desvelada, percibir la truculencia de la realidad no vuelve a nadie pesimista, de lo que a menudo me acusan, sino trágico; lo pésimo es no enterarse de la calamidad que ronda alrededor de cada uno y claudicar con pleitesía, pero sin claridad; con urgencia, pero sin caridad, como carne de microbio en purgas al servicio de los mayores vicios. «Nuestro enemigo no es otro que la ausencia universal de sensibilidad en la cabeza y en el corazón, la falta de vitalidad en el hombre, que es la consecuencia de nuestro vicio; y de aquí surgen todos los tipos de miedo, superstición, fanatismo, persecución y esclavitud», escribió Thoreau.

Mientras los apocalípticos temen ver frustradas sus pesadillas húmedas de presenciar el acabose y los conformistas, por no temer, incrementan el dopaje de docilidad que mantener la mínima esperanza requiere, intentaré conciliar la gravedad de ser con la gracia de aceptar el destino. Las viejas vías de intimidad con el planeta, de complicidad con las estrellas y de confianza en la muerte —verdadera y única diosa— siempre han estado abiertas a quien respira infinitud.

El amor a la sabiduría enseña desapego a la inteligencia marcada por la paranoia de haber sido arrojada a una cuenca poseída por demonios. Ninguna debacle vale la tranquilidad acuñada por el alma que se ha liberado de la necesidad de salvar su carga de contingencias.

5.12.19

ADIOSES SUPREMOS

Ilustración de Charles Errard para Anatomia per uso et intelligenza del disegno... 
No es solo la huella de carbono la que daña la Tierra; la huella de la gente es mayor y más letal.
James LOVELOCK
La cara evanescente de Gaia (título mal traducido como La Tierra se agota por una editorial más fiel a las ventas que al autor)

Aún es demasiado pronto para que el veto a la natalidad pueda ser justificado como una medida de urgencia global, mas ya es demasiado tarde para confiar en el efecto mitigador de campañas públicas de sensibilización contra la plaga demográfica. La coyuntura no parece inapropiada, sin embargo, para emprender medidas incentivadoras de la ingenesia, como la asignación de una renta básica vitalicia a los ciudadanos nulíparos que, en vez de hacer un uso nocivo del aparato reproductor durante la edad fértil, asumieran la madurez de esterilizarse con carácter irreversible: ellos, no los irresponsables que infligen progenie a un mundo hiperpoblado, serían los héroes silenciosos de siempre reconocidos al fin en las postrimerías del Antropoceno.

El coste de sus salarios podría ser sufragado, en virtud de una merecida compensación histórica que hoy por hoy ninguna autoridad competente se atreve a exigir ni siquiera a beneficio de inventario, con la desamortización paulatina de los bienes inmuebles que el emporio eclesiástico ha amasado, entre otras gravosas prebendas, allí donde ha dado pábulo a la multiplicación de los miserables en cumplimiento del mandato bíblico que ordena: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra».

Avanzamos presto en la dirección equivocada, como si tuviésemos siete biosferas de repuesto y toda la eternidad para recomponer los jirones renqueantes de una humanidad que se alarga más allá de los amenes. Ninguna obligación tenemos de sobrevivir como individuos ni de perdurar como caciques de la cadena trófica, al igual que tampoco debemos gratitud por haber sido concebidos sin pedirlo ni hemos de callar la franqueza cuando sigue a la percepción del desastre colectivo.

«Querer es tener el valor de chocar con los obstáculos», escribió Stendhal. Querer descendencia es, si se me permite parafrasearlo, tener la desfachatez de engendrar obstáculos. Nuestra especie debe al relevo en la adversidad su encarnación, y si fecundarla no fuese hacer pavoneo de la indigencia, de cualquier manera sería un acto ofensivo por partida doble: contra el nuevo rehén del tiempo que es violentado a existir en un atolladero y contra los que ya estamos en él bregando por un balance más inteligente de los recursos.

