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Velázquez, El dios Marte |
Subir de más —me dije— a hundirse obliga,
que no es para hombres lo que el cielo niega.
Francesco PETRARCA
Cancionero
De la historia puede esperarse cualquier cosa; de los hombres, lo de siempre.
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Cada uno obtiene la medida de su grandeza no en los proyectos que emprende, sino en la calidad que conserva cuando de ellos se desprende.
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Los espíritus valiosos no necesitan amar las cosas de valor porque arman el valor en las cosas.
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La única manera de mantenerse entero es no tener partido.
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Menos pernicioso resulta un mal uso de la libertad que uno próspero del servilismo.
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La libertad tiene sus reglas, pero entre ellas prevalece la de subvertirlas.
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También reina la tiranía allí donde un defecto cualquiera puede anular toda virtud.
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Quienes destacan por ocuparse de su inteligencia no se ocupan de destacar fuera de ella.
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Las pretensiones que nos ayudan a elevarnos son las mismas que nos procuran la caída.
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El universo es tan puñetero, que la mejor manera de frustrar una meta es desearla.
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Hincharse en el ascenso y resistirse en la bajada, dos modos bien seguros de agravar la adversidad.
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Se necesita descoyuntar el yo contra el éxito que lo inflama para que el fracaso sobrepuje otro propósito baladí.
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Ya que hemos sufrido el descalabro de peregrinar en la carne, tengamos la delicadeza de no ocasionarles el mismo quebranto a otros y el decoro de no demorar nuestra partida.
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No debe temerse hacer patente una verdad colectiva si sus destinatarios la padecen como un insulto; el insulto, si lo hay, consiste en expresarla con cobardía.
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Al no estar reñido el coraje con la honestidad, se revela injustificable la autocensura en deferencia a quienes reciben las muestras de franqueza con hostilidad, salvo que uno tenga por corrección el error, tan poco ético como estético, de reprimir su inteligencia ante las bambollas de una reacción irreflexiva.
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Quienes nos venden cara su estima nos obligan a comprarla devaluando la propia.
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Nunca somos tan preciosos o tan despreciables como nos creen los demás.
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Todos tienen su idea de la justicia, pero son raros los casos en que coincide con aquello que justamente merecen.
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Nadie tiene un juicio tan claro de sí mismo como de los demás, y esto ya erige por sí solo un acto nada juicioso.
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Fastidiarnos
los unos a los otros no es menos importante que el apoyo mutuo: ayuda a
esclarecer lo poco que podemos esperar de los demás en nuestro
beneficio y lo desmesuradas que pueden volverse sus acciones en nuestro
perjuicio.
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A las bestias sociales que
somos les resulta más admisible desacreditar la inteligencia que
cuestiona sus costumbres que sospechar de ellas cuando es descubierto
el rastro de sus bajezas.
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Cuando la turba no tiene de qué hablar, busca a quienes callar.
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Crear víctimas, como inventar culpables, basta para ser peligroso; para ser fuerte, hay que bastarse frente a los peligrosos.
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Nuestra mayor seguridad está en el menor miedo a perderla.
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La vida sin cuento es una idiotez, y con él, dos. Versa sobre idiotizarse por duplicado o morir como un idiota sin par.
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Siempre que pensamos en la muerte resucitamos alguna creencia.
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Précianse los menudos de espíritu de lo mucho que poseen, casi tanto como se duelen por aquello de lo que carecen.
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Si fuera imposible dar sin recibir, ardua pesquisa sería encontrar a alguien contento de prodigarse.
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Ancho es el refugio donde la codicia y la comodidad entran de la mano tentando provechos de mansedumbres ajenas.
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Si confiásemos a otros la gestión de nuestras virtudes nos arruinarían los vicios.
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No solo como pretexto para perjudicarnos es vituperable la razón de hacernos bien si a cambio del bien que no pedimos se espera una entrega que no queremos.
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La sed de control posee demasiada presencia en el destino de nuestra especie como para ser saciada sin haber inmolado antes en su honor todos los recursos.
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Atenuar lo que la vida agrega dolorosamente y endurecer lo que ha hecho endeble sería un buen principio moral si la moral no se hubiese encargado de pretender, punto por punto, lo contrario.
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Privado de alimento el espíritu no desfallece como el cuerpo, únicamente se predispone a creer.
