4.8.17

PARÁBOLA DE UN AHOGADO

Esao Andrews
¡Salud, dioses de los lugares ansiados,
y tú, tierra, que has de dar nuevos dioses al Cielo,
y ríos y fuentes de los que goza el suelo hospitalario,
y ninfas de los bosques y coros de las náyades!
OVIDIO 
Metamorfosis

Se me había encomendado la tarea de revisar el nivel freático de un sondeo abierto en el caserío donde llegaron a residir hasta cuatro generaciones de parientes cuando aún no alzaba yo a escudriñar intimidades por el ojo de una cerradura, distracción inútil, por lo demás, puesto que en aquella edad de confianzas pulcras las puertas nunca se cerraban salvo a la hora de arrebujarse y delegar la soberanía del territorio familiar a los mastines.

A pesar de que la sequía y los señores de Maizalia llevaban exprimiendo la comarca durante lustros muy por encima de lo que tierras y embalses podían dar sin extraer miseria de sí, la clariosa raseaba el suelo y en su ascenso desde el acuífero trajo más viajeros que reflejos a mi examen ocular: varios peluches de animales buceaban a pata grácil a un escaso palmo de la superficie. Encadilaban por su porte poderoso una mantis religiosa y un milpiés reproducidos a una escala que calculé entre quince y veinte veces superior a la original. Con gusto los hubiese acariciado siguiendo una reacción de curiosidad, estabilizada tras la sorpresa, de no ser porque los bichetes retrocedieron ante la grúa de mis manos para ir a ocultarse en los recovecos de la roca. Asomándome al brocal, pude también atisbar el fondo cubierto por un extraño sedimento, liviano en su albura cocaínica, que me recordó al material empleado en las bolas de nieve navideñas.

Telefoneé a mi padre con la urgencia de introducir un contraste sensorial en lo que presenciando me maravillé, aunque no sin dedicar la reserva de mi atención, en el intervalo que demoró su llegada, a un presagio de calamidad que me indujo a preferir el mal menor de la alucinación frente a otras derivadas del hallazgo. En vano. Los peluches animados nos contemplaron indistintamente con la digna expectación de los cangrejos que aguardan en la orilla el siguiente movimiento de los bañistas convertidos en sus improvisados captores. A la pregunta sobre cómo habían llegado ahí tales chirimbolos, y excusada la velada acusación de que pudiera estar embromándolo, aventuré «la posibilidad de que una forma de vida imperceptible para nosotros esté jugando con ellos». Maticé mi conjetura bajo el canguelo de que fueran un cebo, manejado por alguien remoto o por una inteligencia ignota, con el propósito de atraernos hacia un punto en el que sería fácil hacernos caer al pozo, pues siendo estos juguetes un complemento inofensivo de la ternura infantil, ¿qué mejor alojamiento para mullir un señuelo? Fue así que decidimos poner fin a la sesión de acuario antes de apresurar conclusiones.

Con el auxilio de una escoba pugné por pescarlos uno a uno con la misma dificultad que un banco de anguilas opondría a mis pedestres empeños de control. El último, el más reticente de los muñecos fue la mantis, y toda vez que los esfuerzos por sacarla resultaron infructuosos con los utensilios disponibles, hundí mi brazo cuán largo era hasta que logré agarrarla de las antenas como haría un labriego con las boas callosas de sus dedos al asir por el cuello una cebolla tenaz.

Fuera del agua, nada más tocar el pavimento, los peluches quedaron exánimes y perdieron por momentos todo lustre y colorido, un espectáculo que atrapaba los sentidos y sus ramificaciones abstractas en la pila mortuoria de felpas. Me asaltó el remordimiento de haber destrozado un núcleo mágico de existencia, la de unas náyades revoltosas quizá. Y si en el ámbito de mi lamento hubo lugar para registrar la disonancia taciturna que acusa siempre a los humanos de volverse terroríficos cuando son poseídos por el miedo, peor gravedad contuve al intuir que abrigar el perdón por haberme conducido como cualquiera de ellos exigiría de mí no menos vidas que las robadas en un solo acto de temeridad.

Patricia Waller

Cuánta razón concentró Hipócrates al advertir «lo primero, no hacer daño», y qué irrazonable cumplimiento cabe darle a su axioma en el cauce de una vida. ¿Cómo no perjudicar, cómo no perjudicarse, siendo hijo cada uno del equívoco?

¡Coime de lo alto, protégenos de la incuria que padecemos sin permitirnos hacerla padecer a otros!, rogaría de buena fe si supiera, o, en ausencia de Progenitor, que los resortes del evo bendigan nuestras aberraciones con el desenlace de la totalidad habituada a clonarse en una sucesión de universos idénticos en el entramado de secuencias y consecuencias.

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