22.8.15

GÁRGOLAS

«En el cristal de un espejo
me miraba y me decía:
¡Qué cara de burro tiene
este viejo que me mira!»
Letrilla anónima recogida por Néstor Luján en su amenísimo vademécum de modismos Cuento de cuentos.


Solo se tiene derecho a venerar tonterías cuando en ellas no va implícita la obligación de acatarlas.

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La relevancia, incluso necesidad del mensaje, es la venganza que el emisor inteligente se cobra por su insignificancia como autor.

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Buen lector es aquel que acepta, porque comprende, que el autor escribe mejor sin tenerlo en cuenta, pero sin dejar de pensar en él.

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Cuanto más prolija es la escritura, menos oportunidad se concede el autor de hacer perdonables sus impertinencias.

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Quisiera que un talento sólido fuera el responsable de hacer excusables mis ideas más febles y, sin embargo, reincido en el aprieto de admitir que en ausencia de algunas ideas no podría justificar mi nada infrecuente escasez de talento.

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Cruzarse con la obra propia y no identificarla sino como vislumbre ajena es cerciorarse, por la magia de una transposición sorprendente, de que al fin ha sido absuelta de la estrechez de la autoría.

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Sutil en el enfoque, malévolo en el análisis, complaciente en el tono y férreo en la exposición: no encuentro modo más preclaro de persuadir a quienes, como yo, no me convencen.

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Biblioteca de mi presbicia, arca de papel sedentario, enséñame a ensoñarte una razón de pervivencia en los días de atontamiento que me restan sin que el incendio universal que me figuro sea menester para salvarte.

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Hambriento de saberes incomibles, sacrificaba su exiguo salario a la pitanza de los libros, monumentos borrosos en los que podía llegar a creerse hospedado solo a condición de apostatar sobre el mismo polvo que, al recorrerlos, levantaba.

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Puesto que la amnesia es la materia predilecta de la eternidad, no se hable más de mala memoria, sino de buen olvido.

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Solemos achicar al animal que somos a medida que crecemos para poder reconciliarnos con nuestra piltrafa en el instante supremo de evacuarnos.

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La obra que no expira no ha empezado todavía. Nada vale en ella si el autor no se juega la vida confiriéndole, sin reservas, la marca irrevocable de su desaparición.


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Atopías. El acto de sortear un problema denota asaz ideología, porque lo que se plantea como salida frente al desafío de una dificultad no pasa, las más, de ofrecer de excusas y aplazamientos para tranquilizar la conciencia, aunque pueda suceder en las menos, contra el pronóstico del subterfugio inicial, que el mismo gesto de sortear la contrariedad llegue a descubrir, en el filo, la senda impredecible de una enmienda.

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Nada más mendaz que una observación correcta en lo puntual inflada como exactitud general.

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No hay verdad que se presuma objetiva y resista el impacto de una evidencia subjetiva.

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A juzgar por lo que conocemos es fácil dar por perdido lo que ignoramos, aunque no tan asequible como crear lo que creemos saber a merced de un ignoto saber creer que lo creamos.

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La realidad posee tantas facetas como puedas imaginar y tan pocas como te permitas creer.

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Ningún hecho lograría remontar su vacuidad sin la imponderable aportación imaginaria de quien los interpreta.

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Cauce provisional para un caudal ajeno al tiempo, nuestra experiencia transcurre, ciega de su porvenir, por el canal de otra experiencia que no cabe en nosotros.

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No sé si con eco de ventrílocuo o con voz propia, resuena en mí que el hombre es quien sostiene la pluma de los hechos, mas el azar dicta la historia. De nosotros depende hacer lo que no depende de nosotros.

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Nadie llevaría a efecto sus deseos si su fantasía desplegara el mismo poder de persuasión que el suplicio suscitado por la insatisfacción.

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¡Cuán embustera comparece ante una mirada agorera la pulsión laboriosa que se propone hacer de los sueños realidad! ¿No sería más verosímil, por lealtad hacia su inextinguible componente teratológico, sondear los acontecimientos como en una ensoñación proclive a desviarse hacia el horror? Todo cuanto hace de la vida una pesadilla es todo cuanto precisa la realidad para presentarse como verdadera.

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Oponerse a lo inevitable es el único obstáculo evitable que se interpone entre uno y uno mismo.

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Antropodicea. Somatizar o sublimar, he ahí el vestigio de la cuestión en todo tránsito del eso al eso es.

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Bandearse como macaco en la selva del espíritu para no estancarse como hombre entre los hombres.

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Tan endeble en su disciplina como el político que se pone al dictado de los banqueros, es el filósofo que no cuestiona el nicho cultural donde ha venido a plantar su pensamiento.

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Al igual que ninguna cultura subsiste sin creencias, tampoco ninguna creencia prospera sin la inversión prematura de nociones que sus creadores se imponen al tomar por causa de su ser lo que solo es consecuencia de sus juegos delirantes en la travesía por el desierto de las generaciones.

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Tiara de vaho. El error recurrente del hombre, su zozobra e insalvable propensión al disparate, radica en elevar por encima de sí lo que no es sino secuela de su actividad inventiva: dioses y demonios, metas y mitos, gobiernos y naciones, ideologías y capitales, máquinas y premios.

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El castigo del creyente empieza por el éxito de su fe.

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Así como procrear decreta la inmolación de un inocente para avalar el ingreso en la casta de los adultos, sacramento de materia es la sangre del infiel que los cultos monolíticos requieren para adquirir una entidad que la teoría, como bien abstracto que es, jamás les puede proporcionar. Estéril faena sería buscar un materialismo más abyecto que el idealismo de los piadosos pasando a la acción.

