La matriz del deseo es el prójimo; si otros no poseyeran el objeto de nuestros deseos, estos se irían atenuando hasta quedar ubicados en un plano remoto donde, privados de la amenaza de competidores, llegarían a extinguirse. La rivalidad mueve el deseo y en esta emulación omnívora se localiza una fuente importante de la violencia interna que tiñe las relaciones humanas. Deseamos lo que no tenemos y lo que tenemos tendemos a no desearlo mientras no lo avive un tercero en discordia que aspira a reproducir nuestro modelo o, en casos extremos, a privarnos de él. «Saciadas las necesidades naturales, los hombres desean intensamente, pero sin saber con certeza qué, pues carecen de un instinto que los guíe. No tienen deseo propio. Lo propio del deseo es que no sea propio», comenta con su habitual soltura el antropólogo René Girard. En esta naturaleza imitativa y contagiosa del deseo radica la principal disfunción que aqueja a los más diversos tipos de sociedad, pero es una disfunción normal en tanto viene asociada de modo indeleble a todo aquello que las personas hacen. Con diferente grado de lucidez en la identificación del problema, las doctrinas morales conocidas han luchado contra la codicia que suscitan los bienes, el éxito o la buena estrella que pertenecen al patrimonio ajeno. Sin embargo, las censuras y prohibiciones que se han ensayado para evitarla flaquean en el cumplimiento de su papel, ya que estimulan el deseo contrario y permiten que la transgresión se convierta en un objeto deseable por sí mismo. Quizá no haya un método eficaz de prevenir la conducta violenta provocada por los rencores del deseo frustrado sin pagar el precio, asaz elevado, de arruinar la condición humana. Podríamos, por ejemplo, rehusar la excitación que nos inspira la idea de gozar con la mujer de otro, pero para ello sería preciso que fuéramos sometidos a una castración química... o algo peor.
Odios, celos, traiciones, angustia y ese sentimiento de alegría mezquina despertado por el fracaso de los demás que he bautizado en algún sitio como alevidia (de alegría más envidia), por mencionar sólo una parte del extenso repertorio de pasiones nefastas, son la consecuencia inexorable que hemos de sufrir por disponer de capacidad de elección, por ser bichos intrigantes del querer sin opción de renuncia al explosivo atributo de la voluntad.