«En el cristal de un espejo
me miraba y me decía:
¡Qué cara de burro tiene
este viejo que me mira!»
Letrilla anónima recogida por Néstor Luján en su amenísimo vademécum de modismos Cuento de cuentos.
Solo se tiene derecho a venerar tonterías cuando en ellas no va implícita la obligación de acatarlas.
La relevancia, incluso necesidad del mensaje, es la venganza que el emisor inteligente se cobra por su insignificancia como autor.
Buen lector es aquel que acepta, porque comprende, que el autor escribe mejor sin tenerlo en cuenta, pero sin dejar de pensar en él.
Cuanto más prolija es la escritura, menos oportunidad se concede el autor de hacer perdonables sus impertinencias.
Quisiera que un talento sólido fuera el responsable de hacer excusables mis ideas más febles y, sin embargo, reincido en el aprieto de admitir que en ausencia de algunas ideas no podría justificar mi nada infrecuente escasez de talento.
Cruzarse con la obra propia y no identificarla sino como vislumbre ajena es cerciorarse, por la magia de una transposición sorprendente, de que al fin ha sido absuelta de la estrechez de la autoría.
Sutil en el enfoque, malévolo en el análisis, complaciente en el tono y férreo en la exposición: no encuentro modo más preclaro de persuadir a quienes, como yo, no me convencen.
Biblioteca de mi presbicia, arca de papel sedentario, enséñame a ensoñarte una razón de pervivencia en los días de atontamiento que me restan sin que el incendio universal que me figuro sea menester para salvarte.
Hambriento de saberes incomibles, sacrificaba su exiguo salario a la pitanza de los libros, monumentos borrosos en los que podía llegar a creerse hospedado solo a condición de apostatar sobre el mismo polvo que, al recorrerlos, levantaba.
Puesto que la amnesia es la materia predilecta de la eternidad, no se hable más de mala memoria, sino de buen olvido.
Solemos achicar al animal que somos a medida que crecemos para poder reconciliarnos con nuestra piltrafa en el instante supremo de evacuarnos.
La obra que no expira no ha empezado todavía. Nada vale en ella si el autor no se juega la vida confiriéndole, sin reservas, la marca irrevocable de su desaparición.
Atopías. El acto de sortear un problema denota asaz ideología, porque lo que se plantea como salida frente al desafío de una dificultad no pasa, las más, de ofrecer de excusas y aplazamientos para tranquilizar la conciencia, aunque pueda suceder en las menos, contra el pronóstico del subterfugio inicial, que el mismo gesto de sortear la contrariedad llegue a descubrir, en el filo, la senda impredecible de una enmienda.
Nada más mendaz que una observación correcta en lo puntual inflada como exactitud general.
No hay verdad que se presuma objetiva y resista el impacto de una evidencia subjetiva.
A juzgar por lo que conocemos es fácil dar por perdido lo que ignoramos, aunque no tan asequible como crear lo que creemos saber a merced de un ignoto saber creer que lo creamos.
La realidad posee tantas facetas como puedas imaginar y tan pocas como te permitas creer.
Ningún hecho lograría remontar su vacuidad sin la imponderable aportación imaginaria de quien los interpreta.
Cauce provisional para un caudal ajeno al tiempo, nuestra experiencia transcurre, ciega de su porvenir, por el canal de otra experiencia que no cabe en nosotros.
No sé si con eco de ventrílocuo o con voz propia, resuena en mí que el hombre es quien sostiene la pluma de los hechos, mas el azar dicta la historia. De nosotros depende hacer lo que no depende de nosotros.
Nadie llevaría a efecto sus deseos si su fantasía desplegara el mismo poder de persuasión que el suplicio suscitado por la insatisfacción.
¡Cuán embustera comparece ante una mirada agorera la pulsión laboriosa que se propone hacer de los sueños realidad! ¿No sería más verosímil, por lealtad hacia su inextinguible componente teratológico, sondear los acontecimientos como en una ensoñación proclive a desviarse hacia el horror? Todo cuanto hace de la vida una pesadilla es todo cuanto precisa la realidad para presentarse como verdadera.
Oponerse a lo inevitable es el único obstáculo evitable que se interpone entre uno y uno mismo.
Antropodicea. Somatizar o sublimar, he ahí el vestigio de la cuestión en todo tránsito del eso al eso es.
*
Bandearse como macaco en la selva del espíritu para no estancarse como hombre entre los hombres.
Tan endeble en su disciplina como el político que se pone al dictado de los banqueros, es el filósofo que no cuestiona el nicho cultural donde ha venido a plantar su pensamiento.
Al igual que ninguna cultura subsiste sin creencias, tampoco ninguna creencia prospera sin la inversión prematura de nociones que sus creadores se imponen al tomar por causa de su ser lo que solo es consecuencia de sus juegos delirantes en la travesía por el desierto de las generaciones.
