27.3.21

ARBOTANTES INVISIBLES

Pedro Oyarbide, Still Life

Una voz en un idioma oriental me dice: tu obra y el dolor que tú has sufrido conscientemente han procurado consuelo a cientos de generaciones anteriores a ti e «iluminarán» a cientos de generaciones posteriores a ti.
Marie Louise von FRANZ
Sobre los sueños y la muerte

Aparte de que la ensoñación sintetizada en el epígrafe evoca, de una manera que invita a levitar sobre el destino, el «efecto FIB» (Futuro Influyendo en el Presente) estudiado por John Boynton Priestley en su monumental monografía El hombre y el Tiempo, el caso aporta, desde su gran angular de «cientos de generaciones», una compensación secreta o poética del desconsuelo que para cualquier persona sensible, por bien curada que esté de vanidad, supone ver su talento confinado de por vida en el menosprecio mientras proliferan los mandrias que copan, sin méritos intrínsecos que los avalen, el reconocimiento de sus coetáneos. Lejos de avanzar más allá en el interés que suscitan estas cuestiones, el asunto me ha llevado a preguntarme si podría ser viable una redención creativa a través del espíritu por cuanto este tiene de rizoma ultramundano o de santuario en lo caduco del Deus in homine atemporal. Intentaré propiciar acto seguido una respuesta tan flexible como embrionaria.

Aunque no son abundantes ni apodícticos, o lo son en igual condición que el juego de mis orbitales, entre los conocimientos que profeso me consta que toda obra del pensamiento, hasta la más deficiente, se incardina en el pensamiento de la Obra, luego especulo que quizá no sea un poder ajeno a nuestra naturaleza esencial hallar en ella un abrigo especial donde salvar, entregándolo por entero a su confianza, lo más valioso que uno ha destilado con su experiencia a partir del penoso material recibido con la existencia. Y así no fuera, ¿no va lo hecho en el pecho? «Ventura te dé Dios, hijo, que el saber poco te basta»…

Para esos talentos aludidos de fortuna adversa cuyo genio, intempestivo, ha de negociar a cada paso con el dilema surgido entre soltar las amarras afectivas que los hacen sufrir en vano y velar por las creaciones efectivas que los hacen sentir con sentido, la trascendencia del arte, su devoción verdadera, empieza por los pies que sustentan como nada la plétora de su carrera en el vacío.

26.3.21

DOÑA RECIA SE PONE REGIA

Laura Knight, Corporal J. M. Robins
Heriré con luz tus cárceles tristes y escuras; acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre.
Fernando de ROJAS
La Celestina

—¿Y la mascarilla?
—Solo se cubren el rostro los criminales —igualmente podría haberle respondido que mi aliento no apesta a cebolla podrida como el suyo, pero descender a ese nivel de sinceridad habría supuesto que su trueno de virago trastocara mi ataraxia.
—¿Cómo te atreves ¡tú! a darme lecciones? —infiero de su prosodia que doña Recia me ha adjudicado la autoría del documento que una mano anónima hizo aparir «de buena fe» en el tablón oficial.
—De ninguna manera he pretendido aleccionarte, soy tan memo que no sabría cómo. Lo que he querido decir es que voy a cara descubierta porque no albergo intenciones aviesas. Respecto a las tuyas, prefiero ignorar lo que pretendes ocultar con el tapamuecas.
—¿Es que todavía no te das cuenta del peligro que supone no llevarla puesta? —dispara la frase manoseando el artilugio de tortura con sus dedos pálidos y rollizos como salchichas bávaras.
—Estoy totalmente de acuerdo: no llevarla me deja expuesto a la paranoia militante de los que creen que mi salud es competencia suya y sus inseguridades responsabilidad mía. No veo razón alguna para convertir mi necesidad de respirar en un problema.
—Mañana recibirás la notificación de despido.
—Mira por dónde, ya sabemos quién es el malo y por qué lleva embozado el espejo del alma.

ADENDA

Por este y otros noqueos laborales no moverá un tentáculo el comisariado sindical, que haciendo perifollo de sus modos soviéticos, de su aparato falangista y de su absoluta dependencia de los presupuestos generales del Estado, martillea en estos días a las clases breteadoras con un activismo en pro de la cobayización social. Se nota que sus «liberados» aman al amo hasta con el ano.

21.3.21

SERENDIPIA DOMINICAL

Arturo Rivera, The Puppeteer
En cada uno de nosotros, todos se reflejan a través de un espejeo infinito que nos proyecta en una intimidad radiante desde donde cada uno regresa a sí mismo, iluminado por ser sólo el reflejo de todos. Y el pensamiento de que no somos, cada uno, sino el reflejo del universal reflejo, esta respuesta a nuestra ligereza nos embriaga con aquella ligereza, nos vuelve cada vez más ligeros, más ligeros que nosotros, en el infinito de la esfera reflectante que, de la superficie al destello único, es el eterno vaivén de nosotros mismos.
Maurice BLANCHOT
El último hombre

Los textos que concateno a continuación anidan en El abismo se repuebla, obra de inteligencia y coraje singulares donde la observación y la reflexión han unido fuerzas para aguzar la conciencia de las falsedades que jalonan el histérico declive de la civilización. Su autor, Jaime Semprun, la dio a luz de batalla en 1997 y ha sido vertida con esmero a nuestra lengua por Miguel Amorós y Tomás González. La vigencia de su sentido brilla con un énfasis tan fiel a las roñas de la actualidad que toda argumentación adicional por mi parte pecaría de redundante. Baste mencionar, a título de incitación a la disconformidad, que el abismático examen de Semprun comparte escándalos con La vida en la tierra de Baudouin de Bodinat y Manifiesto contra el progreso de Agustín López, libros formidables que acompañan al suyo como aliados de sensibilidad herida y que, dada la consonancia de su reacción contra un contexto histórico marcado por la metástasis del horror, pueden ser leídos como una trilogía del repudio de la modernidad tecnificada.