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Es más fácil que los gentiles se tornen fieros en compañía de un solo bellaco, que volver bondadoso a un solo bárbaro en compañía de nobles. La corrupción sucede porque nos precede.
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Hay en germen un ser digno y miserable en cada hombre. Por cómo viene el miserable está hecho; deviene digno por cómo se hace.
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Ser digno, en último grado, significa estar dispuesto a hacerse cargo de los riesgos que conlleva gobernarse a sí mismo antes que dar por buenos los pretextos, vendidos como razones técnicas, de aquellos que aspiran a mandar indefinidamente sobre otros.
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Tanto como se desfigura, presto se olvida que al hombre verdaderamente rico todo le sobra; al verdaderamente pobre, nada lo colma.
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Con el desprecio del mundo el sabio gana espacio para dilatar el espíritu; el envidioso, eco para magnificar resentimientos.
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El burgués, polo opuesto al anacoreta en este y otros derroteros, quiere transformar el mundo sin transformarse a sí mismo, como si le faltara tiempo para lo segundo o temiera ensuciar la vida poniendo en claro la suya.
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La razón se embolsa el mérito que corresponde a los afectos cuando
estos admiten la atribución de los tropiezos provocados por aquella.
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No debemos suponer en la razón una pericia que no adquirimos más que por equivocación. La vida del conocimiento depende del conocimiento de la vida, lo que ha de situarnos continuamente en el error de cuanto esta contiene.
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Solamente centrados podemos llegar al extremo sin torcernos.
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Solo superada por la incontinencia de luz que asalta cada mañana, desayunarse el orgullo de la noche anterior es la extrema violencia de cada día.
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Es tan falso creer que trabajar nos ennoblece como cierto que en ausencia de una disciplina regular nadie habita el tiempo sin envilecerse.
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Todos somos hábiles hallando una falta en el desgraciado que lo haga objeto de nuestro menosprecio en lugar de merecedor de nuestra comprensión.
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El vicio más común en sociedad no es el de mirar por encima del hombro al despeñado, ni la pasión de afilar tirrias contra el encumbrado; no puede negarse que sean vicios bien populares, pero más grave es la usanza de no percibirlos como tales.
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Por suerte para propios y ajenos caracteres, no amamos tanto la rectitud moral que nos impida hallar agrado en el trato con quienes nos incuban nefastos conceptos acerca de sus personas.
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Uno sólo llega a ser indulgente sin restricciones cuando en las flaquezas ajenas reconoce las suyas.
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El temperamento pide una reserva de clemencia para sí mismo al efecto de vengarse imaginariamente de quienes ha indultado en la práctica.
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Odiamos hasta el exceso cualquier insignificancia con tal de apartar el odio que guardamos para nosotros mismos.
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Más grave es alegar lealtad burocrática para excusarse por haber servido a un régimen nauseabundo, que admitir la colaboración por acatar una orden malévola. Donde no caben buenas razones, siempre es posible desobedecer; donde ninguna desobediencia es posible, siempre cabe acusarse que de excusarse hacer mala razón.
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«¿Para qué conquistar la Luna, si no es para suicidarse allí?», apelaba Malraux. Y respecto a la Tierra, ¿qué opulencia puede haber en conquistarla, si no es para convertirla en la cripta de Dios?
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Pésimas credenciales tienen los servidores del Espantajo para personarse ante la historia como embajadores universales del amor. La mayor obra de caridad que puede hacer un párroco es suicidarse con pulcritud y donar su cuerpo a una facultad de medicina, donde al menos sus restos, tras una vida consagrada a la intoxicación moral, serán útiles a quienes han reemplazado el poder las sotanas por el de las batas blancas.
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No es el parasitismo secular que impera en el presepio apostólico lo que más debe incitar al escándalo, sino el hecho de que un estamento de tan ínfima calidad se haya enquistado como una disfunción organizada para perdurar contra todas las pruebas que la incriminan.
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La fe hace algo más que mover montañas; la fe las remueve cuando su altitud, como la Torre de Babel, es vista como un desafío por los desahuciados del empíreo.
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Donde reina el dogma —eso que piensa por ti para que actúes por él—, falta conciencia; donde falta conciencia, no puede prosperar una ética; donde no hay ética, las balas rezan profusamente por todos los infieles. Los hombres de fe, incendiarios del alma humana en nombre de la divina llama, se han especializado en invertir uno de los consejos polisémicos que el Caballero de la Triste Figura confió a Sancho: «La virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale».