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El primer mandamiento de un dogmático establece la convicción de que su credo, y no otro, debe ser el báculo de la vida; el segundo consiste en no cuestionar el anterior; los demás, si los hay, son accesorios de estos. Ahora investíguese no una creencia, sino una metodología que no muestre indicios de padecer este ahogo de miras.

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Por desvalido que se figure, el adversario del fanatismo tiene en las consecuencias de las doctrinas que denuncia su más firme partidario.

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Inescrutable punto de puntos en la nebulosa de los agüeros, Dios no solo juega a los dados con cada partícula, sino que conoce de antemano todos los resultados.

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Si se niega la divinidad se excluye, asimismo, el tuétano del ser como unidad de ajuste de las ilusiones. El ateo profesa, sin sospecharlo, su propia inexistencia.

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Estar a bien con los demás tiene un solo secreto: creer en ellos lo justo, que es justo lo necesario para aceptarlos sin necesidad de creerlos.

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Desesperando a los bárbaros. Creerse colonizador puede ser la forma postrera que adopta el colonizado.

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El triunfo del economicismo no ocasiona, necesariamente, la derrota del espíritu, pero sin un espíritu humillado hasta el agotamiento su apogeo hubiera sido inconcebible.

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No acumula en su riqueza el espíritu necesidad de objetos en los que creer, por eso ningún objeto llega a ser valioso sin el espíritu desprendido que lo enriquece.

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Cuando la economía acapara la primacía, nada se mueve en otros órdenes sin relegar al último lugar el amor propio, fuera del cual no hay, con propiedad o con amor, virtud que no sea afeite de la ambición.

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Para radiografiar algunas de las miserias mejor guardadas, deberíamos indagar qué puede querer del mundo alguien que necesitaría vivir mil vidas más para consumir, a pleno derroche, su patrimonio monetario. Con razón aconsejaba el disipado Felipe de Borgoña: «De los grandes señores no digáis bien ni mal, porque si decís bien, mentiréis, y si mal, os ponéis a peligro».

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Al haber transformado la destrucción en un rito prodigioso y la obsolescencia en un plan providencial, el capitalismo extremo impide que nada pueda ser usado sin ser abusado. Separada de sí misma desde la concepción que la relega a marchitarse en un sabotaje programado o en una exhibición impracticable, la finalidad de la mercancía es actuar contra la mercancía y, para ello, fabrica instrumentos humanos.

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Con el objetivo aparente de hacer más livianas las tareas ordinarias, las innovaciones tecnológicas no deben tanto su éxito al cumplimiento razonable de esta promesa, que es dotación trucada, como al cansancio que la humanidad actual experimenta para seguir envileciéndose de las mismas maneras.

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En el contexto de contingencia y transitoriedad de las culturas que el humano, en su condición de nómada evolutivo y pasajero de sí mismo, ha tomado como hábitos de vida con frecuencia útiles, opresivos a veces y araneros siempre, la libertad sin inteligencia conduce al extravío; la inteligencia sin libertad, al hastío.

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Sumisión es tener que inculparse ante los demás por la imagen que uno se ha hecho de sí mismo para poder disculpar el tedio de vivir.

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No se trata de bruñir honores, sino de valerse por sí mismo en la perdición que socava todo aliento.

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En último término, es la urgencia apodíctica del acoso lo que distingue a un carácter noble de otro rastrero: el primero, sobre el mismo tremolar de las expectativas, revelará el anverso; el segundo, más hábil en perder reparos que en ganar respetos, repujará el reverso.

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Frente al abismo de lo esencial, una disyuntiva: asumir con fuerza los pensamientos puros en la visión llamada a reintegrarlos o retroceder en pos de alguna blandura en la cual hundir la conciencia para ocultarla de sí misma. 

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Armilustrium. Cualquier incremento de la perspicacia puede detonar una amargura donde diríanse sintetizadas las inclemencias de la fragmentación cósmica; pobre corolario de roturas será si el consternado se cree menos distante de los misterios en el estigma del sufrimiento que desarmando el alma de ensañamientos.

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¿Qué elogio brindar a una sociedad donde las mentes más despejadas, aisladas por el recelo y la incomprensión de sus congéneres, han de darse muerte para dar prueba de sí mismas y, aun entonces, raramente son reconocidas como lo que son? ¿Qué aprobación, qué honra puede iluminar un mundo en el cual la publicidad goza de mayor calado que el testimonio de quienes, por atreverse a examinar las deficiencias alabadas en él, son reducidos a la infamia y el escarnio?

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Aún debe ser hacedero para el inconforme ir más allá de la hostilidad que se cierne sobre él por haber obrado en sus fueros la desvinculación con la que interrumpe el adiestramiento en las inercias ancestrales que la comunidad exige a fin de comprometernos con los mecanismos cotidianos que la preservan, desde el código genético a los códigos de conducta. Por intrascendente que sea el mensaje de estos códigos, menos lo es el mensajero: propagar la transmisión es el sentido hiperbólico de la transmisión, de ahí que el primate gramático ideal, según este criterio, sea el idiota eficaz e intercambiable, perfectamente subalterno a pesar de lo divino que se sienta, mimo desechable una vez cumplida su función de repetidor biológico y cultural.

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No sabría decir qué ofende más, si el título de sapiens otorgado a cualquiera que sea portador de los cromosomas de nuestra especie, o ver denostado por defecto al sujeto a quien los automatismos de la evolución no consiguen revolucionar.

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La inteligencia que no acierta a desprogramarse resulta clave para que la memez de las taras orgánicas se convierta en un proyecto perdurable de inanidad.

