22.12.16

DE LA OBSTRUCCIÓN DE SÍ: UN EJEMPLO

Jan Lievens, Naturaleza muerta con libros
A todos los que sufren por la inadaptación de un ser querido, empezando por la del ser no querido

Que bramen enfurecidos los vientos, agitando las olas sobre los restos del naufragio: tú, fiado en la firmeza de tu inconmovible atrincheramiento, verás fluir serenos tus días y podrás desafiar los elementos.
BOECIO
La consolación de la filosofía

Nunca me lamento con gracia delante de mí: habida cuenta de la cantidad de lectores desconocidos a quienes me confío, hacerlo sería escatimar el pacto de franqueza alcanzado entre los taciturnos aliados a ambos lados del vítreo. Pixelaciones mentales aparte en la captura confesada de mis contumacias, bien puede ser este tan mal momento como cualquier otro para evocar un recuerdo asaz significativo sobre mi temprano espíritu de deserción. No me obsta para ello que lustrando estos clavos trasnochados cometa contra el propósito inicial de firmeza la apariencia de impartir una lección de flaqueza. Con desvergüenza torera, pues, bajo mi traje vivo de cueros la faena va por ustedes...

Ya en la pubertad, cuando soplaba no más de trece años, empecé a desmembrarme del convencimiento necesario para hacer conmigo un proyecto de vida. ¡Cómo me hubiera encantado entonces evaporarme antes de cruzar el Rubicón de la mayoría de edad! Tanto me lo repetía de la noche al despertar confundiendo parodia de la adultez con prolepsis, y tanto del despertar a la noche buscando en el futuro negado un presente imposible, que no supe sino tentarme a dar por cumplido, con mi emergido desarraigo, un destino truncado en agraz. ¡Qué angustia y a la vez qué nivel de autonomía frente a mi biografía en aquel fuliginoso acceso a la adolescencia! Sólo acertaba a buscarle guasa a los estudios, a coquetear con el misterio terrible que me alejaba de las diversiones normales y a sentir como un insulto el chantaje insulso de las responsabilidades subordinadas al porvenir. Un principio de avidez por saber ora cobraba pujanza en mí, ora se desinflaba en forma de asco a la menor perseverancia, quizá porque la savia de mi atención se hallaba reconcentrada en esa providencia que de seguro, pronto, me barrería. ¿Reventaría en un accidente de moto? Rodado no demasiado el almanaque acabaría sobreviviendo ileso a varios, insuficientes para creerme invulnerable aunque sí lo bastante aparatosos para incitarme a explorar el cauce de mi obsesión necrológica en otras direcciones. ¿Me ahogaría en la tinta de jibia del río donde a diario nadaba en vacaciones? Ojalá un monstruo antediluviano me hubiera arrastrado al fondo con el amorucón de sus secretos. ¿O acaso entraría mi sangre en erupción mediante un paroxismo de entrega a las ménades escogidas dentro de un abanico de ofrecimientos intocables salvo por el arte tornadizo de la fantasía? Mis venas, resistentes, no admitían esa posibilidad; había otras, por supuesto, millones de posibilidades de ser aniquilado a las que no concedía un umbral mínimo de credibilidad, qué ingenuo, como si lo que yo estimara al respecto determinara automáticamente el engranaje de los acontecimientos. Ni elusivo ni adhesivo, me consternaba más la proximidad del atolladero impuesto por el mandato interior de una fecha límite de vida, ese peculiar contrato fáustico al que habría de responder atentando contra mí mismo sin la resolución de una causa previa de perecimiento. Y entretanto, qué bien deflagraba en mi circunstancia La misma vieja historia entonada por nuestro Luzbel santacrucero:

Un adolescente aburrido
es, ciertamente, un paisaje
muy triste
y aún más
sabiendo que hay mujeres
que duermen
con la boca abierta
y docenas de parejas
que se hacen el amor
en chino, francés, árabe
o en el idioma
de los delfines.
Por eso hay tantas butacas
en los cines
y tantas camas en las casas.
Y es que la inteligencia
es erótica
y el arte perfecto
el orgasmo.