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A falta de clarividencia el miedo sustituye al arrojo, la tirantez a la jovialidad, la crispación a la confianza, la rabia a la ternura y el aturdimiento que embota la acuidad ocupa posiciones rectoras sobre la percepción de la realidad.
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Los fundamentalismos religiosos, al igual que los totalitarismos políticos, nada quieren saber sobre la pertinencia de una distinción entre la vida pública y la privada, entre separar la norma de convivencia de la autonomía de la vivencia. Su Dios, como la policía o la publicidad, debe estar en todas partes, y cualquier objeción que lo acote provocará la ira de sus enamorados. Con estos avales, la experiencia que empezó siendo una metáfora mágica en el amanecer de la consciencia, llega al ocaso de su parábola no el sudario de una reliquia arquetípica, sino hedionda como una fosa común donde la trascendencia copula, muy devotamente, con la escabechina.
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Acaso lo divino está arrestado en cada uno de nosotros y solo ansía el trance precioso de la disolución, pero un dios que ya no es símbolo de algo impensable deja de ser misterio vivo para convertirse en martirio de los vivos.
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Se considera que un político es eficiente si está en condiciones de hacer entender a los profanos que la balanza de la justicia existe para cuadrar balances de cuentas.
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El autoengaño del político se materializa como embuste civil; el del magnate, como deuda pública.
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Los vasallos del papel moneda, comodín tan asolador que no existe metal tan vil que lo respalde, hallan el atropello demasiado barato y demasiado cara la honestidad.
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Si es injusto exigir a otros obras que uno no es capaz de hacer, lo justo es que se obre con quienes así exigen un impoluto desprecio.
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No debe sorprendernos que quien necesita un catecismo para hacer acreedores de respeto a los demás sea el primero en incumplirlo.
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Dejemos a los más terribles hombres agonizar sin prisa para que la conciencia les prepare la ocasión postrera de calumniarse.
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Sino de humanidad es que las ventajas del conocimiento se cosechen menores que las facilidades de la inconsciencia.
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No por ser característico de la naturaleza humana apegarse a lo malo conocido se procura proverbial habilidad de la virtud y rareza del vicio: cuando no trebeja el menosprecio de lo rutinario contra la excelencia del hábito, lo hace la atracción de lo extraordinario.
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De los largos sueños hasta el ruin sale incrementado; de las vigilias prolongadas, sobre todo de las más nítidas, sólo se regresa averiado.
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Si percibiésemos el núcleo de la obra humana, gritaríamos asombrados por no ver sino un postizo añadido a la apariencia de la que venimos. La serpiente se muerde la cola.
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La condición humana apenas ha cambiado: así lo delata la incesante mudanza de decorados ideológicos con que pretende ocultárselo.
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Solo por experiencia se vislumbra cuán poco nos instruye la vida, de la que a duras penas puede aseverarse que acrecienta sus falsedades en proporción similar a las verdades.
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Quien quiera ayudar a los demás debe, ante todo, esmerarse en mentirles.
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No se precisa tanto esfuerzo para ser sincero como talento para mantener una mentira.
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En los percances, debe más adaptación el espíritu a sus inopias que a sus gallardías.
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Mi congénere no es el sujeto fabricado según patrones cromosómicos compatibles con los míos, sino el ser, no necesariamente humano, con quien puedo entenderme y sentirme entendido.
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La diferencia entre un filósofo y un subalterno del raciocinio estriba en que el primero inventa sus propios errores mientras el segundo, tomándolos por aciertos, se limita a seguirlos.
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No ensalza maestros sino la idealización de quienes ignoran que el más avezado de los hombres sigue siendo un aprendiz en el arte de guiarse a sí mismo a través de las sombras.
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Si uno es incapaz de inseminar grandes pensamientos, pruebe en sí la grandeza de concebir los alumbrados por aquellos que sí son capaces.
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Pensar sin objeto es el profundo objeto del pensar, un pensar nunca deliberado que ni se ajusta a formatos, ni acata programas, ni se mide por lapsos computables.
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Una vez asumida que la mejor actitud para hallar nuestro camino es desentenderse de cuanto se da por aprendido y aceptar que la revelación, con sus dolores de parto, abrirá nuevas fisuras en el edificio del saber, el conocimiento genuino comienza por la guerra sin cuartel entre el paradigma asimilado y la propia voluntad de investigación.
