5.3.19

LA SIMA EN LA CIMA

Fotografía de Georges Gobet
El actual pico en el número de seres humanos puede tocar a su fin por una serie diversa de razones: el cambio climático, las enfermedades de nuevo cuño, los efectos secundarios de la guerra, la espiral descendente en la tasa de nacimientos o la combinación de todos estos factores y de otros todavía desconocidos. Sea lo que sea lo que ocasione su final, nuestra especie es una aberración.
John GRAY
Perros de paja

Ninguna historia es más paranoica que la mera consumación de los hechos contra cualquier entresijo conspirativo de la voluntad de poder, y esa es una crónica desapacible que evidencia, entre otros desastres profetizados, cómo el ser humano, en vez de hacer gala de una inteligencia soberana, ha llegado a extender sus complicadas memeces por doquier hasta constituir, en palabras de James Lovelock, una Primatemaia disseminata, una plaga o infestación de primates. Huelga decir que aportar ejemplos de este pululante fenómeno sería, por mi parte, una imbecilidad que ningún lustre daría a la que ya erijo como homínido criado con redundantes raciones de cereales, gaseosa y televisión. Sí, un asco.

Materia de fe, no de ciencia consciente de la inconsistencia del mundo real, es creer que uno puede ser dueño de su destino. Tanto si la aparente fuerza de este artículo de fe deriva de lo maravillosamente dotado que uno se sienta como de considerar a los fantoches humanos superiores al resto de la fauna en lo que no es sino una versión secular, humanista, de la creencia cristiana en la salvación personal, cabe conceder al postulado la misma autoridad que tiene la creencia en el diseño alienígena de nuestra especie frente a las combinaciones aleatorias de genes que intervienen en los procesos orgánicos que los positivistas del error, blandiendo un delirante sesgo de progreso para referirse a este sistema caótico de cambios, insisten en denominar «evolución». Más sentido habría en acusar a la mano negra de la Providencia de estar obrando con enmascarada socarronería tras el mosaico mutante de los azares que proponer al Homo sapiens como pináculo del reino animal. Somos artilugios ensamblados por antiquísimas colonias bacterianas cuyo número supera al de células que componen los organismos donde se integran; incluso estas células, como es sabido, funcionan gracias a orgánulos que poseen un genoma independiente, las mitocondrias. Nuestros cuerpos deben su efectiva sinrazón de ser a una tecnología que compartimos con el resto de las criaturas vivientes, un legado que apenas conocemos pese al sentimiento animista arraigado en las intuiciones que hemos abandonado en beneficio de mitos redentoristas (desde los fundamentalismos teocráticos al fanatismo de la opulencia) y obnubilaciones gregarias (desde la iracundia de los amasijos patrióticos a la tribalización deportista). La desaliñada verdad, indiferente a las opiniones de sus comparsas, es que necesitamos a la biosfera más de lo que ella nos necesita y que nuestro exitazo ocupando el planeta como si fuera nuestro lagar ha provocado la devastación de imponderables formas de vida, aunque ha de señalarse que ninguna civilización, por titánicos que sean los desatinos inferidos de combinar voracidad e inventiva, sería capaz de acabar con el canallesco impulso vital si entre sus pretensiones albergara la iniciativa de debelarlo en la Tierra mediante una canallada mayor.

Cuanto más mire uno a sus coetáneos arramplando con lo que más les gusta o no absteniéndose de hacer lo que más los deshace (actividades a menudo indistinguibles allende el sieso que las excreta), más arduo le resultará refutar la impresión de que la maquinaria natural cuenta con recursos excepcionalmente aptos para seleccionar como candidatos a los ejemplares más burdos de cada casa: la parida social se reconstruye con los parias de cada parida. Pero al igual que sucede con cualquier otra fiera proclive a volverse invasora (llámese rata pestífera, garrapata sobaquera o fornicario opusino), el crecimiento epidémico de la población humana no se prolongará de manera ilimitada sin que su propio desmadre decline en un justo revés de los efectos de su expansión. Por lo pronto, el desenlace aún está lejos de generar consenso entre las previsiones que los estudiosos barajan, y puesto que las Erinias son indisolubles de los escenarios que pinta monicaco a monicaco la tragedia, parece menos probable el pronóstico de alcanzar una relación simbiótica con el medio ambiente que el advenimiento de la nueva era geológica anunciada por el biólogo Edward Osborne Wilson, la Eremozoica o Edad de la Soledad, caracterizada por un empobrecimiento biológico del orbe que los muermos del futuro podrán presumir de haber conservado… en los estrictos confines del entorno renqueante que mantenga su espejismo de vivacidad.

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