Nunca juega el tahúr la pieza que el contrario presume, y menos la que desea.
Baltasar GRACIÁN
Oráculo manual y arte de prudencia
Si la hipocresía, en palabras del incisivo duque, «es un homenaje que el vicio rinde a la virtud», entonces la sinceridad es una ofrenda que la virtud hace al vicio; no solo porque la transparencia impuesta o autoimpuesta como regla de urbanidad supone una deplorable insolencia por sus efectos sobre los demás —el capcioso «te enseño mis secretos para que me descubras lo tuyos»—; ni porque el esfuerzo de revelarnos en público como espíritus capaces de sincerarse consigo mismos esté concebido para demostrar a los otros que somos dignos merecedores de su confianza; tampoco porque el ejercicio habilidoso de la sospecha dirigida hacia sí obedezca a la oscura intención de establecer la pauta de un nivel de juego más complejo donde se toma la ventaja de desarmar los presumibles recelos ajenos gracias a la nebulosa anticipación de los defectos manifestados a expensas de los callados, de los inconfesables; la sinceridad es virtud plegada al vicio, sobre todo, porque rara vez advertimos que tiene, como mínimo, dos caras: una visible y otra oculta que crecen, se entrelazan y menguan en función de los intereses propios, de tal forma que cuando se enseña un territorio de la personalidad el resto forzosamente queda eclipsado. Nadie puede ser sincero aunque lo pretenda; nadie que lo sea lo pretende. Regla a la excepción, al extender los apéndices de la conciencia se expande también la ambigüedad acerca de quien se cree ser, una situación desde la cual resulta más arbitrario que inmediato discernir los límites para no aparentar lo que no se es. Se adentra uno en las honduras del conocimiento y en menos de lo que tarda en ponerse a prueba termina por desdibujarse entre el ser y el no ser sin estar seguro de nada, salvo de que el testimonio de su existencia no reside ni en un lado ni en el otro de su arenosa ecuación. Bien cierto que la sombra nunca miente, pero por definición está condicionada a huir de la luz, y dado que no puede representarse a sí misma directamente, siempre que habla lo hace a través de símbolos y de conductas alteradas, como las fobias, que constituyen sus dialectos metafóricos. En el mejor de los casos, la traducción que se haga nunca podrá realzar la elocuencia manteniéndose fiel al sentido del mensaje original: por franco que sea, el desciframiento de la literalidad exige un acto poético, una poiesis o invención, el inevitable sesgo literario que he calificado de vicio.
La sinceridad no es el antónimo de la mentira, sino el instrumento para dotar de mayores prestigios a la realidad, lo que no es necesariamente sinónimo de falsedad... ni, por supuesto, de verdad. Sincerarse es descender a la cripta inhóspita de lo que somos, donde todo lo imaginable es susceptible de ser superado por lo inesperado que nos aguarda enterrado. La sinceridad absoluta es el encuentro con la muerte: lo más cerca que se está de expresarla en vida es el aullido, así que ruego a los presentes que no me tomen por mendaz si tiendo a conceder más mérito a las respuestas ingeniosas que a las honestas, cuya sinceridad se destila en el avispado manejo de la forma y los contrastes, no en los impúdicos registros del contenido. No poco arte exhibe quien sabe disfrazarse a medida que se desnuda, y hay que advertir al respecto que es más fácil engañarse que engañar cuando de mentir se trata. Sincerarse con lealtad es reconocerse engañado, en primer lugar, por los sistemas de compensación que se activan frente la enorme dificultad para aceptar la insignificancia personal. Verbigracia de esta futilidad transversal disimulada a título individual contra el sufrimiento que dicta la evidencia, los ricos elogian las aptitudes descollantes como el factor determinante del éxito para cubrir de grandeza su parasitismo social, mientras los pobres prefieren hablar de la importancia de la suerte para excusar ante el mundo su impotencia. Es obvio que ambos tienen razón porque ninguno es sincero.
Come closer mister, la certeza que acecha al final del túnel según Jenn Violetta.