31.5.12

RECICLAJES DE LA RAZÓN MORTIFICANTE

Recuerda: no importa lo desesperada que parezca una situación, el tiempo que dedicas a pensar de forma clara nunca es tiempo perdido.
Max BROOKS
Zombi. Guía de supervivencia 

«Hemos convertido el futuro en el basurero del presente», declara el filósofo Daniel Innerarity en una entrevista que aparece publicada hoy en El País... ¿Hemos? ¿Así de simple, todos por igual? Llama la atención que tan sólo un año antes, en otro diario, su afirmación se limitara al aparente reclamo neutral «el futuro es el basurero del presente». ¿Qué le habrá ocurrido en el ínterin a este pensador, coleguita del atlante mercader de mercenarios Javier Solana para más señas, que apostaba en uno de sus ensayos por la esperanza política? ¿Cuece o enriquece el sopicaldo de la ideología unilateral que trata absurdamente de redimir la extraviada legitimidad de sus instituciones? Ese plural de garra y de garrafa con que el bochero nos arroja su sentencia revela otro de los lados, tremebunda paradoja, del poliédrico teísmo de la uniformidad, que en esta ocasión invoca el cobro de deudas históricas mediante una distribución general de culpas —equimierdosa, no alícuota— con la que se prolonga la costumbre, tan tristemente aceptada, de hacer comunidad en la claudicación en vez de aprovisionar la justa medida de la venganza para provocar la ruptura de las condiciones reinantes. Será por aquello de que la pobreza comienza no sólo cuando uno carece de los recursos externos para satisfacer la necesidades materiales básicas, así como el también necesario lenitivo de un ocio cultivable, sino especialmente cuando se menudean conceptos esenciales para descifrar las claves de la realidad o se capitaliza la estafa intelectual que menosprecia al ciudadano dándole gato por liebre. Desde esta perspectiva, la cifra de personas que han cruzado el umbral de la miseria en este país se disparó hace mucho tiempo.

Las contradicciones perpetradas por la beatificación crematística del poder parecen insuperables frente al poder declinante de la voluntad, pero ninguna organización resiste a la falta de crédito moral instalada en quienes han de aguantarla, por irónico que resulte, a pulso de financiación. Dándole la vuelta a la cita para entenderla rectamente, son ellos, los hipotéticos amigos del porvenir, promotores de haber convertido el presente en la cloaca de excesos pasados, quienes tiemblan ahora ante el error de cálculo que no previó las consecuencias de taponar los aliviaderos. No conozco ningún mentidero donde no se abreve, bajo una u otra divisa, el rumor caníbal que acompaña a la agitación sísmica de las conciencias. Disidir o disentir, he ahí la aspereza de la cuestión. ¿Es posible orientarse en la turbación que nos embiste como una fiera subterránea surgida del desmoronamiento? Quizá ya sea pedir demasiado si se llega a lindar la proeza de no verse desorientado por el miedo a la desorientación del miedo prójimo. El mayor frente de esta guerra es psicológico, y quien no aprenda a comerse la cabeza se aboca a ser comido por otras cabezas.

Una de las bagatelas que me salen al encuentro cuando voy de ciberexcursión. No consta quien hizo el apaño ni si tuvo la decencia de ponerle título, lo que yo, cariñosamente, voy a subsanar de inmediato con el nombre mulato de Crococunnus.

30.5.12

TRAMPANTOJOS DE INTEGRACIÓN


El sistema hunde al sistema.
Sugerencia del Esnucao, costra callejero adicto a la diacetilmorfina y a otros guisos de chabola.