Hay demasiado dolor en esta conmoción planetaria de la salpicadura universal como para fomentarlo cuando ni comprendido lo tenemos. Puesto que solo el presente capcioso de haber nacido nos concede el derecho premeditado de no hacer sufrir padecimientos innecesarios a otros seres, antes que fantasear con salvarnos de la catástrofe venidera hemos de aprender a identificar, eludir y denunciar los señuelos de aquellos que pretenden fiscalizar nuestra salvación...

Greta, querida, go home.

10.10.19

EVITA

Otto Dix, Recién nacido en las manos
El ejemplo obra más que las máximas.
Nikolái GÓGOL
Almas muertas

El infierno empieza por el útero: tal es la certeza originaria que tiene a Eva, la no por mítica menos realizada paridora en su séquito de pariodadoras, como principal responsable de la Expulsión. Despunta así con el nacimiento un acto de leso belén contra el celeque, quien después de haber sido instigado al abrigo de la unidad amniótica queda, tras el tajo umbilical, arrojado a la intemperancia de las vicisitudes que habrá de arrostrar —carne de tiempo y de dogal, ser cedizo por definición— en su funda de nuevo incorporado a las huestes del penatorio.

En los países donde las mujeres no son cuasicabras subordinadas al patrimonio de un semental, ser una incubadora de insensateces no es el resultado de una injusticia social, sino de una negligencia moral. La adulta que desdeña la identidad entre lo prolífico y lo calamitoso no solo conecta sus ovarios en régimen de franquicia a las barbaridades del mundo, sino que antepone la intrascendencia de sus deseos al honrado comedimiento que la prudencia demanda a la sensibilidad.

Así como podríamos semejar el hogar atendido con mimo a un alumbramiento que acoge nuestras fatigas al calor de un fuego bienhechor, en el tiro que la parturienta ceba entre las ingles no es posible dejar de ver el arma de reproducción masiva que dispara munición de prole al campo de batalla evolutivo.

Cada vida humana loa la pifia, y como cumplido sirviente de Crono, a sus herederos hace engullir por el titán quien, siendo él mismo un tragador de malparanzas, propaga con mortífera materialidad el antojo que le procura descendencia. Debemos al bardo más fino de nuestra lengua un suspiro memorable por la yactura de haber nacido:

Los plazeres y dulçores
desta vida trabajada
que tenemos,
¿qué son sino corredores,
y la muerte, la celada
en que caemos?
No mirando nuestro daño,
corremos a rienda suelta
sin parar;
desque vemos el engaño,
si queremos dar la vuelta,
no ay lugar.

Quien construye sobre sus hijos tiene cimientos de sangre, en toda la cruda acepción del fluido. Hacer progenie, al igual que asesinar o defecar, es acción que se puede producir por miles de millones sin que se requiera ninguna cualidad especial para su ejecución aparte de ganas y coyuntura, pero las obras maestras del ingenio se crean una sola vez. Denota buena condición quien encarna con el gesto justo la justa gesta; hay buena condición, por consiguiente, cuando uno halla un yacimiento en su ser que le evita buscarlo dando nacimiento a otros seres.

Jamás hubo tantos humanos entregados al mismo desquiciamiento y nunca desquiciados menos conscientes de que en su manía de crecer radica la mayor causa de sus desgracias. Pesimista, en consonancia con las pésimas consecuencias que engendra, es de su natío la visión optimista que cubre con un velo de esperanza los estragos vinculados a la multiplicación exorbitante de la humanidad y aferra los ánimos a la ilusión de que la Providencia, o su versión laica de progreso tecnológico, hará cuanto sea menester para socorrer al simio parlero de la hecatombe.

Para la gallina ponedora todos sus huevos son de oro, aunque vayan directos a la sartén.

20.4.19

NI MODO

Edward Burne-Jones, The Doom Fulfilled
No solo el exceso de negatividad es violencia, sino también el exceso de positividad, la masificación de lo positivo, que se manifiesta como sobrecapacidad, sobreproducción, sobrecomunicación, hiperatención e hiperactividad. La violencia de la positividad probablemente sea mucho más funesta que la violencia de la negatividad, pues carece de visibilidad y publicidad, y su positividad hace que se quede sin defensas inmunológicas.
Byung-Chul HAN
Topología de la violencia

En la jerga interna de los países, crisis es una técnica de gobierno que consolida poderes extraordinarios frente a los riesgos que en principio solo urgían a adoptar medidas pasajeras; poderes que sirven para extraer del humano acervo de penurias nuevos sacrificios sin ofrecer a cambio garantías. 

