Sath, Con-tenedor |
Byung-Chul HAN
Psicopolítica
La lucidez del sujeto es una de las fuerzas más corrosivas entre las tendencias disolventes que toda sociedad alberga y procura contrarrestar con tabúes, creencias, tradiciones y arquitecturas institucionales agregantes, dispositivos de largo pero unívoco recorrido que, en último análisis, no resisten la superioridad de la mirada quirúrgica aplicada por un intelecto de acerado despejo crítico. El fin más comprensible que puede justificar la estabilización de la manada humarrana, aparte de las fatídicas dependencias surgidas a raíz de la consanguinidad, es la variada necesidad de crear un contexto apacible para el intercambio de afectos y placeres, saberes y experiencias, bienes y servicios, lenguas y visiones, ideas y filosofías. Cuando fallan las bases para que este intercambio mantenga un equilibrio aproximado entre fluidez y seguridad, o las complejas relaciones derivadas son saboteadas por alguna facción que quiere imponer el troquel de sus intereses a los demás por encima del sentido de reciprocidad, la afinidad social pierde su razón de ser menos tóxica y el miedo se instala en las haciendas y en las conciencias, dando lugar a núcleos de población que, por más que preserven ciertos hábitos cohesivos como respuesta a las urgencias primordiales inmediatas, tienen como ligazón principal el entramado de chantajes establecido y su progresiva asimilación cultural en forma de estructura ineludible. Pues bien, nuestro mundo ha devenido escenario donde la técnica de centrifugar anhelos y temores para obtener conductas sumisas se ha desarrollado con tal refinamiento persuasivo, que las cosas funcionan más por autocoacción que por imperativos externos. Exprimirse a uno mismo para encajar en el sistema económico de vida, he ahí la política real que define el pensamiento hegemónico en la sociedad contemporánea.
La libertad, como clima de fetichismo ideológico propicio para hacer circular sin trabas el capital a través de las personas y naciones, demuestra ser el modo más eficiente para la explotación intensiva de sí mismo dentro de una perspectiva común subordinada al beneficio crematístico como carburante imprescindible del motor mundial. El individuo, que en los regímenes autoritarios es arrasado por la incompetencia del poder para propagarse dentro de los súbditos, la sociedad del conformismo democrático, compuesta por espectadores entretenidos (consumación del consumidor en la producción de una mentalidad seriada) ha aprendido a emplearlo como una fuente de alto rendimiento gracias a su facilidad para introducirse en ámbitos como la comunicación, la sexualidad o las emociones, que hasta no hace mucho constituían reservas privadas. Sometidos como nunca a un modelo de integración accesible que nos desnuda a medida que invisibiliza los aparatos de dominio, no hay ya necesidad de amos en tanto cada uno se ha convertido en su propio negrero al servir de franquicia a un control, omnímodo y omnívoro, que actúa como una maraña digital sin centro ni rostro definidos, procesa a velocidades lumínicas cantidades masivas de datos y se revela experto en la síntesis de personalizar la oferta para instrumentalizar la demanda, es decir, al usuario. De esta suerte, se hace posible que las relativas prosperidades, por precarias o fraudulentas que sean, se interpreten como triunfos consistentes del sistema sin que sus más graves disfunciones se expliquen fuera del fracaso particular al que se vinculan. La perversa inteligencia de este nuevo orden ha tornado estéril y hasta escandalosa la rebelión frente a las seducciones de una entrega asertiva y las miserias inherentes a cualquier conato de desviación; donde antes se buscaba atentar contra un estado de cosas sentido como un molde opresivo, ahora las reacciones motivadas por el descontento pasan por atacar contra uno mismo mediante el aislamiento en la vergüenza culpable y el vacío existencial siempre que las expectativas se muestren demasiado pobres para ser aceptadas o demasiado laberínticas para ser atendidas: el estrés inicial y la depresión ulterior reflejan el cuadro clínico del castigo que han de asumir los inadaptados al ritmo de los acontecimientos, un aviso elocuente para vagos, apáticos y desconectados, cuyos más llamativos ejemplares han dejado de ser vistos como los bohemios o exóticos outsiders de otras épocas para ser menospreciados hoy como lowlifes, jugadores ineptos en el póquer de la competencia, gentuza parasitaria según el saldo neto de la derrota.
Con la contundencia de una conclusión insuperable, la actual homologación de la libertad se presenta como un culto de validez universal e infinitas posibilidades de éxito que embute la trascendencia en la autorrealización despiadada a través del dinero, somete la falta de implicación mercantil a un endeudamiento perpetuo y racionaliza el tiempo propio para que no florezcan horas sin su correspondiente diezmo a la construcción de un proyecto útil para el ilusionismo financiero. Mediatizado por la estrategia de un bombardeo incesante de presiones internas, el hecho atomizado de ser libre significa poder ofrecer colectivamente mayor capacidad operativa y menores costes, tanto en términos humanos (envilecimiento de la mano de obra y masificación de los focos de ocupación), temporales (optimización del ocio como parte de la obligación productiva), morales (la responsabilidad de los males evitables causados se diluye en el anonimato reticular de las organizaciones), sociales (la dialéctica de la frustración no conduce a la catarsis de una fractura civil, sino que es movilizada hacia zonas de confort o situaciones de conflicto programadas) y, evidentemente, materiales (los grandes negocios son basura si los examinamos a tenor de la obsolescencia, el deterioro ambiental y la esclavitud laboral que conlleva, en diferente grado, cuanto venden). «La libertad es el premio», compendia el lema de las Loterías y Apuestas del Estado.
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