Hexagrama K'uei, El Antagonismo. |
Has de saber que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles, porque habrá hombres egoístas, avaros, altivos, orgullosos, maledicentes, rebeldes a los padres, ingratos, impíos, desnaturalizados, desleales, calumniadores, disolutos, inhumanos, enemigos de todo lo bueno, traidores, protervos, hinchados, amadores de los placeres más que de Dios, que con una apariencia de piedad niegan su poder.
2 Timoteo 3, 1-5
El mayor mal que bestia humana ha concebido no es, a fe mía, el egoísmo particular de quien se afirma deshonrando a seres inocentes, sino el egoísmo impersonal de la organización que puede cometer atrocidades de cualquier índole, a una escala descomunal, gracias al sentimiento de inocencia que limitarse a seguir instrucciones suscita en sus partidarios cuando actúan como agentes de una iniciativa superior. Más aterrador que los desafueros perpetrados por una banda de sádicos en un coto de impunidad es la malevolencia sistemática que puede llegar a definir la normalidad de un pueblo convencido de que hace lo correcto mientras ejecuta lo indebido —sería pertinente releer a Hannah Arendt—. Con esta línea de bajo continuo escoltaba yo un tropel de ideas en busca de similitudes entre la deshumanización producida en cantidades industriales por el lager hitleriano y la noche cerrada de la cordura que la Gran Profanación o Gran Reinicio ha injertado con éxito en las naciones según los axiomas de un fundamentalismo laico que, entre otras insanias disfrazadas de lo contrario, se ha propuesto persuadirnos de que:
· Somos física y metafísicamente superfluos, tanto antes como después de morir.
· Cualquier orden promulgada, por disparatada, inútil y hasta peligrosa que sea su consumación, ha de ser cumplida a besasuela so pena de atentar contra la salud.
· El castigo tiene una prioridad preventiva, puede aplicarse sin que sea necesario probar que se ha ocasionado daño porque su misión no es otra que intimidar, poniendo sobre aviso a los indolentes y encarrilando a los descarriados. Actividades estrictamente personales se convierten de un decreto al siguiente en objeto de persecución policial y, más grave aún, de estigma social. El ejemplo más hiriente es la «gabela sobre el respirar»: catar el prana a tocha expedita, sin llevar ajustado el velo reglamentario, es acción sancionable y malquista cual transgresión criminal. Esta depravación punitiva del comportamiento representa la más palmaria victoria psicológica de una dictadura estilo sinensis que solo acepta como medida de valor la unanimidad. Ya no es vinculante la división ideológica del espectro político, tampoco es relevante la distancia económica entre ricos y pobres, lo que cuenta es la cohesión de los adocenados miembros del Partido Único de las Marionetas, que es socialmente transversal, en activa beligerancia contra cualquier disconformidad de obra o de palabra.
· La arbitrariedad, con toda su vehemencia prevaricadora, es la forma de gobierno óptima para apuntalar el «esfuerzo colectivo» y mantener el «escudo social» frente a las amenazas emergentes. «Con la aceleración de la digitalización global —declara la reseña propagandística del proyecto Cyber Polygon— y la interconexión cada vez mayor de personas, empresas y países, la seguridad de cada elemento es la clave para garantizar la sostenibilidad de todo el sistema». Cuanto más creíbles parezcan las intimidaciones diseñadas por los tecnócratas, más acríticamente admitirá la gente arreglos totalitarios. La «Nueva Normalidad» solo es una versión mayúscula de la clásica estrategia del bombero pirómano.
· Las costumbres públicas y privadas deben militarizarse, además de ser vigiladas a tiempo completo «por nuestra seguridad». Igualmente, a fin de que estemos más seguros que un muerto en su sepultura y a remedo de la minuciosidad normativa de un régimen penitenciario, el día es descuartizado por toques de queda en franjas horarias laborables y de contrición, las relaciones humanas supeditadas a certificación burocrática (debe documentarse la convivencia para que la convivencia sea legítima) y las comarcas naturales son parceladas por «confinamientos perimetrales». No anduvo Céline corto de razón al conjeturar que «cuando los grandes de este mundo empiezan a amarnos es porque van a convertirnos en carne de cañón».
· La intervención del Estado está justificada en áreas tan íntimas como el propio cuerpo prescindiendo del consentimiento del intervenido, incluso cuando se realiza con las más indecentes ambiciones experimentales. El rechazo a sufrir esta clase de cosificación basta para engrosar una lista negra de futuros represaliados y conlleva la devaluación automática al infraestatus de chandala.
