Christian Schloe, My heart is my castle |
François de CHATEAUBRIAND
El genio del cristianismo
En el retiro no aherrojado de estos días de involuntario celibato, en los que apenas me consiento el intercambio de una sílaba con otro simio ni más cabal discernimiento que la dilatación de mi menudencia, vuelvo a recorrer las dimensiones reales de mi soledad, que me hace filigranas, y a percatarme de la fogosidad de mis renuencias a perseguir el espejismo de una vida enraizada en el siglo, de lo que intento hacer filosofía porque no siempre deja de causarme amargas intemperancias la desproporción habida entre el temple consolidado y lo que uno siente perdido, a su pesar, fuera de la acrópolis flotante de la autarquía. Asomado en este punto al desfiladero circundante de la humanidad, encuentro que no solo debo al deterioro de los años el mérito de haber devastado la práctica totalidad de las ilusiones, si bien las necesidades vinculadas a ellas mantienen la culposa costumbre de seguir conmigo privadas, eso sí, de los encantos que solían desplegar para embridarme.
Cuanto existe se reinventa a cada instante a partir de la síntesis de lo anterior, o así establecen los estados poco fluidos de la mente su pacto narrativo con los trayectos del mundo. También la paradoja puede ser leída como ese momento de máxima entropía y mínima cesura en que lo viejo crea lo nuevo y lo naciente engendra lo vetusto. Respiro.
Ninguna realidad manda menos que cuando es aceptada, cuando lo indispuesto se dispone a la confesión que anuda la desnudez del ser sustantivo a un acto —valga la expresión— de contigüidad sacramental, aunque uno medite a ombligo emparedado y en su elipsis de criatura aún por acabar se haga germen de toda brizna lejos de todo dios.
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