En los más meditados simbolismos cósmicos y espirituales la expansión implica el regreso a las fuentes y, comunicada directamente a ellas, la matriz con su principio maximizador de principios, idea generativa de donde se desmadejan las manifestaciones ulteriores. Lo que en rara ocasión hacen patente estas abstracciones primordiales (filosofías herméticas son incluso para el experimentado en desgranar su riqueza) es que la eternidad puede asimilarse al infierno y su más refinada tortura revela a golpes de incrustación en la realidad que una vez agotadas todas las posibilidades volverán a surgir de la materia las mismas formas que fueron, idénticos actores y aconteceres. La repetición exacta de los estados múltiples del ser, versión extensiva del uno en todo y del todo en uno, contradice la imagen mística tradicional de un universo cíclico unido por correspondencias en lugar de identidades tanto como la noción espuria y aún vigente de tiempo lineal, pero es el descubrimiento que Nietzsche quiso anunciar a los iniciados y acabó convirtiéndose no en su ambiciosa piedra filosofal (empecinado él...), sino en su piedra de la locura, convertible también en muro de lamentaciones contra el cual arrojar por igual la agonizante búsqueda de panaceas y el actual desprestigio de las que se alzaron como tales. No hay escapatorias de la existencia desde la existencia; sus puertas, incluso forzadas, remitirán siempre al punto de partida (marchar fuera es la obsesión que hostiga a quien se sabe dentro) y el nirvana, un invento de cobardes recetado en épocas temorosas, ni siquiera es concebible, pues concebirlo sería alcanzarlo. Tampoco el viaje sin retorno que nos propone la muerte en su visión más simplificada deja de exigir un acto de fe, ya que proviene de la interpretación positivista y democrática de una paz segura mostrada al alcance: la salida del fin. Hasta puede que el siguiente paso a través de las cavernas solo nos aplaste el corazón (tranquilos, tenemos garantizadas las convulsiones de la duda a perpetuidad) y, sin embargo, nadie sería capaz de demostrar a estas alturas que la mayor obra que los humanos han acometido supera al arte de volverse expertos profanadores de su propia obra mientras se revuelcan en la ciénaga de ese monumental suicidio aplazado que algunos insisten en llamar historia.
¡Brindo por ello!
Le debo a Escher el grabado de ese Dragón con virtudes mercuriales.