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Para el ánimo abierto a la auscultación, errar es una forma de ensayo; para el cerrado, el ensayo es el error. Las comparaciones no solo no son odiosas, sino tan necesarias para el saber como lo es probarse a sí mismo en la experiencia.
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Sólo es digno de llamarse lúcido quien no se permite quedar deslumbrado por la pirotecnia de sus coetáneos y acierta a discernir en sus embelesos la inextinguible oscuridad que los precede y delimita, el intrínseco abismo de la verdad que pretenden escamotear. Muy pobre, no obstante, sería la lucidez si se contentará con señalar esta fatuidad compartida; lo que le otorga su razón de ser en el ser de su soledad moral es la fuerza para despejar mentalmente otros campos de sentido cuando el horizonte se estrecha en la inmediatez y se siente diluida en las variaciones de una realidad donde también, pues humana es, llegará a perderse.
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Si pudiésemos representarnos el infinito, su mismo concepto nos llenaría infinitamente; todo lo que podemos columbrar es la infinitud, que viene a ser la indefinición en el acercamiento a lo incognoscible, un comprender sin comprender por medio de las sugestiones entre lo cercano y lo remoto donde el mundo permite ser acariciado como un monstruo hecho de vastedades extrañas e indisolubles fantasías.
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Cada hombre se forma una idea acerca de cómo fueron los hombres de otras épocas y no tiene manera de saber el grado de certeza habido en sus especulaciones; debe, por toda verdad, conformarse con ser en sí mismo un compendio, en gran medida imaginario, de todos los tipos de hombre que la historia ha talado después de haber tallado.
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El peligro de engañarse acecha a quien se adentra en el territorio velado por los valores comunes, pero hay más valía en dar un paso en falso allí que en manejarse con destreza aquí según las nociones triunfantes.
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Estar a la altura de los tiempos obliga a encorvarse por debajo del hombre, en algún atasco del intervalo que va del virus al microchip.
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Signo inequívoco de progreso es rechazar como una insolencia anacrónica la autoridad de los eminentes para acabar festejando como justicia el autoritarismo descabezado de la muchedumbre. Hemos pasado de recibir la diversa influencia de los modelos precedentes a claudicar sin reticencia ante los prestigios de la moda.
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En un siglo como el presente, tan impermeable a las sensibilidades no tributarias de algún mal mancomunado, la pérdida de la inspiración nos gana tanto terreno que toda ganancia se traduce en una inspiración para la pérdida.
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Ni siquiera cuando esta era colapse, y futuros horrores la hagan memorable, sus vestigios evocarán una brizna del respeto que los estudiosos del pretérito conceden a las minucias rescatadas de civilizaciones extintas.
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No te preguntes en qué has podido ofender a los dioses para haber recibido una vida más dura que la de tu vecino: pensar en ello es tan inútil como tratar de inquirir un culpable para heridas que carecen de cura. Nada de lo que puede alegrarte o apenumbrarte tiene motivo, salvo el desastre accidental de haber nacido. Toda tu suerte, como la ajena, se dirime en alargar o acortar el remiendo de existir.
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Fuentes oficiales estiman en diez mil el número de niños y menores de
edad desaparecidos en Europa a raíz de la crisis migratoria... Vano es que
uno esté listo para vivir sin la mayor parte de los enseres producidos
por la civilización, entre los cuales incluyo el amontonamiento de
cachorros degradados como cacharros desde su misma concepción, porque anómalo es entre nuestros congéneres quien desdeña prepararse como ellos, con una calculadora en el
corazón y licencia de copia en los genitales, allí donde les mande el hambre de botín actuar a expensas de fingirse ciegos, sordos
y amnésicos frente a los desafueros imputables al poder numérico de sus
pantomimas.
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«Tras la desgracia de nacer —lamento con Chateaubriand—, no conozco otra mayor que la de dar a luz un hombre». ¿Tan fuerte es la presión cultural para hacer algo heredable con la vida que lo menos pequeño que un cualquiera tiene a gala promover es la producción de otros desvalidos? La alternativa a la repetición no es la evolución, que en definitiva depende de ella no menos que de la innovación, sino la extinción.
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Sin lugar a dudas, el amor más dulce con que puede honrarse a un hijo es no engendrarlo.