Estos son los fragmentos escogidos por el contenido casi profético de su diagnosis:

«La domesticación por el miedo posee un arsenal de realidades macabras para poner en imágenes y de imágenes macabras con las que fabricar la realidad. De esta forma, contemplamos, un día tras otro, entre epidemias misteriosas y regresiones mortíferas, un mundo imprevisible donde la verdad no tiene valor porque no sirve para nada. Harta de tantas creencias y hasta de su propia incredulidad, la gente, acosada por el miedo y sintiéndose objeto de procesos opacos, a fin de satisfacer la necesidad de creer en la posibilidad de una explicación coherente de este mundo incomprensible, se entrega a toda clase de interpretaciones raras y desquiciadas: revisionismos de todo tipo, ficciones paranoicas y revelaciones apocalípticas. […] A los que han perdido “todo el ámbito de relaciones comunitarias que da un sentido al sentido común” les resulta imposible, estando inmersos en una oleada de informaciones contradictorias, distinguir razonablemente entre lo verosímil y lo inverosímil, lo esencial y lo accesorio, lo accidental y lo necesario. La abdicación del juicio, considerado inútil ante la tenebrosa arbitrariedad del fatum técnico, halla en la idea de que la verdad está ahí fuera el pretexto para renegar de las libertades cuyos riesgos ya no se quieren asumir, comenzando por la libertad de encontrar verdades que obliguen a actuar. […] El mundo agobiante de la ficción paranoica protege, pues, contra el agobio del insensato mundo real, pero también expresa, ya se trate de groseras fabulaciones para uso de las masas o de escenarios más sofisticados para una seudoélite de iniciados, la búsqueda de una protección más eficaz, la sumisión anticipada a la autoridad que la ha de garantizar, el sueño de ser cooptado, en pocas palabras, el deseo de formar parte del complot».


Un inciso: no me parece superfluo puntualizar que la normalidad de hoy fue la enfermedad de ayer, es el laboratorio del mañana y, en todo tiempo, la pesadilla lúcida del clarividente. ¿Qué nos dice Semprun sobre la «nueva normalidad» y su necesaria contraparte, la «nueva disidencia»?

«En Europa occidental, las consecuencias violentas de la descomposición impuesta a todo el planeta, del saqueo planificado de toda independencia material y espiritual hacia las relaciones de mercado, están empezando a pasar factura. Pero las oleadas de refugiados agolpándose en las fronteras del muy relativo refugio europeo son portadoras de una mala nueva: el desencadenamiento de una especie de guerra civil mundial, sin frentes precisos ni campos definidos, que se acerca inexorablemente, por el este, por el sur... [...] Las denuncias moralizantes del horror económico van dirigidas en primer lugar a los empleados amenazados por la aceleración de la modernización, a esa clase media asalariada que se había soñado burguesa y se despierta ahora proletarizada (o incluso lumpenproletarizada). Pero sus miedos y su falsa conciencia son compartidos por todos los que tienen algo que perder con el desmantelamiento del antiguo Estado nacional organizado por los poderes que controlan el mercado mundial: trabajadores de sectores industriales hasta entonces protegidos, empleados de los servicios públicos, ejecutivos diversos del sistema de garantías sociales enviado al desguace... Todos esos conforman la masa de maniobra de una especie de frente nacional-estatal. [...] Este partido de la estabilización existe solo de forma imprecisa y aparente para proporcionar una vía de desagüe a las recriminaciones contra los excesos de los partidarios de la aceleración: su razón de ser es una protesta sin resultado y que se sabe vencida de antemano, al no tener nada que oponer a la modernización técnica y social según las exigencias de la economía unificada. [...] Semejante representación de los descontentos sirve sobre todo para integrar la contestación en seudoluchas en las que nunca se habla de lo esencial y siempre se reivindican las condiciones capitalistas del período anterior, que la propaganda designa con el nombre de Estado del bienestar. [...] En realidad, el papel histórico de esta facción nacional-estatal de la dominación y el único futuro que tiene consiste en preparar a la población —puesto que, en el fondo, todo el mundo se resigna a lo que cree inevitable— para una dependencia y una sumisión aún más profundas. [...] Sin embargo, mezclado con esos miedos y la demanda de protección, existe también el deseo, apenas secreto, de que, por fin, pase algo que aclare y simplifique de una vez por todas, aunque conlleve la violencia y el abandono, este mundo incomprensible en el que la avalancha de los acontecimientos y su confusión inextricable van por delante de cualquier reacción y pensamiento. [...] Además, ¿qué efecto emancipador podría tener un derrumbe repentino y completo de las condiciones de supervivencia? Las rupturas violentas de la rutina que se producirán sin duda en los años venideros, probablemente empujarán la inconsciencia hacia formas de protección disponibles, estatales u otras. No solo no cabe esperar de una buena catástrofe la iluminación de la gente respecto a la realidad del mundo en el que vive [...], sino que todas las razones apuntan a temer que, ante las calamidades inesperadas que van a desencadenarse, el pánico refuerce la identificación y los lazos colectivos fundados en la falsa conciencia. Ya estamos viendo cómo esa necesidad de protección resucita antiguos modelos de vínculos y de pertenencias, bien sean clánicas, raciales o religiosas: los fantasmas de todas las alienaciones del pasado vuelven para acosar a la sociedad mundial que se vanagloria de haberlas superado gracias al universalismo de la mercancía. [...] No se puede razonar con la sinrazón. La esperanza puesta en una catástrofe, en un colapso liberador del sistema técnico provocado por él mismo, no es más que el reflejo invertido de la esperanza puesta en ese mismo sistema técnico para que ocurra en positivo la posibilidad de una emancipación: en ambos casos se disimula el hecho de que los individuos capaces de aprovechar tal posibilidad o tal ocasión desaparecieron por culpa precisamente de la acción del condicionamiento técnico, visto lo cual, los individuos de hoy han de esforzarse en ser uno de aquellos. Quienes quieren la libertad sin esfuerzo demuestran que no la merecen».