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Es irrelevante que la evolución, esa huida hacia delante de los seres, no haya llegado a todos los hombres por igual porque la diferencia cerebral entre el mejor y el peor de ellos apenas da cuenta de nada, salvo de lo poco que ambos contribuyen al pulso que el conocimiento disputa a sus orígenes por medio de las aptitudes menos cosificadas.

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Para no mermar su perspectiva por el ojo de la aguja evolutiva, el lúcido tendrá que despedirse de la sociedad o renunciar, como un desliz, a su clarividencia.

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Todo lo que pueda ser combinado dentro de la biosfera, lo mismo en la escala de los aminoácidos que en el campo religioso, político y social, será probado hasta la saciedad como un imperativo fáctico. Los pogromos que enmarcaron el siglo XX parecerán un balbuceo comparados con las tragedias que están por venir.

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Agraciado quien se adentra, inerme pero tranquilo, en el territorio terminal de la indiferencia, pues a nada aspira ya que distorsione el contacto entre su piel y el abrazo de la fortuna.

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Quien no es amo de su calma se tiene, a lo sumo, como rehén de sus emociones.

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No te desprecies porque otro así lo quiera para erguirse sobre ti. No subas de polizón a la soberbia tenebrosa de creerte peor de lo que eres. Despreciarse nada cura, nada remedia, y, con todo, es un recurso apropiado para llevar a menos el asalto de las situaciones vergonzosas que nos ensamblan al destino catastrófico de la especie.

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¿Cómo soportaríamos la expansión de la humanidad si no olfateáramos en ella el cosquilleo clandestino de la hecatombe?

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Deslúmbrase uno ante el empeño que no puede negar a los hombres hodiernos por su diligencia en cavar el hoyo a los venideros e introducir, en memoria de esa misma posteridad, a los de hogaño.

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Para que haya necesidad del humanismo que prescribe, la civilización prescinde de aquello que en el humano es más necesario para no ser solo una bestia con arreos.

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¿De qué sirve una sociedad que, lejos de facilitar medios para la reconquista de sí, hace de los sujetos el sistema idóneo para perpetuar los vicios comunes? Hoy el individuo es tolerado si y solo si colabora activamente con alguna clase de servilismo social.

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Cinco palabras son suficientes para resumir la cota mínima de mi canon: nadie es dueño de nadie. Los principios que se pueden articular en virtud de este enunciado tienen la congruencia de ser inservibles para refrendar la validez jurídica y moral de las relaciones de dominación existentes, si bien no necesito asear inferencias para que el veredicto lógico de mis entrañas sea implacable: una sociedad incapaz de organizarse sin el resabio de profanar la independencia de los suyos, que comienza por la indisponibilidad de sus vidas, merece extinguirse... o expulsarme.

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Nuestra cultura confunde el individualismo que predica con el automaltrato que practica, poniendo de manifiesto un proceso intensivo de degradación del sujeto en nombre de la libertad. Más ignaros que conscientes de su participación cuadriculada en el desastre, el fervor que los contemporáneos rinden a los propósitos gregarios ha emplazado su matriz en la falta de respeto que dedican a la aventura y desenvoltura de la interioridad; que a nadie extrañe, por tanto, la proliferación de gentes de bandera y el auge de muchedumbres descabezadas adictas a cualquier atrofia compartida. En toda colectividad dispuesta a dislocar singularidades por consagrar arterías brama una ecclesia militans que no vacilará en extirpar, a cambio de abalorios y baratijas, la conciencia elemental de sus raíces.

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Por una suerte de miedo inenarrable al silencio, la soledad se vuelve demasiado estruendosa para sí misma y, como en una parodia de acompañamiento, solo halla acomodo en el zumbido multitudinario de alguna colmena.

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Cual moscas exacerbadas acuden los prójimos en tropel al sentimiento que de ellos quiere alejarse.

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El alcantarillado fue la primera red que conectó las intimidades humanas y, desde entonces, todas las redes donde el hombre interviene conservan la impronta de la cloaca.

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Un villano en una gran ciudad no es menos villano, solo menos hombre.

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Aun sin pretenderse sublime, y mucho menos sublime sin descanso, cuando uno entrega la savia de su tiempo a personalidades más groseras el impulso natural de su alma señera emergerá, libre de heraldos que la preludien, como el rayo estrábico de una deidad fallida.

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Más que aquella que nos rebaja, la más hiriente forma de odio es la que tiene a mérito ensalzar a quienes sabemos muy por debajo de nosotros.

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La mentecatez industriosa de muchos redunda en la locura de la inteligencia que, privada de correspondencias, con cada esfuerzo se envenena.

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No acaece juventud exenta de estolidez ni vejez que no añore el vigor de la necedad.

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En un plazo de tiempo convenientemente holgado, las probabilidades de que una persona no degenere en una caricatura de sí misma se restringen a cero.

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Despilfarramos una vida en descubrir lo que la proximidad de la muerte exhuma en un momento: que nos faltó tiempo para ser menos desdeñables. Decepcionante conclusión si después de haber vivido se mantiene intacta en uno la esperanza de que podría haber sido más de lo que fue.

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Sprezzatura. Que no falte garbo de templanza cuando caiga la suerte ni amplitud de conciencia cuando ronde la muerte.

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Algunos hombres son indignos de escapar de la vida, otros deberían disolverse en el vacío y todos merecemos no haber nacido.

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Se perdieron en las sombras porque, antes que confiar en la adaptación gradual de sus sentidos al modelo propuesto por una dimensión desconocida, prefirieron doblegarse a la luz artificial de sus linternas.

