30.8.17

A CADA FECUNDIDAD SU CADÁVER

¿Por qué te ensoberbeces, ceniza? Polvo, ¿por qué presumes? ¿Qué locura es esta que os tiene ciegos en mitad del día?
Miguel de MAÑARA
Discurso de la verdad

Ya se frustre el hijo en los crisoles uterinos o en la sucesión de fruslerías que amortajan las edades de un títere, pase lo que pase con el fiasco de forzar el alma a encarnar el disparate de un «flan con pelo» —decir es de maginador—, la maternidad entraña siempre licencia para matar. Yerra, pues, la defensa del aborto como una baza progresista y ni puede siquiera reducirse la controversia que suscita a la muy exigua pero lícita libertad de elección cuando, por encima de cualquier otro interés particular, la interrupción prematura de un ser constituye un mal menor frente a la decisión de introducir otra vida en la maquinaria devastadora del mundo.

«Nosotros que aquí estamos por los vuestros esperamos», reza en alusión a los esqueletos de los visitantes la inscripción de entrada a la Capela dos Ossos en Évora, ciudad portuguesa.

26.8.17

NO ME TOQUEN A DIOS

Joe Webb, String up a storm
Incluso en su silencio había faltas de ortografía.
Stanislaw Jerzy LEC
Pensamientos despeinados

Reúne la Biblia un conjunto de textos lo bastante heterogéneos en su contenido, desigual en su estilo y plural en sus fuentes como para estimular rumbos diversos al pensamiento, elocuencias a la imaginación y amenidades al tedio que no son reductibles a un solo sentido de lectura sin perjuicio de los restantes ni perjurio contra el espíritu que busca en ella elementos de comprensión sobre las creencias y costumbres del mundo judeocristiano. Algunos pasajes de la Biblia con otros se refutan, podríamos aseverar, y a nadie empequeñece su consulta. El Corán, por el contrario, es un panfleto escrito por un solo autor que tiene por misión explícita atemorizar al incrédulo y enardecer al devoto en su lucha contra el infiel desde la interpretación literal de su mensaje. No por casualidad islam significa sometimiento y no por tergiversación del dogma existe la yihad, aunque la responsabilidad última de los actos nocivos derivados de su difusión no sea atribuible al libro, que solo es literatura de garrafón, sino al vicio de las mentes que memorizan las aleyas sin cuestionarlas y estudian las suras sin el menor distanciamiento intelectual. Para las voluntades encasquilladas en el carácter unanimista de la fe, para todos los aquejados por las fiebres de una misión que compense sus flaquezas personales, siempre habrá obras cuya simplicidad las haga idóneas como aditivo ideológico miscible con los propósitos más agresivos, poco importa que sea Mahoma quien las firme, Adolf Hitler o Mao Zedong.

Aún más estomagante en sus efectos secundarios que las cartas de amor eyaculadas en mi adolescencia, que no pueden ser leídas a favor sin prorrumpir en fogonazos de hilaridad, el Corán funcionaría bien como remedio soporífero si no despertara en su escrutador un profundo sentimiento de vergüenza cuando repara en cuántos intransigentes lo siguen tomando en serio; ni mejores ni peores, hay que subrayar, que los rumíes de corazón encrespado tan proclives a crecerse a golpe de cruz latina.

Puesto que la militancia en el rencor es arma de un mismo partido por más que se manifieste con pigmentos enfrentados, no deja de producirse un error de óptica en la tendencia a acortar el discernimiento de un fenómeno violento bajo la ilusión de la guerra entre credos. Menos descaminado andaría el intelecto expuesto a las erupciones del fanatismo si amara la templanza más de lo que puede odiar a los que procuran infundirle terror, y buscase la verdad más de lo que cree conveniente habituarse a la seguridad, terrorífica en el fondo, de los interesados en obtener hegemonías al calor de las tensiones sociales. 

23.8.17

DEL RASPONAZO LABORAL

Gustave Caillebotte, Les raboteurs de parquet
Ganar tiempo: hasta ahora eso quería decir guardar momentos para uno mismo en mitad de las tareas serviles y agotadoras. Ahora significa productividad empedernida, acumulación maniaca de años suplementarios arrancados a la cronología.
Pascal BRUCKNER
La euforia perpetua 

¡Oh dioses, cuántos hombres hace trabajar un solo vientre! 
SÉNECA
Cartas morales a Lucilio

Al vasallo contemporáneo se lo bombardea de manera intensiva para que luche no contra sus enemigos reales, que desde su relación de inferioridad son para él difusos, inaccesibles y anónimos fantasmas, sino contra sí mismo con toda la artillería de una competitividad equiparable al desquiciado torneo de andariegos narrado por Stephen King en La larga marcha, una obra no menos descriptiva de una época que Nosotros, de Zamyatin, o la película Brazil, de Terry Gilliam, entre otras miradas capaces de captar el reverso lóbrego del progreso.

Sin menoscabo de que el trabajo pueda ser concebido como un distraído refugio para el saturado de sí y como un medio de creación a juicio de artistas, investigadores y otros animales de ingenio, la realidad predominante es la de funcionar como un simple medio de conservación: si no lo tienes, te aplastan, y si lo tienes, te asaltan. Que la dignidad del trabajo remunerado es un valor cuestionable al que subyace una sordidez asentada en un sinfín de presiones mentales y materiales se advierte con especial crudeza en los riesgos de indigencia, repudio moral y defenestración civil que comportan las tentativas de salirse o desviarse de la prioridad que ocupa en la vida presente la obligación de tener un empleo. No es necesario ir muy lejos para encontrar autoridades que avalen esta afirmación: Ayn Rand, una de las más ardientes defensoras del liberalismo al integrista estilo americano, sostiene la opinión de que «no hay forma más segura de destruir a un hombre que forzarlo a estar en un puesto donde su objetivo deba ser no hacer las cosas lo mejor que sepa, donde debe luchar por hacer un mal trabajo, día tras día». En efecto, nada prueba mejor lo bajo que ha caído la especie humana en este campo que la molestia que se toman empresarios, exactores, padres y pedagogos por inculcarnos la idea motriz de que el trabajo es un bien por excelencia. ¿A cuento de qué tanto optimismo? Tirando de Oscar Wilde respondería que se debe «al puro terror». Y según Nietzsche, a quien no he tenido el gusto de saber contradecir sin contradecirme, «fantasmas tales como la dignidad del hombre y la dignidad del trabajo son los productos mezquinos de una esclavitud que se oculta a sí misma».