19.3.21

ASOMADO A MI HUESA

Miles Johnston, Peace is Possible
Una vez que la vida ha acabado y que el mundo se ha desvanecido en humo, ¿qué realidades puede el espíritu de un hombre jactarse de haber abrazado sin ilusión salvo las formas mismas de esas ilusiones por las que ha sido engañado?
George SANTAYANA
Platonismo y vida espiritual

Por los intersticios de abstracción asilvestrada que no han logrado sellar las pautas diurnas con su consecuente estela de hastíos y somnolencias, varias noches llevo asomado a la idea de hornear en el laboratorio de la imaginación un cuerpo sutil, o sublimado, que sobreviva al desenlace de la materia. Incubado estaba en propósito el vitelo de un óvulo filosofal del que a buenas, por elección propia, pudiere renacer rompiendo el cascarón de la vida cuando, para sorpresa de mis fueros, he visto eclosionar el recuerdo de un ensayo que descubrí en la adolescencia y no he vuelto a visitar desde entonces: Más allá de la muerte, de Hélène Renard. Una vez localizado el volumen tras los vagabundeos oculares que me ha exigido la incapacidad de concretar el apellido de la autora pero sí el aspecto de su lomo —el lomo del ejemplar, no el de la autora—, lo he abierto al azar y este, como de costumbre, me ha situado en la página 111, donde tiene su inicio el capítulo «Construirse un cuerpo para la eternidad» que aborda los hitos consignados por Jeanne Guesné en La conscience d’être ici et maintenant, obra de la que proceden estas líneas: «De intuición en intuición, de experiencia en experiencia, de fulgor en fulgor, llegué a la certidumbre de que es aquí, en este cuerpo, donde debe hacerse un esfuerzo para lanzar un “puente” de percepción sobre el abismo que separa ambos mundos: el mundo físico de nuestra vida personal temporal y el mundo de la vida universal en la que participa nuestro Ser inmortal. Este “puente” es la conciencia de ser aquí y ahora».

Antes de emprender esta fugaz excursión de gabinete, recién traía yo anotado un dato que Marie-Louse von Franz menciona en Sobre los sueños y la muerte: en la tradición islámica los muertos han de cruzar el puente de Sirat, que por ser estrecho como un cabello y afilado como una espada pone a prueba la fe de los creyentes que lo recorren. Puesto que aquilatar las vecindades simbólicas que han describito el «passo honroso» que separa las inclemencias del más acá de las inmensidades del más allá es tarea ímproba para el expedicionario que sólo pretende atestiguar alguna que otra sincronicidad sin agotar la paciencia lectora, no debería ser menos significativo limitar la presente coyuntura a reseñar que una confluencia anterior con el número 111 —hará de aquello tres menstruaciones— detuvo mi atención en el episodio «El pozo» de Platero y yo. El caso sucedió como sigue: a la vez que mi amigo M. acomodaba sus ochenta kilos de desazón en uno de los sillones de la biblioteca familiar, recibió en su regazo la caída fortuita de la criatura de Juan Ramón embalsamada por decenios de polvorienta espera, lo que en su cráneo memorioso desató una espesa fumarola de evocaciones que lo llevó hasta el epicentro de la niñez. Mientras me contaba la anécdota entusiasmado por la frescura de su reminiscencia, sentí la necesidad de pedirle que abriera el libro por la página indicada, cifra que como ya he sugerido me encuentra con una frecuencia que supera lo que el cálculo de probabilidades permite anticipar y que busco, con pareja afición, siempre que la curiosidad me anima a sondear la realidad por su lado reflectante, un ejercicio no exento de peligro porque puede uno acabar achicharrado de luces en el espejo ustorio de sus cavidades. La hoja que le solicité servía, a la sazón, de brocal impreso a esta maravilla: «Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas». 

Es oportuno explicar que la confesión confiada por el poeta al jumento también constelaba mi eclíptica sobre el autocidio como un anticosmos a visitar, más pronto que tarde, si la capacidad de mantener a salvo la dignidad mengua a igual ritmo que aumenta el tumor de los pronunciamientos en el Sheol, donde sus principales instigadores andan empeñados en pegarse un festín de pesadilla zombificando nuestras vigilias. «El relato impulsa nuestro comportamiento», alardea en su última encíclica el big bug Klaus, uno de los archidiablos más reconocibles de la jerarquía carroñera... ¿Y por qué diantres querría Dios ofrecer las peores batallas a sus mejores guerreros? Que aquí, en el imperio de los reflejos condicionados, no haya razón que valga ni corazón que sobresalga es un viejo estribillo: la barbarie de estos diez mil años de domesticación no da para más. La Tierra, por desgracia, no es un paraje apto para los vivos; me refiero, naturalmente, a los seres cuya sensibilidad traspasa los límites de la existencia; a los espíritus que no aprueban rendir con su devaluación tributo a la podredumbre ni servir de prótesis a la invasión de los automatismos.