La oferta de derechos inútiles que promueven falsas libertades disimula, de hecho, la regresión hacia modos de vida más precarios. Esas nociones excluyentes que con un ahínco más próximo a la maldición que a la fortuna las democracias han pretendido erradicar —raza, género, xenofobia, marginación— se ven afianzadas, precisamente, por las políticas de inclusión social que hacen más incómoda la presencia del extranjero, más incomprensibles las diferencias de los grupos étnicos minoritarios, más tensas las relaciones entre los sexos, mayor el número de familias dependientes, y, como efecto culminante del proceso, más desfavorecido frente a la tiranía de la homologación al que no tiene la suerte de haber sido premiado con alguna de las dádivas dispensadas a través de los tentáculos de un Estado asistencial cuya blandura sebácea, por otra parte, se muestra al desnudo en su escandalosa incapacidad para resistir al atraco a morro descubierto con que los sanguijuelos, apuntándose también al socorro público, logran saldar exitosamente el mausoleo de sus negocios antes de que el correlato de sus acciones suponga un corralito donde los demás incubarán tormentos privados, privaciones atormentadas, en un largo presente deportado de sí mismo. Con la tema, el tema es recurrente y cansa porque no admite enmiendas; es el veneno mediático favorito de la predicación encaminada a la vacunación mental de la derrota que cada cual adapta a su estilo particular, ese previsible ademán que nos hace creer el «no podrán conmigo, a mí no me engañan» al que casi todos nos vamos uniendo para que todo, mal que nos pese, siga igual. Es el peaje para circular por el frangente según el dechado de la integración forzosa igualitaria, la más eficiente trituradora de individualidades a merced de los trampantojos de un catecismo, en este caso el de la resignación colectiva, que se imparte a diestra y siniestra cuando el miedo se vuelve visible como una realidad todopoderosa en el régimen que explota la granja de muñecos humanos, pues ni animal puede nombrarse a quien le han quitado hasta la rabia arcaica de la bestia. Mucha teta y poca fiesta. En mi tierra, que es dada a la hipérbole, a esto lo llaman «tener que comulgar con ruedas de molino». ¿Alguien se acuerda del llanero que con algo de ingenio y mucho coraje mantuvo en guardia al domador durante años, tanto fuera como dentro de la jaula? 

Aunque el giro ha sido brusco, vuelvo a situarme en la encrucijada silogística de la que salí. ¿Puedo decirlo ya? No sólo es negativa por inoportuna la igualdad de resultados impuesta, sino que con el pretexto de alcanzarla se sobrepuja al que no ha hecho méritos para ser elevado —el contrasentido de la discriminación positiva—, pero consiente la humillación de perpetuar su debilidad a expensas del que es rebajado sin causa y desplazado para que otros, gracias al aval de su victimismo, ocupen su lugar o lo desvalijen.

«Expecto donec veniat inmutatio mea», espero que llegue mi transformación, cruda exhibición de humor gótico que a la usanza de un rito de paso nos lleva simbólicamente del reino de la muerte al reino de los cielos que se halla en el Monasterio de San Juan de los Reyes.

28.5.12

EL DESBORDAMIENTO DE LA ESPECIE

Tell me, mirror de la cámara embrujada de Jan Saudek
La existencia del juego corrobora constantemente, y en el sentido más alto, el carácter supralógico de nuestra situación en el cosmos. Los animales juegan y son, por lo tanto, algo más que cosas mecánicas. Nosotros jugamos y sabemos que jugamos; somos, por tanto, algo más que meros seres de razón. 
Johan HUIZINGA 
Homo ludens