Como las causas de opresión a escala individual ilustran con dramatismo el grado de ruina que puede verificarse a escala nacional y viceversa, diríase que un país que se enorgullece de ser una «marca» y mide su nivel de prosperidad en función de las cifras brutas del crecimiento, está decidido a arrastrarse al dictado de los proxenetas financieros sin ningún miramiento hacia sus habitantes ni sus descendientes, a los que ha hipotecado a cambio de subir algunas cotizaciones de la fábrica de perdición donde trae, como puta por rastrojo, los reclamos de su identidad. «Morir y desaparecer no son sinónimos para una nación», constata el forense insobornable del último siglo que fue Gómez Dávila, y en vista del desarrollo que ha tomado la autopsia de las naciones a manos de los grandes inversores y de sus agencias de descalificación, sería menos catastrófico para el ánimo y más realista para la percepción del dogma economicista que el asalariado en paro comprendiera que la incapacidad para trabajar no es suya, sino del mercado laboral, al que no sería exagerado denominar feria de esclavos por mor de su especialización en lograr que el empleador cuente con un arsenal infinito de mano de obra de repuesto al precio más barato y en las condiciones menos escrupulosas, incluso si para ello hay que recurrir a la farsa de atizar al candidato con pretextos desnortados, como el cada vez más recurrente rechazo por «sobrecualificación» profesional.

A nadie desengañaré si hago notar que el trabajo ya no garantiza por defecto una renta estable y decente a las personas que lo ejecutan, ni asegura el hecho de estar dado de alta la pertenencia a un grupo social protegido con derechos. El trabajo muestra hoy su peor resaca histórica a lo largo de las degradaciones paulatinas que ha de asumir como normalidad el contratado, al que los señores del nuevo orden quieren ver reducido al mínimo común desechable, el precariado, figura emergente de la nueva y cuasidistópica ciudadanía a la que yo mismo anticipé con el rebuscado y olvidable nombre de labilidariado. Se puede acabar aceptando con relativa entereza que la dura realidad del trabajo sea, desde una edad temprana, la vía principal de retribución para cubrir las necesidades básicas, pero que la valía singular, el reconocimiento público y el uso del tiempo se supediten a este canonizado concepto ganadero es una cláusula tan penosa que ni el más idiota de los lacayos la aplaudiría. ¿Hasta cuándo consentirá la codicia imperante que la humanidad se deshaga de sus finados en lugar de multiplicar con ellos los eslabones de la cadena de consumo? En las zonas populosas del orbe, un rumor de dentelladas alerta que la carne de los exánimes podría valer más que las labores de los doblegados.

Infortunio asignado a los esclavos, el trabajo en la cultura grecolatina no fue por definición un tipo de actividad que se vieran forzadas a realizar las personas libres, como sucede ahora. Otra ventaja de los escándalos del mundo antiguo sobre nuestra hipócrita celebración de la libertad es que tanto los esclavos como las bestias de labranza holgazaneaban los días festivos, que en el Imperium se estima fueron más numerosos que los consagrados al trajín de los oficios, de ahí la necesidad de mantener entretenido al pueblo llano mediante baños, lupanares y espectáculos. Además, mientras a un esclavo había que proporcionarle vivienda, alimento y atuendo, el trabajador actual debe costearse con su peculio menguante estos y otros gastos. La eficiencia de la industria moderna podría habernos descargado de las tareas más pesadas si la mezquindad de sus amos, cohonestada con el apetito de los consumidores embelesados, no nos hubiera subyugado a la renovación de un cometido sin descanso, de una consunción sin tregua.

«Mejor el día de la muerte que el del nacimiento», reza al bies de su bruma milenaria el Eclesiastés, y a mayor abundamiento podríamos aducir en consonancia que puesto que nadie ha pedido venir a la existencia y nimio es cuanto puede hacer por enmendar el metrónomo del mundo a cuya danza feroz ha sido empujado, todas las personas deberían tener derecho a una vida regalada o ese, al menos, habría de ser el horizonte exigible a una sociedad organizada a partir de la sensibilidad, no a costa de violarla. Comoquiera que el programa de los capataces económicos debe su triunfo al encanallamiento de las circunstancias con una lógica inmisericorde que impone austeridad a fuerza de derroche, nada más natural para el credo capitalista que desacreditar el principio de gratuidad —estimulado en la encíclica Caritas in veritate por Benedicto XVI— y execrar como un activo tóxico cualquier método de gestión de los recursos que respete, por encima de todo, el ser de cada ser. De la cuna al féretro, la individualidad resulta estabulada como «capital humano», es otra mercadería ligada al feudo de unos rendimientos viciados, de unas rendiciones retropopulsadas, donde tiempo significa deuda creciente, nunca dominio propio, y el ocio se factura como una calculada dosificación de recompensas que prolongan por etapas el voto de productividad. El futuro, de acuerdo con esta alienación sucesiva de lo propio y de lo ajeno, fecunda la matriz imaginaria donde el capital se inventa la demanda desmandada de su más irresistible oferta, la univocidad.

