Aquel que vive
arrojando de sí todos los deseos,
sin apego por nada,
liberado de la idea de «lo mío»,
liberado de la idea del «yo»,
aquel alcanza la paz.
Bhagavad Gītā 2, 71
Cada día, a cada maldito instante, queda demostrado que pocas creencias son más hostiles a la prosperidad social que la confianza en el progreso tecnoeconómico y, no obstante, pocas actitudes son más despreciadas que la autocontención de la natalidad por los mismos que se escandalizan ante sucesos íntimamente ligados al catecismo del crecimiento, cuales son, entre otros atolladeros, la intoxicación medioambiental, las convulsiones migratorias, la devaluación de la mano de obra y las interminables guerras que engrosan con bajas civiles combates donde ningún alto mando, al igual que ninguno de sus instigadores, corre jamás peligro alguno. Será porque la posibilidad de permitir a los humanos administrar mejor los limitados recursos materiales y discernir, con mayores márgenes de maniobra, la finalidad específica de su papel planetario les parece una alternativa que coarta sus derechos básicos, pues así designan hábitos tan irreflexivos como aquel que los convierte en fabricantes de cadáveres, o ese otro que los entrega en adicción al consumo de fruslerías rentables por cuanto aumentan la capacidad de absorción del mercado.
arrojando de sí todos los deseos,
sin apego por nada,
liberado de la idea de «lo mío»,
liberado de la idea del «yo»,
aquel alcanza la paz.
Bhagavad Gītā 2, 71
Cada día, a cada maldito instante, queda demostrado que pocas creencias son más hostiles a la prosperidad social que la confianza en el progreso tecnoeconómico y, no obstante, pocas actitudes son más despreciadas que la autocontención de la natalidad por los mismos que se escandalizan ante sucesos íntimamente ligados al catecismo del crecimiento, cuales son, entre otros atolladeros, la intoxicación medioambiental, las convulsiones migratorias, la devaluación de la mano de obra y las interminables guerras que engrosan con bajas civiles combates donde ningún alto mando, al igual que ninguno de sus instigadores, corre jamás peligro alguno. Será porque la posibilidad de permitir a los humanos administrar mejor los limitados recursos materiales y discernir, con mayores márgenes de maniobra, la finalidad específica de su papel planetario les parece una alternativa que coarta sus derechos básicos, pues así designan hábitos tan irreflexivos como aquel que los convierte en fabricantes de cadáveres, o ese otro que los entrega en adicción al consumo de fruslerías rentables por cuanto aumentan la capacidad de absorción del mercado.
Siempre será peligrosa la voluntad que procura hacer coincidir la humanidad con algún modelo de orden ideal y lo prueba el hecho de que todavía, a la izquierda y a la derecha, se preconizan a todo trapo recetas de cambio subordinadas al productivismo a modo de única vía de recuperación colectiva. Pero remisa al redondeo de cualquier aritmética política, la realidad presenta curvas menos amables en la carrera hacia el erebo y el desarrollo de una nación sirve así, con metódico empuje, para que caigan más rápidamente sus proles al vertedero. Solo las omisiones soberanas, desde la abstención de dar eco mental a ciertas redes a la renuncia a procrear, proponen la última forma de congruencia inconformista en el seno de una especie que todo se lo permite, excepto criticarse, y a la que nada ha ofuscado tanto como la admiración profesada a la transparencia comunicativa... Ni la Gestapo soñó con una utilidad como Twitter; han tenido que ser los sucesores de sus supuestos adversarios quienes han extendido al deseo de figurar los dispositivos de vigilancia generalizada.
Si se trata de lucir conclusiones diáfanas, en la tez se me insinúa la sombra dentada de una media luna al recordar que fue un metafísico de la talla de Kant, cuyas moralinas muchos de nuestros autómatas biológicos aplaudirían con gusto, quien opinaba de los seres sumisos a la irracionalidad de los impulsos que tienen «un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos».
Inepto para seguir siendo donante de medida en todas las cosas, el hombre ha reculado hasta abreviar en la cosa toda su medida.
También lo grande se pulveriza cuando lo heredan pueblos minúsculos. The Course of Empire: Destruction, de Thomas Cole.
Si se trata de lucir conclusiones diáfanas, en la tez se me insinúa la sombra dentada de una media luna al recordar que fue un metafísico de la talla de Kant, cuyas moralinas muchos de nuestros autómatas biológicos aplaudirían con gusto, quien opinaba de los seres sumisos a la irracionalidad de los impulsos que tienen «un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos».
Inepto para seguir siendo donante de medida en todas las cosas, el hombre ha reculado hasta abreviar en la cosa toda su medida.
También lo grande se pulveriza cuando lo heredan pueblos minúsculos. The Course of Empire: Destruction, de Thomas Cole.
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Ningún comentario recibido con posterioridad al verano de 2019 recibirá respuesta. Hecha esta declaración de inadherencia, por muy dueño que me sienta de lo que callo dedico especial atención a los visitantes que no marchan al pie de la letra.