No poco se equivocan los que opinan que es más blando un Estado «de derecho» que otro dispuesto a exhibir su dominancia con los puños en paños menores. Un mando flexible es como un látigo, se ciñe mejor a las carnes del azotado, y colmo de mandos es que uno flagele su porción de cosmos sin que se lo ordenen pero justo con el nivel de rendimiento esperado. Nombres no le han faltado a la ideología que ha elevado a la categoría de sistema este productivo autoescarnio: neoliberalismo, turbocapitalismo, psicopolítica, posteconomía, tecnofeudalismo… Lejos de la pretensión de cerrar el repertorio, en estas mis lides no siempre lo he mentado como ahora me sale, «deudalismo», término que ya intenté definir en el Glosario con el ánimo de incidir en la hegemonía del endeudamiento sobre la configuración de las realidades colectivas.

Así como el socialismo fue la marca que el capitalismo de Estado empleó para debutar en el coso de las ideologías ofreciendo una tierra desinfernada a los demandantes de paraíso, el capitalismo de los empresaurios introdujo, enmascarado de libertad mercantil, la tiranía bancaria en la lucha por el dominio de ese recurso natural que nunca han dejado de ser las masas. Si algo han tenido en común ambos sistemas de devastación en su balance de cuentas son, sin lugar a dudas, las proporciones inusitadas que en ellos adquirió la violencia económica contra las clases obligadas a vender su fuerza de trabajo para subsistir.

Mérito vil de la violencia administrada con el propósito de quebrar por dentro a la víctima es que esta llegue a sentirse culpable de serlo y haga lo imposible con tal de obtener la bendición de su verdugo. Si estuviera desprovisto de esa capacidad de avasallamiento lograda a expensas de la violencia introyectada, en el actual modo de infravida bajo el dogma fantástico del desarrollo a ultranza, que es heredero del darwinismo social, la miseria seguiría siendo vejada como una forma pecaminosa de indolencia o como un testimonio de fracaso biológico, aunque por contra sus efectos persuasivos serían mínimos después de que los refuerzos positivos de una prosperidad asequible a todo quisqui hayan sido barridos por la dinámica especulativa de la voracidad.

Un chantaje global, inspirado por ese dogma y sin otro sostén que el acelerador a tope de la ganancia, tiene parcelado el mundo en grandes franquicias de naciones-granja donde la cultura rendida al entretenimiento fabrica personalidades cada vez más abobadas y asistidas: he ahí lo que la alianza entre los Estados y los entramados corporativos de la modernidad última, al haber exprimido el medio humano hasta hacerle vomitar el alma, han hecho con una población cuyo panorama existencial gira atrapado, como el hámster en la rueda, entre la capitulación frente al crecimiento de la deuda doméstica y la reclusión en campos de concentración urbanística que bullen de posibilidades de conectar las aptitudes para el sonambulismo con el régimen de expolio total.

Ante los demoledores golpes que el economicismo asesta a las capas que componen la base de la pirámide social, los territorios hogareños absorben la peor parte de la tunda y suponen, por necesidad, un modesto refugio frente a las inclemencias del siglo donde los apisonados por el coste de la opulencia que aún pueden ponerse a cobijo no parecen haberse tomado a pecho que ninguna familia pueda tomar partido por sí misma. Tampoco vislumbran como deberían en la emergencia de sus dramas personales la incitación a organizarse al margen del poder político, a crear espacios de aguerrida proximidad y a procurarse unas redes de intercambio emancipadas de las monedas fementidas, que no son sino las controladas por los bancos centrales. Capital verdadero es el que amplía la mente, no el que llena la bolsa, y si de algo anda escaso este orbe demente es de mente. Por desgracia, los caminos interiores son menos practicables ahora que la topología laberíntica del capitalismo se ha vuelto panóptica.