Hemos pasado de una economía en expansión, dispuesta a hacer concesiones a la masa con sus excedentes, a una economía de concentración que avanza como una cruzada cuya primera ofensiva ha desplazado la realidad humana hacia las timbas del interés crediticio; todo lo demás debe ser suprimido como una presencia deficitaria. Ante la coacción sistemática de esta economía desalmada y desalmante, hecha por y para la hibris, no es eludible pensar en las neoplasias e hipertrofias del poder fáctico que fiscaliza cada tramo y pormenor vital al igual que antaño el poder eclesiástico tomó a su cargo la monitorización del sujeto, aunque para el desamparo del alma coetánea sea la técnica computacional el ojo totémico que ostentó la ortodoxia. A semejanza de lo que se ha hecho con el poder religioso en los Estados laicos, contra el desafuero urge disociar el poder político del económico para que los caudillos de la especulación encuentren dificultades severas a la hora de sabotear las administraciones públicas siempre que las reputan poco rentables, proclives a actuar con independencia o, sencillamente, cuando no están por acatar el seppuku de someterse a la agenda de una oligarquía que extiende su red de sargazos clientelares. 

«¿De qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?», leemos en Mateo. Para David Frayne, estudioso de la ética del trabajo, «como sociedad, tal vez estemos perdiendo el control sobre los criterios que juzgan que una actividad es significativa y merece la pena, aunque no contribuya a la empleabilidad o a las necesidades de la economía. Esas actividades y relaciones que no pueden defenderse en términos de aportación económica están siendo devaluadas y descuidadas». Y no se queda corto, pues no solo son devaluadas las actividades según este rasero, sino también las actitudes, y atacadas ambas por la sofistería de la recuperación, la estabilidad o cualquier otro procustiano lecho crematístico. Frente a un plan de mercado que condena todo lo que no hagas «con el sudor de tu rostro», justo sería honrar todo lo que haga uno por no cumplirlo, desde la ignavia a la contemplación, como una posición reconquistada. No en vano, en sus Avisos espirituales San Juan de la Cruz indicaba: «El que cargado cae, dificultosamente se levantará cargado». Soltemos lastre, rehusemos la carga de tanta ansiedad, de esa absurda carrera hacia el nunca llegar. Berdiaeff, un profeta tardío de origen ruso al que no se consultará sin hacer acopio de hallazgos, bendice la moción: «Para poder continuar viviendo, los pueblos en quiebra se verán quizá obligados a emprender otro camino: el de la limitación de las ambiciones de la vida —poniendo un freno al aumento indefinido de las necesidades—, el de la limitación de la procreación; será el camino de un nuevo ascetismo, es decir, la negación de las bases del sistema industrial-capitalista». En puridad, se trata de «sustituir el principio de la competencia por el de la cooperación» para «pasar a una cultura material más simplificada y elemental y a una cultura espiritual más compleja». Estas palabras, que vieron la luz en 1924, podrían haber sido escritas en la víspera de mañana con idéntico tino, y aunque parezcan hijas del capricho la pertinencia del vaticinio que las secunda no deja lugar a dudas: «El fin del capitalismo es el fin de la historia moderna y el comienzo de la nueva Edad Media. La grandiosa empresa de la historia moderna debe ser liquidada, el negocio no ha salido bien. Pero antes quizá la civilización técnica intente el experimento de desarrollarse hasta sus últimos límites, hasta la magia negra, a la manera del comunismo». Un síntoma inequívoco de esa socialización extrema es la transparencia que ha barrido la frontera entre la explotación, el control policial y el espacio íntimo. La nueva docilidad es instalada en la interioridad desde los gustaderos de ágoras postizas. Allí donde la persona cede sus vivencias al politburó virtual formado por compañías dedicadas a patentar el mundo que succionan, está la nueva cantera. 

Hoy por hoy, excepción hecha de una espumosa minoría, dejar de trabajar por completo es imposible y fiable augurio de contrariedad sembraríamos en el pensamiento si loásemos el porvenir del maquinismo aferrados a la esperanza de poseer criados robóticos inteligentes u otra clase de asistencia tecnológica que prometiera el advenimiento del fin del trabajo, a despecho de la revolución gloriosa pontificada por los cuentacuentos del MIT. El seguidismo, empero, no me complace, y con la autoridad de afectado que me otorga el mal compartido de haber nacido currito, se me ocurre una batería de medidas pacíficas de contención que haga frente a la avidez de totalidad de los depredadores económicos y ceda el territorio expropiado al resto de la población bajo el velo de la crisis, la recesión o como quieran bautizar al monstruo. Entre otros reajustes contra sus desbarajustes, un ingrediente primordial para que la gente pueda llevar una existencia menos prostituida tiene en la reducción de la jornada laboral su punta de lanza; de no ser así, la riqueza producida por los colectivos más exprimidos seguirá ocasionando que otra parte de la sociedad sea conducida al purgatorio del subsidio o al matadero de la depauperación... ¿Me he convertido en un cándido? Por el auge de esta iniciativa yo saludaría exultante la sustitución de la semana de siete días por la de seis, de los cuales cuatro serían laborables y dos de libranza con un máximo de veinticuatro horas semanales de faena. Humanizar las jornadas laborales aliviaría la cuota de sobrecarga y desgaste que soporta el trabajador, pero no supondría sin más que la actividad desarrollada fuera valiosa para él, inocua para la sociedad o menos exigente respecto a la entrega emocional que cunde como estandarización profesional dentro y fuera del sector servicios. La rutina mecánica preponderante en la era industrial, que desdeñaba la psique del trabajador mientras sus fluctuaciones no interrumpieran el quehacer, está siendo reemplazada por la implicación afectiva del operario en los objetivos de la organización; por ella debe adecuar los sentimientos a un nivel mental que inyecte en el ambiente donde actúa el estado más fluido, motivado y comunicativo en su relación con los demás, sean estos jefes, compañeros o clientes. Conminado a ser sonriente y parecerlo, o a parecerlo y serlo más bien, el trabajador que sufra la desgracia de enfermar padecerá la dolencia añadida de una penalización salarial. Aclarado este punto, discutir sobre las virtudes de la modificación del calendario sugerida y sobre cuáles han de ser los estratos donde recaiga el coste de la transición es levadura de otro pan; baste recordar a propósito la obviedad de aquellos que se han lucrado impunemente de una situación gravosa para amplias capas de la sociedad, y baste asimismo mencionar que solo el miedo de los votantes y la conchabanza del gremio político desaconseja reclamarles las debidas responsabilidades por haber inflado su botín con la todavía humeante campaña de tierra quemada que nos ha colocado en un marasmo donde apenas columbramos un cobijo sostenible de civismo. Lewis Mumford explicaba que «el robo es quizá el medio más antiguo de evitar el trabajo, y la guerra rivaliza con la magia en sus esfuerzos por conseguir algo por nada». Aquellos a quienes señalo nos han saqueado; han hecho del pillaje una estructura de gobierno y del gobierno una franquicia de guerra.

