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Francisco de Goya, Desjarrete de la canalla |
A Ana Rosa García, para que embista o desista
Aborrezco la naturaleza, la detesto porque la conozco bien. Instruido en sus horribles secretos me he replegado sobre mí mismo y he sentido, he probado una suerte de placer indecible en copiar sus crímenes. ¿Su mano bárbara no sabe amasar otra cosa que el mal? ¿El mal la divierte, entonces? ¿Podría amar yo a tal madre? No, yo la imitaría, pero detestándola.
Marqués de SADE
Justine
Vivo en compañía de un montón de animales, entre los cuales me son leales una gata bigotuda cuyo alboroque veteado intercala un terciopelo amable en mis acordes melancólicos, un mastinaco español que lleva años batallando una leishmaniasis incurable, la camada inextinguible de arañas rendijeras con las que mantengo una guerra tibia en las alcobas y un colón asilvestrado —perdón, un colon— que me somete a embarazosas pruebas con cada bocado. Son un vivo haz de relaciones que me ayuda a templar un acercamiento a los bichos no humanos basado en la experiencia directa, diversa y prolongada donde hallo mayor incompatibilidad que comunión con la actitud bíblica que aún marca la pauta del trato debido a nuestros compañeros de gueto planetario en atención a lo dictado en el Génesis: «Y los bendijo Dios, diciéndoles: “Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra”». Debo aclarar que soy carnívoro —o necrófago, por beneplácito de exactitud—, luego no estoy exento de participar como depredador en la maldición divina; también he asistido a la plaza en varias ocasiones para presenciar de cerca lo que allí se aplaude, mas de todas he salido confundido y asqueado, con un sentimiento de pringosa desazón y tiempo malgastado por haber colaborado en la multiplicación de un ensañamiento tanto más intolerable cuanto que es legal y sigue estimulando la aprobación jocunda de un sector de la sociedad que se define por saber «no solo que los toros son insensibles al dolor, sino que disfrutan de lo lindo», según comenta el ironista
Víctor Moreno.
Entre la mixtura cotidiana de bellaquerías, podría haber escogido para el humor acibarado de mi diatriba crímenes más horrendos que la tauromaquia, cuales son los derivados de esa paulatina militarización de las finanzas que no cancela, sino prolonga, la absoluta mercantilización de la guerra, pero ya que tengo por norma no menospreciar los quehaceres de mis coetáneos sin haberlos sondeado antes con mis propias astas, hoy quiero rendir el homenaje de mi cornada, sin desear herir a nadie salvo en el corazón, a ese público peripuesto al que tanto parecen haber deslumbrado los trajes de luces que sería inútil pedirle que excuse aquello que no ve, la tragedia en el albero sediento convertido, solo para ellos, en una ceremonia fiel al genio mítico de la tradición. No faltan en las gradas de los codiciados tendidos los entendidos que aciertan a transmutar habanos y bocatas en una cornucopia de sabiduría presta a derramar sobre ignaros como yo razones elocuentes que van desde el despectivo «no tienes ni idea» al esotérico «si no se conoce al toro de lidia, no se comprende el toreo». Siguen escrupulosamente la lógica trampeada del «fueron criados para morir en la arena» por respuesta de diamante a la objeción que los advierte de que una tortura con atrezo peor es, si cabe, de lo que supone el tormento al descubierto: el ornato y la teatralidad aquí funcionan como bufa, sin menoscabo de que algunos puedan sublimar otros sentidos partiendo del mismo hecho. Si yo fuera un miura, no me gustaría verme asesinado entre tales carnestolendas; si fuese matador, la grotesca mariconería del atuendo me pondría de grana la soberbia que no tapan las patillas.
Puede que una parte considerable de nuestra especie no sepa gozar sus instintos ni representarlos artísticamente sin bañarlos en sangre, y es bajo este prisma donde los sacrificios de bestias mantienen su extraña vigencia y hasta pueden ser disculpados en alguna medida si se acepta que suplen la inmolación de humanos en actos cuya finalidad, expiatoria o propiciatoria, pretende apaciguar a los dioses, atraerse sus favores o congratularse con ellos en cruenta hermandad sobre el resto de las criaturas. Siendo el bovino una ofrenda de menor envergadura espiritual que la víctima humana, el rito donde interviene su occisión debe sobredimensionarse con artificiosidad y copioso simbolismo perifrástico; el torero, gladiador de sí mismo a su vez,* aparece así en el centro de este esquema como un arcano sacerdote que dirige o lleva al culmen las maniobras necesarias para la purga colectiva del respetable cada vez que se abren los toriles y los presentes, si son devotos, guardan silencio...
¿Hasta dónde llega la sensibilidad de los espectadores de una corrida? Revela un mal concepto ponderar en términos cuantitativos este atributo emocional que tan pronunciado se encuentra en los mamíferos; no se trata de ser más o menos consciente de la bizarra escenificación de una muerte preparada, como de ser turbado por un espectáculo lastimoso del que únicamente admiro los pasodobles y las microfaldas. Si el que con su afición se hace eco de esta costumbre reduce el proceso desarrollado en el ruedo al entusiasmo volcado en la pericia y el indudable arrojo de un señor que ejecuta compases muy afectados con un trapo rojo y, sin embargo, no se conmueve lo más mínimo por el sufrimiento extremo causado al cuadrúpedo, obvia en pareja medida que entrega su apoyo al partido del verdugo, elección que viene preñada de un componente ideológico brutal, por eso puede hablarse del sadismo implícito en la fiesta taurina, asumiendo aquí que por sadismo hay que traducir la aclamación dada a la violencia como forma excelsa de poder. El simple hecho de concebir una matanza como una verbena popular es ya un síntoma de adoctrinamiento en la tosquedad de juicio que no difiere, en su motivación esencial, de la abolición física del otro llevada a efecto sin argenterías en una película snuff o del fusilamiento, con escarnios previos y Dios mediante, de los más bravos disidentes en un régimen de represión postbélica: en ambos casos, los humanos son martirizados y finalmente suprimidos como reses. Torerismo y terrorismo se parecen demasiado en las pasiones que ceban su perdurable anacronismo.
Existe una carcunda torerista, muy afín a la clerigalla y sus iconos de convulsión moral, que cierra filas alrededor de la faena teniéndola por mercancía pancircense de primera; una claque tan preclara y abierta a la empatía, que igual se reconoce en la puntilla que hago mía por los versos del infractor Caballero Bonald:
Me asomo a un mundo numerado y veo
la secta envilecida de los hijos
de quienes ya eran hijos del oprobio.
Solapan sus linajes con cosméticos,
pero aun así no pueden
encubrir esa abyecta condición de gregarios
que sustentan su fe.
Se llaman
como sus gentes se llamaron,
nombres trucados de homicidas, nombres
hereditarios de secuaces
de soldadescas y de clerecías.
Son los mismos
que siguen solazándose
con las soflamas de los patriotas
y empuñan de continuo estandartes y cruces
con que emular a sus mayores,
mientras avanza por las avenidas
un cortejo triunfal de biempensantes.
NOTAS
* A mi gusto, lo que ennoblece al torero de verdad, a pesar de realizar funciones sombrías, es el coqueteo suicida con el riesgo y su voluntad de exhibir obscenamente ese tango con la muerte como un exceso que acusa la independencia sobre sí mismo. Eugenio Noel, uno de los grandes maestros olvidados de las letras hispánicas, sostenía que «no tener miedo a cosa alguna de este mundo, es tan ruin como tenérselo a las del otro; no significa nada», para añadir, poco después, que «no hay odio contra el valor torero; no se opone fanatismo a fanatismo».