Cumple decir que el primer enemigo de las familias es el Estado, que encuentra en ellas un rival nato dotado de una estructura orgánica propia y con una voluntad de ser independiente de los organismos oficiales, luego muy dado, si fuera menester, a resistir al aparato de gobierno cuando sus intereses divergen. El mejor ejemplo de que esta observación concuerda con los hechos lo ilustra el rescate público que ha tenido en años recientes a los gánsters de las finanzas, cómplices del empobrecimiento planificado, como principales beneficiarios.

15.3.19

LAS TRES GRANDES FALACIAS

Netsuke que representa a los tres monos sabios
Ni las cualidades sociales, ni los efectos benévolos, que son naturales en el hombre, ni las virtudes reales que es capaz de adquirir con la razón y la abnegación, son el fundamento de la sociedad; sino que lo que nosotros llamamos mal en este mundo, mal moral o natural, es el gran principio que nos hace criaturas sociables, la base sólida, la vida y el sostén de todos los negocios y empleos sin excepción; y, por consiguiente, si el mal cesase, la sociedad se encaminaría hacia su disolución.
Bernardo de MANDEVILLE
Fábula de las abejas

Las tres grandes falacias de las sociedades civilizadas son el timo de la producción laboral, el enredo de la reproducción genésica y el tinglado de la postproducción de un sentido generalizado de la realidad, favorable a los condicionamientos operantes que le otorgan poder de impregnación cognitiva y persistencia histórica, frente a la heretica pravitatis introducida por los disidentes que cuestionan la necesidad de trabajar, la moralidad de procrear, la veracidad de la cultura vigente y la conveniencia de realimentar cualquiera de esos circuitos para otra cosa que no sea multiplicar las calamidades, efectivas y potenciales, de la humana existencia.

El humano es por naturaleza el animal más indigente del mundo y el más abocado, en consecuencia, a inventar mundanidades; un animal hecho de necesidades e ilusiones que corre el riesgo de engañarse acerca de su lugar en la biosfera si como punto de partida añade a su miseria original la insania de creerse en la cima de la evolución. No es poco digna de atención que entre los homúnculos dispuestos a centrifugar el alma para prosperar en el mundo de las supercherías compartidas y los animales centrípetos cuyo canon tiene la desnudez del séptimo rayo, la discrepancia solo pueda ser nuclear, luego inconciliable.

¿Cómo no va a llegar la inteligencia desasida de los mitos convencionales a la conclusión de que el adulto es un niño atrapado en el delirio de haber tomado demasiado en serio lo que empezó siendo un juego? ¿Tanto esfuerzo cuesta comprender que la criminalidad de quien se alza contra los perjuicios derivados de esas trampas consiste únicamente en haberle puesto a ese niño ensoberbecido un espejo delante a fin de recordarle cómo dio comienzo su desvarío? 

8.3.19

GLOSA ISONOMISTA

Más en Jakob Rüff, De conceptu et generatione hominis 
¿Cómo consiguen las mujeres inspirar a los varones ese sentimiento de felicidad que experimentan cuando trabajan para ellas, esa consciencia orgullosa de su superioridad que les espolea a rendir cada vez más?
Esther VILAR
El varón domado

Sin ganas de armar otra exégesis lexicográfica, y aún con menos humos para armarla —como la ocasión merece— contra quienes desde las ramas del verbo se aferran al sesgo del género creyendo asir con él todo principio moral, encuentro por los márgenes del asombro una razón válida que cualquier persona inteligente podría aducir en amparo de objeciones mayores cuando tropiece en el lexicón realacadémico con la semántica de «feminismo», voz que allí se define en primera acepción como «igualdad de derechos entre el hombre y la mujer», lo que invita a plantearse una lectura adicional: ¿qué pasaría si, mediante una acción recíproca, alguien propusiera alternar el uso de ese vocablo con el término «masculinismo»?