Tras una aproximación al «espíritu del capitalismo» desde el mirador erigido por el conocido ensayo de Weber, asombra ver cómo la institución del trabajo ha acabado siendo una fuente de disciplina fabril que sincroniza los ritmos biológicos, afectivos y lúdicos de sociedades enteras; cómo su desbordamiento del ámbito corporativo que le era propio ha hecho de la industrialización de las costumbres y de la racionalización comercial de las preferencias una razón de ser a instancias de una base religiosa, la puritana, que podríamos inventariar con la signatura destinada a las creencias nefastas, dicho sea con la venia de Calvino, quien tenía por enseñanza suprema que el esfuerzo en el trabajo y el éxito en los negocios son señales de haber sido tocado con la gracia divina. De aquellos cilicios, estas costras; mientras tanto, el diagnóstico que hizo Marcuse en El hombre unidimensional conserva su vigencia: «Vivimos y morimos racional y productivamente. Sabemos que la destrucción es el precio del progreso, como la muerte es el precio de la vida, que la renuncia y el esfuerzo son los prerrequisitos para la gratificación y el placer, que los negocios deben ir adelante y que las alternativas son utópicas. Esta ideología pertenece al aparato social establecido; es un requisito para su continuo funcionamiento y es parte de su racionalidad». 

14.8.17

LO JURO POR MIS HUESOS

René Magritte, La locura de Almayer
Es la vida lo que da miedo, no la muerte; que esté siempre al borde de la extinción y que exista donde no debería.
Mateo GIL 
Proyecto Lázaro

Con un deje de humor británico y un eje de simpatía latina, hace notar mi bienquisto J. Z., padre de una niña preciosa, que «no solo deben tener hijos los malvados; hay que contrarrestar a los del Opus». Entiendo la buena fe, valga la concomitancia, de su actitud; el problema, según lo percibo, es seguir tributándole inocentes a la opus de este horrible mundo, por no hablar de que pensar en los hijos como agentes del cambio social o de la expansión familiar es otra forma de servirse de ellos como objetos, y en última causa el percutor para convertirlos en legionarios del colonialismo biológico programado por los genes. Por supuesto, mi contertulio aclara que «es una forma de hablar» pues «no se tienen hijos por tener un ejército mayor que el contrario». Claro que no. Por encima de los propósitos individuales, engendrar hijos es un acto que boga en una misma dirección; por debajo de los motivos aducidos por sus responsables, el gancho para engendrarlos se restringe de ordinario al sentimiento hogareño de fundar una estirpe, versión en pantuflos de la necesidad heráldica de perpetuarse como remedo de la inmortalidad personal. Aun si los churumbeles se tuvieran por amor, lo que no sucede tanto como se cree, la naturaleza juega con nosotros para que la vida perdure. Ambas son las caras de una misma realidad, salvedad hecha de algunos desmedrados que, como yo, proclaman de manera pacífica la dignidad de ser un callejón evolutivo sin salida frente al apenas cuestionado poder genitivo de las hembras. «El corazón es muy práctico en engaños —podría afinar al respecto Chateaubriand—; y todo el que se haya alimentado en el seno de la mujer, ha bebido en la copa de las ilusiones».

Nuestra charla ha proseguido, dentro de la más exquisita cordialidad, en unos términos de los que quisiera retener el momento álgido por su valor ilustrativo. Agradezco a quien la ha hecho posible su paciencia conmigo, así como su consentimiento para compartir nuestro intercambio dialéctico con quien tenga el gusto de alternar puntos de vista, en los que constato mi voz como la parte cargante del diálogo:

