6.3.21

DE GENTES Y AGENTES

Charles Lacoste, La main d'ombre
El crimen no lo comete sólo el criminal —dice Séneca— sino el que se aprovecha de él; o de ellos, del criminal y de su crimen. Parecería entonces que el policía, el fiscal, el juez, el carcelero y el verdugo... Y hasta el abogado y el médico. Y, ni que decir tiene, el periodista. Todos los que ganan su vida de levantar muertos. En una palabra, que quien lo comete, porque lo aprovecha del todo, es la sociedad que lo organiza.
José BERGAMÍN
Aforismos de la cabeza parlante

Por más que el efecto de sus actos los desacredite, también nuestros enemigos obran convencidos de que procuran «nuestro bien». No les quitaré ese mérito: los ataques que recibimos no bordarían el dolo si no fuera subrayado, poniendo un hito en cada zurullo, que los ucases que deturpan, que vuelven más abyecta la vida, se dictan «por nuestro bien». Cuando el golpe viene de arriba, lo único que distingue el atropello gubernamental de un autócrata del cometido por un demócrata es que aquel puede prescindir de la hipocresía de afirmar que ha sembrado campos con la sal de la deuda, abonado proximidades con el estiércol de la discordia y confiscado alientos «por nuestro bien». Esta habilidad de fastidiarnos desde los burós es además ambidextra, tan diestra como siniestra, ya que la izquierda y la derecha políticas, cara y cruz de la misma ceca de falsedades, giran por consenso alrededor de la demagógica cuestión de la identidad en detrimento de la entidad. Sus respectivas clientelas dependen de que su capacidad prestidigitadora («una mano lava la otra y juntas lavan la cara», advierte el refrán) pueda exprimir al máximo la atención pública soslayando asuntos de verdadera relevancia, cual es el de la mentalidad y cuanto atañe a su adecuada representación institucional, fenómeno harto complejo y permanente causa de disensión (es decir, de verdadero pensamiento) que, en lugar de amoldarse a las banderías orquestadas por los titiriteros, expresa una gama de estados de conciencia que remiten, a su vez, a constelaciones de actitudes y sensibilidades dispares que agotan las simplificaciones ideológicas. Así, la característica predominante de la identidad (de género, de clase, de credo, de etnia, de generación… o de los estabuladores grupales que a la casta privilegiada le resulte pertinente activar) consiste en que puede ser producida en serie y programada en masa, mientras que la autenticidad, la autoridad de lo propio, deviene irreemplazable configuración desde la raíz hasta la copa en cada individuo que la canaliza. 

En contraste con lo idéntico y con lo artificioso, conceptos atomizadores con los que guarda una relación antagónica, la autenticidad es ante todo lo que se ha puesto en caza, captura y riesgo de extinción con el vasto evento de ingeniería social del annus horribilis que ha impuesto la idiotización como nueva ortodoxia y es promocionada a los cuatro vientos, sin pausa ni mejor causa que el consabido engrase financiero, por los medios de ofuscación que actúan en cumplimiento de varios objetivos, uno de los cuales, y no menor, responde a la necesidad de ocultar o adulterar, según corresponda, la guerra civil desatada a escala mundial entre dos mentalidades fundamentales. Me refiero, en concreto, al cisma entre la gente auténtica y la gente agéntica, entre la autonomía de los espíritus erguidos y la heteronomía de los sujetos rastreros, que ha puesto en llaga dos modos incompatibles de entender la existencia, luego también la enfermedad y la curación: el pathos autómata, infantiloide y gregario de los adoctrinados por la propaganda (de su mentalidad inerte podría aducirse como atenuante, en algún caso, el síndrome de Estocolmo) contra al ethos reflexivo, maduro, responsable de los que amparándose en la potestad de sus facultades se resisten a acatar el régimen paternopolicial de la salud. Allí donde reina un planteamiento desvalido del cuerpo y la subsiguiente intervención disciplinaria en sus intimidades, cada persona es vista como un peligro en potencia para las demás y todos, de resultas, se convierten en un vertedero de espionajes recíprocos. De esta forma, encanallados en una repulsa que incuba pogromos, los dogmáticos conspiran contra los pneumáticos, los bulistas contra los desengañados, los teledirigidos contra los críticos, los velados contra los emancipados. No importa dónde viva ni cuáles sean sus credenciales, quien prefiere a la exitosa mentira la verdad que profiere será calumniado en todas partes, pues el fariseísmo es el nutriente esencial de la comunidad y en periodos recesivos para la encefalización la fame de patrañas oficiales carece de hartazgo.  