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Termina el juego y estalla la lucha donde el amor que se hace conspira en un ser que nace; donde la independencia de los amantes enredados en un acto claudica en el estreno de otro actor.
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Si cuanto más se repite una mentira más verdadera resulta, ¿se sigue de ello que cuanto más se reproduce un fantasma más reales se creen sus descendientes?
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La demencia de los grandes fines radica en creerse excusa de cualquier medio; la de los grandes medios, garantía de un fin espléndido.
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Pegajosidad factual: no es lo que haces con los medios, sino lo que los medios hacen contigo.
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¿Actos contra natura? Ojalá fuese posible un obrar así de bravo. Contra los agravios que nos inflige la naturaleza toda revancha es superflua, siempre flotará la sospecha de que una huelga de esterilidad la pueda fortalecer por otros medios.
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Es impostergable crear en uno mismo un jardín, por humilde que este sea, donde poder mantenerse en contacto íntimo con el proceso de cristalizar lo verosímil a partir de lo incierto y poder suplir con un florido recogimiento los espacios trabucados por el afán de dominio.
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Dado que todo va de mal en peor y los esfuerzos renovados por enmendarlo multiplican su deterioro, es de rigor que la vida bese la perfección cuando cesa; para rematar imperfecciones, es suficiente sobrevivir.
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Las pautas de la verosimilitud también tienen historia, aunque pocos antecedentes son más fáciles de obviar por el historiador.
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Quien se ubica al otro lado de la vigencia puede observar la realidad histórica con mayor finura que aquellos que, precisamente por creerla digna de conquista, la toman en prioridad.
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Aunque males ajenos no remedien los propios, téngase a bien el contraste de evaluar que así como la estupidez del hombre es histórica por contar con un principio, un recorrido y un final, la de Dios es inconmensurable.
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La gente normal procura distraerse, estar fuera de sí o llena de otros a toda costa, con el fin de enmascarar lo deprimente que tiende a ser la realidad. No te culpes por no encajar en el cometido zoológico del espectáculo, el mundo no ha sido diseñado para dar sosiego a los lúcidos, y si la duda agranda tu ruptura con los demás, recuerda que lo decente es abstenerse de participar en sus tumultos en la medida de tus fuerzas, incluso si para ello has de volverte trashoguero y buscar, como un nigromante, aliados entre los muertos: ellos te hablarán con solvencia a través de su verbo incorruptible.
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El miedo a la diferencia solo es una concreción del miedo a la libertad, ese miedo sin el cual no hay orden social que subsista.
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En democracia, la confusión entre la forma política y el contenido social tiende al absoluto: lo importante es que el ciudadano pueda proponer lo que sea y que el poder, como sea, lo disponga.
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Basta un ápice de sentido común para envanecer la brutalidad y desvanecer el ingenio.
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Cumpliendo con una perversión muy extendida, la agudeza que sobresale sin abatir a otros parece insuficiente, como si careciese de brillantez, aunque de ordinario se la reconoce imparcial cuando ataca sin más razones que la avalancha de opiniones ventoseadas en su favor.
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Incluso el más atrabiliario de los ánimos reconocerá lo sublime porque en ello rutila algo que no puede ser execrado sin enriquecer al execrador.
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El lenguaje empieza donde se acaba la telepatía, pero la música sonará siempre que haya menester expresarse con una gramática superior a la suma de ambos sistemas.
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A aquellos que por naturaleza no han sido bendecidos con una sensibilidad especial para la experiencia estética, la sociedad les escenificará algún atajo —químico, místico, sexual— para alcanzar la experiencia extática; todo lo demás en ella se diría rodeo para postergar la misantropía.
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Psicomágico en el detalle y repugnante, como cualquiera, en la humanidad que mantiene en régimen de préstamo condicional sus atributos individuales, el artista tiene en su ego el primer, mayor y último impedimento para conferir fulgor a la materia de su inquietud. ¡Ay del creador que no advierta las cancamusas y chafalonías de este parásito interior que siente como la médula de su personalidad cuando apenas supone una quebradiza cutícula alrededor de ella!
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Todo lo que constituya un planteamiento incompatible con la naturaleza propia no debería ser normativo, salvo que el juego consista en malograrse por anticipado.
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No tengo razón cuando desprecio mi naturaleza, pero sé que me equivoco cuando alabo su falta de razones.