A efectos de una superación complementaria de estas rivalidades empobrecedoras, la opción en verdad cabal consistiría en aportar una palabra neutral, inclusiva e incluso transversal a ambos géneros, y he aquí que no será menester urdir neologismos ni tender la propia lengua como alfombra roja a la intrusión de barbarismos porque ese vocablo idóneo existe y data de un concepto nacido en la Hélade: isonomía, que significa igualdad ante la ley, sin restricciones de sexo, clase, nivel de renta u otras contingencias en virtud de su etimología, compuesta por el prefijo iso-, igual, la raíz nomos, norma incardinada en la costumbre, y el sufijo de cualidad -ía. Helena, una de las eruditas que hay detrás del Diccionario etimológico español en línea, explica que «entre los griegos ἰσονομία se utilizó algunas veces casi como sinónimo de democracia. De hecho suelen caracterizar el sistema democrático por tres rasgos: isonomía (igualdad jurídica, ley igual para todos), isegoría (libertad de expresión, igualdad de condiciones para hablar y discutir en el ágora, en la asamblea) e isocracia (igualdad de condiciones de acceso a los cargos de poder)». Nada que ver, por otra parte, con la superstición que da boga a los gobiernos parlamentarios desde que los tronos endogámicos quedaron demodés.

Al feminismo supremacista, que hoy parece haberse adueñado de las reivindicaciones con forma de mujer en el ámbito de la cultura de masas, lo adecuado sería denominarlo «hembrismo» en justa paridad con el «machismo», así las pugnas que mantienen por la alfalidad del establo resultarían empatadas en la bajeza que comparten como fuerza aglutinante. Y por ende no se tema cavilar, a partir de esta apostilla, acerca de la utilidad que tiene la «guerra de sexos» para consentir al Estado nuevas atribuciones sobre las vidas privadas, para que las relaciones domésticas sirvan de foro a la inspección ideológica y, por supuesto, para soslayar la atención debida a la lid natural que se libra, en todos los órdenes de coexistencia, entre los brutos que siguen las consignas como mandamientos y los lúcidos que oponen a la estulticia común un pensamiento orientado a esclarecer, no a enardecer, las causas de las pasiones involucradas en los conflictos sociales.

5.3.19

LA SIMA EN LA CIMA

Fotografía de Georges Gobet
El actual pico en el número de seres humanos puede tocar a su fin por una serie diversa de razones: el cambio climático, las enfermedades de nuevo cuño, los efectos secundarios de la guerra, la espiral descendente en la tasa de nacimientos o la combinación de todos estos factores y de otros todavía desconocidos. Sea lo que sea lo que ocasione su final, nuestra especie es una aberración.
John GRAY
Perros de paja

Ninguna historia es más paranoica que la mera consumación de los hechos contra cualquier entresijo conspirativo de la voluntad de poder, y esa es una crónica desapacible que evidencia, entre otros desastres profetizados, cómo el ser humano, en vez de hacer gala de una inteligencia soberana, ha llegado a extender sus complicadas memeces por doquier hasta constituir, en palabras de James Lovelock, una Primatemaia disseminata, una plaga o infestación de primates. Huelga decir que aportar ejemplos de este pululante fenómeno sería, por mi parte, una imbecilidad que ningún lustre daría a la que ya erijo como homínido criado con redundantes raciones de cereales, gaseosa y televisión. Sí, un asco.