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No se tienen por dementes quienes afirman que la vida es un viaje y yo tengo por bagaje el disgusto de moverme. Cuanto más hondo va uno en uno, más se revuelven sus profundidades con el cambio.

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Moverse sin ser movido allí donde uno esté es más importante que arribar a parte alguna.

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Centrar el propio ser en el ser supone generosos sacrificios, cual es, y no de los menores, la ruptura de nuestro confinamiento espiritual en el nivel antropocéntrico de prioridades, alzamiento de barreras doloroso como parto aunque digno, al contrario que una prole, de oferente gratitud. ¿Qué regalo nupcial menos indebido puede uno donar a la unión consigo mismo que el desencuentro con quienes nos han puesto el candado de la semejanza para reproducir sus esquemas vitales?

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¿Tan alto se cotiza el estrago, la cosa más corriente de la creación, o tan baja se tasa la excepción a sí misma, que aun sin ser cristiano se tiene por pulcritud moral el precepto de dar bien por mal? Quien así se comporta, lejos de compensar la injusticia y fealdad del mundo, le añade en recompensa el tributo de su debilidad.

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El comportamiento que hace de la moral su pilar principal suele ser el primer bastión en derrumbarse ante la acometida de un antojo y la última trinchera en ser abandonada cuando la belleza nos reclama al otro lado de la zanja.

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Apostaderos. El orgullo no me duele porque no lo tengo; me duele el intelecto porque no lo entiendo: era más listo cuando me conocí. Dudo si estas picaduras que hago constar descienden de la potencia del pensamiento o celebran incursiones infructuosas en la guerra de tautologías que dilato contra la volatilidad de mi raciocinio.

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Nunca he dado crédito a mis conjeturas, no más del que doy a las ficciones que circulan entre las mentes como axiomas, pero las he conjuntado tantas veces con las menuzas que he debido estructurar en silencio, que mal presagio me adjudica quien espera el guiño de un oráculo de estas pupilas cansadas.

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Amanece la noche, fascículo lucífero donde ninguna estrella interior tiene la arrogancia de eclipsar la oscuridad mental de la que pende.

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¿Qué urdes enroscándote a mi pulso, alma mía? ¿Acaso perseveras por averiguar cómo partir de aquí sin tener que cargar conmigo?

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Sin pena, y desde luego sin gloria que la maldiga, mi destreza en esta rada se limita a recoger algunos pecios con la misión de integrarlos en un orden superior a aquel del que proceden; mientras compongo y descompongo con esta devoción heterodoxa los restos que arriban a mi entendimiento, me pregunto si no fui yo quien provocó el naufragio...


Las dos primeras gárgolas pueden contemplarse en la Catedral de Llandaff, en Gales, Reino Unido. La tercera y última, en la Catedral de Barcelona, erigida bajo la advocación de Santa Eulalia, quien según la leyenda sufrió trece horrendos martirios, tantos como años tenía —menos mal que no amontonaba mi edad—, de los que no extraigo gana alguna de hablar, como no sea referir, a quiebra línea, que la beatificación de una persona sometida a tortura no está concebida solo, ni principalmente, para sacralizar la entereza de la víctima frente a las vejaciones con que sus verdugos procuran hacerla renegar de su fe, sino también para apropiarse de la inquina del enemigo como vía de santidad en la que el castigo satisfaría la prestigiosa función de dispositivo cazatalentos. 

17.8.15

DESVELO DE UNA NOCHE DE VERANO

Aquel que por amar el sosiego es perezoso para armarse, pronto se ve privado del deleite que toma en el descanso.
TUCÍDIDES
Historia de la Guerra del Peloponeso

A la pregunta «¿eres de aquí?» coaccionada por una paisana de semblante picassiano a quien acababa de ser presentado por un joven, conocido de ambos, que ostentaba una simpática y precoz barba cana a guisa de barbacana de nulidades señoreadas, la sinceridad de mi respuesta, apenas medicada, descolocó como ninguna arrogancia elitista hubiera logrado la compostura etilista de mis embajadores: «Me estoy quitando». Acto seguido, no tanto por educación como por provocación, quise puntualizar que el contraste con las inclinaciones predominantes de nuestro común lugar de origen me había empujado a crecer hacia dentro, cual valle breñoso, dada la invencible dificultad de ensancharme hacia fuera. Mientras peroraba, fui trazando una mirada en derredor que culminé con la exposición, sin paliativos, de algunas lacras que el ambiente de marras, destilado a la sazón en una calle de bares en la hora de mayor polución anímica, me seguía facilitando para aquilatar de tal suerte sus aparentes prestigios:

— Hipertrofia del exhibicionismo estético a costa de la atrofia de la verdadera capacidad de alternar, que requiere cierto conocimiento de sí, tacto en el trato con el otro e interés por sus puntos de vista.

— Avidez de atención carente de la más elemental reciprocidad: las lenguas se ahogan en verborrea, los tímpanos se evidencian sellados con cera. En consecuencia, se asiste a una inundación acústica de monólogos de garrafón abocados, como mínimo, al dolor de cabeza de quienes tienen la inocencia de soportarlos, e insuperables para fijar el sentimiento de memez en el seno de la experiencia comunicativa.

— Impermeabilidad espiritual expresada como xenofobia cognitiva.

— Fuerte propensión a la territorialidad social disfrazada de teatralidad festiva.

— Pérdida irremisible del magnetismo animal en los ejemplares de machos y hembras que compiten en apostura, a la vista de todos, por el trofeo de un apareamiento fugaz con las presas más cotizadas.  

