27.2.21

ESBOZO DE UNA VISIÓN CIRCULATORIA DEL SER


Louis Jean Desprez, Tombeau de mort intronisé comme un sphinx
Si buscando el hombre la verdad desde el fondo de su corazón no quiere desviarse del camino, debe volver sobre sí mismo los ojos de su mente y replegar su propio espíritu con amplio movimiento, a fin de comprender que todo lo que penosamente busca en el exterior se halla encerrado en los tesoros de su alma.
BOECIO
La consolación de la filosofía

Aquí se hace, o se ha intentado hacer recurriendo a toda ciencia de sí, una purificación empírica de humores que nunca olvida que el origen etimológico de asceta es atleta, palabra que como bien salta a la vista de mis curiosos lectores deriva del nombre Atlas o Atlante, el gigante que tenía la inconmensurable responsabilidad de sostener la bóveda celeste, trasunto del peso del universo, sobre el torturado capitel de su crisma.

No es negable ni evitable, quizá tampoco loable ni vituperable (los juicios de valor dependen del valor del juicio), que todo esté en uno como uno está en todo, ni siquiera si se abraza la impecable conclusión de que el conocimiento de uno mismo no es diverso del conocimiento de Dios, luego reunión a la postre de creador y creatura, no privada de antagonismos, en una gnosis que ilumina el hecho prístino de que siendo nosotros, Ello sea; que sea Ello con a la vez que pese a nosotros, los detritus de estrellas amasados por el devenir histórico. 

Con esta reverberación en mente he creído detectar una resonancia de este acorde alucinante en el fragmento cincuenta y cuatro de La gaya ciencia, intitulado «La conciencia de la apariencia», del que extraigo las siguientes líneas clave: «Por mí mismo descubrí que la antigua animalidad del hombre, incluyendo la totalidad de la época originaria y del pasado de todo ser sensible, continuaba en mí poetizando, amando, odiando, extrayendo conclusiones. Me desperté de pronto en medio de mi sueño, pero sólo para tomar conciencia de que estaba soñando y de que necesitaba seguir haciéndolo para no perecer, como precisa el sonámbulo seguir soñando para no caerse. […] Para mí, la apariencia es la realidad misma actuando y viva que, en su ironía para consigo misma, había llegado a hacerme creer que aquí no hay más que apariencia, […] que quien está “en trance de conocer” no es sino un medio para prolongar la danza terrena, y que en este sentido figura entre los maestros de ceremonias de las fiestas de la existencia, y que la consecuencia y el vínculo primordiales de todos los conocimientos constituyen y constituirán tal vez el medio supremo de asegurar la universalidad del sueño y la comprensión mutua de todos estos soñadores, y por consiguiente de prolongar la duración del sueño». ¿Hemos de postular, en consecuencia, que por ser la vida un sueño que se prolonga con el señuelo del deseo, y el desenlace conocido de los sueños el despertar, que el fin de la vida suponga una transición efectiva a una suerte de vigilia omnisciente? No lo sé; pero lo que no sé no me resta del entendimiento que, a sabiendas de la cantidad de penalidades que su contenido ha multiplicado desde tiempos remotos, hoy Atlas rehusaría soportar el cosmos…

¿Se siente en mí el universo como yo me siento en él? Lo fáctico es la carne de lo fatídico y a ningún corazón aventurero con un nacimiento a las espaldas que bombear le resultará inédito que el espectáculo del mundo acabe peor de como empezó. «La evolución, vista por un producto racional suyo, es una sabiduría inicial degenerada en tontería», leemos en Vacío perfecto, obra de Stanislaw Lem. Por virtud mal concebida, o más probablemente por defecto de virtud, no me sorprende que la sociedad se haya henchido a rebosar de figurantes, pues en ella escasearon siempre las mentes auténticas y su misma renovación depende de que estas sean despreciadas; lo que me asombra y no puedo estudiar sin hastío es que la repetición de vanidades que representan con tanto celo los arrastrados por la corriente de sangre, sudor, heces y lágrimas sea de una calidad que únicamente acierto a calificar de nauseabunda, y con esta reacción presente doy en aseverar que ninguna revolución es transgresora porque, lejos de detener la rueda de los aconteceres, acelera la máquina del mundo. 