Materia de fe, no de ciencia consciente de la inconsistencia del mundo real, es creer que uno puede ser dueño de su destino. Tanto si la aparente fuerza de este artículo de fe deriva de lo maravillosamente dotado que uno se sienta como de considerar a los fantoches humanos superiores al resto de la fauna en lo que no es sino una versión secular, humanista, de la creencia cristiana en la salvación personal, cabe conceder al postulado la misma autoridad que tiene la creencia en el diseño alienígena de nuestra especie frente a las combinaciones aleatorias de genes que intervienen en los procesos orgánicos que los positivistas del error, blandiendo un delirante sesgo de progreso para referirse a este sistema caótico de cambios, insisten en denominar «evolución». Más sentido habría en acusar a la mano negra de la Providencia de estar obrando con enmascarada socarronería tras el mosaico mutante de los azares que proponer al Homo sapiens como pináculo del reino animal. Somos artilugios ensamblados por antiquísimas colonias bacterianas cuyo número supera al de células que componen los organismos donde se integran; incluso estas células, como es sabido, funcionan gracias a orgánulos que poseen un genoma independiente, las mitocondrias. Nuestros cuerpos deben su efectiva sinrazón de ser a una tecnología que compartimos con el resto de las criaturas vivientes, un legado que apenas conocemos pese al sentimiento animista arraigado en las intuiciones que hemos abandonado en beneficio de mitos redentoristas (desde los fundamentalismos teocráticos al fanatismo de la opulencia) y obnubilaciones gregarias (desde la iracundia de los amasijos patrióticos a la tribalización deportista). La desaliñada verdad, indiferente a las opiniones de sus comparsas, es que necesitamos a la biosfera más de lo que ella nos necesita y que nuestro exitazo ocupando el planeta como si fuera nuestro lagar ha provocado la devastación de imponderables formas de vida, aunque ha de señalarse que ninguna civilización, por titánicos que sean los desatinos inferidos de combinar voracidad e inventiva, sería capaz de acabar con el canallesco impulso vital si entre sus pretensiones albergara la iniciativa de debelarlo en la Tierra mediante una canallada mayor.

Cuanto más mire uno a sus coetáneos arramplando con lo que más les gusta o no absteniéndose de hacer lo que más los deshace (actividades a menudo indistinguibles allende el sieso que las excreta), más arduo le resultará refutar la impresión de que la maquinaria natural cuenta con recursos excepcionalmente aptos para seleccionar como candidatos a los ejemplares más burdos de cada casa: la parida social se reconstruye con los parias de cada parida. Pero al igual que sucede con cualquier otra fiera proclive a volverse invasora (llámese rata pestífera, garrapata sobaquera o fornicario opusino), el crecimiento epidémico de la población humana no se prolongará de manera ilimitada sin que su propio desmadre decline en un justo revés de los efectos de su expansión. Por lo pronto, el desenlace aún está lejos de generar consenso entre las previsiones que los estudiosos barajan, y puesto que las Erinias son indisolubles de los escenarios que pinta monicaco a monicaco la tragedia, parece menos probable el pronóstico de alcanzar una relación simbiótica con el medio ambiente que el advenimiento de la nueva era geológica anunciada por el biólogo Edward Osborne Wilson, la Eremozoica o Edad de la Soledad, caracterizada por un empobrecimiento biológico del orbe que los muermos del futuro podrán presumir de haber conservado… en los estrictos confines del entorno renqueante que mantenga su espejismo de vivacidad.

21.2.19

DOS MIL Y PICO: UNA ODISEA SIN ESPACIO

Jeremy Geddes, Ascent
¿Qué cosas será posible integrar y qué otras será posible subordinar? Mal trueque ha hecho el que al conquistar el dominio del mundo ha perdido la libertad en su propia casa.
Ernst JÜNGER
El nudo gordiano

No por casualidad, el ambicionado idilio de exploración a ultranza que fijó su objetivo en otros cuerpos celestes experimentó su mayor impulso cuando afloraba, a ras de mundo, la evidencia de los límites del crecimiento de la civilización. Tal fue el punto de fractura donde se hizo patente que los prebostes de las naciones con capacidad de jaquear al resto y su séquito de expertos estaban dispuestos a desdeñar su responsabilidad a cambio de invertir en proyectos que muestran al observador desprogramado visos de haber funcionado en respuesta a una tentativa: la de zafarse de las consecuencias calamitosas del progreso, aunque a la sazón no solo mediante la huida hacia el traspiés que promueven la aceleración bélica de la industria y el trucaje fiduciario de las rentas, que de cualquier manera implican mal por mal, sino buscando además un efugio fértil fuera de órbita, a salvo del pesebre terráqueo saboteado por una especie que parece tan obstinada en convertirse en el vertedero literal de sus fantasías megalómanas como en no cubrirse de rubor bajo el título autoasignado de «sapiente».