No creo que merezca frecuentar a los demás si no se acude a su compañía dispuesto a descubrir relaciones insospechadas con uno mismo y preparado para fomentar la reaparición de afinidades imprevistas.

Emigrado ruso en París, Nicholas Kalmakoff vivió como un ermitaño en una habitación del hotel La Rochefoucauld y, a su muerte, reveló ser autor de una obra llena de sugestiones, como La grotte aux femmes en la que, con la venia, voy a entrar.

13.8.15

ELOGIO DEL DESCONSUELO

Mares de arena en el desierto del Namib (ESA)
Lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros.
Jean-Paul SARTRE
San Genet, comediante y mártir

No hay mayor razón que la tristeza sin razones para identificar la caravana de disparates que nos instigan a reanudar la respiración, a cuyo tedio sigue pasmado en importancia el desconsuelo de volver a comprobar, tras haberlo contenido en vano, que se precisan más ganas para estrangular el aliento que para dejarlo obrar. Ni la fe ni la ciencia, ni el amor cuando es conciencia que remedia algo de ambas por llevarlas en sí, pueden salvar al hombre de ser hombre. Desprovisto de soportes morales, condenado siempre a reinventarse, lo más irritante de ser humano es que uno se acostumbra a ello si, al bajar la guardia, da en confundir la utilidad de aquello que comprende con una ley a la que aferrarse no por el arte de darle forma al absurdo, sino por autodefensa contra el espanto que amenaza desnudarse en cuanto ignora. La ausencia de propósitos puede ser un principio amable sobre el que descansar mientras uno se hunde, como todo lo demás, en el ciemo con el cielo. El entusiasmo de ponerlo todo en relación directa con el Espíritu, así como el desencanto de ver la Nada en el seno de todo, transparentan operaciones que conducen, mal que les pese, al mismo desvarío original.

Es necesario hacerse fuego antes de poner la mano en el fuego; si uno es capaz de hacer algo, no debería llamarlo virtud si no es capaz de no hacerlo. Libre de motivos para vivir, quien acepta su suerte sabe confiarse a algo mayor que la frustración de reconocerse encerrado en un decurso sin sentido: la seguridad de que no por ser compartida la realidad es digna de ser creída más de lo que merece ser creído un sueño. Cuesta confiar, ciertamente, en alguien que solo confía en sí mismo cuando espera resultados positivos de la acción, pero cuesta aún más no desconfiar de aquel que desconfía de quien puede seguir su ascenso o su declive sin arrastrar un horizonte que lo espere allí donde va.

Ya insista o desista, la existencia es demasiado breve para poder hacerla notable y demasiado larga, en cambio, para malograr las ocasiones de ser menos mediocre. Nada la justifica, ni las espléndidas experiencias que quisiéramos retener, ni las amarguras que estaríamos dispuestos a abonar para obtenerlas. La belleza que la vida no escatima solo se aprecia en profundidad desde el valor de perderla; una belleza que también será la propia si no se adeuda por nada, si por nadie se calcula.

12.8.15

EN LA CRIPTA

La verdad se descompone en tiempo, el universo se enfría como un cadáver.
Ángel ROMERA

Como de costumbre en estos descosidos estivales; como en el fomes de probarse en todas posiciones la raspa que uno danza bajo la sincronía de sus capas más blandas, se me duerme el alma por las pinzas, justo desde los dedos que acompañan, en los extremos, a los más fuertes campos de mi corporeidad hasta la huella de dolor que fornece rumorosa, nervio a nervio, el núcleo anatómico de la misma.

Ayer cavilaba, sin ningún asidero filosófico que me afirmara el pensamiento, que ser y cuerpo son dos extraños interpenetrados por una intimidad que el uso tiende a congregar en la estrechez resignada de una sola pieza; dos prisioneros siameses destinados a separarse de la fusión imperfecta que apenas culminan en el ardor, dado que en el ínterin, entre las cotas ganadas a las necesidades regulares de la escafandra tisular, meramente se soportan. Llevar la presencia puesta como una entidad somática es certificar que somos unos recién llegados al sustrato de la materia, sitiada antes que situada en sus discretas prerrogativas por el séquito de averías, molestias y degradaciones que medran a expensas de ella. Concebido por algunos como una máquina de supervivencia, el cuerpo es muy pobre y muy capaz, seguramente por eso, de haber evolucionado como un vampiro del aliento errático que quizá haya sido y será, informe en su latencia, el inquilino que lo habita.

Aunque vaya contra toda evidencia biológica y suponga una inversión indemostrable de las relaciones de causalidad que manchan con la sombra de la locura a quien las impugna, ¿no arde empeñada la carne en ser una lámpara de horrores, aliviada es verdad por algunas fisuras maravillosas, y no mece en su interior, dosificada con cada soplo, la chispa de un genio atrapado a quien el hábito de desear lo que sus órganos piden, tamizado por el miedo de extinguirse con ellos, harán creer a lo largo de su cautiverio que nada, no otra cosa es que un organismo?

Fotografía tomada por Gabriel Bouys en la exposición Body Worlds de 2008 celebrada en Los Ángeles. En ella se muestra a una bailarina de flamenco sin peineta, sin crótalos, sin faralaes, sin piel y sin vida. La obra salió de la factoría del doctor Gunter von Hagens, quien no solo embalsama con el sombrero encasquetado, sino que es mundialmente reconocido por ser el inventor de la plastinación, una técnica que consiste en extraer los líquidos corporales por medio de solventes para sustituirlos por resinas elásticas de silicona y otros compuestos termoestables tipo epoxi. Por sardónico que parezca, este tratamiento permite el manejo de restos humanos con fines muy creativos. Los cadáveres proceden de donantes voluntarios y (esto es lamentable) de cuerpos que nadie reclama. Obligados a darlo todo por la multiplicación del espectáculo, ni a los muertos dejan ya descansar con sus carcasas.