Aunque podría haber sido Borges, creo que fue Melville quien señaló que «ningún lugar de verdad figura en los mapas». Menos mal que en los laberintos comunicantes de la literatura y de los sueños aún podemos crear espacios tan plurales y proteicos como acogedores, algo parecido a una guarida de almas donde avezar nuestra entrega al momento de la verdad.

10.3.21

INFIDELIDAD DE LOS ESPEJOS

Hexagrama K'uei, El Antagonismo.
Has de saber que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles, porque habrá hombres egoístas, avaros, altivos, orgullosos, maledicentes, rebeldes a los padres, ingratos, impíos, desnaturalizados, desleales, calumniadores, disolutos, inhumanos, enemigos de todo lo bueno, traidores, protervos, hinchados, amadores de los placeres más que de Dios, que con una apariencia de piedad niegan su poder. 
2 Timoteo 3, 1-5

El mayor mal que bestia humana ha concebido no es, a fe mía, el egoísmo particular de quien se afirma deshonrando a seres inocentes, sino el egoísmo impersonal de la organización que puede cometer atrocidades de cualquier índole, a una escala descomunal, gracias al sentimiento de inocencia que limitarse a seguir instrucciones suscita en sus partidarios cuando actúan como agentes de una iniciativa superior. Más aterrador que los desafueros perpetrados por una banda de sádicos en un coto de impunidad es la malevolencia sistemática que puede llegar a definir la normalidad de un pueblo convencido de que hace lo correcto mientras ejecuta lo indebido —sería pertinente releer a Hannah Arendt—. Con esta línea de bajo continuo escoltaba yo un tropel de ideas en busca de similitudes entre la deshumanización producida en cantidades industriales por el lager hitleriano y la noche cerrada de la cordura que la Gran ProfanaciónGran Reinicio ha injertado con éxito en las naciones según los axiomas de un fundamentalismo laico que, entre otras insanias disfrazadas de lo contrario, se ha propuesto persuadirnos de que:

· Somos física y metafísicamente superfluos, tanto antes como después de morir.

· Cualquier orden promulgada, por disparatada, inútil y hasta peligrosa que sea su consumación, ha de ser cumplida a besasuela so pena de atentar contra la salud. 

· El castigo tiene una prioridad preventiva, puede aplicarse sin que sea necesario probar que se ha ocasionado daño porque su misión no es otra que intimidar, poniendo sobre aviso a los indolentes y encarrilando a los descarriados. Actividades estrictamente personales se convierten de un decreto al siguiente en objeto de persecución policial y, más grave aún, de estigma social. El ejemplo más hiriente es la «gabela sobre el respirar»: catar el prana a tocha expedita, sin llevar ajustado el velo reglamentario, es acción sancionable y malquista cual transgresión criminal. Esta depravación punitiva del comportamiento representa la más palmaria victoria psicológica de una dictadura estilo sinensis que solo acepta como medida de valor la unanimidad. Ya no es vinculante la división ideológica del espectro político, tampoco es relevante la distancia económica entre ricos y pobres, lo que cuenta es la cohesión de los adocenados miembros del Partido Único de las Marionetas, que es socialmente transversal, en activa beligerancia contra cualquier disconformidad de obra o de palabra.

· La arbitrariedad, con toda su vehemencia prevaricadora, es la forma de gobierno óptima para apuntalar el «esfuerzo colectivo» y mantener el «escudo social» frente a las amenazas emergentes. «Con la aceleración de la digitalización global —declara la reseña propagandística del proyecto Cyber Polygon— y la interconexión cada vez mayor de personas, empresas y países, la seguridad de cada elemento es la clave para garantizar la sostenibilidad de todo el sistema». Cuanto más creíbles parezcan las intimidaciones diseñadas por los tecnócratas, más acríticamente admitirá la gente arreglos totalitarios. La «Nueva Normalidad» solo es una versión mayúscula de la clásica estrategia del bombero pirómano.

· Las costumbres públicas y privadas deben militarizarse, además de ser vigiladas a tiempo completo «por nuestra seguridad». Igualmente, a fin de que estemos más seguros que un muerto en su sepultura y a remedo de la minuciosidad normativa de un régimen penitenciario, el día es descuartizado por toques de queda en franjas horarias laborables y de contrición, las relaciones humanas supeditadas a certificación burocrática (debe documentarse la convivencia para que la convivencia sea legítima) y las comarcas naturales son parceladas por «confinamientos perimetrales». No anduvo Céline corto de razón al conjeturar que «cuando los grandes de este mundo empiezan a amarnos es porque van a convertirnos en carne de cañón».

· La intervención del Estado está justificada en áreas tan íntimas como el propio cuerpo prescindiendo del consentimiento del intervenido, incluso cuando se realiza con las más indecentes ambiciones experimentales. El rechazo a sufrir esta clase de cosificación basta para engrosar una lista negra de futuros represaliados y conlleva la devaluación automática al infraestatus de chandala

· Salvo los medios oficiales de información, ninguna otra fuente es fiable. Cualquier indagación independiente ha de ser «verificada» por agencias de censores creadas a tal efecto, los Kramer y Sprenger del siglo XXI.

· Exigir pruebas a las autoridades políticas que avalen la excepcionalidad de sus decisiones constituye un desacato, y por añadidura un insulto contra las víctimas de la «crisis sanitaria».