La  campaña de debilitamiento biológico y espiritual que los sedicentes arquitectos del mañana han montado sobre el supuesto de un temible patógeno no ha venido sino a certificar la demolición controlada de Occidente, ese titán en convulsiones, que tuvo su gala de estreno en 2001 con el derribo planificado de las Torres Gemelas. Lo triste es que ni siquiera parece aceptable el rescate de los accidentados porque los destrozos son tan ingentes que la humanidad, sepultada entre el polvo y los cascotes de sus viejos paradigmas, a tenor de su avanzado estado de putrefacción ha dejado de ser reconocible; lo espantoso, que mientras las almas agonizantes aún alzan sus lamentos sobre un panorama desolador, la paranoia de los desalmados sobrevivientes, disfrazada de normalidad, pide carroña.

Ivan Unger y Gladys Roy juegan al tenis en un biplano (1925).

«Nuestras almas están en ruinas y cansadas. Ya no pueden, acaso ya no quieren creer. Ya no pueden tomar los espejismos por realidades; tal vez consideran ya las mismas realidades como espejismos engañadores», releo en la crónica de un colapso anunciado que hace casi un siglo noveló mi paisano Antonio Heras Zamorano. Condición sin la cual no habría podido materializarse tan rauda y eficazmente esta «alucinación colectiva de terror», como la llama el doctor disidente Enric Costa, es «el mito de la infección» en el que todos (legos, doctos y, muy en especial, los profesionales de la mafia sanitaria) hemos sido amaestrados durante más de una centuria de anatema contra la «teoría del terreno» postulada por Béchamp, menos lucrativa para la medicina industrial que la teoría microbiana de Pasteur, pero incomparablemente más útil para disfrazar de plausibilidad científica el fortalecimiento del Estado Terapéutico (heredero aventajado del Estado Teocrático en la prerrogativa de ejercer el monopolio del pavor) y bendecir con un aura de probidad la rapiña basada en la experimentación con poblaciones humanas, calamidades que menciono a galope de tecla sabiéndome tanto más querido cuanto menos exhaustivo. Nuestro primer campo de batalla, en congruencia, es el organismo donde radicamos. A destete de que las restricciones y coacciones, tan caras a las «autoridades sanitarias», han sido decretadas como de costumbre «por nuestro bien», se pone de relieve la grosera concepción que los «expertos» en funciones tienen del ser humano: para este Santo Oficio de bata blanca, cada individuo es un aparato subordinado a una maquinaria social regulada por protocolos, un fardo de órganos enteramente accesibles al Estado y desprovisto de dimensiones más sutiles que las rudimentarias necesidades de su metabolismo. ¿En qué lugar queda la salud de nuestros atributos mentales para los beneficiarios de la diarrea higienista que padecemos? «La suma de los mecanismos de poder que actúan en estos dos terrenos: la educación y la sanidad cumplen una tarea primordial de control: abonar el terreno que posteriormente será sembrado con la manipulación y la mentira y en el que crecerán los futuros ciudadanos indolentes, obedientes, castrados y sumisos», comenta adrede Jesús García Blanca

Frente al Nuevo Orden Maquinal preciso es irradiar el Inmanente Orden del ánima. Por respeto a sí mismo, nadie debería consentir que el Estado u otra estructura de poder, por muy pujante que la hagan caudillos sin escrúpulos y siervos sin vergüenza, lo invadan con la iatrogenia de su ciencia espuria, sus negocios fraudulentos, su envenenamiento mediático, sus ciberenredos, su geoingeniería, sus antenas endemoniadas y, en síntesis, su extorsión favorita: el I + D, acrónimo esnobista de Infierno más Devastación que los supresores han llegado a tramar en comandita sin encontrar otros límites que los inherentes a los procedimientos aplicados en la optimización de la ganadería humana. Ahora bien, si lo que pretenden estos engreídos hijos del demiurgo es reducir la entropía, sus disparates la incrementan: «Querer “rehacer el mundo” equivale inexorablemente a intentar instaurar una utopía totalitaria, tentativa abocada al caos y la violencia: en efecto, ellos mismos están preparados para amar un mundo que se deshace por lo que es, e incluso puede que lo amen en breve precisamente por volverse caótico y violento», ha glosado Jaime Semprun. 

El Estado Terapéutico no busca que te recuperes de tus aflicciones, enfermedades y trastornos; no entra en sus cálculos que retomes tu vida donde la dejaste cuando todavía era deseable para ti: su misión es que dependas psíquica, sanitaria y económicamente de sus recursos como un huérfano de su familia adoptiva. Te quiere, no lo dudes, porque te necesita como víctima ejemplar. De la biopolítica del Estado Terapéutico a la necropolítica del Estado Terrorista no hay transición real, ambas son facetas operativas de una sola organización criminal.

