A ti te puedes de ti en ti escaparte.
Conde de VILLAMEDIANA
Aconseja a un amigo al retiro
Entre los mitos que favorecen la vida cívica, hay prejuicios que merecen una defensa activa por servir ellos mismos de fortín contra las inclemencias de las relaciones sociales expuestas a la ambición desmesurada de poder. Es lo que ocurre con la libertad de pensamiento, un ilusorio concepto moderno donde caben, perfectamente, expresiones tan reales como diversas puedan ser las mentes que las generan; seductor concepto, imbricado de falsas correspondencias, que cuando recibe sanción jurídica pretende garantizar la variedad de interpretaciones del mundo dentro de una ínsula de amparo legal –paso clave de la invención al hecho– a condición de que no se conviertan en conducta: amago de autoridad que se figura gesto de largueza frente al chantaje de los que piensan igual, o la conjura inepta de la manada que transforma en amenaza las connotaciones de todo aquello que no comprende. Pero libertad de pensamiento ficticia, en definitiva, no solo porque nadie piensa lo que quiere cuando quiere pensar, sino porque apenas quiere lo que piensa quien pensando se piensa.
Aun profundo, el pensamiento sigue el péndulo de las emociones ajeno al control de la voluntad y transcurre por la conciencia como una fuerza anónima que arrastra la experiencia propia junto a elementos anómalos con los que se combina. Por apetencia de equilibrio, pudiera concebirse que el pensamiento de la libertad encauzará en rendimientos positivos la libertad de pensamiento y, sin embargo, casi nada es lo que uno puede pensar libremente por mucho que piense acerca de lo que quiere. Además, si eludimos los excesos académicos de la jerga filosófica, ¿qué nos queda del pensamiento? Una metralla de nervios sin dueño, aunque con víctimas que le procuran soporte. ¿Y de la libertad? Un pastiche de suposiciones que han de ser cargadas de resonancias pasionales para estimular la ilusión de un sujeto pastor de sus acciones. En última instancia, pensamiento y libertad se reconcilian como artilugios psicológicos de afirmación que comparten su indisoluble cualidad poética o metafórica, es decir, mentirosa, en dos estados complementarios que atienden a la humana necesidad de construirse una verdad a la carta: así, en lo pensado, la realidad se torna idea, se volatiliza; en lo liberado, el espejismo deviene real, se condensa. Con el pensamiento, hacemos y deshacemos ideas a partir de las apariencias; con la libertad, alteramos las apariencias a partir de creencias que proceden de ideas enquistadas y llegan a crecer hasta petrificarse en fantasías monumentales que ejercen sobre nosotros un efecto de succión. Lo irónico es que ninguna creencia salva su inocencia, pues incluso los sistemas doctrinales de más benigno cariz nacen de un atentado contra el espíritu y se propagan a expensas de la destrucción del pensamiento, crimen incorpóreo cuya única resistencia digna de mención es el intelecto desbocado que, por un acto de simetría inversa, se enfrenta a la arriesgada labor espiritual de asesinar creencias, de las cuales algunas resultan en extremo difíciles de matar dado su estrecho parentesco con la reflexión asilvestrada, como el dogma que postula, precisamente, la fe en la capacidad de la razón para ejecutar proyectos de carácter iconoclasta.
Zambullida radiactiva de San Pablo en el plasma místico según el siberiano Oleg Korolev.