· Tener criterio propio es «irresponsable», una mancha que afea y menoscaba la unidad de respuesta que el gobierno reclama a los ciudadanos en su lucha por «aplanar la curva del contagio», aun si esta supuesta curva presenta indudables visos de ser un círculo enviciado por la codicia predatoria de los caudillos territoriales, adictos a practicar el pillaje más brutal con los trajes más pulcros sobre regiones succionadas como colonias.

· Lo más importante, el mandato supremo, es atenerse a los protocolos pese a que redunden en resultados nefastos u obliguen a emplear métodos éticamente reprobables. Dirimir las consecuencias de nuestros actos no nos compete, es un asunto reservado a los «expertos». Adiestrados en los pormenores de una monomanía restrictiva que transmite tanta conminación anquilosante a los niños como docilidad irreflexiva a los adultos, los primeros terminan despojados de infancia y los segundos de madurez.

¡Si Viriato levantara la cabeza! 
Recién bosquejados estos puntos para un desarrollo ulterior, pensé que valdría la pena detenerse a considerar por qué la población de los países donde predomina la telaraña cultural del hampa vaticana se ha revelado, dentro del ámbito europeo, notablemente más servil frente a la impostura de tales preceptos. Mi conclusión, basada en la criba de actitudes que suman siglos de arraigo en las comunidades aludidas, es que las personas educadas en la idolatría apostólica de un dios clavado a un artefacto de tortura anhelan en secreto ser castigadas: su relación con el poder está mediada por una constante inclinación sadomasoquista. No por causalidad, el código moral que han interiorizado es emular en aguante al Señor y soportar cada vejamen con la mejilla ofrecida en paciente espera del próximo, lo que un lechuguino del verbo aprovecharía para soltar la moscarda de la «resiliencia» sobre nuestros escarnios. Hablando con licencia neológica, la férula de adscripción gregaria que observamos en la mayoritariamente católica, teleadicta y narcotizada España cristaliza sus complejos, insidias y colusiones en un Estado que no tiene poco de totalitario en su estatuto social supliciario. ¿Qué anhelan estos suplicantes ciudadanos a su paternal Estado? En pocas palabras, lo de siempre: pan y circo... y cadenas. El vulgo español ama celosamente sus cadenas siempre y cuando cada quisque cuide de llevar puestas las respectivas. Ahora que la inyección está en el aire, se multiplican los ejemplos cercanos que ilustran cuál es el temor que mejor define al rojigualdo de siete leches: no el miedo a contagiarse aprendido, irónicamente, por contagio, sino el miedo a la desaprobación social, a la muerte civil por segregación, que antepone el balido general a la prudencia individual, tesitura que no ha pasado desapercibida a la sabiduría popular: «A mí me llaman modorro, entrar quiero en el corro».

La escasa aptitud emasculadora que al catolicismo le queda entre los jóvenes se suple de sobra con el fervor que estos sienten por la necrótica vida virtual. Para ellos, pantallistas natos, es más fácil adaptarse a los capciosos cambios del mundo real quizá por su semejanza con la progresión de etapas dentro de un videojuego. ¿Qué diferencia hay entre un entorno digitalizado y otro real si la sensación que prevalece es la de estar game on? Es evidente que la percepción de la realidad se ha desnaturalizado en consonancia con el auge de la cibernética; dentro de poco, lo habitual entre los pimpollos será la repugnancia por el contacto físico, que presumiblemente estará coartado al máximo con arreglo a sempiternos rituales de higiene. Para los hombres y mujeres del mañana (u hombras y mujeros, atendiendo al nuevo molde transexual), no existirá mutilación alguna que lamentar en una vida estabulada en condiciones casi axénicas porque ignoran las plenitudes y libertades que nosotros, los decadentes, hemos conocido. La ambigüedad entre lo real y lo virtual, abismada por la inmersión en un ecosistema simulado de estímulos audiovisuales y sargazos sociales, se refleja en el mal uso, en la confusión del modo indicativo de los hechos ciertos con el subjuntivo relativo a los hechos hipotéticos. Cámara de tortura, cámara de gas, cámara de vigilancia, cámara de realidad virtual: difícilmente puede negarse que ha habido progreso en materia de calabozos.

Decía, pues, que tan encantados de sus grilletes como molestos de que otros los denuncien, los españoles actuales parecen dar muestras inequívocas de haber tomado partido por la sandez en contra de la sensatez, minando así el atributo mínimo para que una sociedad situada al borde del colapso pueda encarar sus problemas sin el vil efugio de cosechar cabezas de turco. Tan cainita hoy como en los tiempos en que humeaban las plazas con autos de fe, el español corriente va con un ojo puesto en sus banalidades y con el otro en el vecino, ávido de hacer leña con el árbol que despunta. Bulle el allanado pueblo llano por estos feudos cada vez más polarizado y, no por ser un producto ofuscado en serie, su contribuyente nulidad se ha vuelto inmune al descontento que fermenta una rabiosa necesidad de distensión reiteradamente aplazada. Bajo el llamamiento al engrudo colaboracionista, los poderosos escaldan los humores de sus desposeídos vasallos y, en caso de que sea preciso aliviar la presión acumulada, la encauzan contra los discrepantes del tormento que los ladinos intereses de sus señorías han engendrado.