René Magritte, Les amants

Las epidemias fallidas crean epidemias psicóticas, exasperaciones colectivas que recogen, como un colector de aguas fecales, las pulsiones reprimidas que la inminencia de la muerte agitó. Si la descarga de la tensión nerviosa acumulada no es óptima, el temor de muchos alimenta un monstruo de manías persecutorias que amenaza con engullir no solo a quien se oponga a su crecimiento sino a todos, empezando por la fauna vil que lo mima con el fanatismo de su debilidad.

En esta sociedad consumida por la megadistracción, la sobreinformación, la hiperdisponibilidad y, a un nivel pasmoso, por la ultraindefensión aprendida, encuentro muy necesario, y no menos urgente que crear espacios de reencuentro para la confianza y momentos de recogimiento para la sacralidad, denunciar la puerilidad de los adultos que han escogido la tutela ignominiosa con tal de sentirse exonerados de la carga de evaluar por sí mismos la última versión de campo de concentración donde a los mortificados testigos de esta fase de la historia se nos amortiza como rehenes de la fantasmagoría suprema: la Salud Pública, Gran Ramera de nuestros días. Los ciudadanos abducidos por el evangelio del contagio jamás reconocerán que su negligencia es la principal aliada del envilecimiento conjunto que sufrimos; es más, su obstinado colaboracionismo supone la ratificación de que para que una tiranía sea perdurable, para que el estilo de vida pueda ser formateado según la voluntad hegemónica de nuestros carceleros, son necesarias multitudes de cómplices que por comodidad, por incultura, por militancia o por un poco de todas estas taras, obvien el análisis de la dramatización que nos han ordenado aplaudir como única realidad. Exacerbadas por los medios de confusión, las crisis logran que los gobernados aprueben arbitrariedades que antes hubieran repudiado de pleno. Empero, «a partir de determinada edad nadie tiene derecho a semejante ingenuidad y superficialidad, a este grado de ignorancia o amnesia», acuso con palabras de Susan Sontag, autora que comprendió sin fisuras que «la designación de un infierno nada nos dice, desde luego, sobre cómo sacar a la gente de ese infierno, cómo mitigar sus llamas. Con todo, parece un bien en sí mismo reconocer, haber ampliado nuestra noción de cuánto sufrimiento a causa de la perversidad humana hay en un mundo compartido con los demás».

Puesto que pensar y obedecer a un tiempo es sumamente dificultoso, fácil es anticipar la facción que  seguirá la mayoría cuando se vea enfrentada a la turbación de un atolladero que, real o simulado, sus prebostes reputen verosímil. Si desapareciera la virulenta campaña de reeducación global tan de súbito como fue implantada, ¿dejarían por ello de aceptarse como certezas las falacias que los sicarios de la información han excretado sobre nosotros? Nuestro futuro es de una elocuencia abrumadora que el presente avala a manos llenas: si respirar en libertad es hoy motivo de infracción, en lo sucesivo razonar solo puede ser una herejía.

Que nadie espere de mí que haga las paces con los esbirros que quieren imponerme instrumentos de asfixia como santo y seña de su postiza unanimidad, como marca ostensible de pertenencia a su pocilga. Para reconciliarse con nuestros ofensores es preceptivo olvidar, minar la memoria de los ultrajes, bajar al mínimo la intensidad de la conciencia herida, pisotear el derecho que se nos debe en aras de un simulacro de convivencia con aquellos que por su empeño solo se han hecho dignos de arrancar en camposanto las lágrimas de la mala madre que los parió.

Cerrado a las escapatorias está el imperio de la mentecatez y rara es el alba en que un hombre de coraje ponga el calcañar fuera de la cama sin sentir la necesidad de implorar una peste como Dios manda que limpie el aire de tanto mamón, de tanto cabrón y de tanto lebrón, aunque deba caer a cambio en el ínterin de su rogativa. Mi error quisiera yo tener de todo en todo por seguro si el conocimiento que no poseo pudiera confirmar la filosofía que ilustraba a Boecio en sus horas de cautiverio a fin de inspirarle fe en la realidad última: «Cuanto vieres en el mundo sucede, aunque sea contrario a lo que tú esperabas, va dentro del recto orden de las cosas; y solo a tus conceptos limitados debes atribuir el que te parezca todo una confusión causada por el mal». En lo que no aprecio que haya error es en ponderar que «un ser humano no tiene inteligencia para comprender, ni palabra para explicar la ordenación total de la obra divina». Agustín López Tobajas, por su parte, tañó esa nota de humildad con otro donaire en el Manifiesto contra el progreso: «Todo se integra en un orden superior y hasta las posibilidades más inferiores o aberrantes deben tener su sitio en la manifestación universal. Incluso el arte moderno. La misericordia divina no conoce límites». La mía sí.

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