Evadirse, dejar atrás la condición de galeote del tiempo: he ahí la estrella polar que los santos, demasiado conscientes de su divinidad interior, mas también demasiado cargados de irredimible humanidad, siguen como punto de fuga. Puente entre el alma cautiva de los días y el alma liberada en Dios, la santidad expresa una cosmomaquia, un boicot radical basado en una disciplina de renuncias que por sí sola denuncia el patrón constructor de la realidad, razón que sería suficiente para explicar por qué los santos, hasta su asimilación generalmente póstuma por parte del aparato ideológico de las religiones gregarias, han sido simientes de recelo desde la óptica de los interesados en la perduración del orden social. El santo está en los antípodas espirituales del procreador que repuebla el abismo con descendencia porque, a diferencia de este, alienta ánimo de ascendencia, e, instruido por el desierto, aligera de cargas su vocación de ascenso sobre un trípode liberador que tiene por ejes la ingenesia, la independencia y la inadherencia o, dicho en otros términos, el santo despega del mundo a medida que se desapega de sus frutos. Con toda evidencia, sería un desatino interpretar su celibato como una aversión a la sexualidad o la manifestación aviesa de un temperamento hipoerótico, máxime cuando la soledad es tierra abonada por la libido para ensayar otras variedades de clímax; la contundencia que puede alcanzar su rechazo del comercio venéreo significa, en estricto sentido, una declaración de guerra a la matriz donde proliferan las pesadumbres. «Si se quiere de verdad vencer a este mundo, no basta con oponerse a su presente, es preciso también entrabar su futuro, impedir que el Mal se propague, oponerse a la procreación», ha escrito Jacques Lacarrière en Los hombres ebrios de Dios, que a mi gusto es el ensayo más exquisito dedicado a los «atletas del exilio».

Dentro de las múltiples deserciones de la regla ancilar que santos y anacoretas practican, interrumpir la trocla de los nacimientos es asunción de prioritaria escrupulosidad. Tal ortodoxia de desasimiento se trasluce, sin embargo, deudora de una visión enjaulada aún en las proporciones de una escala compatible con la noción de libre albedrío; desde una macrovisión no constreñida por las perspectivas parciales intrínsecas a la índole transitoria del ser viviente, el sub specie aeternitatis captaría, por el contrario, que la Creación no es un proceso en curso sino un mosaico de realidades consumadas donde todas las capas de sucesos serían simultáneas e inmutables, como un fractal desplegado donde nada se movería salvo para el sujeto que, confinado en un derrotero temporal, avanza de espaldas a su destino, o lo que no es distinto, todo parece estar subordinado al cambio sólo para el ser inserto en el trampantojo de la existencia. Reacio a los narcisismos genésicos tanto como a los éxitos materiales, el verdadero asceta puede que no halle en ese piélago de incertidumbres la concordancia justa entre la ultraconciencia de la fatalidad y la necesidad de atenerse a una guía maestra de conducta, ¿y qué? Ante la inseguridad del trasfondo, seguro está de que nada manumite mejor que abstenerse de agravar lo existente. En cuanto a si parte de una decisión soberana o se amolda a un espejismo volitivo, poco importa al que propone si confía en lo que Dios dispone.

Pierre Louis Surugue, L'antiquaire

Es natural que quien se sienta ajeno a la lógica trágica de la existencia no ampare remilgos en multiplicar estragos, lo que no exime al optimista antropológico de responsabilidad, a escala humana, por su contribución activa al envilecimiento de la realidad. Que las convenciones culturales se esfuercen en subrayar la idea de que la vida es un regalo facilita una pista esclarecedora sobre el perjuicio que entraña. Aun con el atenuante de que la prole sea el corolario de una consciencia deficitaria del mal o del ordinario autoengaño en que incurren sus promotores, todo ser nacido es catapultado hacia el drama de la individuación en circunstancias subordinadas al denominador irreversible de la adversidad. ¿No remite la amnesia del propio nacimiento a un percance traumático en extremo, o bastante doloroso al menos como para haber sido secuestrado de la memoria? No hay duda de que la elipsis de este evento habilita la adaptación narcótica del reo al corredor de la muerte mientras roe a su manera el calendario de la existencia. 

Dado que ninguna violación puede equipararse en magnitud ontológica al daño que cometen los padres contra sus hijos forzándolos a existir, inhibirse de participar a la perpetuación del error y orientarse hacia el abandono cabal de la existencia que nos ha sido impuesta destacan como atribuciones fundamentales de la sabiduría. No aspira el alma atrapada en esta precariedad corpórea al fin de la individualidad porque quiera morir, debe morir porque esa es la exigencia para culminar su peregrinación fuera de la materia, que ha de ser sacrificada en su retorno a la fuente primordial. Según Desiderio de Rotterdam, «quien desee poseer un sitio entre los hombres debe reprimir su sabiduría»; quien desee un sitio entre los sabios, se infiere, debe soltar las ligaduras que lo atan a los demás. 