Adriaen Coorte, Naturaleza muerta con fresas silvestres
Entre orgasmos, en efecto, hubiera querido extinguirme y nada más. Más que la muerte con su bacanal de reclamos, me aterraba que su promesa fuera un fraude, un desmantelamiento en falso, la prueba de tránsito debida al último paraje del desengaño. Dudaba de todo y todo dudaba de mí. Cuanto más quería cambiar el mundo en un sentido, más me cambiaba el mundo en el inverso. Soñaba que iba de ala y a la que iba en ascenso despertaba en caída libre. Vagaba, divagaba y aún me quedaba, sin embargo, una reserva de fascinación que compartir con aquellos seres dotados de una bondadosa capacidad para el recogimiento, seres a los que amaba sin esfuerzo y entre los cuales podría mencionar con honores de reina en el exilio a mi abuela materna, la única que conservaba la facultad de rezar en una casa donde la mesa solía ser bendecida con blasfemias no siempre para feliz digestión de las tribulaciones cotidianas. Personas como ella tenían lo que hay que tener para asentar el sentimiento antiguo y absoluto de la fe incluso a expensas del lastre que suponían sus creencias; una fe sentida por mí como una suerte de prótesis o como el truco chapucero de proyectar un constructo con el fin de hacerse ilusiones y brindar un tratamiento divino al misérrimo qué de cada quien; un consuelo, en síntesis, y en todo caso una aberración según la vara desmedida del temperamento virginal de mi rebeldía. Que pudiera existir un dios que, siendo parte, fuera además juez supremo vulneraba sobremanera mi noción terrenal de la equidad. Ulteriores experiencias me invitarían a descubrir que las explicaciones teológicas acerca de las realidades humanas tienen sobre las de otro tipo la ventaja de mantener a nuestra especie en el punto justo, un lugar intermedio entre el firmamento y el inframundo, así como el patrimonio simbólico de haber tendido puentes tenaces entre el mito y la historia por donde la inteligencia puede conectar la orilla de la imaginación a la orilla de la sustancia sin precipitarse en la maraña de los abismos. De los horrores vencidos obtiene la sabiduría el poder que irradian sus mejores formulaciones en concepto de grandeza, indicio cierto de que allí donde un templo se funda sólido en las almas sus raíces han recibido el don de ser alimentadas por un abismo contenido.

Cuanto más en verdad miraba dentro y fuera de mí, tanto más motivo hallaba para dolerme del mundo. Con frecuencia y con menos curiosidad que amargura concluía que mi deber moral consistía en suicidarme para impugnar mi determinación, seguidamente, con un raro orgullo de amortajado en vida. Y si por un flanco me reprochaba tener que morir sin haber peleado, acudía por otro a la objeción en mi descargo de estar bregando como un león enclaustrado contra las pautas encalomadas por los demás, convertidos a tal efecto en personificaciones de alguna clase de coacción y en trasuntos, también, de lo que hoy podría denominar invalidez ontológica. Que apuesten por uno, que otros esperen de uno aposturas ajustadas al ideario de las manías comunes, me parecía tan lamentable que decidido estaba a obviarlos a cualquier precio.

Placa de marfil procedente de Nimrud (siglos XIX-VII a. C.)
Un álgebra elemental establece que en el combate con y contra uno mismo, igual que en el trabado a cara y a sombra con la vertiente exterior de los hechos, quien se alza con la victoria no es otro que el perdedor. Dada mi falta de espejismo para el menor compromiso productivo seguí ensayando lo que mejor hacía desde niño: ficciones, expansiones figuradas que comenzaban a depararme nuevas formas de pensar la acción que me rehuía, es decir, los consabidos subterfugios pensados al aderezo de la irrealización personal. Desancorado en esos fabuladeros se me fue arremolinando el pensamiento como un adictivo pienso, como un sustento de gárgola —¡ay, la gargolidad!— que identifica a quienes poseen la nostalgia de no haber existido jamás. El pasado, al que nada podía añadir sin mentira ni quitar sin olvido, me parecía un género degenerado por su carácter irreparable, mientras que el futuro me suscitaba en paralelo una pereza tremenda y fatalista, equiparable al rechazo que un carácter no doblegado por el miedo a estarse quieto experimentaría al verse conminado a disputar una carrera de obstáculos en pos de un agujero negro. ¿Necesitaba yo correr tras el jadeo universal que ya tenía en mí? 

Repudiados con encono de réprobo todos los deberes, repudiados hasta descomponer el deseo de perseguir placeres de los que no sin desgarro me autoexcluía, apenas quedaba vigor en mí para el sufrimiento de elegir entre arrancarme de la escena o afianzarme en el montaje; a nada, por ende, me resistía más que a tomar ese arbitraje. En modo alguno quería ser voluntad y menos aún duración a voluntad. Segundo a segundo, demoraba en este dilema escueto mis eternidades de prisionero. Sujeto a la caverna de mi mente se agitaba la ferocidad de un animal de destierro cazado por la vida.