He tenido un sueño que apuntaba en sus comienzos tedios espeluznantes para concluir, a pronóstico burlado, con una maravillosa discordancia argumental. Trabajaba como operario de limpieza en un centro de enseñanza secundaria y la tarea inicial de mi jornada consistía en lograr un aceptable decoro de un enorme gimnasio dividido en dos secciones. Desde la perspectiva fresca de los días computables por una mano, sabía que en uno de los pabellones se estaba realizando un programa bastante hermético enfocado a preparar una competición deportiva que se designaba con el eufemístico rótulo de «Heterodoxia Aeróbica», escrito en tipografía Edwardian Script   quizá para dulcificar las sospechas de los intrusos. Las clases se impartían fuera del horario regular y duraban escasos minutos, a lo sumo media hora, pero nadie hablaba de ello; lo profesional era callar y mirar hacia otro lado. Expurgando lo poco que se rumoreaba, conjeturé que este pacto de silencio estaba relacionado con una institución muy próxima a los cuerpos especiales del ejército cuya única actividad esclarecida es que había donado una suma muy golosa para que las prácticas se desarrollaran arropadas por la más hipócrita indiferencia. La casualidad, sin embargo, obró en beneficio de mi curiosidad al hacer que el monitor olvidara sobre una colchoneta su lector electrónico cargado con la tabla de entrenamiento Didáctica vāmāchāra, compuesta por viñetas que respondían de manera interactiva al tacto ocular. Tras examinar las animaciones con alguna dificultad por mi falta de acomodación a la interfaz, me percaté de que tanto las señales de reciente desgaste en el gotelé, como las salpicaduras de sangre en las espalderas, debían su origen a un ejercicio inverosímil que consistía, a grandes rasgos, en apoyar el occipucio contra la pared y sostenerse en el aire agarrando con fuerza los extremos de un tablón colocado a la sazón bajo los pies. Nunca antes había advertido las reverberaciones del sufrimiento inútil que transpiraban los aparatos destinados a incrementar las prestaciones anatómicas de los alumnos. ¿Cuántas aberraciones podían concebirse en aquel recinto de apariencia tan inofensiva? Ni siquiera la tentación escapa de sus peores fantasías, y dado que en mi franja laboral quedaba a salvo de las impertinencias habituales de los jefes de servicios, decidí empeñar las energías en poner a prueba mi habilidad para ejecutar el extraño movimiento. No había cambiado un dedo de sitio cuando el profesor, un tipo taciturno de carnes huidizas y mirada revuelta, hizo acto de presencia. Fue cortés, incluso demasiado: sentí el pálpito de haber caído en una trampa cuidadosamente preparada. «Adelante, veamos si puedes», e hipnotizado por una sensación pletórica de confianza, imprevisible en un ser de orden como yo, animé a músculos, tendones y huesos a coordinar una acrobacia que en los instantes previos había tomado por una imposibilidad física planteada para satisfacer bromas de mal gusto. Al adoptar la posición de ataque, comprendí que el listón de madera como punto de apoyo sería superfluo, pues mi cuerpo gozaba de esa calidad firme, liviana y flexible que se obtiene del esparto. Al menor impulso, me elevé sin un atisbo de premeditación describiendo una hermosa parábola hasta situarme cerca del techo suspendido en un estado de levitación controlada. Me bastaba dirigir la atención a la densidad atmosférica que me envolvía para variar instintivamente el ángulo de inclinación por el que deslizaba mi centro de gravedad, así como la velocidad de desplazamiento a lo largo de los ejes convencionales del espacio. Realicé diversas piruetas ensimismado en la elegancia fluida de las trayectorias. Mis neurotransmisores hervían de plácida excitación, ignoro el tiempo que transcurrió hasta que el trance fue truncado por la imperiosa voz del maestro, que nada más tomar tierra demandó de mí una elaboración reflexiva inmediata. A la distancia de un acercamiento estirado más segundos de los precisos, debatime con las ganas de increparle «¿a que no me lo dices volando?» que hubiera proclamado sin omitir la redundancia de resaltar mi dotación amatoria; lástima que el fascismo funcional de mi educación concediera prioridad a las deferencias adquiridas.

— ¿De qué quieres que hable? —inquirí— ¿Con qué fin? 
— No puedo extenderme sin estropear este magnífico resultado, que excede nuestros cálculos y tus propósitos. Has estado flotando durante más de una hora y, de repente, te pones a hablarme con la tenue, que es como calificamos los especialistas a la vía de comunicación pensamiento-pensamiento.
— ¿No estaré soñando?
— ¿Y qué si así fuera? La neutralidad de la ciencia es un mito, no hay objetividad metodológica dentro del curso de acontecimientos que se consideran reales. Los estudiosos solo podemos extraer fibras sueltas del conjunto de la trama y esforzarnos en reconstruirlas mediante patrones que encajen en la estructura de los preexistentes. La casualidad no está excluida. Debes contarme lo que se te ocurra antes de tu dispersión simbiótica en la turbidez supina de las cosas. Dispones de un breve retardo para hacerlo.
— Quieres decir...
— Sí. Aún estás volando. Hemos introducido la maniobra de una coagulación fáctica parcial para analizar tu cociente sistémico. Por absurda que sea tu exposición, tu testimonio nos proporcionará abundantes pistas.
— Pistas, ¿sobre qué?
— Sobre las pistas. 