Así como dos ojos crean una sola vista, dos realidades, la existencia y la inexistencia, configuran un solo cosmos. Que el universo nos contiene es un lugar común; que al igual que Atlas contenemos al universo que nos contiene es una vivencia erosionada que a duras penas podemos entrever mediante revelaciones marginales que han sido excluidas del paradigma sensorial, cuando no perseguidas por la policía psiquiátrica de la percepción. Sea como fuere, nuestra demora en el mundo físico separa la prexistencia de la postexistencia, esferas en las que cabe intuir que el alma individual y el alma universal se cohesionan divinamente. Cerrar el círculo, hallar su florecimiento en la postexistencia, parece ser una tendencia primigenia del alma soterrada en la existencia. El tránsito del alma por la realidad existencial consta entonces, si es caso, de un valor didáctico: funcionaría como una escuela de escarmientos cuya lección capital no es reproducir el lance que se padece sino escapar de él.

Philippe Petit caminando entre las Torres Gemelas (1974).
Peter Sloterdijk ha plasmado en Extrañamiento del mundo algunas observaciones perspicaces a propósito del arte que toma como objeto la evasión metafísica: «Justo porque la ascesis ha radicalizado el distanciamiento del mundo del individuo; justo porque una rabia contra el propio cuerpo lo ha desligado, ya en gran parte, del obligado metabolismo físico y social; justo porque una añoranza consoladora de liberación ha transportado ya las almas de los ascetas a zonas elevadas de la interioridad y de la pureza de contactos mundanos; justo por eso son capaces los individuos de la época de la metafísica temprana de sentirse, al mismo tiempo, confrontados y superiores al mundo en que están. Ese estar confrontado, esa superioridad, esa ruptura con todo, como es el caso, ya se presupone cuando acontece el primer auténtico acto de lenguaje metafísico. Son, sobre todo, aquellos que han llegado a perderse del mundo los que se disponen a decir definitivamente qué es el mundo en suma».

Si la experiencia dilatada de sí mismo en la desnudez del retiro convierte al santo en un psiconauta y a este, a la larga, en un «neurocosmólogo» (otro préstamo de Sloterdijk), se hace preciso matizar que ni el neurólogo ni el astrofísico tienen garantizado por oficio un vislumbre del conocimiento de las relaciones íntimas que entre el universo de la psique y la psique del universo encuentra el explorador solitario de su alma. Aclarado este punto y hecha la advertencia de que no me sería evitable caracterizar mis propios descubrimientos metafísicos sin un matiz de autoironía, incluso una inteligencia minúscula como la mía puede abrir escotillas por las que asomarse a estados mánticos. En ellos he atisbado una tríada óntica, o estructura ternaria del ser, que además se presta a trazar un paralelo metafórico con la Santa Trinidad: 1) preexistencia (progenitura), 2) existencia (hijo) y 3) postexistencia (Espíritu Santo). La circulación por estas tres fases del flujo universal del alma se corresponde a otras tantas coyunturas: 1) la concepción que marca el paso de la preexistencia a la existencia, 2) la muerte que reintegra la existencia en la postexistencia y 3) la recaída que, no sabemos si por ejecutar un comando inexorable (el eterno bucle del sistema cósmico), por una reminiscencia de la voluntad universal o por otras causas cerradas al sondeo humano, precipita la postexistencia en la preexistencia. 

Con estas anotaciones, ambiguas e insuficientes como es obligado a fuer de emisario honrado en mitad de una envergadura incognoscible, he querido manifestar de nuevo que mientras permanezcamos en el nivel preliminar o fisiológico de las apariencias no es hacedero trascender la dualidad entre mente y materia, índice y horizonte, órgano y paisaje, tonalidad y totalidad; a lo sumo, gracias al ímpetu ascensional que busca la transmutación del espanto en esplendidez, puede situarse en la superación del yo la primera escala hacia la desatadura de esa cosita inflada, de esa teratoteca, que al tuntún del cataplum los idólatras de la tribulación llaman Vida. 

«El mundo es estrecho, el cielo es pequeño en demasía. ¿Dónde estará el refugio, que mi alma tanto ansía?», ululaba el búho Silesius con esplín de hombre cumplido. Reconozcamos en el diáfano sosiego de cada éxtasis que nuestra meta es la Muerte y ella nos mostrará la travesía menos tortuosa por donde discurrir.
 
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