—Con la maternidad —arguye mi amigo— se nos escapa un factor de suma importancia: no somos mujeres. Y aún más cuando por naturaleza los hombres solo podemos ser copuladores que sueltan la semillita en campo ajeno. Es como si nos quejáramos de sufrir discriminaciones en una sociedad racista sin pertenecer a ninguna de las minorías perjudicadas. 
—Acepto tu objeción e intentaré darle la vuelta.
—Por si fuera poca diferencia, no llevamos a la criatura alojada en el cuerpo durante nueve meses. 
—Eso no les da ningún derecho a las madres, solo es la constatación de un poder privativo en nuestra especie del sexo femenino. Crucemos los dedos para que siga siendo así.
—Ja, ja, ja.
—Ver la maternidad como un derecho viene a ser una perspectiva análoga a la que justifica la supremacía de un sector de la humanidad sobre otro. Consideremos el caso de una sociedad esclavista, donde su economía dependa de la fuerza de trabajo de personas que por imperativo legal y vicio consuetudinario están condenadas a ser propiedad de quienes tienen consolidado su estatuto de amos. En una sociedad de ese tipo, la gran mayoría pensará que la esclavitud no supone ningún daño para quienes la padecen, sino que por el contrario es lo más natural del mundo, y se mirará con iracundo recelo y racionalizada enemistad a los abolicionistas, gente subversiva que conspira contra el orden establecido. Ahora bien, ¿el hecho de que la maternidad se contemple como un derecho humano fundamental excusa por ello el daño a terceros que supone traer más vida doliente a este mundo? Mi respuesta sería que no, de la misma forma que una legislación favorable a la esclavitud tampoco la justifica moralmente.
—Cuentas con que hay un daño por el hecho de nacer. Muy bíblico…
—En efecto, y el primer detrimento de todos, el padrino de ellos, es la arbitrariedad a partir de la cual se precipitan otras manifestaciones ineludibles de sufrimiento, algo que ningún padre, por auspiciosas que sean sus intenciones, puede ahorrar a su prole. A esas concreciones variables pero insoslayables del daño que comienza con la gestación y concluye con la guifa me gusta llamarlas «contraindicaciones vitales». La lista de ellas es ingente.
—Luego para evitar ese daño habría que eludir la maternidad.
—Aplicado a nuestra especie, el principio de no agresión comienza por no hacer daño de vida. Sin embargo, no pretendo actuar como un censor, me limito a plantear objeciones que contribuyan a que uno piense mejor, con más tacto, el sufrimiento innecesario que puede ocasionar a otros seres cuando decide procrear. La vida ya es demasiado dura por sí misma como para ver un motivo de festejo en la incorporación de otro ser al descalabro que aquí reina.
—Eres un desencantado de cojones.
—¡Nunca mejor dicho!
—Me parece una postura maximalista, aunque entiendo tu razonamiento.
—Si relativizamos todo el mal existente, como suelen hacer los criadores aprensivos cuando evalúan las contingencias nocivas que planean sobre sus hijos, nada real nos parecerá demasiado malo contra la posibilidad precaria de hacer bien, de modo que no temo ser maximalista en materia de ética siempre y cuando el criterio adoptado no pretenda imponerse fuera del fuero individual. O en otras palabras, nunca haría extensiva mi postura moral al ordenamiento jurídico. Abogo porque la ley no se inmiscuya en lo que hace cada uno hace o deja de hacer con sus genitales, incluso si como resultado conlleva el perjuicio de producir más vida.
—En el fondo es una postura libertaria.
—Puesto que hay necesidad de regular derechos y deberes para un amplio abanico de visiones de la realidad, el principio menos lesivo para dar cabida a las diversas sensibilidades es el respeto a la noción de soberanía personal. No obstante, convendría implantar algunas disposiciones frente a los peores grados del daño causado por el nacimiento. Creo así que debería penalizarse al insensato que procrea a sabiendas de que su progenie padecerá graves deficiencias innatas. Asimismo, a título preventivo, introduciría la figura de una institución civil basada en un juramento que los padres habrían de formalizar ante la autoridad judicial. Tengo algunas líneas esbozadas.
—Pásamelas para saber a qué atenerme.
—Ahí va:

PROMESA AL HIJO

Juramento natalicio en virtud del cual se suscriben las atenciones y prestaciones fundamentales que los progenitores se comprometen a proporcionar a sus descendientes, so pena de ser demandados de oficio por haber impuesto con voluntad dolosa una vida en condiciones inaceptables.

Juro por la memoria de mis antepasados, por la viabilidad de mi genotipo, por la salud de la linfa que mantiene sano mi organismo, por los hematíes que oxigenan mis tejidos y por la firmeza de cada uno de mis huesos, que decidido como estoy a cometer el abuso de emplear mis gónadas con fines reproductivos, paliaré a mis hijos, de acuerdo con los mínimos fijados por la ley, la enfermedad, la pobreza, el trabajo, la inadaptación, el desaliento; estos y otros males, cuantas penurias y penalidades entraña el tránsito por la existencia, hasta que mi muerte o la suya nos separe.

12.8.17

EXOESQUELETOS DE AUTOR

José RooseveltL'horloge
Los actuales progresos de la ignorancia, lejos de ser efecto de una disfunción lamentable de nuestra sociedad, se han convertido en una condición necesaria para su propia expansión.
Jean-Claude MICHÉA
La escuela de la ignorancia

A la postre, después de haber sido develadas, las obsesiones de cualquier orden son el riesgo necesario —máxime si avergüenzan al que curte sus pieles con ellas— que un autor sincero ha de asumir ante el auditorio de la humanidad para extraer de su obra viva un reflejo del coraje que no tiene fuera de la escritura, o acaso una ofrenda de empatía hacia la multitud de almas que exprimen con mayores tormentos su perdición en el más real de los mundos, el de los cautivos y sometidos, enfermos y extenuados, aterrorizados y extraviados; el de todos, en suma, los triturados por el deterioro de la eternidad que es la historia a juzgar por las bellezas efímeras y estragos constantes que dimanan sus derroteros a cada segundo.  

Siendo honesto con su materia expresiva, el autor no puede disculparse aglutinar su esfuerzo para poner en danza palabras al son de la moneda contante sin haber dado por descontado que su talento es todo lo que tiene para retratar, lejos de compensaciones externas y de contemplaciones internas, el tema que conoce mejor que ninguno, él mismo, y al que quizá sólo desde el fondo más tenebroso pueda cartografiar con una forma tan depurada de adhesiones seculares como receptiva, en su estilo, a la psiconáutica que atraviesa los esfínteres de la realidad que tememos como umbrales absolutos.

A despecho de que el tono apodíctico de mis observaciones me depare un severo y puede que merecido mentís, soy proclive a pensar que al autor no se le debe consentir mayor aspiración que la de transmitir, con todos los sentidos de la lengua, la gama de experiencias que crecen en los desamparos suscitados por el acto de confesión, con independencia del género donde este acto se vierta. Y aunque sea fácil ilusionarse al respecto y recular hacia las mamposterías de un refugio metafísico, tampoco debe pretender ser absuelto quien abre en canal el tronco verbal y sustantivo del ser mientras avanza con lógica inexorable hacia la descomposición. 

La identidad personal representa una carga ineludible por muy sublimada que se halle. Nadie puede reescribir su existencia, ni siquiera cuando la imaginación o la memoria lo ha dotado de algún don para hacer uso de recursos y situaciones que no se corresponden con la realidad vivida; es precisamente al inventar cuando somos, más que nunca, nosotros mismos. Por eso, antes que lícito resulta imprescindible que la vocación de escribir conlleve peligros verdaderos, no solo la contingencia de aquellos hostigamientos contra la clandestinidad de los letrarcas que, negro sobre blanco, transcriben lo que saben desde observatorios excepcionales y son capaces de arrojar luz sobre los artificios del represor a expensas de penas terribles, sino el peligro mental, asequible en la circunstancia menos pavorosa, de sumergirse en los ácidos de una verdad a cuyas reacciones tendría que habituarse el hombre de ingenio como a la sintaxis de sus propias manos. 

