Todos se agitan, lo unos meditando y los otros actuando, el tumulto es indescriptible. ¿Pero cuál es el último fin de todo esto? Mantener individuos efímeros y atormentados durante un breve lapso de tiempo, en el mejor de los casos una miseria soportable y una comparativa ausencia de dolor a la que enseguida acecha el aburrimiento; luego, la propagación de esa especie y sus afanes. En toda esa manifiesta desproporción entre el esfuerzo y la recompensa, la voluntad de vivir desde ese punto de vista se nos aparece objetivamente como una necedad y subjetivamente como una ilusión que mueve a todo ser viviente a trabajar con el más extremado esfuerzo por algo que no tiene valor.
Arthur SCHOPENHAUER
El mundo como voluntad y representación
Exhibiendo una eficacia inversa a la del Diablo, cuya uterina astucia consiste en hacer creer que no existe, la mayor jugarreta de una tiranía es convencer a la mayoría de que la libertad está garantizada; la treta de la naturaleza, más imperativa que la peor dictadura concebida por criatura alguna, ha infiltrado un mantra biótico conforme al cual sentenciar condenas de existencia es un derecho consustancial a los humanos solo por ser portadores de órganos reproductores. Insumiso a los preceptos del Creador en las alturas, nadie como Lucifer, el Partero, lo ha servido más metódicamente en este valle de desguaces orgánicos. Que padecemos una época infernal se hace patente por medio de un sinfín de martirios que sería lastimoso enumerar, empezando por la trampa que ha convertido los principales escenarios de nuestra ruina en una conspiración genética y cultural contra la nobleza, sentida aquí como la capacidad de dar lo más depurado de sí mismo en cada pormenor o bien, ante la duda, la prudencia de adoptar, contra vientos y mareas colectivas, la conducta menos prolífica, es decir, la más inmune a infecciones ontológicas.
Con el promedio de la población mundial inadaptada todavía al descrédito soportado por el señuelo cristiano de la salvación de un alma que, según el mensaje bíblico, guarda más similitud con el culto timorato al propio culo que con la trascendencia de la identidad, e ignorante en gran medida esa misma grey de las sutilezas metafísicas de otras religiones que, cansadas de reiniciar el absurdo de la encarnación, han buscado el acceso a lo que algunos han expresado como Dios Desconocido o No Ser tras una vía de desenredo espiritual estructurada en una esquena de etapas demasiado fatigosas para la urgencia acomodaticia de la mentalidad actual, la esperanza en la supuesta nada que nos acogerá al espicharla se encarga hoy de traducir a estímulos compatibles con los pesares y ajetreos cotidianos una revisión ansiolítica del carpe diem: «Puesto que solo hay esto, ¡abundemos en ello!»
Al desencantado del artesonado de una realidad compuesta de inclemencias se le reprocha con puntualidad la incongruente actitud de prorrogar el suicidio, imprecación incrementada por la ineptitud del censurador que elude considerar no solo cuestiones que atañen a la esfera de las intimidades compartidas, como el daño adicional que puede provocar el apostrofado con su desaparición voluntaria a seres a quienes una deuda de afecto veda ocasionar ese trauma, sino incluso la posibilidad filosófica de que la vida que el optimista alaba tan a la ligera no finalice con la muerte, premeditada o no, del pesimista que la juzga sometida, con razón, a crueldades intolerables. Y si ninguna fuerza lógica puede obligar a otro a apagarse contra su arbitrio, tampoco es óbice para que el sufrimiento intrínseco a la condición humana, rea de conciencia en la enfermedad degenerativa de subsistir, no guíe a la poderosa conclusión de que mejor que el mundo sin nosotros, estaríamos nosotros sin él.
Ciertamente, en vista de la obstinación combinatoria de las partículas caídas en el precipicio de la eternidad, no seremos la primera ni la última especie accidentada en la lucidez de su tragedia que se extinga a lo largo de los eones, pero nada en nuestra agitada odisea planetaria impide que podamos asumir una experiencia pionera centrándonos en la negación a cebar el destino con descendientes que multipliquen el aciago impulso de mantener en movimiento la maquinaria evolutiva. Solo elevándose a esta responsabilidad sin precedentes el homínido merecerá el sobrenombre de sabio que se concedió cuando ni siquiera imaginaba que este calificativo lo retaba a la síntesis de su más cumplida claudicación, una retirada que quizá no resulte definitiva si especulamos a la sombra del anatema que postula la repetición del universo hasta la náusea infinita. Así podemos deducirlo a tenor de la
hipótesis de ergodicidad (del griego
έργον, trabajo, y
οδός, camino), en la que desentraño una ratificación matemática —excusada sea mi deficiente autoridad en la materia— de la antigua noción de palingenesia, el perpetuo ciclo de muerte y renacimiento de lo existente; establece que a partir de una cantidad limitada de energía, todos los estados que pueda adoptar el sistema que la contiene son igualmente probables cuando el tiempo disponible para conjugarlos es suficientemente prolongado. Si además de verosímil esta suposición no es falsa, el error de nuestra especie no acabaría con su desaparición, ya que la dinámica interna del cosmodrama implicaría que para llevar a término la anulación de un capítulo tendría que paralizarse, en consonancia, la totalidad. Tarea ímproba, física y teleológicamente delirante, en la que vuelve acorralarnos la ironía, enmascarada como fatalidad, de Ananké, la Necesidad a la que los dioses, por arrogantes que sean, también deben rendir programaciones.
Incontables estrellas han de agonizar para que bulla una vida e incalculables vidas serán trituradas para encender una estrella; entre ambas, la inteligencia consciente se halla acosada como el misterio azaroso de un faro que rutila en precario sin saber qué hacer consigo, salvo vaticinar su próximo colapso. No ha bastado que hayamos hecho de nuestra historia el despliegue de un deicidio ni funcionará que acordemos escapar de las tempestades milenarias ciñéndonos la corona del homicidio ecuménico; lo inconcebible, que se agita en el lecho abismal de cada uno, exige que cometamos lo imposible, nos conmina a que seamos cosmicidas frustrados.
Creo que El Bosco, talento ejecutor de este muestrario de pecados capitales, «aquellos a los que la naturaleza humana caída —comenta el autor de la Summa— está principalmente inclinada», admitiría de buen grado que estas sietes pasiones gobiernan el orbe porque este, a su vez, se arrebata con una octava que no se nombra: el miedo... ¿En qué categoría introducimos la procreación?