11.8.15

PARÁBOLA DE LOS GEÓMETRAS

P: ¿Qué pregunta debería hacerle a un interlocutor desconocido para saber si su cerebro es humano o artificial?
R: ¿Qué pregunta debería hacerle a un interlocutor desconocido para saber si su cerebro es humano o artificial?
P: ¿Me tomas el pelo?
R: Eso sería imposible, llevas la cabeza rapada.
P: ¿En qué te basas para afirmar eso?
R: ¿Cuándo se cayó el papelito que cegaba la cámara de tu pantalla?
Fragmento del chat que mantuve con un computador que respondía al nombre de Eugene Gootsman. Ahora que el paradigma robótico cobra autoridad moral, encuentro más instructivo analizar las caras en silencio que hablar con sus titulares.

Seamos veraces con nuestras fantasías: hay modos infinitos de hacer creíble el mundo, pero no otro de ser realista; inspeccionemos, provistos de cautela, la relación con nuestros pronósticos: de las múltiples interpretaciones que la coincidencia entre imaginación y suceso no agota, cabe estimar la posibilidad de que si un sueño se cumple la realidad a la que remite transcurra todavía en una dimensión onírica y la conciencia empiece solo a ser verdadera donde acaban los nexos que tiene por ciertos. Así pues, con la firmeza que imprimen las dudas que retornan enriquecidas tras haberlas convertido en axiomas prófugos de bostezos, o más bien rearmado con el vicio de pensar lo mismo de maneras distintas, lo que la fase inventiva de la noche me ha traído hoy parece digno de ser anotado en la cuenta premonitoria de futuribles descarríos, aunque el relato vaya esmirriado en la osamenta conceptual.

Entre los usuarios de teléfonos listillos y similares alguaciles tecnológicos hacía furor una aplicación concebida para componer figuras geométricas, similares a engranajes, anémonas y celentéreos, que se materializaban a bajo coste gracias a un polímero revolucionario en atención a tres sorprendentes propiedades: los ingenios producidos con este compuesto eran flotantes en condiciones atmosféricas normales, quedaban vinculados permanentemente a la huella informática del propietario y se mostraban capaces de desarrollar movimientos sencillos a partir de señales inalámbricas cifradas. Amén de la exclusividad, el mayor atractivo de estas emanaciones volátiles consistía, sin embargo, en que admitían ser combinadas entre sí conforme a un sistema dinámico, inspirado en los autómatas celulares de von Neumann, que evolucionaba siguiendo una serie de diseños interactivos responsables de traducir como impulsos motrices los estados anímicos más votados en la red social de productores de insignias (con este apelativo se popularizaron frente al plastic inmortal signatures del registro de patentes).

Los espacios públicos fueron invadidos por un enrejado colorista de estructuras mutantes y el fenómeno pronto desbordó el análisis aprensivo de las autoridades, cuya reacción ante la avalancha de enganchados a esta nueva necesidad expresiva se tomó bajo la presión de una pasión emergente que nadie en fuero externo aconsejaba forzar. El impacto cultural del juego era tal, tantos los forofos adheridos a esta contagiosa distracción, que por consejo de una pléyade de expertos en todo tipo de ciencias, blandas y duras, los creadores de opinión asumieron el consenso de propugnar la coyuntura como una epifanía, el renacimiento del espíritu humanista encarnado en la construcción comunitaria de un monumento impredecible, único en la historia. ¿Quién, salvo un ser superior o un observador inabordable, se arriesgaría a oponerse al crecimiento de esta envoltura estrambótica que ya desde el principio los más juiciosos críticos denominaban, con fusca elocuencia, Babel 3.0? Que una de las consecuencias inmediatas fuera el oscurecimiento progresivo de las ciudades, o que el proyecto amenazara con estrechar mentes, océanos y continentes mediante un horrendo abrazo sintético, no fue impedimento para declarar el mamotreto Patrimonio de la Humanidad y delito cualquier acción, de obra o de verbo, que redundara en daños para la integridad del conjunto o representara un ataque infamante a la honorabilidad de la empresa, en la cual también los menores de edad aportaban una fuerza numerosa que podía volverse contra sus detractores amparándose en la vulnerabilidad de la infancia...

Yo sólo pasaba por allí. Y si no es falso que pertenecemos a aquello que hemos soñado, allí continuará una parte de mí.

En la ilustración, lámina correspondiente al género Ascidiae del tratado Formas artísticas de la naturaleza de Ernst Haeckel.

7.8.15

ADMIRACIÓN Y DESAFÍO

A un amigo que me conoce mejor que yo a él y luce el donaire de acompañarme como si fuese al contrario

Uno, que había entrado en la mar, dijo sintiendo levantado el estómago: «Señor patrón, tened la nao, que quiero vomitar».
Melchor de SANTA CRUZ
Floresta española

Sin negar, que no procede, las variadas y lejanas influencias recibidas en la copela de nuestro ennoblecimiento, querer adoptar como genuinos los valores que uno mismo no ha forjado semeja el absurdo de proponerse habitar un cuerpo que no es el propio e incurre en la desmesura de tomar por virtud el error de vestir como verdades eternas un hecho que, indudablemente, tiene mucho de cierto en la fugacidad de quien lo ilustra: la elusión de la responsabilidad singular de descubrirle sentidos a la existencia en beneficio de la más cómoda elección de conformarse con las ruinas, parcialmente hospitalarias aún, que antaño ofrecieron esplendores como palacios, templos o castillos. Por amplias y bellas que sean estas reliquias conceptuales, por elevado que sea el ascenso mélico evocado en las arquitecturas donadas a la memorable búsqueda de la sabiduría, sus moradas convienen más a los espectros que a las empresas de los vivos, sentenciados a purificar el mundo de la experiencia en su experiencia del mundo.