Por borroso que parezca el prójimo encaramado al pedestal de la mirada, siempre es respetable en tanto que implicado en el relato y nadie ignora ya que el público instruido, aun sopesando el testimonio del literato desde una remota desconfianza, no apetece complicidades con los mendaces; prefiere ser escandalizado a sentirse traicionado y justo es que así suceda, pues de lo contrario la catarsis que el creador pretende trasladar al receptor deviene mero ripio, un excurso vacuo en el que la conciencia invitada a las clarividencias de la introspección se bloqueará. 

Donde no se traman amenazas materiales contra el autor, valioso es que haga efectivo su compromiso moral de decir la verdad, toda la verdad y nada menos que decirla bien, a cráneo destapado, aunque no esté seguro del átomo y tenga como cercanía la imposibilidad visionaria más allá de ciertos límites. Tratar de asombrar a los presentes fuera de las conmociones que una operación tan esclarecedora exige no es condición suficiente, hay que provocar no el salto de rigor al abismo, sino el asalto al uno que cayó en él.

Digámoslo de una vez: la verdad no tiene otro truco que el trance de ponerse a prueba incluso contra sí misma.

9.8.17

EN VIDA VACANTE

Christian Schloe, My heart is my castle
El corazón gusta naturalmente de recogerse dentro de sí mismo; cuanto menos se muestra por fuera, menos superficie presenta a las heridas, de aquí es que los hombres muy sensibles, como lo son generalmente los desgraciados, apetecen el retiro. Lo que el sentimiento gana en fuerza, lo pierde en extensión.
François de CHATEAUBRIAND
El genio del cristianismo

En el retiro no aherrojado de estos días de involuntario celibato, en los que apenas me consiento el intercambio de una sílaba con otro simio ni más cabal discernimiento que la dilatación de mi menudencia, vuelvo a recorrer las dimensiones reales de mi soledad, que me hace filigranas, y a percatarme de la fogosidad de mis renuencias a perseguir el espejismo de una vida enraizada en el siglo, de lo que intento hacer filosofía porque no siempre deja de causarme amargas intemperancias la desproporción habida entre el temple consolidado y lo que uno siente perdido, a su pesar, fuera de la acrópolis flotante de la autarquía. Asomado en este punto al desfiladero circundante de la humanidad, encuentro que no solo debo al deterioro de los años el mérito de haber devastado la práctica totalidad de las ilusiones, si bien las necesidades vinculadas a ellas mantienen la culposa costumbre de seguir conmigo privadas, eso sí, de los encantos que solían desplegar para embridarme. 

Cuanto existe se reinventa a cada instante a partir de la síntesis de lo anterior, o así establecen los estados poco fluidos de la mente su pacto narrativo con los trayectos del mundo. También la paradoja puede ser leída como ese momento de máxima entropía y mínima cesura en que lo viejo crea lo nuevo y lo naciente engendra lo vetusto. Respiro.

Ninguna realidad manda menos que cuando es aceptada, cuando lo indispuesto se dispone a la confesión que anuda la desnudez del ser sustantivo a un acto —valga la expresión— de contigüidad  sacramental, aunque uno medite a ombligo emparedado y en su elipsis de criatura aún por acabar se haga germen de toda brizna lejos de todo dios.

4.8.17

PARÁBOLA DE UN AHOGADO

Esao Andrews
¡Salud, dioses de los lugares ansiados,
y tú, tierra, que has de dar nuevos dioses al Cielo,
y ríos y fuentes de los que goza el suelo hospitalario,
y ninfas de los bosques y coros de las náyades!
OVIDIO 
Metamorfosis

Se me había encomendado la tarea de revisar el nivel freático de un sondeo abierto en el caserío donde llegaron a residir hasta cuatro generaciones de parientes cuando aún no alzaba yo a escudriñar intimidades por el ojo de una cerradura, distracción inútil, por lo demás, puesto que en aquella edad de confianzas pulcras las puertas nunca se cerraban salvo a la hora de arrebujarse y delegar la soberanía del territorio familiar a los mastines.

A pesar de que la sequía y los señores de Maizalia llevaban exprimiendo la comarca durante lustros muy por encima de lo que tierras y embalses podían dar sin extraer miseria de sí, la clariosa raseaba el suelo y en su ascenso desde el acuífero trajo más viajeros que reflejos a mi examen ocular: varios peluches de animales buceaban a pata grácil a un escaso palmo de la superficie. Encadilaban por su porte poderoso una mantis religiosa y un milpiés reproducidos a una escala que calculé entre quince y veinte veces superior a la original. Con gusto los hubiese acariciado siguiendo una reacción de curiosidad, estabilizada tras la sorpresa, de no ser porque los bichetes retrocedieron ante la grúa de mis manos para ir a ocultarse en los recovecos de la roca. Asomándome al brocal, pude también atisbar el fondo cubierto por un extraño sedimento, liviano en su albura cocaínica, que me recordó al material empleado en las bolas de nieve navideñas.

Telefoneé a mi padre con la urgencia de introducir un contraste sensorial en lo que presenciando me maravillé, aunque no sin dedicar la reserva de mi atención, en el intervalo que demoró su llegada, a un presagio de calamidad que me indujo a preferir el mal menor de la alucinación frente a otras derivadas del hallazgo. En vano. Los peluches animados nos contemplaron indistintamente con la digna expectación de los cangrejos que aguardan en la orilla el siguiente movimiento de los bañistas convertidos en sus improvisados captores. A la pregunta sobre cómo habían llegado ahí tales chirimbolos, y excusada la velada acusación de que pudiera estar embromándolo, aventuré «la posibilidad de que una forma de vida imperceptible para nosotros esté jugando con ellos». Maticé mi conjetura bajo el canguelo de que fueran un cebo, manejado por alguien remoto o por una inteligencia ignota, con el propósito de atraernos hacia un punto en el que sería fácil hacernos caer al pozo, pues siendo estos juguetes un complemento inofensivo de la ternura infantil, ¿qué mejor alojamiento para mullir un señuelo? Fue así que decidimos poner fin a la sesión de acuario antes de apresurar conclusiones.