Y el torrente habló:

Por hábitos de arraigada ignorancia usufructuados moralmente, tendemos a creernos más responsables de lo que los condicionamientos biológicos permiten a nuestra voluntad, aunque esos mismos clichés cognitivos, en función de los cuales nos atribuimos mayor protagonismo del necesario para actuar, nos traicionan de continuo al translucir en los hechos cotidianos las intenciones ocultas que suponemos ajenas y hasta incompatibles con las decisiones que de forma ciega, o a lo mejor tuerta, nos hacen tomar. ¡Que caiga otro velo!

Contemplado con la pureza que escudriña, sin entregarse a la fragilidad del espanto, las profundidades del abismo donde pasado y futuro se enlazan, la misión mística del hombre sale a su encuentro incitándolo a experimentar consigo mismo —con sus ideas y sus leyes, con sus lenguajes y sus símbolos, con sus genes y su cuerpo—, pero para acceder sin complejos a los desafíos de esa madurez cultural del espíritu debe renunciar primero a la visión divinizada que tiene de su animalidad. El antropocentrismo, coalición dogmática de las religiones monoteístas y de la sacralidad laica de los Derechos Humanos, impide que el simio predilecto de Prometeo se apropie del diseño de su evolución gracias a los fabulosos poderes de transformación que anticipan los nuevos conocimientos tecnocientíficos: eugenesia selectiva, procreación extrauterina, clonación, nanorrobótica, implantación de órganos optimizados, manufactura de híbridos humanoides para usos múltiples... La vida, formulada según el tabú humanista, está precintada a los juegos mutantes de la creación y bloqueada a la superación artificial de las barreras hereditarias. La civilización contemporánea, bombardeada por prejuicios que quizá tuvieron su oportunidad de ser frente a los esquemas declinantes del siglo XVIII, parece aterrada por el síndrome de Frankenstein y se declara enemiga de la responsabilidad de una alianza consciente entre las aventureras fuerzas de la imaginación y el potencial primigenio de la naturaleza. Y como pretende abortar el nacimiento titánico de esta fusión de contrarios que es la culturaleza, la conciencia del humano, domesticado de acuerdo con las pautas de homogeneización racionalista, sufre el acoso doctrinal que le dictan los gurús democráticos de una dignidad entendida deficitariamente como un común denominador, molde rígido universal donde no caben las alternativas de otras interpretaciones más elásticas que llevarían, a causa del rebasamiento conceptual, a la ruptura irrecuperable de los códigos éticos establecidos. Admitámoslo: la razón ha dejado de ser razonable. Yo tampoco estoy libre de esta semántica de criterios viciados a la que aludo, y con frecuencia he pensado que la verdadera superioridad consiste en haberse sobrepuesto a la inquietud que hace del hombre «algo que debe ser superado». Individualmente, cada vida es una biblioteca de momentos únicos; colectivamente, cada civilización un relato autobiográfico que consta de tantos principios, nudos y desenlaces como actores intervienen en él. La Edad Moderna ha llegado a su fin mientras su desenlace es complicado por las élites interesadas en demorar la extinción de su estirpe y, por tanto, de su mundo. Es su crisis, no la nuestra. 

Que seamos una especie sapiente aún está por demostrar: sólo ahora se le abre la posibilidad de aprender a quererse dueña de su deriva génica. Y dada la insoportable descerebración que manifiestan nuestros líderes, más dolorosa si cabe que el vasallaje con que nos subestiman, los riesgos innegables de esta revolución que autores como Hervé Kempf llaman biolítica, representan un mal menor que puede ser el mayor bien cuando la prosecución del bien actual exige mantener males mayores. Además, existe un axioma no escrito que siempre se cumple a pesar de las censuras: todo descubrimiento, por polémicas que puedan ser sus implicaciones, será ensayado hasta sus últimas consecuencias. La humanidad entrará en el reino de las quimeras por derecho propio o se arruinará en la penitencia que la aleja de su gesta telúrica, demoníaca si lo preferís, porque la barbarie no es arriesgarse a explorar los significados y conjugaciones de factores esenciales como el genoma, sino tratar de impedir que esto suceda en nombre de la tradición masoquista que ha hecho de la humana una condición definida por la igualdad categórica ante las leyes de Dios, del Mercado o del Interés General.