· Salvo los medios oficiales de información, ninguna otra fuente es fiable. Cualquier indagación independiente ha de ser «verificada» por agencias de censores creadas a tal efecto, los Kramer y Sprenger del siglo XXI.
· Exigir pruebas a las autoridades políticas que avalen la excepcionalidad de sus decisiones constituye un desacato, y por añadidura un insulto contra las víctimas de la «crisis sanitaria».
· Tener criterio propio es «irresponsable», una mancha que afea y menoscaba la unidad de respuesta que el gobierno reclama a los ciudadanos en su lucha por «aplanar la curva del contagio», aun si esta supuesta curva presenta indudables visos de ser un círculo enviciado por la codicia predatoria de los caudillos territoriales, adictos a practicar el pillaje más brutal con los trajes más pulcros sobre regiones succionadas como colonias.
· Lo más importante, el mandato supremo, es atenerse a los protocolos pese a que redunden en resultados nefastos u obliguen a emplear métodos éticamente reprobables. Dirimir las consecuencias de nuestros actos no nos compete, es un asunto reservado a los «expertos». Adiestrados en los pormenores de una monomanía restrictiva que transmite tanta conminación anquilosante a los niños como docilidad irreflexiva a los adultos, los primeros terminan despojados de infancia y los segundos de madurez.
Recién bosquejados estos puntos para un desarrollo ulterior, pensé que valdría la pena detenerse a considerar por qué la población de los países donde predomina la telaraña cultural del hampa vaticana se ha revelado, dentro del ámbito europeo, notablemente más servil frente a la impostura de tales preceptos. Mi conclusión, basada en la criba de actitudes que suman siglos de arraigo en las comunidades aludidas, es que las personas educadas en la idolatría apostólica de un dios clavado a un artefacto de tortura anhelan en secreto ser castigadas: su relación con el poder está mediada por una constante inclinación sadomasoquista. No por causalidad, el código moral que han interiorizado es emular en aguante al Señor y soportar cada vejamen con la mejilla ofrecida en paciente espera del próximo, lo que un lechuguino del verbo aprovecharía para soltar la moscarda de la «resiliencia» sobre nuestros escarnios. Hablando con licencia neológica, la férula de adscripción gregaria que observamos en la mayoritariamente católica, teleadicta y narcotizada España cristaliza sus complejos, insidias y colusiones en un Estado que no tiene poco de totalitario en su estatuto social supliciario. ¿Qué anhelan estos suplicantes ciudadanos a su paternal Estado? En pocas palabras, lo de siempre: pan y circo... y cadenas. El vulgo español ama celosamente sus cadenas siempre y cuando cada quisque cuide de llevar puestas las respectivas. Ahora que la inyección está en el aire, se multiplican los ejemplos cercanos que ilustran cuál es el temor que mejor define al rojigualdo de siete leches: no el miedo a contagiarse aprendido, irónicamente, por contagio, sino el miedo a la desaprobación social, a la muerte civil por segregación, que antepone el balido general a la prudencia individual, tesitura que no ha pasado desapercibida a la sabiduría popular: «A mí me llaman modorro, entrar quiero en el corro».
La escasa aptitud emasculadora que al catolicismo le queda entre los jóvenes se suple de sobra con el fervor que estos sienten por la necrótica vida virtual. Para ellos, pantallistas natos, es más fácil adaptarse a los capciosos cambios del mundo real quizá por su semejanza con la progresión de etapas dentro de un videojuego. ¿Qué diferencia hay entre un entorno digitalizado y otro real si la sensación que prevalece es la de estar game on? Es evidente que la percepción de la realidad se ha desnaturalizado en consonancia con el auge de la cibernética; dentro de poco, lo habitual entre los pimpollos será la repugnancia por el contacto físico, que presumiblemente estará coartado al máximo con arreglo a sempiternos rituales de higiene. Para los hombres y mujeres del mañana (u hombras y mujeros, atendiendo al nuevo molde transexual), no existirá mutilación alguna que lamentar en una vida estabulada en condiciones casi axénicas porque ignoran las plenitudes y libertades que nosotros, los decadentes, hemos conocido. La ambigüedad entre lo real y lo virtual, abismada por la inmersión en un ecosistema simulado de estímulos audiovisuales y sargazos sociales, se refleja en el mal uso, en la confusión del modo indicativo de los hechos ciertos con el subjuntivo relativo a los hechos hipotéticos. Cámara de tortura, cámara de gas, cámara de vigilancia, cámara de realidad virtual: difícilmente puede negarse que ha habido progreso en materia de calabozos.