Con el auxilio de una escoba pugné por pescarlos uno a uno con la misma dificultad que un banco de anguilas opondría a mis pedestres empeños de control. El último, el más reticente de los muñecos fue la mantis, y toda vez que los esfuerzos por sacarla resultaron infructuosos con los utensilios disponibles, hundí mi brazo cuán largo era hasta que logré agarrarla de las antenas como haría un labriego con las boas callosas de sus dedos al asir por el cuello una cebolla tenaz.

Fuera del agua, nada más tocar el pavimento, los peluches quedaron exánimes y perdieron por momentos todo lustre y colorido, un espectáculo que atrapaba los sentidos y sus ramificaciones abstractas en la pila mortuoria de felpas. Me asaltó el remordimiento de haber destrozado un núcleo mágico de existencia, la de unas náyades revoltosas quizá. Y si en el ámbito de mi lamento hubo lugar para registrar la disonancia taciturna que acusa siempre a los humanos de volverse terroríficos cuando son poseídos por el miedo, peor gravedad contuve al intuir que abrigar el perdón por haberme conducido como cualquiera de ellos exigiría de mí no menos vidas que las robadas en un solo acto de temeridad.

Patricia Waller

Cuánta razón concentró Hipócrates al advertir «lo primero, no hacer daño», y qué irrazonable cumplimiento cabe darle a su axioma en el cauce de una vida. ¿Cómo no perjudicar, cómo no perjudicarse, siendo hijo cada uno del equívoco?

¡Coime de lo alto, protégenos de la incuria que padecemos sin permitirnos hacerla padecer a otros!, rogaría de buena fe si supiera, o, en ausencia de Progenitor, que los resortes del evo bendigan nuestras aberraciones con el desenlace de la totalidad habituada a clonarse en una sucesión de universos idénticos en el entramado de secuencias y consecuencias.

1.8.17

PELLIZCOS

Beau White, Host
¡Dios mío! ¡En qué siglo me habéis hecho nacer!
San POLICARPO

Es tan evidente como la luz del sol que la existencia, tal y como la conocemos, no puede estar bajo la supervisión de ninguna divinidad mínimamente escrupulosa.
Llewelyn POWYS
La gloria de la vida

No estás salvado: has de nacerte más.
PERPETRADOR
Brotes verdes 

1

Si la vida fuera un fármaco, serían menester varios tomos para transcribir sus efectos adversos y un par de líneas bastarían para sus indicaciones. 

2

Nadie, excepto un gran derrotado, puede formarse una idea clara de la imposibilidad que supone una vida bien hecha.

3

Nada haríamos en el mundo si no tomáramos por necesarias las costumbres más despreciables. 

4

Tumbado en una tumba, he ahí lo más erecto que puede estar un humano. 

5

Justo es que uno se sienta digno de sus desalientos ante la plétora de los desalmados que a fuerza de inmundicias prorrogan la sociedad. 

6

Es un error generalizado creer que se puede ser edificante sin ser demoledor. Junto a las razones que ningún servilismo ha logrado dementar ni avillanar, las evidencias aguardan emparedadas tras pesados muros de intereses hostiles a la expansión del conocimiento.

7

La libertad comienza donde acaba el miedo, pero el miedo no acaba mientras haya celo de cosas que ganar y que perder. 

8

No existe fortuna capaz de comprar la libertad de espíritu que posee quien es ajeno a la intranquilidad de pensar en el dinero. 

9

No sospecha la «libertad para» lo desenvuelta que puede llegar a ser la «libertad de». 

10

Ningún esfuerzo se acomete en vano, ningún empeño queda sin fruto, cuando se trata de conseguir la perdición de la propia libertad.

11

No solo el éxito como razón y medida de todas las almas, sino que no tenerlo sea un crimen, tal es el mayor desollamiento que debemos a los próceres de nuestro tiempo. 

12

El éxito es un carril demasiado angosto para el espíritu que desdeña reducirse.

13

A menos que uno haya aprendido a engañarse a sí mismo y olvidado que lo hizo, morirá sin despejar la incertidumbre de sus méritos.

14

Los grandes hombres son obra de una posteridad empequeñecida. 

15

Habida cuenta de los laureles cosechados por los modos groseros de humanarse, la ironía reflexiva es el único humor que tolera la virtud sin malograrse. 

16

Como el autor de talento en su obra, así está Dios en la suya, presente en todas partes y localizable en ninguna.

17

Hay sucesos tan fuera de propósito en su buena estrella que solo son explicables por la intervención de una mano providencial.

18

Nada es más verdadero que la forma de contemplar las cosas y nada menos falso que cada uno lleva en sí demasiadas perspectivas como para no resultar ilusorio.

19

Porque nada es interesante por sí mismo, porque lo interesante radica en la forma de recrear lo evaluable, la realidad debe ser una lanzadera cognitiva desde donde la imaginación se despegue de todo. 

20

Mezclada va la revelación con el delirio dentro de una maquinaria elemental que urde sus apariencias de formas tan instructivas como destructivas. 

21

Un mundo hecho añicos, que huye de su centro en todas direcciones, solo a costa de iluminaciones contrapuestas a su potencia de fuga puede recibir la bendición de nuestra confianza espiritual. 

22

El determinismo que antaño se buscaba con ahínco en el firmamento ha sido desplazado por la ciencia de hogaño a las constelaciones rubricadas por el genoma. El escrutinio ha descendido de la carta astral a la carta carnal. 

23

No puede haber vocación sin un vínculo fatal de la mente con lo inefable. E incluso si conlleva la ruina física y el aislamiento moral, la única salud aceptable para un ánimo de temple creativo se delibera en los rigores del arte.