Así estridulaba yo y así callaba, cargado de profundidades que anhelaban saltar más allá del tiempo a través de lágrimas en las que nunca lograba persuadirme de la mucha ausencia invocada desde la escasa presencia que era. ¿Debería asombrarme por haber dedicado la energía de las cuatro décadas que atesoro a traicionar mi predisposición al abandono con el quebranto exacto transmitido por el pesaje de los actos? Ser una báscula de la Creación y no ser infiel mal que me pese, he ahí la tarea en que he fijado mi tara. 

9 comentarios:

  1. Solamente me inmiscuyo para apuntar que, nuevamente, quizá más que nunca, se ha dado una sincronía mental de las que me extrañan sobremanera. Ante este autorretrato biográfico, créaseme a pies juntillas cuando digo que llevaba yo varios días preparando un autorretrato -captura de mi perfil presente, no biográfico- que -y esto es lo sorprendente- tenía planificado publicar esta misma noche. Ignoro si la estela del solsticio ha propiciado a la primera jornada de invierno como confesionario íntimo en más individuos receptivos a los ejes planetarios o si es meramente una coincidencia personal. Prefiero no leer con mayor detalle de momento tu relato para no condicionar la presentación de mi estampa, en trámite de ultimar flecos. Asombrado me despido por el momento.

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    1. En ascuas estoy por leer el autorretrato con la debida y deseada frescura, a la vuelta del sueño que por cuestiones de calendario social aún no me he concecido. A bote pronto no sabría decir qué me asombra más y en ambos para bien, si el giro anímico con que has aireado tu propia semblanza o la convergencia en el autoexamen que comentas, pues no te puedo negar que me he resistido como nunca a publicar esta entrada, que nada más poner las manos sobre el teclado sentí que se escribía sin deliberación, movida por la palanca de fuerzas remotas de las que el autor sólo se declara fulcro. En cuanto a la sincronía, tengo la impresión de que los factores que apuntas (el confesionario buscado con los fríos solsticiales y la coincidencia de ritmos mentales) comparten su cuota de verdad con otros más esquivos de captar, como no es extraño aunque sí sorprendente que ocurra cuando cruzan sus miradas quienes contemplan con actitudes complementarias el mismo torbellino.

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    2. Una vez leído tu Autorretrato, no es imprecisión ver esfuerzos simultáneos por abrirse el esternón ante los adeptos, pero es sin asomo de reparo un gesto de generosidad extraer un parentesco literario entre tu estampa descriptiva y mi viñeta evocativa; lo es como sería igualmente dadivoso comparar un discurso de Isócrates con un aullido modulado en falsete... Me temo que no haría nada inapropiado si me preocupara un poco más por no ser visto conmigo de tan chafada manera.

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  2. Fiel al periodo navideño, tu viñeta suena como podrían haber comenzado las memorias de Rimbaud o la escritura a vuelapluma de un barroco ebrio tras regresar de un viaje al inframundo. Si tuviera que definir en pocas palabras la diferencia entre las tuyas y las mías, diría que las tuyas abrasan cuando las mías pretenden cauterizar, y las tuyas se abren a reconocer la brutalidad del conjunto cuando yo me centro en un encaje más o menos versallesco del alma. Este contraste no obsta para que ocasionalmente intercambiemos tímidamente algunos acentos, como en el cambio de cartas entre jugadores. En este caso hemos cumplido lo esperable y yo me he teñido de la descendencia de Isócrates si así lo deseas, mientras que tú has evocado lo más amargo de una adolescencia polémica como algunas otras. La adolescencia, esa etapa que yo casi no me atrevo ni a mencionar...

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    1. Hablar de «abrasar» y de «cauterizar» atendiendo a las funciones (las encontradas y las intencionadas) de nuestras escrituras me parece una observación que se ajusta sin demasiado margen de error a la realidad que suscitamos en este mundo paralelo, y como no es otro que Serapio quien trae el símil quirúrgico a colación debo matizar, no como excusa ni desde luego a título de mártir, que el primer Lorenzo flambeado por mis fuegos soy yo, aunque no sea esta razón suficiente para explicar la etapa de distanciamiento respecto a mi obra en la que me prolongo mientras reúno los saberes necesarios para alcanzar una nueva hermandad conmigo. De momento, aprendo a cauterizar mis llagas (las que me han hecho, las que me he hecho y las que he hecho mías).

