17.2.09

CRÓNICA DE LUCES


Cuenta una infatigable leyenda, acaso tan vieja como la guerra o quizá no tanto como se imagina, que cuando los elementos fueron repartidos entre las criaturas del orbe el aire correspondió a las aves, las aguas a los peces, la tierra a las bestias y al hombre, que despertó tarde, sólo le quedó el fuego, que empleó para luchar contra los reinos de otros seres —y aun contra las voraces oscuridades que brotaban de sí mismo— por alumbrar la ilusión de un lugar en el mundo.


El simbólico abrazo de la serpiente es Lilith del prerrafaelita John Collier (1850-1934).


7.2.09

TRANSVALORACIÓN




He aquí lo que meditaba el paseante cuando una araña diminuta cruzó por su camino: «¿Por ser pequeña no la vas a pisar?». Y la araña, alarmada en un principio por la presencia de una criatura tan alta, pensó: «¿Por ser grande no la vas a morder?».

Junto a estas letras, el grabado La muerte y la doncella de Durero.

6.2.09

COSAS DEL QUERER


...y que dar la espalda a lo desconocido fuera cosa tan útil como abrigarse el cuello con el nudo que pende de una soga.
Miguel de CASTRO
De Nápoles a los infernos

Luchaba yo esta noche por desembarazarme de la opresión parasitaria de mi súcubo, justo tras haber provocado el resorte neuronal de salida de una pesadilla con profusión de situaciones angustiosas (la presencia acuciante de un malévolo devorador de niños, un escenario vacío rodeado de laberintos de letrinas usadas por personajes inalcanzables, pasadizos que comunican con quirófanos de la época victoriana, ascensores que funcionan sin botonera y nadie sabe a donde conducen...), cuando con el lento regreso a las rutinas más livianas de la conciencia me he visto asaltado por una veloz sucesión de ideas que, sin ser novedosas ni concluyentes en la destilación de su mensaje, dada la dificultad que he sufrido en su captura (pues a duras penas he obtenido resistencia para ello) me contentaría con trasladar parte de su énfasis atrabiliario elevándolas a este espacio de disensión compartida:

Los hechos parecen confirmar con la elocuencia de su crudeza habitual que mientras la barbarie domine el mundo, a nivel macro y microsocial, alguna forma imperiosa de moral de uso colectivo será necesaria a modo de válvula de contención para establecer los límites que nadie debe transgredir si queremos mantener la convivencia con unas mínimas garantías de cordura y respeto. Nada tendría que objetar a ese razonamiento pragmático si, aun con las primeras evidencias en su fomento, no ocultara el virus de una o varias falacias, pues un error de juicio nos lleva fácilmente al siguiente y del siguiente al otro hasta convertir un humilde foco en una infección masiva. Para empezar, el mismo recurso de la limitación moral impuesta desde fuera genera una tensión real por vía de una violencia interior que antes o después pugnará por salir y cuyo desbordamiento, que puede ser en extremo agresivo, será la causa de esos conflictos infinitos que la moral, bastante ingenuamente, pretende mitigar... o tal vez no. De por sí, esta objeción asaz simple bastaría para poner contra las cuerdas cualquier cruzada inspirada en la difusión de un código ético basado en la represión, pero es que además hay otras cuestiones de calibre ontológico que la moral complica deliberadamente en aras de su provecho y a expensas de impedir un análisis, no sujeto a deudas doctrinales, de la destrucción del hombre por el hombre: me estoy refiriendo a la supuesta naturaleza irresistible de los apetitos humanos, una creencia fundamental en todos los sistemas que aspiran al control totalitario de la sociedad. Así ocurre con aquellos que prefieren renunciar a su responsabilidad y verse santificados por la inercia de ser juguetes en manos de una entidad superior, sea esta Dios, el destino, una jerarquía, la ebriedad, la desesperación o el sexo, por mencionar unos cuantos ejemplos de lo que se concibe como tal: nos quieren convencer de que no pueden evitarlo... en nuestro perjuicio, claro. Resulta curioso como el pavor a la libertad es transformado en superstición por los apologistas del despotismo a fin de no perder ocasión de inventar nuevos objetos de prohibición y, de paso, concentrar más poder. Nada más dañino para ellos que la defensa firme de la voluntad, porque a quien es capaz de aventurarse al autogobierno le sobran, en primer lugar, tiranos. La religión con sus artefactos morales parte de una desconfianza radical de la voluntad, pero es una desconfianza asimétrica que obedece a la famosa ley del embudo: desconfianza ciega respecto a la voluntad individual en favor del avispado incremento de su voluntad de manipulación que, desde entonces, queda consagrada como ley, dogma y principio de orden donde reza el «hágase tu voluntad, jamás la mía». Si fuera más cínico de lo que finjo, hubiera llegado a un momento pertinente en mi argumento para introducir una división de tipo sociológico destinada a separar a las personas hábiles en la gestión de sus instintos y deseos de las torpes e ineficaces; si lo fuera, cedería gustosamente a esta seducción retórica y no haría sino sentar los pilares de una moral de estilo laico justificada en una capacidad de autocontrol que, sin embargo, dejaría pendiente el asunto central que nos ocupa. Por el contrario, soy de los que piensan que el dominio de sí, tan caro para muchos, no voy a negarlo, es una misión accesible a cualquiera con independencia del nivel cultural e inteligencia que se posea y que, si bien es cierto que existen situaciones y estados de ánimo proclives a hacernos bajar la guardia y arruinar este propósito, el conocimiento acumulado y la lucidez mental no tienen por qué ser determinantes ni ventajosos en nuestra aptitud de resistibilidad; es más, en algunos casos incluso pueden utilizarse como puertas a mayores dimensiones de flaqueza, lo que tampoco debe ser malinterpretado como un alegato por mi parte contra la educación, más bien como una rehabilitación honesta de los postulados que rigen la conducta: la administración de esa tensión tentable de la que hablamos antes (llamadla libido si queréis, a mí no me distorsiona un poco de ortodoxia freudiana) es una variable en el patrimonio de la especie cuya competencia atañe a la voluntad, sí, esa voluntad exclusiva sin la cual irónicamente ninguna moral establecida puede condenar el pecado, pues una vez despojados de ella nuestros actos dejan de ser culpables; actos, culpables o no, que en realidad están minuciosamente secuestrados por miedos adquiridos y preceptos que no consienten dar un respiro a la voluntad salvo cuando el guión exige circunstancias de escarmiento público. Sin un «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34) no habría pretexto para pastorear «bípedos implumes» ni agravantes con los que tejer la zarza donde se enredará la oveja descarriada. Esta vieja lección conserva intacto su vigor bajo otras directrices.