Abstraído en estas cavilaciones estaba cuando de sopetón me preguntaron «qué nos hace humanos» a la misma hora en que mis coterruños esponjaban la sequedad del hostión dominical con las cervezas previas al fuera de combate postfamiliar en el sofá. Como primera respuesta, se me ocurrió «la libertad que pensamos tener cuando pensamos que no tenemos otra libertad», mas de inmediato la reprimí por creerla enrevesada en la forma y simple en el fondo. Tampoco es que fuera menos improvisada la que, tras varios titubeos, solté tras haber preludiado que lo hacía sin ánimo de sentar cátedra: 

«Lo que nos humaniza, si de eso trata la cuestión, tal vez sea, por encima de otras capacidades, el reconocimiento de que cada individuo es un fin, no un medio. A partir de esta noción, cabe construir un sentido primordial del respeto de humano a humano que podría ser enunciado como “de nadie serás dueño más que de ti mismo”. La fundamentación última de la moral es poética, requiere la participación creativa de la voluntad que la quiere, y esto es lo más humano que nuestra especie da de sí. Aun cuando en el respeto residiera la clave que “nos hace humanos”, de avisados es notar que ninguna visión que se precie de la condición humana puede aspirar a retratarla si descuenta las terribles sombras que la acompañan. Es más, la típica pretensión utópica de rehacer al ser humano sobre premisas ideales es un camino seguro al horror, por eso el ideal que fructifica inspirador como propósito se deriva en una pesadilla si se toma como máxima. Otro error de óptica asaz común es pensar que todos los humanos hemos evolucionado a la par cuando a la vista está que la barbarie no depende del desarrollo tecnológico ni de fronteras geográficas, étnicas o de otro tipo, sino del nivel de sensibilidad alcanzado en cada uno por la inteligencia, que no es humana ni animal en exclusiva.

»Ser conscientes de los males inherentes a la existencia humana nos llevaría con buen rumbo, más allá de los sesgos de la manada, a poner en entredicho la mayor parte de las instituciones sociales, desde el sistema de producción a la inercia reproductiva, que se basan en perpetuar, generación tras generación, la rueda de las penalidades. Lo plantearé de otra manera: avanzar en el conocimiento antropológico de nuestras constantes, ¿nos hace más amigos o más apóstatas de lo humano? 

»Si todo indica que lo mirífico y lo abominable son cara y cruz de la aventura humana, la cruz prevalece como si la experiencia estuviera trucada y, entonces, la duda sobre la ventaja de la existencia sobre la inexistencia es de rigor: ¿cuántos infiernos acordonan el paraíso?

»Puede que la cualidad más sintomática de nuestra naturaleza sea la incertidumbre, abierta a la experimentación, de no tener ni puñetera idea de qué significa ser humano». 

Stanislav Plutenko, Burning all the bridges

Desde que he decidido compartir estas digresiones me ronda el presagio de que llegaremos a descubrir que somos máquinas dotadas de una complejidad extrema, lo que no sucederá antes de que podamos desmontarnos de forma tan fiel a nuestra sofisticación original que resulte imposible distinguirnos del reflejo que construimos en la realidad.

6.3.21

DE GENTES Y AGENTES

Charles Lacoste, La main d'ombre
El crimen no lo comete sólo el criminal —dice Séneca— sino el que se aprovecha de él; o de ellos, del criminal y de su crimen. Parecería entonces que el policía, el fiscal, el juez, el carcelero y el verdugo... Y hasta el abogado y el médico. Y, ni que decir tiene, el periodista. Todos los que ganan su vida de levantar muertos. En una palabra, que quien lo comete, porque lo aprovecha del todo, es la sociedad que lo organiza.
José BERGAMÍN
Aforismos de la cabeza parlante

Por más que el efecto de sus actos los desacredite, también nuestros enemigos obran convencidos de que procuran «nuestro bien». No les quitaré ese mérito: los ataques que recibimos no bordarían el dolo si no fuera subrayado, poniendo un hito en cada zurullo, que los ucases que deturpan, que vuelven más abyecta la vida, se dictan «por nuestro bien». Cuando el golpe viene de arriba, lo único que distingue el atropello gubernamental de un autócrata del cometido por un demócrata es que aquel puede prescindir de la hipocresía de afirmar que ha sembrado campos con la sal de la deuda, abonado proximidades con el estiércol de la discordia y confiscado alientos «por nuestro bien». Esta habilidad de fastidiarnos desde los burós es además ambidextra, tan diestra como siniestra, ya que la izquierda y la derecha políticas, cara y cruz de la misma ceca de falsedades, giran por consenso alrededor de la demagógica cuestión de la identidad en detrimento de la entidad. Sus respectivas clientelas dependen de que su capacidad prestidigitadora («una mano lava la otra y juntas lavan la cara», advierte el refrán) pueda exprimir al máximo la atención pública soslayando asuntos de verdadera relevancia, cual es el de la mentalidad y cuanto atañe a su adecuada representación institucional, fenómeno harto complejo y permanente causa de disensión (es decir, de verdadero pensamiento) que, en lugar de amoldarse a las banderías orquestadas por los titiriteros, expresa una gama de estados de conciencia que remiten, a su vez, a constelaciones de actitudes y sensibilidades dispares que agotan las simplificaciones ideológicas. Así, la característica predominante de la identidad (de género, de clase, de credo, de etnia, de generación… o de los estabuladores grupales que a la casta privilegiada le resulte pertinente activar) consiste en que puede ser producida en serie y programada en masa, mientras que la autenticidad, la autoridad de lo propio, deviene irreemplazable configuración desde la raíz hasta la copa en cada individuo que la canaliza. 