Cual si fuera el fruto maldito de una ironía remozada en virtud de resonancias míticas, cada conquista que el ser humano emprende merced al poder de la técnica se traduce en que este, o sus protuberancias criminales, determinan los siguientes giros de su fatalidad. A favor de esa ironía rueda el descalabro ecuménico sin pausa hacia derroteros nada halagüeños por la estrada de la domótica, como el habido en la bien fundada sospecha sobre el trasfondo real de las aventuras siderales. Capitaneadas por las agencias que se ocupan de escudriñar el entorno extraplanetario, aparte de dotar de una excusa de proeza al despilfarro económico, la lectura crítica de sus planes indica que nunca han perseguido como prioridad la colonización de los astros más próximos, ni soluciones ingeniosas al problema de atravesar las vastas distancias interestelares en intervalos de tiempo asumibles. Por el contrario, su principal cometido sería el desarrollo de modelos artificiales de subsistencia para que el abollado antropoide de las postrimerías, alojado en colonias subterráneas, pueda aclimatar su obsolescencia a un ambiente hiperacondicionado y ultracontrolado una vez que el forro de la Tierra se manifieste en extremo hostil a las condiciones que habían cobijado nuestra odisea evolutiva. En estas sofisticadas infraestructuras futuras los habitantes, según presagió Mumford, «pasarán su existencia como si se encontraran en el espacio exterior, sin un acceso directo a la naturaleza, sin sentir el paso de las estaciones o la diferencia entre el día y lo noche, sin cambios de temperatura o de luz ni contacto alguno con sus congéneres, excepto a través de los canales colectivos que se hayan habilitado a tal fin». 

Embutido de lleno en el papel devaluado de estrella cósmica de la creación, surgirá en el vientre venidero el hombre encapsulado, el tecnonauta, como arquetipo del simio posthistórico; un ser extirpado incluso de sus posibilidades de relacionarse consigo de forma natural, reducido a vegetar como un feto en una cavidad custodiada por un ordenador central, realimentado con la papilla procesada de sus propios excrementos y obligado a viajar hasta el óbito, sin mejor deriva posible, por el circuito de una presencia confinada dentro de un complejo biónico que, en síntesis, no dejaría de incubar sujetos en permanente estado de excedencia vital. No es forzada la comparación, ni un recurso sacado de la mera coincidencia, que la realidad virtual, indispensable como dispositivo de soporte experiencial en esas circunstancias de regresión embrionaria, comparta con los trajes espaciales de los cosmonautas la necesidad de fundir el organismo a una escafandra de la que los espacios simulados de abducción cibernética, que hoy visitamos como pulgones de las pantallas, no representan más que un preludio de los compartimentos estancos destinados a minimizar la individualidad a base de cuidados intensivos. Conecta asimismo con este anticipo de la accesibilidad total la cultura de simplismo y malacrianza que contagia nuestro presente, pues en lugar de fomentar que los niños maduren pronto el Nuevo Orden Mecanomental exige que los adultos se infantilicen en manejable complacencia de hato.

Si la llamada de la selva irradia todavía su encanto a los transeúntes de este vigesimoprimer siglo de microprocesadores, jaulas urbanas, fumigaciones aéreas y arboricidios, la otrora viable emboscadura de extramuros ha de satisfacerse penetrando a fondo en las inexploradas galaxias de la psique. ¿Qué misterioso equilibrio trastornado procura restaurar de esta suerte el alma que ha sido ultrajada por la invasión masiva de la técnica? ¿Es demasiado tarde para emitir un pronóstico propicio a las dimensiones vulneradas por el avance formateador de la barbarie y la presión demográfica?

Ojalá los fracasos colectivos, cuya entropía se multiplica generación tras generación, fueran contemplados con el mismo interés que los éxitos particulares cuando se trata de esclarecer las claves que la sociedad debe evitar como aberraciones o estimular como atributos de talento. Situar la automatización al final en vez de al principio de un proceso, como pretende hacer la tecnocracia con la humanidad, es pervertir el sentido de la evolución a costa de infligir lesiones irreparables a las funciones superiores de la actividad encefálica, que en la actualidad ya se siente condenada a dar lo peor de sí en un molde donde el granujo, el coltán y las pitanzas liofilizadas se aúnan, junto a una miríada de errores deliberados, como sucedáneos de la plenitud. 
 
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