Jan Lievens, Naturaleza muerta con libros |
Que bramen enfurecidos los vientos, agitando las olas sobre los restos del naufragio: tú, fiado en la firmeza de tu inconmovible atrincheramiento, verás fluir serenos tus días y podrás desafiar los elementos.
BOECIO
La consolación de la filosofía
Nunca me lamento con gracia delante de mí: habida cuenta de la cantidad de lectores desconocidos a quienes me confío, hacerlo sería escatimar el pacto de franqueza alcanzado entre los taciturnos aliados a ambos lados del vítreo. Pixelaciones mentales aparte en la captura confesada de mis contumacias, bien puede ser este tan mal momento como cualquier otro para evocar un recuerdo asaz significativo sobre mi temprano espíritu de deserción. No me obsta para ello que lustrando estos clavos trasnochados cometa contra el propósito inicial de firmeza la apariencia de impartir una lección de flaqueza. Con desvergüenza torera, pues, bajo mi traje vivo de cueros la faena va por ustedes...
Ya en la pubertad, cuando soplaba no más de trece años, empecé a desmembrarme del convencimiento necesario para hacer conmigo un proyecto de vida. ¡Cómo me hubiera encantado entonces evaporarme antes de cruzar el Rubicón de la mayoría de edad! Tanto me lo repetía de la noche al despertar confundiendo parodia de la adultez con prolepsis, y tanto del despertar a la noche buscando en el futuro negado un presente imposible, que no supe sino tentarme a dar por cumplido, con mi emergido desarraigo, un destino truncado en agraz. ¡Qué angustia y a la vez qué nivel de autonomía frente a mi biografía en aquel fuliginoso acceso a la adolescencia! Sólo acertaba a buscarle guasa a los estudios, a coquetear con el misterio terrible que me alejaba de las diversiones normales y a sentir como un insulto el chantaje insulso de las responsabilidades subordinadas al porvenir. Un principio de avidez por saber ora cobraba pujanza en mí, ora se desinflaba en forma de asco a la menor perseverancia, quizá porque la savia de mi atención se hallaba reconcentrada en esa providencia que de seguro, pronto, me barrería. ¿Reventaría en un accidente de moto? Rodado no demasiado el almanaque acabaría sobreviviendo ileso a varios, insuficientes para creerme invulnerable aunque sí lo bastante aparatosos para incitarme a explorar el cauce de mi obsesión necrológica en otras direcciones. ¿Me ahogaría en la tinta de jibia del río donde a diario nadaba en vacaciones? Ojalá un monstruo antediluviano me hubiera arrastrado al fondo con el amorucón de sus secretos. ¿O acaso entraría mi sangre en erupción mediante un paroxismo de entrega a las ménades escogidas dentro de un abanico de ofrecimientos intocables salvo por el arte tornadizo de la fantasía? Mis venas, resistentes, no admitían esa posibilidad; había otras, por supuesto, millones de posibilidades de ser aniquilado a las que no concedía un umbral mínimo de credibilidad, qué ingenuo, como si lo que yo estimara al respecto determinara automáticamente el engranaje de los acontecimientos. Ni elusivo ni adhesivo, me consternaba más la proximidad del atolladero impuesto por el mandato interior de una fecha límite de vida, ese peculiar contrato fáustico al que habría de responder atentando contra mí mismo sin la resolución de una causa previa de perecimiento. Y entretanto, qué bien deflagraba en mi circunstancia La misma vieja historia entonada por nuestro Luzbel santacrucero:
Un adolescente aburrido
es, ciertamente, un paisaje
muy triste
y aún más
sabiendo que hay mujeres
que duermen
con la boca abierta
y docenas de parejas
que se hacen el amor
en chino, francés, árabe
o en el idioma
de los delfines.
Por eso hay tantas butacas
en los cines
y tantas camas en las casas.
Y es que la inteligencia
es erótica
y el arte perfecto
el orgasmo.
Un adolescente aburrido
es, ciertamente, un paisaje
muy triste
y aún más
sabiendo que hay mujeres
que duermen
con la boca abierta
y docenas de parejas
que se hacen el amor
en chino, francés, árabe
o en el idioma
de los delfines.
Por eso hay tantas butacas
en los cines
y tantas camas en las casas.
Y es que la inteligencia
es erótica
y el arte perfecto
el orgasmo.
Adriaen Coorte, Naturaleza muerta con fresas silvestres |
Cuanto más en verdad miraba dentro y fuera de mí, tanto más motivo hallaba para dolerme del mundo. Con frecuencia y con menos curiosidad que amargura concluía que mi deber moral consistía en suicidarme para impugnar mi determinación, seguidamente, con un raro orgullo de amortajado en vida. Y si por un flanco me reprochaba tener que morir sin haber peleado, acudía por otro a la objeción en mi descargo de estar bregando como un león enclaustrado contra las pautas encalomadas por los demás, convertidos a tal efecto en personificaciones de alguna clase de coacción y en trasuntos, también, de lo que hoy podría denominar invalidez ontológica. Que apuesten por uno, que otros esperen de uno aposturas ajustadas al ideario de las manías comunes, me parecía tan lamentable que decidido estaba a obviarlos a cualquier precio.
Placa de marfil procedente de Nimrud (siglos XIX-VII a. C.) |
Repudiados con encono de réprobo todos los deberes, repudiados hasta descomponer el deseo de perseguir placeres de los que no sin desgarro me autoexcluía, apenas quedaba vigor en mí para el sufrimiento de elegir entre arrancarme de la escena o afianzarme en el montaje; a nada, por ende, me resistía más que a tomar ese arbitraje. En modo alguno quería ser voluntad y menos aún duración a voluntad. Segundo a segundo, demoraba en este dilema escueto mis eternidades de prisionero. Sujeto a la caverna de mi mente se agitaba la ferocidad de un animal de destierro cazado por la vida.
Así estridulaba yo y así callaba, cargado de profundidades que anhelaban saltar más allá del tiempo a través de lágrimas en las que nunca lograba persuadirme de la mucha ausencia invocada desde la escasa presencia que era. ¿Debería asombrarme por haber dedicado la energía de las cuatro décadas que atesoro a traicionar mi predisposición al abandono con el quebranto exacto transmitido por el pesaje de los actos? Ser una báscula de la Creación y no ser infiel mal que me pese, he ahí la tarea en que he fijado mi tara.