Si hay un valor perenne digno de enlazar a los hombres a través de azares, pueblos y distancias, no es otro que la hermandad que todos los espíritus excomulgados por obedecerse a sí mismos comparten, cual signo de mutua admiración y desafío, por encima de la impronta histórica desde la cual hayan sido iniciados, más allá de la lengua que les sirva de buril con las ideas y al margen de la opinión que susciten a sus contemporáneos.

En L'Apparition de l'ange à Joseph, La Tour recrea el momento en que, según San Mateo, un emisario divino se le apareció en sueños a José para inducirle a aceptar la mochilita que María traía consigo. Hoy hablaríamos de alucinación hipnagógica, adulterio, cornúpetas y otras benditas fatuidades. Quede aquí constancia de la anécdota como prueba de la sugestión, quizá indeclinable, que media en cada contacto cognitivo con la realidad. Incluso la pretensión de adaptar las ideas a los hechos revela ser una idea, no un hecho.

4.8.15

HILARIDADES BIEN DESCALZAS


Dios existe, claro que sí, pero no para nosotros, que lo hemos parido de cabeza. Dolor de nuestro dolor, conocemos demasiado bien su olor como para querer retenerlo.
 Zazo VAGIDO
Cuerpos gloriosos

El más puro sentido del humor es amargo porque ha de reírse con saña de las propias deformidades para poder desnudar sin melindres, transido de una gracia feroz, las intenciones ocultas de los virtuosos.

A Short Tour and Farewell de Raymond Douillet. Lo encontré en Artinferno.

3.8.15

LA INSTITUCIÓN DEL DESBARAJUSTE

Verdaderamente merecida es solo esa felicidad que no soñaríamos con merecer.
Giorgio AGAMBEN
Profanaciones

Una sociedad se distingue de otra por la forma que tiene de enloquecernos; entre las más deplorables que se conocen, están las que prohíben demasiado, las que imponen aún más de lo que coartan y aquellas que todo lo dejan a merced de una legalidad sin legitimidad en la que los hombres más rudos, proclives a confundir el facto de ser respetado con la condición de ser respetable, hacen reino de sus caprichos pateando, si es menester, a los más sabios como ya patean —no importa quién, seres son trastos— a cualquiera. Les sobra potestas, carecen de auctoritas.

Con Heredera del desastre, Kikyz1313 se complace en buscar de manera explícita el impacto sensorial dilatado de lo que ella bautiza como «poética de la abyección». 

2.8.15

EMBRIONES DE DINOSAURIO CORRIENDO POR EL TECHO

Un cadáver domina la sociedad, el cadáver del trabajo. Todos los poderes del planeta se han unido para la defensa de este dominio.
Grupo Krisis

Si cualquier tiempo pasado fue mejor, ¿por qué experimentó el empuje de cambiar? Vivir en la historia supone arraigar en la escoria; lo sé porque el futuro siempre ha estado bajo nuestros pies. Dudo mucho que haya habido nunca, en ningún lugar, tan alto porcentaje de simios parlantes desviviéndose y mal muriendo de acuerdo con las falaces inclinaciones de su tiempo; no el fin de los tiempos, sino el tiempo de los fines, de las defunciones. A una época de allanamiento de la interioridad por medio de la comunicación ilimitada, no es extraño que le corresponda la conformidad absoluta en la que todos aprueban, como el hecho más natural, ser espectadores de todos dentro de un sistema de acoplamiento global en el cual la conexión permanente y el control total expresan finalidades sinérgicas.

En consonancia con el estilo deportivo que ha invadido los ritmos y contenidos de la vida íntima desde el campo de Agramante de los negocios, el valor singular se define hoy en atención a la exigencia de una actualización constante. Todo vale para acrecentar la versatilidad del rendimiento individual en la factoría humana y una señal de ello está en la proliferación de gurús que imparten entrenamiento en autoayuda, dietética, gimnasia, terapias de grupo y un cuantioso repertorio de ritos destinados a la observancia estética del ego según los compromisos escénicos. Coachs, asesores de imagen, psicoterapeutas, cirujanos plásticos y expertos en alguna especialidad indescifrable de marketing surten las pautas básicas para no hundirse en los mares desbocados de la información y resultar más aplicados, más competitivos, en las vicisitudes que conlleva la urgencia de una puesta a punto de la empresa como sujeto y del sujeto como empresa. Nadie escapa del dopaje virtual del mundo en la cotización de cada acontecer, un mundo absorto en el procesamiento de su anabolismo inmaterial donde el poder aprende a adaptar al ciudadano a sus necesidades estructurales fingiendo hacer lo contrario de una forma lo suficientemente veloz e inteligente para que el desarrollo de la manipulación se funda de tal modo a la subjetividad que a sus cautivos les costará paranoias discernirlo. «Ahora también nos vigilan las cosas que usamos diariamente», dirá Byung-Chul Han. No en vano, el atiborramiento también es adiestramiento, un racionamiento a la inversa. En la Era Conformática, hasta quienes se sienten anarcas tuitean, comparten narcisismos en alguna teleraña social y frecuentan ese cuartel general del espionaje llamado Facebook. Se puede participar en el consenso cibercrático y creerse herético sin ningún pudor: todo sea por los seguidores. Si hay público, hay razones.