8.5.12

EL SENTIDO AMPUTADO DE LA PATRIA

Cuando la clase dirigente quiere que el pueblo haga algo que el pueblo no quiere hacer, apela a su patriotismo.
Eric AMBLER
Viaje al miedo

No tengo bandera, ni siquiera me cautivan las vibraciones díscolas del estandarte de pigmento carbonizado que sirve de antorcha a la utopía, ni arropo imperativo mi temor con el albo pendón de la presunta pulcritud de intenciones. Descartados ambos tonos, no indiferencia, sino grima, la que me producen los trapos teñidos de rojo stalinista, antaño prohibitiva púrpura nobiliaria, o de un engañoso verde ambiental: son colores políticos de tránsito hacia absolutismos que con la estimulante excusa de que todo cambie a mejor o el anestesiante pretexto de que nada lo haga a peor, terminan por estropear hasta el uso de las palabras. Acaso, tal como proclamaba la jaranera canción, «las banderas de mi casa son la ropa tendida»; también, por qué no, las bragas esponjadas en la voluptuosidad de las mujeres con quienes retocé... No me acojo a ninguna, pero mis impuestos y otros diezmos menos tolerables costean, mediante hemorragias directas e indirectas, la rojigualda que ondean a modo de lustroso e intocable billete mis acérrimos adversarios Banca, Iglesia y Ejército, bestias negras a las que se reverencia con la superstición de las mayúsculas delatoras de un sarcoma en sus funciones inversamente proporcional al respeto que inspiran a los hombres justos, Fanatísima Trinidad de lo atado y bien estrangulado, agravada en sus versiones retalistas de estilo vascuence y charnego, que fija por enmienda enmierdar el país que a duras penas siento estremecerse con el silencio ensordecedor de un miembro fantasma. 

En este recusable hogar de España, que podría ser cabeza y puño del continente, hay casi una gotera por cada uno de los cincuenta millones de enculados que la habitamos; una morada donde, dicho en la más lustrosa plata coloquial, para que unos pocos lo pasen de puta madre, otros, la verdadera mayoría, debemos pasarlas putas. Aquí, en vez de proporcionarse bienestar a los ciudadanos en honesta correspondencia a su calidad de contribuyentes, se los convierte en inquilinos malquistos cuando no en intrusos calificados preventivamente de enemigos, aunque súbditos en todo caso de élites extrañas y minorías codiciosas que logran perpetuarse desvalijando a la sociedad desde dentro del sistema para asegurar después sus expolios en paraísos fiscales. Herederos mimados del régimen que precedió a la cosmética parlamentaria, esa marca de patriotas de rosa punzante en mano y necrófago plumífero en vuelo, flor y rata que se alterna en las pocilgas del mando —¿será porque más vale banco rescatado que cinco millones holgando?—, debe su prosperidad como casta al chalaneo con riquezas públicas, o por resumirlo con una elocuente composición gramatical, son unos vendepatrias. Me pregunto si el difunto general superlativo aprobará desde el infierno los ataques terroristas contra la población cometidos por redes financieras, no por anticívicas menos antiestatales, cuyo extenso inventario de malabarismos lucrativos con vistas a salvar lo injustificable bastaría para irritar a un impasible olivo milenario y hacerle desear el desarraigo del terruño. Más que España esto es Expaña con equis de expropiación, protestó con acierto el locutor carnicero hace unos días; un reducto de pringados, futbofrénicos y tabernícolas en el que además de haberse perdido el respeto a la soberanía popular, que debería ser la prolongación coordinada de la individual, se extirpan semana sí, semana también, las condiciones para construir un futuro independiente al margen de las doctrinas económicas impuestas por las superpotencias. Por eso, antes que español —gentilicio que ha sido despojado de su fuerza y empieza a carecer de sentido para los mismos que así se reconocen—, y advertido de que «somos un pueblo experimentado y escarmentado que, por falta de memoria, aprovecha poco y mal sus escarmientos y su experiencia», como hizo sentir Ganivet, me gustaría considerarme partícipe de la nación hispanosoñante que gestó la mórula del mestizo cósmico, pues el significado de la patria, lejos del toque de queda anunciado al son de tijeretazos, radica en la lengua materna y se muscula en virtud de otras razones, como las que podrían unirnos en un frente múltiple insurrecto —en efecto, otro F.M.I.—, en una disidencia sin fronteras, a todos los usuarios del idioma cervantino que nos sentimos comúnmente humillados por los intereses anglosajones tanto en América como en Europa.