Decía, pues, que tan encantados de sus grilletes como molestos de que otros los denuncien, los españoles actuales parecen dar muestras inequívocas de haber tomado partido por la sandez en contra de la sensatez, minando así el atributo mínimo para que una sociedad situada al borde del colapso pueda encarar sus problemas sin el vil efugio de cosechar cabezas de turco. Tan cainita hoy como en los tiempos en que humeaban las plazas con autos de fe, el español corriente va con un ojo puesto en sus banalidades y con el otro en el vecino, ávido de hacer leña con el árbol que despunta. Bulle el allanado pueblo llano por estos feudos cada vez más polarizado y, no por ser un producto ofuscado en serie, su contribuyente nulidad se ha vuelto inmune al descontento que fermenta una rabiosa necesidad de distensión reiteradamente aplazada. Bajo el llamamiento al engrudo colaboracionista, los poderosos escaldan los humores de sus desposeídos vasallos y, en caso de que sea preciso aliviar la presión acumulada, la encauzan contra los discrepantes del tormento que los ladinos intereses de sus señorías han engendrado.
Abstraído en estas cavilaciones estaba cuando de sopetón me preguntaron «qué nos hace humanos» a la misma hora en que mis coterruños esponjaban la sequedad del hostión dominical con las cervezas previas al fuera de combate postfamiliar en el sofá. Como primera respuesta, se me ocurrió «la libertad que pensamos tener cuando pensamos que no tenemos otra libertad», mas de inmediato la reprimí por creerla enrevesada en la forma y simple en el fondo. Tampoco es que fuera menos improvisada la que, tras varios titubeos, solté tras haber preludiado que lo hacía sin ánimo de sentar cátedra:
«Lo que nos humaniza, si de eso trata la cuestión, tal vez sea, por encima de otras capacidades, el reconocimiento de que cada individuo es un fin, no un medio. A partir de esta noción, cabe construir un sentido primordial del respeto de humano a humano que podría ser enunciado como “de nadie serás dueño más que de ti mismo”. La fundamentación última de la moral es poética, requiere la participación creativa de la voluntad que la quiere, y esto es lo más humano que nuestra especie da de sí. Aun cuando en el respeto residiera la clave que “nos hace humanos”, de avisados es notar que ninguna visión que se precie de la condición humana puede aspirar a retratarla si descuenta las terribles sombras que la acompañan. Es más, la típica pretensión utópica de rehacer al ser humano sobre premisas ideales es un camino seguro al horror, por eso el ideal que fructifica inspirador como propósito se deriva en una pesadilla si se toma como máxima. Otro error de óptica asaz común es pensar que todos los humanos hemos evolucionado a la par cuando a la vista está que la barbarie no depende del desarrollo tecnológico ni de fronteras geográficas, étnicas o de otro tipo, sino del nivel de sensibilidad alcanzado en cada uno por la inteligencia, que no es humana ni animal en exclusiva.
»Ser conscientes de los males inherentes a la existencia humana nos llevaría con buen rumbo, más allá de los sesgos de la manada, a poner en entredicho la mayor parte de las instituciones sociales, desde el sistema de producción a la inercia reproductiva, que se basan en perpetuar, generación tras generación, la rueda de las penalidades. Lo plantearé de otra manera: avanzar en el conocimiento antropológico de nuestras constantes, ¿nos hace más amigos o más apóstatas de lo humano?
»Si todo indica que lo mirífico y lo abominable son cara y cruz de la aventura humana, la cruz prevalece como si la experiencia estuviera trucada y, entonces, la duda sobre la ventaja de la existencia sobre la inexistencia es de rigor: ¿cuántos infiernos acordonan el paraíso?
»Puede que la cualidad más sintomática de nuestra naturaleza sea la incertidumbre, abierta a la experimentación, de no tener ni puñetera idea de qué significa ser humano».
Stanislav Plutenko, Burning all the bridges |
Desde que he decidido compartir estas digresiones me ronda el presagio de que llegaremos a descubrir que somos máquinas dotadas de una complejidad extrema, lo que no sucederá antes de que podamos desmontarnos de forma tan fiel a nuestra sofisticación original que resulte imposible distinguirnos del reflejo que construimos en la realidad.
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