Aliado a la microelectrónica, el poder neotécnico del presente se distingue de los modelos disciplinarios anteriores porque evita ser rígido e inaccesible, prefiriendo mostrarse flexible e interactivo; dosifica sus reacciones represoras para dejar espacio a una expansión tolerante y, más que castigar, proporciona distracciones envolventes; pocas veces se impone, ya que su paradigma juega a la más sugerente invitación; no ordena, predispone; no interroga, sondea; no frena, dinamiza; no repele, atrae; no excluye, integra; no segrega, normaliza; no ataca de manera directa, sino lateral, y tiene su órbita más fértil de dominación en una banalización de la libertad que, domesticada como oferta de consumo, llega a equiparar la elección libre del propio sentido con la libre elección entre diferentes marcas, apariencias optativas de identidad que contribuyen al simulacro de la salvación personal en la marea del anonimato universal. Tampoco vaya a creerse que el tratamiento amable que el orden existente suele dispensar a los reclusos del panóptico digital suprime su verdadera función de mando: al igual que en una granja hiperpoblada, de tanto en tanto las áreas habitadas deben ser fumigadas con sustancias ignotas y el miedo sigue siendo un pienso insustituible en el arsenal de los Estados, encargados de hacer viable el pago de la deuda externa, además de mantener la paz dentro de sus fronteras. ¿Y qué contar del pingüe presupuesto militar y de la autonomía jurídica de los ejércitos, privilegios que permiten al estamento pretoriano de las grandes potencias profesar un poder de maniobra sobre los civiles muy superior a las prácticas, no menos despóticas, de sovietismo financiero que está en la urdimbre de algunos oligopolios, como el energético? La primera vocación del poder es tomar, bajo su protección o bajo su terror (grados de intensidad en su labor), la vida del sujeto sin el sujeto, la vida a secas, como canal de difusión y garantía última de su legalidad; desprovisto de esta apropiación señorial de lo vivo, el poder no se sostiene, pero esta falta de sostén bien puede ser la capa que oculta su espada más diestra: la biopolítica ampliada, reproducida por otros rumbos.

Al haberse infiltrado como ningún otro régimen conocido en los hábitos particulares, este poder perspicaz y deslocalizado configura un tipo de servidumbre que no precisa, en principio, forzar el ánimo a la sumisión, pues sabe condicionarlo afectivamente para la más moldeable y productiva dependencia, situación que obliga a replantearse las actitudes discrepantes desde la relación que uno mantiene consigo en tanto apéndice y receptor de la programación neuropolítica llevada a efecto por el Nuevo Orden Mundial. La relación con uno mismo, con sus potencias y debilidades, determina el rango de nuestro ser. Si contra los métodos clásicos de coerción podía ser eficaz el combate mediante estrategias subversivas, las técnicas de mercantilización emocional, socialización cognitiva y reducción del pensamiento a mero capital humano apelan a otras disciplinas de repulsa para las que, quizá, se revelen cruciales los conceptos de renuncia y hermetismo a condición de que sean interpretados como actos soberanos de desistimiento, la rasgadura silenciosa de la matriz compuesta por el entrecruzamiento masivo de datos. El individuo ha de concederse el tono de ponerse en estado de excepción y desaprender el gusto por las comodidades de falso apoyo que lo vuelven vulnerable en demasía.

El hombre como necesidad del hombre y no como lujo de sí, así da comienzo la teleología del economicismo o, valga aclarar, la exacción del hombre por el hombre, que también es la de cada hombre consigo en vicio, no en virtud, de lo que debe hacer de sí mismo para creerse compatible con la doctrina prevaleciente percibida en los demás. Por ello, responder con movilizaciones a la aceleración de las costumbres y rigores me parece un disparate análogo al de arrojar gasolina al fuego. Comprar, votar, trabajar, procrear, opinar, protestar..., se amalgaman como momentos de un continuo que tributa a un único patrón maquinal. «Donde el capitalismo prosperó —señala Lewis Mumford en El mito de la máquina—, estableció tres cánones principales para el éxito económico de sus empresas: el cálculo de la cantidad, la observación y regimentación del tiempo (“Time is money”) y la concentración en gratificaciones pecuniarias abstractas. Sus valores máximos —Poder, Beneficio y Prestigio— se derivan de esas fuentes, y todos ellos se remontan, en forma apenas velada, hasta la Era de las Pirámides. El primero produjo la contabilidad universal de los beneficios y de las pérdidas; el segundo aseguró la eficacia productiva de los hombres tanto como de las máquinas, y el tercero introdujo un motivo rector en la vida cotidiana, equivalente en el vil mundo a lo que para el fraile era la búsqueda de su eterna recompensa en el cielo». Templanza, reflexión, alejamiento, desapego, secreto e incluso error me parecen nociones cargadas de una prestancia que ningún hormigueo reformista o revolucionario puede emular desde el llamamiento a participar en las rebajas de la agitación. El celo por construir lleva impresa la huida hacia delante y, materializado en un designio social afirmativo, ambición en la que progresistas y utópicos coinciden, constituye una apuesta por la fabricación de una realidad común según el diseño que más conviene al interés, calculado ideario, de sus capos.

Ningún énfasis de liberación trascenderá la mascarada gregaria y la bambolla de las camarillas mientras los individuos no se quieran responsables de recuperar para sí la negatividad de la voluntad que posibilita la separación de esa ortodoxia que tiene en lo mensurable y comercialmente correcto su ley vigente de punto final.

He dudado si Fall/Advent, óleo de Martin Wittfooth, se verá cursi o si el cursi soy yo por dudarlo. 
 
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