Seré franco: la voluntad, se tenga o nos entretenga, sea parcialmente ilusoria o ilusoriamente parcial, fluctuante a veces y ensoñadora las más, se puede perder, pero se pierde a voluntad con la misma voluntad que se conquista. La sabiduría perenne se ha encargado en gran medida de esa suculenta paradoja que consiste en dar contenido a la voluntad vaciándola de continente, aunque el bruto y el ignorante están pertrechados por igual para resolver los dilemas que plantea volverse responsable frente, por y para uno mismo. Que no me vengan, por tanto, con discursos dolientes tomados del victimismo a la moda para festejar sin consecuencias sus impulsos más toscos, ya que quien tuvo decisión para extraviarse también ha de tenerla para encontrarse. Tampoco es mi intención redoblar la carga de culpas que pesan sobre la voluntad, antes al contrario: intento desbrozar el legado que ha contaminado su papel durante dos milenios de tinieblas monoteístas con un acto de entrega a las fascinantes (y también peligrosas) posibilidades que acarrea la aceptación de una voluntad libre de culpa. ¿Cómo? Puedo ser mendaz, ufano, sanguinario y traidor con idéntica energía que amable, solidario, servicial y compasivo, son ramificaciones entroncadas en mi voluntad anteriores a cualquier definición del bien y del mal. No soy mejor ni peor por querer sin lamentar si hago bien o mal actúo, pero de algo estoy seguro: me estropeo si desprecio lo que quiero por alfombrar el paso al capricho de otros menos sinceros que predican el desinterés mientras recogen los frutos de mi renuncia. Me es indiferente si son criminales groseros o refinados papanatas, su bondad se funda en un abuso sostenido, exige mi malversación. Y es que la virtud, tal como nos la han pintado los moralistas interesados en arruinar la propiedad de la voluntad, ensalza una aspiración homicida cuyos propósitos evolucionan contra la propia vitalidad negándole desenvoltura y aprendizaje experimental. La moral pide fe, y la voluntad de fe vampiriza la fe en la voluntad: es una noluntad. En una irrefutable cita del Eclesiastés inventada por Baudrillard, podemos leer que «el simulacro no es nunca lo que oculta la verdad, es la verdad que oculta que no existe. El simulacro es verdadero».

Muy cerca ya del hilar fino, me voy a conceder el descanso; ruego a los presentes que no me reprochen haberlos interrumpido en este punto, sólo los he puesto a disposición del tanteo filosófico de sus anhelos, que así son, han sido y serán siempre las misteriosas cosas del querer...

La fotografía de cabecera es Cupid and Centaur de Joel-Peter Witkin. Y la música que se me enroscaba mientras tecleaba, este disco de Dif Juz.
 
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