Cuenta una infatigable leyenda, acaso tan vieja como la guerra o quizá no tanto como se imagina, que cuando los elementos fueron repartidos entre las criaturas del orbe el aire correspondió a las aves, las aguas a los peces, la tierra a las bestias y al hombre, que despertó tarde, sólo le quedó el fuego, que empleó para luchar contra los reinos de otros seres —y aun contra las voraces oscuridades que brotaban de sí mismo— por alumbrar la ilusión de un lugar en el mundo.
Hermosa alegoría. Quizás la más certera desde el Génesis, pero con la virtud de ser aun más concisa.
ResponderEliminarun saludo
Un honor compartir contigo emociones numinosas.
ResponderEliminarCuanto me alegro de poder publicarte algún texto de vez en cuando.
ResponderEliminarY yo de que encuentres motivación en mis ideas, algo menos aventajadas que las tuyas en su grado de inmersión en la truculencia...
ResponderEliminarCómo extranhaba leerte! Me alegro de estar de vuelta, ya sabes que disfruto mucho tus textos. Ahora a ver si me da tiempo de leer todos los que no leí en mis meses perdidos.
ResponderEliminarLa ilusion de un lugar en el mundo, en un mundo en reaccion exotermica alimentada por el ansia de fijar ese deseo que, inevitablemente, se fundira en eter.
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