En contraste con lo idéntico y con lo artificioso, conceptos atomizadores con los que guarda una relación antagónica, la autenticidad es ante todo lo que se ha puesto en caza, captura y riesgo de extinción con el vasto evento de ingeniería social del annus horribilis que ha impuesto la idiotización como nueva ortodoxia y es promocionada a los cuatro vientos, sin pausa ni mejor causa que el consabido engrase financiero, por los medios de ofuscación que actúan en cumplimiento de varios objetivos, uno de los cuales, y no menor, responde a la necesidad de ocultar o adulterar, según corresponda, la guerra civil desatada a escala mundial entre dos mentalidades fundamentales. Me refiero, en concreto, al cisma entre la gente auténtica y la gente agéntica, entre la autonomía de los espíritus erguidos y la heteronomía de los sujetos rastreros, que ha puesto en llaga dos modos incompatibles de entender la existencia, luego también la enfermedad y la curación: el pathos autómata, infantiloide y gregario de los adoctrinados por la propaganda (de su mentalidad inerte podría aducirse como atenuante, en algún caso, el síndrome de Estocolmo) contra al ethos reflexivo, maduro, responsable de los que amparándose en la potestad de sus facultades se resisten a acatar el régimen paternopolicial de la salud. Allí donde reina un planteamiento desvalido del cuerpo y la subsiguiente intervención disciplinaria en sus intimidades, cada persona es vista como un peligro en potencia para las demás y todos, de resultas, se convierten en un vertedero de espionajes recíprocos. De esta forma, encanallados en una repulsa que incuba pogromos, los dogmáticos conspiran contra los pneumáticos, los bulistas contra los desengañados, los teledirigidos contra los críticos, los velados contra los emancipados. No importa dónde viva ni cuáles sean sus credenciales, quien prefiere a la exitosa mentira la verdad que profiere será calumniado en todas partes, pues el fariseísmo es el nutriente esencial de la comunidad y en periodos recesivos para la encefalización la fame de patrañas oficiales carece de hartazgo.  

La  campaña de debilitamiento biológico y espiritual que los sedicentes arquitectos del mañana han montado sobre el supuesto de un temible patógeno no ha venido sino a certificar la demolición controlada de Occidente, ese titán en convulsiones, que tuvo su gala de estreno en 2001 con el derribo planificado de las Torres Gemelas. Lo triste es que ni siquiera parece aceptable el rescate de los accidentados porque los destrozos son tan ingentes que la humanidad, sepultada entre el polvo y los cascotes de sus viejos paradigmas, a tenor de su avanzado estado de putrefacción ha dejado de ser reconocible; lo espantoso, que mientras las almas agonizantes aún alzan sus lamentos sobre un panorama desolador, la paranoia de los desalmados sobrevivientes, disfrazada de normalidad, pide carroña.

Ivan Unger y Gladys Roy juegan al tenis en un biplano (1925).

«Nuestras almas están en ruinas y cansadas. Ya no pueden, acaso ya no quieren creer. Ya no pueden tomar los espejismos por realidades; tal vez consideran ya las mismas realidades como espejismos engañadores», releo en la crónica de un colapso anunciado que hace casi un siglo noveló mi paisano Antonio Heras Zamorano. Condición sin la cual no habría podido materializarse tan rauda y eficazmente esta «alucinación colectiva de terror», como la llama el doctor disidente Enric Costa, es «el mito de la infección» en el que todos (legos, doctos y, muy en especial, los profesionales de la mafia sanitaria) hemos sido amaestrados durante más de una centuria de anatema contra la «teoría del terreno» postulada por Béchamp, menos lucrativa para la medicina industrial que la teoría microbiana de Pasteur, pero incomparablemente más útil para disfrazar de plausibilidad científica el fortalecimiento del Estado Terapéutico (heredero aventajado del Estado Teocrático en la prerrogativa de ejercer el monopolio del pavor) y bendecir con un aura de probidad la rapiña basada en la experimentación con poblaciones humanas, calamidades que menciono a galope de tecla sabiéndome tanto más querido cuanto menos exhaustivo. Nuestro primer campo de batalla, en congruencia, es el organismo donde radicamos. A destete de que las restricciones y coacciones, tan caras a las «autoridades sanitarias», han sido decretadas como de costumbre «por nuestro bien», se pone de relieve la grosera concepción que los «expertos» en funciones tienen del ser humano: para este Santo Oficio de bata blanca, cada individuo es un aparato subordinado a una maquinaria social regulada por protocolos, un fardo de órganos enteramente accesibles al Estado y desprovisto de dimensiones más sutiles que las rudimentarias necesidades de su metabolismo. ¿En qué lugar queda la salud de nuestros atributos mentales para los beneficiarios de la diarrea higienista que padecemos? «La suma de los mecanismos de poder que actúan en estos dos terrenos: la educación y la sanidad cumplen una tarea primordial de control: abonar el terreno que posteriormente será sembrado con la manipulación y la mentira y en el que crecerán los futuros ciudadanos indolentes, obedientes, castrados y sumisos», comenta adrede Jesús García Blanca

Frente al Nuevo Orden Maquinal preciso es irradiar el Inmanente Orden del ánima. Por respeto a sí mismo, nadie debería consentir que el Estado u otra estructura de poder, por muy pujante que la hagan caudillos sin escrúpulos y siervos sin vergüenza, lo invadan con la iatrogenia de su ciencia espuria, sus negocios fraudulentos, su envenenamiento mediático, sus ciberenredos, su geoingeniería, sus antenas endemoniadas y, en síntesis, su extorsión favorita: el I + D, acrónimo esnobista de Infierno más Devastación que los supresores han llegado a tramar en comandita sin encontrar otros límites que los inherentes a los procedimientos aplicados en la optimización de la ganadería humana. Ahora bien, si lo que pretenden estos engreídos hijos del demiurgo es reducir la entropía, sus disparates la incrementan: «Querer “rehacer el mundo” equivale inexorablemente a intentar instaurar una utopía totalitaria, tentativa abocada al caos y la violencia: en efecto, ellos mismos están preparados para amar un mundo que se deshace por lo que es, e incluso puede que lo amen en breve precisamente por volverse caótico y violento», ha glosado Jaime Semprun. 