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Fiel a esa moral hecha para domesticar a los sujetos que combinan la falta de sensualidad con el afán de posesividad, quien se ofende por el placer que pueda obtener otro cuerpo en libertad no merece el placer que puede obtener con el suyo ni la libertad que maldice.
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Ninguna voluptuosidad es, en origen, otra cosa que goce del espíritu, como ningún espíritu, en sus deleites, es cosa distinta de una naturaleza decidida a ponerse en juego a sí misma.
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Las leyes, que bien pueden enumerarse entre las mayores hazañas de la racionalidad, demuestran con su enrevesada prolijidad el fracaso de los humanos para relacionarse entre sí sin atarse a un simulacro de orden que nace de la violencia y no se sostiene sin ella.
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Cuando son tantas y tan perversas las trampas del ordenamiento jurídico, la ignorancia de la ley no solo debería ser causa eximente de su cumplimiento, sino un requisito de moralidad contra los desórdenes que medran en los cotos del derecho.
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Así como es moneda corriente entre los mediocres querer pasar por notables, no son infrecuentes los selectos que para ahorrarse distorsiones aceptan pasar por perversos.
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Los débiles propenden a la demisión porque esperan ser protegidos hasta de sí mismos; los fuertes tienden a la arrogancia porque no siempre arreglan mejor forma de protegerse contra quienes se inclinan a sujetarlos.
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Cada hombre halla su mejor fortuna en la conformidad con el destino y su peor infortunio en el destino que se muestra disconforme con él.
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Una sesera cocinada en lo que conocemos vulgarmente como
buenas intenciones tiene todo a su favor para acedarse con malos sentimientos; el encéfalo malpensado, empero, tiene por gesta cotidiana desviar al intelecto las ponzoñas que podrían expugnar la sede de su afectividad.
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Cuando toda la destreza de los demás se obstina en rodear con injurias y desprecios nuestras aptitudes, mofarse de ellos no solo es un gesto que deja intacta nuestra inocencia, sino una lección de mesura donde cabrían respuestas menos clementes.
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No puedo ser amigo de quien no soporta la verdad. Otra forma de decirlo es que si alguien me ofrece su amistad sin aceptar sincerarse, con toda probabilidad se trata de un impostor. Recuérdese el aserto de Polonio en
Hamlet: «Sé sincero contigo mismo, y de ello se seguirá, como la noche al día, que no puedas ser falso con nadie».
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Descubrir es encontrar lo que otros buscan celosamente en los demás; descubrirse, acceder a contarlo. Quizá por ello tengo el gusto por la inmensidad de las cosas nimias y la repugnancia por la nimiedad de las grandes cosas.
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Las ideas son a la escritura lo que los detonantes al explosivo. Como lector, agradezco que el autor sea un terrorista conmigo.
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Verdad
que viene de muy atrás y vive de muy delante, cada autor late en su
obra en una soledad absoluta que no palía la reinvención llevada a cabo
por cada uno de sus lectores; recluso está en sus escritos como un
senescal sin tropas en una ciudadela sitiada por las nieblas de la
subjetividad.
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En el horizonte de la soledad, la primera palabra se alía, porque se lía, con el último el silencio.
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Quien se haya dejado invadir por el narcisismo decrépito que fondea el ambiente de un cotillón tras ríos de pringosa barra libre, pedradas de cocaína con estuco y madreselvas de karaoke en semicaló, está en facultades de resolver algunos enigmas de la condición humana.
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La reputación que debo mantener ante mi conciencia me anima a reconocer que no necesito saber lo que quiero para conseguirlo.
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Todo lo que sé me nace de la ignorancia; todo lo que ignoro se muere por herirme de muerte.
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Aunque ser medicina es mi vocación y en la dosis justa nunca enveneno,
vivo infectado de abstracciones indemostrables. Si no pudiera rebosar
por las antenas la energía que no saco por el rabo, moriría de
metafísica.
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Soy tan conservador que vivo al día; tan al día, que en el seno de un panorama mutilado de expectativas no diviso oportunidad para la frustración.
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Siempre me he sentido prisionero del mundo; mientras así sienta que se asienta, seré pionero de mi mundo.
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No bajar la mirada ante el trasfondo deletéreo de los acontecimientos, tal es mi Estrella Polar. Y bien puede arder el mundo, que yo seguiré apagando las colillas en el cenicero: esa es mi Tierra.