24

Cuando uno crea con alma no debe creer en otra cosa que en el alumbramiento. Ni siquiera las necesidades primarias pueden ser una fuente de distracción para quien bebe directamente del néctar escanciado por las musas.

25

No sin certeza descubrimos que la sombra que pende sobre nosotros también es proyectada por los sucesos venideros. 

26

Mejor que en la inspiración debiera pensarse en la intuición capaz de hallar la ruta justa en la zarabanda de las ideas que nos acechan sin forma ni sentido definidos. 

27

Todo lo que un autor no haya sabido esclarecer con su arte le sobrevivirá convertido en diana para la avidez cinegética de sus críticos. 

28

Mal anda el artista que necesita recibir palmaditas en la espalda para mover el ingenio. Por el bien de la obra, ahórrense los presentes a la dependencia emocional del creador. 

29

De nuevas remesas de imbéciles no se vaciará el mundo mientras a ojos de los listos haya soñadores que ordeñar.

30

Si la depresión tuviera arreglo, la vida sería inconcebible. 

31

¿De qué ser hablamos si uno es apenas, y en los mejores casos, otro intento truncado de conjugar al simio con lo eximio?

32

Muere pero no caduca el juicio que a sí mismo se educa. 

33

Desde que el mundo es mundo, la belleza y la política son realidades tan antagónicas como la sensibilidad y la procreación. 

34

Cuanto más se agita una vida, más parecido revela con un instrumento hueco como el sonajero y menos con la inteligencia. 

35

De todas las expresiones que el ofuscado lupanar de la política exhibe, la que aún no es por completo aborrecible es el motín, en particular el levantamiento que se sabe fracasado por anticipado, porque de todos los trastornos superfluos que ocasionan las disputas civiles ninguno es más idóneo para ilustrar cuán poco ha progresado la humanidad. 

36

La patria es el aire que uno toma y devuelve con su diafragma; lo demás, eso que aparece delimitado en los mapas y retratado en las guías turísticas, es tan solo un marco para acotar lo irrespirable. 

37

No se explica uno qué clase de impulso atroz poseyó a sus ancestros para venir a residir a climas tan inhóspitos como el que habita. Salvo que fueran unos cafres incorregibles —lo que no puede ser descartado de entrada—, quizá su elección se hallara justificada porque gracias a la crispación que producen algunos sitios descubrieron un remedio eficaz para el vicio del «gusto por la vida». 

38

Si el nacionalismo se cura viajando, como pensaba el autor de El árbol de la ciencia, no es menos cierto que el menosprecio del propio terruño suele responder positivamente al mismo tratamiento. El viaje solo se completa cuando anima al regreso.

39

El imperialismo es inclusivo y el nacionalismo exclusivista; aquel es un falso troquel y este una moneda falsa. Apreciada esta diferencia de relieves, su lugar común es la petulancia de un pueblo convencido de su primacía sobre los foráneos. 

40

La infalibilidad del sufragio ha sucedido a la infalibilidad papal de igual manera que las necedades  de la democracia han reemplazado a las contumacias de la teocracia allí donde lo importante, sobre cualquier otro concepto político, sigue siendo acatar al mono dominante. 

41

Sueña la democracia con igualar en mezquindad a la plebe y a la burguesía para intimidar, en todo momento, al que tiene verdadera clase para no imitar el enanismo agigantado de la mayoría. 

42

Cuanto más finas son las paredes de los cubículos, más gruesos son los tímpanos de quienes los habitan.

43

No vive en paz quien permanece entre aquellos con quienes muy a su pesar se acaba midiendo. La exigua paz que puede tener un mortal consiste en situarse donde nadie que no haya escogido su corazón le tome el pulso. 

44

No cometa uno la ligereza de perder de vista el suelo que ya no pisa.

45

Metido en tratos con la matriz, el cerebro resolverá que todo lo que sucede más allá de los veinte centímetros de prospección en cavidad ajena no es asunto suyo. 

46

Póngase visión de hondura en cada ser mancillado con el nacimiento y resérvese la vida para ninguna parte, donde no pueda volver a ultrajar el alma. 

47

A fe mía, ninguna calamidad de nuestro siglo sería posible sin la fijación generalizada con la celebridad, sin el pesar de tantos por hacerse notar con la pesantez de los tontos que viven de la prez.

48

Al barroquismo industrial debemos unos cuantos adminículos fabulosos, algunas infraestructuras útiles y una miríada de profesiones idiotas con sus respectivas legiones de aspirantes.

49

No hace falta más que contemplar sin apegos los pavores del mundo para empezar a ser menos mugriento.

50

Cuando un espíritu elegante se pliega de buen grado a los rebajamientos impuestos por la acción, a nadie decepciona más que a sus rivales, a los que priva de un promontorio que atacar. Flaubert alardeaba de su desprecio a los hombres de acción remontándose con él hasta a un designio portentoso: «El pensamiento es eterno, como el alma, y la acción es mortal, como el cuerpo». Calló referir que tampoco el pensamiento se libra de nacer tarado y pacotillero, como algunas deidades de amenes amenazantes, y que en esos casos su eternidad depara un castigo de indefectibles tautologías.

51

¡A qué contorsiones de la existencia no compelerá la integridad ética! Una vez se asumen principios elevados de conducta, tras los primeros desasimientos afianzados la coherencia exigirá como último tributo el suicidio. 

52

Al puritano se le puede disculpar su fervor, pero no la estupidez de haber puesto al calor de la devotería una olla a presión de bajas pasiones desprovista de válvula de seguridad.

53

Tan harto estoy de pensarme que ya no me pongo cara; tan harto de encararme conmigo que compongo pensamientos como si tuviera la osadía de haberme arrancado de mí mismo.

54

Mi presencia aporta todavía esencia de leticia a algunas personas. ¿Cómo no ver en la hilatura de sus sonrisas la red con que soy pescado por la vida? 

55

Como de costumbre, me he levantado por error; como por error, me he acostumbrado a dormir de pie.


 
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