Si el aprisco se pone insoportable de feo, siempre se puede implorar sosiego a los tres reyes magos que he retratado en una de sus confidenciales residencias campestres. Al menos un pueblo con opio no tiene necesidad de recurrir a sucedáneos más peligrosos, como el catolicismo.

3.5.12

LA AUDACIA DE SUSPENDERSE


Por ti mi soledad caza crepúsculos  
y les rompe las alas.
Hacia tus pies desnudos
va a morir el oleaje de mis días. 
Salvador REYES
Barco ebrio

Dentro de mí, todos los caminos conducen a una calma desdeñosa no por apática menos dichosa. El bostezo le proporciona la justa afinación al timbre de mi semiser, además de rellenar con la oquedad caprichosa de sus radiaciones las huellas hurtadas que le faltan a este mundo nuestro tan estudiado por los instigadores de loas, distracciones y vilipendios, como poco impugnado en sus cuantiosas regalías por el derecho a un soberano reposo.

Demasiado holgazán para aceptar las continuas servidumbres inherentes a las pasiones del poder y los mil oros sin brillo de la lucha por la prosperidad, soy aún más renuente a acatar como propios los compromisos a que obliga la obediencia a planes ajenos pese a lo acertadas que puedan llegar a parecerme sus disposiciones, así como atractivo el gulusmeo huraño alrededor de los cautiverios propuestos por el capital de sus ocurrencias. Por supuesto, me niego a ver en ello la debilidad de una falta de iniciativa o el síntoma de encogimiento por donde lanza sus equívocos un carácter arruinado; la ociosidad es un arte que se aprende despacio, y su obra magna, el no hacer de hacerse nada, un estado beatífico inmune a los remordimientos envenenados de una conciencia habituada a degradarse por la obligación autoimpuesta de ser útil, diligente y productivo, por el reflejo de ofrecerse servicial para ser sacrificado como una res, pues no cabe entender con claridad, sino en caricatura de pesadilla, el dogma que desde la corrupción rentable de las más luminosas edades y energías personales exige expulsar a uno de la persistencia de sí mismo.

Prevenido contra las muy cicateras latitudes del espíritu competitivo, me consta que, entre las evasiones estériles de Onán, «la pereza es goce de uno mismo o no es nada (...) una simpleza que la edad adulta se empeña en complicar», dicho con palabras de Vaneigem. Intérprete a tiempo parcial de los amables arpegios de la indolencia, sufro la laboriosidad como un quiste molesto hinchado de dinamismos que urge excretar. Habituado a la servil transacción de renovar mis treguas a cambio del lenocinio diario, pocos placeres superan en suntuosidad al lujo autárquico de quererse exiliado de cobertura, opulencia sin precio de la descontaminación social en un islote refractario al entrometimiento donde adquirir resiliencia. Haragán fallido de los instantes sueltos, me prometí no escribir sobre estas dulcísimas nulidades y heme aquí agitando mi pequeña venganza contra esa otra nulidad que es la construcción improvisada de una apología, no sé bien si para lasitud de mis oponentes o tortura de mis aficionados...

Un intrigante vergel de escenas, que presiento de una crueldad suntuaria, echa raíces en las sombras tras el Jarrón de flores sobre la ventana de un harén de Francesco Hayez, cuyo arte ya me sirvió de excusa hace algunos años.
 
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