      Sería, por supuesto, una cobardía negar que tuve por emulación en mi juventud las luces incendiarias de los malditos y que a ella debo la traza de mis maneras tanto como a las secuelas dejadas por los barrocos españoles, de cuyas igniciones de artificio fui devoto después de haber despedido mis crines en compañía de los estigmas contagiados por los filósofos del delirio, a los que cada vez consulto menos. Afortunadamente para mí (no sé si para él), la risueña mesura de Montaigne llegó a mis nervios demasiado pronto. Sea como fuere, más por actitud que por afán de estilo, desde los primeros renglones develados pretendí que mis lectores no cayeran sobre ellos en vano, indicándoles como únicas salidas la fuga o la transmutación, y como nunca me he privado de catar frutos prohibidos, he considerado siempre una descortesía alejar de sus efectos a quienes, robustecidos de curiosidad, frecuentan el desfiladero de palabras que he procurado abrir por mi cuenta entre el pensamiento y lo ignoto. Así pues, no quisiera herir por herir con mis negaciones —si no se sabe sufrir, sufrir es una crueldad sinsentido— ni celebraría que la sustancia radical de mis textos se redujera a servir de munición a los francotiradores que merodean en busca de duros pretextos durante las noches de soledad. Sería de igual forma un despropósito soslayar que este blog tiene mucho de laboratorio forense —bien es verdad que dedicado prioritariamente a tareas de autosección—, como no lo sería que me sintiera irresponsable por los usos derivados a que pueda dar pábulo el utillaje expuesto en él.

      Como autor deseo poner a prueba la psicología de todos, incluida la de quienes me frecuentan, y como hombre de natural equitativo acepto el riesgo de ser puesto a prueba por ellos, aunque mis limitaciones tiendan a ser tan hurañas que ni siquiera en estos recoletos archipiélagos me resulte fácil ser yo mismo cuando la bienvenida aportación de otros se convierte no solo en un juego inteligente de contrastes, sino en una interacción de sentimientos desfigurados por la mediación tecnológica y la enfermedad literaria —«letraherido», hermoso hallazgo—. A veces uno debe ganar definición a costa de perder adaptación y aun de ser desfavorable a las implicaciones de habitar el siglo como un homínido que revuelve el enigma común en una apoteosis de trastos y quehaceres con los que ha comulgado poco y por los que se preocupa de menos a menos.

      Fuera de esto, y no por ser el día que es hoy, no suelo ver motivos para rehusar el intercambio de un abrazo donde puede haberlo sin filos, ni causa para que el calor de un principio de amistad (un calor evasivo y más alabado que practicado) comparta dimensiones con las polémicas acerca de cómo debería ser y no ser el raro mundo donde todos, jóvenes y viejos, pobres y ricos, creyentes y discrepantes, hemos sido bautizados con líquido amniótico, el mar de todos los náufragos.

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    2. De nuevo comienzo una respuesta que algún duende me ha borrado cuando se iba culminando. Discúlpeseme, pues, la posible frialdad rutinaria de quien se reitera.

      Decía que la advertencia de tu deseo de "poner a prueba la psicología de todos" quedó clara desde el lema y dilema que encabeza tu fortaleza, que cada vez recuerda más a un Erebor tomado por Cthulhu. Y, en efecto, suelo adentrarme aquí como en una sauna cuyas aguas termales brotan directamente de las ascuas de un volcán; algo que, lo confieso, no siempre lo hago sin temor a encontrarme un trasgo prosístico en pleno día. No veo mal que los polos estén definidos: es de agradecer llamar a las cosas por su nombre, como ayuda no encontrarse como espiritualidad lo que es física cuántica o no leer versos satánicos mientras se cree estar descubriendo un culto oriental.

      Como se ve, yo tampoco he caído en la referencia celebratoria de la Encarnación ni de la Saturnalia. No porque me desagrade el júbilo esperanzado de un nueco ciclo solsticial, parábola del renacimiento, si no viene arropado por el mercantilismo cursi, sino porque me hallo operando mi propia cirugía psíquica, y no conviene alterar la temperatura o la atención mientras se intenta extirpar un démon. Pero nunca rehusaré enviar mis mejores deseos a nadie con quien converse, sea cerca del día de San Juan el Bautista o del Evangelista. Por ello, querido Autógeno, te deseo feliz Navidad.

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  3. En efecto, la inteligencia es erótica o no es.

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    1. Y por tantas rutas agrestes derramado está su erotismo, que quizá donde más se la vela después de reconocida es allí donde su gracia se halla compenetrada con el abrazo del tanatismo, desembarazada de toda claudicación de sí misma en una idea de progreso y desembozada como nunca de las faenas de mucama al servicio de una especie.

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    2. Y esos franceses inventándose la pequeña muerte y la tristeza postcoital, anda que...

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