El Estado Terapéutico no busca que te recuperes de tus aflicciones, enfermedades y trastornos; no entra en sus cálculos que retomes tu vida donde la dejaste cuando todavía era deseable para ti: su misión es que dependas psíquica, sanitaria y económicamente de sus recursos como un huérfano de su familia adoptiva. Te quiere, no lo dudes, porque te necesita como víctima ejemplar. De la biopolítica del Estado Terapéutico a la necropolítica del Estado Terrorista no hay transición real, ambas son facetas operativas de una sola organización criminal.

René Magritte, Les amants

Las epidemias fallidas crean epidemias psicóticas, exasperaciones colectivas que recogen, como un colector de aguas fecales, las pulsiones reprimidas que la inminencia de la muerte agitó. Si la descarga de la tensión nerviosa acumulada no es óptima, el temor de muchos alimenta un monstruo de manías persecutorias que amenaza con engullir no solo a quien se oponga a su crecimiento sino a todos, empezando por la fauna vil que lo mima con el fanatismo de su debilidad.

En esta sociedad consumida por la megadistracción, la sobreinformación, la hiperdisponibilidad y, a un nivel pasmoso, por la ultraindefensión aprendida, encuentro muy necesario, y no menos urgente que crear espacios de reencuentro para la confianza y momentos de recogimiento para la sacralidad, denunciar la puerilidad de los adultos que han escogido la tutela ignominiosa con tal de sentirse exonerados de la carga de evaluar por sí mismos la última versión de campo de concentración donde a los mortificados testigos de esta fase de la historia se nos amortiza como rehenes de la fantasmagoría suprema: la Salud Pública, Gran Ramera de nuestros días. Los ciudadanos abducidos por el evangelio del contagio jamás reconocerán que su negligencia es la principal aliada del envilecimiento conjunto que sufrimos; es más, su obstinado colaboracionismo supone la ratificación de que para que una tiranía sea perdurable, para que el estilo de vida pueda ser formateado según la voluntad hegemónica de nuestros carceleros, son necesarias multitudes de cómplices que por comodidad, por incultura, por militancia o por un poco de todas estas taras, obvien el análisis de la dramatización que nos han ordenado aplaudir como única realidad. Exacerbadas por los medios de confusión, las crisis logran que los gobernados aprueben arbitrariedades que antes hubieran repudiado de pleno. Empero, «a partir de determinada edad nadie tiene derecho a semejante ingenuidad y superficialidad, a este grado de ignorancia o amnesia», acuso con palabras de Susan Sontag, autora que comprendió sin fisuras que «la designación de un infierno nada nos dice, desde luego, sobre cómo sacar a la gente de ese infierno, cómo mitigar sus llamas. Con todo, parece un bien en sí mismo reconocer, haber ampliado nuestra noción de cuánto sufrimiento a causa de la perversidad humana hay en un mundo compartido con los demás».

Puesto que pensar y obedecer a un tiempo es sumamente dificultoso, fácil es anticipar la facción que  seguirá la mayoría cuando se vea enfrentada a la turbación de un atolladero que, real o simulado, sus prebostes reputen verosímil. Si desapareciera la virulenta campaña de reeducación global tan de súbito como fue implantada, ¿dejarían por ello de aceptarse como certezas las falacias que los sicarios de la información han excretado sobre nosotros? Nuestro futuro es de una elocuencia abrumadora que el presente avala a manos llenas: si respirar en libertad es hoy motivo de infracción, en lo sucesivo razonar solo puede ser una herejía.

Que nadie espere de mí que haga las paces con los esbirros que quieren imponerme instrumentos de asfixia como santo y seña de su postiza unanimidad, como marca ostensible de pertenencia a su pocilga. Para reconciliarse con nuestros ofensores es preceptivo olvidar, minar la memoria de los ultrajes, bajar al mínimo la intensidad de la conciencia herida, pisotear el derecho que se nos debe en aras de un simulacro de convivencia con aquellos que por su empeño solo se han hecho dignos de arrancar en camposanto las lágrimas de la mala madre que los parió.

Cerrado a las escapatorias está el imperio de la mentecatez y rara es el alba en que un hombre de coraje ponga el calcañar fuera de la cama sin sentir la necesidad de implorar una peste como Dios manda que limpie el aire de tanto mamón, de tanto cabrón y de tanto lebrón, aunque deba caer a cambio en el ínterin de su rogativa. Mi error quisiera yo tener de todo en todo por seguro si el conocimiento que no poseo pudiera confirmar la filosofía que ilustraba a Boecio en sus horas de cautiverio a fin de inspirarle fe en la realidad última: «Cuanto vieres en el mundo sucede, aunque sea contrario a lo que tú esperabas, va dentro del recto orden de las cosas; y solo a tus conceptos limitados debes atribuir el que te parezca todo una confusión causada por el mal». En lo que no aprecio que haya error es en ponderar que «un ser humano no tiene inteligencia para comprender, ni palabra para explicar la ordenación total de la obra divina». Agustín López Tobajas, por su parte, tañó esa nota de humildad con otro donaire en el Manifiesto contra el progreso: «Todo se integra en un orden superior y hasta las posibilidades más inferiores o aberrantes deben tener su sitio en la manifestación universal. Incluso el arte moderno. La misericordia divina no conoce límites». La mía sí.

 
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