Tiara de vaho. El error recurrente del hombre, su zozobra e insalvable propensión al disparate, radica en elevar por encima de sí lo que no es sino secuela de su actividad inventiva: dioses y demonios, metas y mitos, gobiernos y naciones, ideologías y capitales, máquinas y premios.
El castigo del creyente empieza por el éxito de su fe.
Así como procrear decreta la inmolación de un inocente para avalar el ingreso en la casta de los adultos, sacramento de materia es la sangre del infiel que los cultos monolíticos requieren para adquirir una entidad que la teoría, como bien abstracto que es, jamás les puede proporcionar. Estéril faena sería buscar un materialismo más abyecto que el idealismo de los piadosos pasando a la acción.
El primer mandamiento de un dogmático establece la convicción de que su credo, y no otro, debe ser el báculo de la vida; el segundo consiste en no cuestionar el anterior; los demás, si los hay, son accesorios de estos. Ahora investíguese no una creencia, sino una metodología que no muestre indicios de padecer este ahogo de miras.
Por desvalido que se figure, el adversario del fanatismo tiene en las consecuencias de las doctrinas que denuncia su más firme partidario.
Inescrutable punto de puntos en la nebulosa de los agüeros, Dios no solo juega a los dados con cada partícula, sino que conoce de antemano todos los resultados.
Si se niega la divinidad se excluye, asimismo, el tuétano del ser como unidad de ajuste de las ilusiones. El ateo profesa, sin sospecharlo, su propia inexistencia.
Estar a bien con los demás tiene un solo secreto: creer en ellos lo justo, que es justo lo necesario para aceptarlos sin necesidad de creerlos.
Desesperando a los bárbaros. Creerse colonizador puede ser la forma postrera que adopta el colonizado.
El triunfo del economicismo no ocasiona, necesariamente, la derrota del espíritu, pero sin un espíritu humillado hasta el agotamiento su apogeo hubiera sido inconcebible.
No acumula en su riqueza el espíritu necesidad de objetos en los que creer, por eso ningún objeto llega a ser valioso sin el espíritu desprendido que lo enriquece.
Cuando la economía acapara la primacía, nada se mueve en otros órdenes sin relegar al último lugar el amor propio, fuera del cual no hay, con propiedad o con amor, virtud que no sea afeite de la ambición.
Para radiografiar algunas de las miserias mejor guardadas, deberíamos indagar qué puede querer del mundo alguien que necesitaría vivir mil vidas más para consumir, a pleno derroche, su patrimonio monetario. Con razón aconsejaba el disipado Felipe de Borgoña: «De los grandes señores no digáis bien ni mal, porque si decís bien, mentiréis, y si mal, os ponéis a peligro».
Al haber transformado la destrucción en un rito prodigioso y la obsolescencia en un plan providencial, el capitalismo extremo impide que nada pueda ser usado sin ser abusado. Separada de sí misma desde la concepción que la relega a marchitarse en un sabotaje programado o en una exhibición impracticable, la finalidad de la mercancía es actuar contra la mercancía y, para ello, fabrica instrumentos humanos.
Con el objetivo aparente de hacer más livianas las tareas ordinarias, las innovaciones tecnológicas no deben tanto su éxito al cumplimiento razonable de esta promesa, que es dotación trucada, como al cansancio que la humanidad actual experimenta para seguir envileciéndose de las mismas maneras.
En el contexto de contingencia y transitoriedad de las culturas que el humano, en su condición de nómada evolutivo y pasajero de sí mismo, ha tomado como hábitos de vida con frecuencia útiles, opresivos a veces y araneros siempre, la libertad sin inteligencia conduce al extravío; la inteligencia sin libertad, al hastío.
Sumisión es tener que inculparse ante los demás por la imagen que uno se ha hecho de sí mismo para poder disculpar el tedio de vivir.
No se trata de bruñir honores, sino de valerse por sí mismo en la perdición que socava todo aliento.
En último término, es la urgencia apodíctica del acoso lo que distingue a un carácter noble de otro rastrero: el primero, sobre el mismo tremolar de las expectativas, revelará el anverso; el segundo, más hábil en perder reparos que en ganar respetos, repujará el reverso.
Frente al abismo de lo esencial, una disyuntiva: asumir con fuerza los pensamientos puros en la visión llamada a reintegrarlos o retroceder en pos de alguna blandura en la cual hundir la conciencia para ocultarla de sí misma.
Armilustrium. Cualquier incremento de la perspicacia puede detonar una amargura donde diríanse sintetizadas las inclemencias de la fragmentación cósmica; pobre corolario de roturas será si el consternado se cree menos distante de los misterios en el estigma del sufrimiento que desarmando el alma de ensañamientos.
¿Qué elogio brindar a una sociedad donde las mentes más despejadas, aisladas por el recelo y la incomprensión de sus congéneres, han de darse muerte para dar prueba de sí mismas y, aun entonces, raramente son reconocidas como lo que son? ¿Qué aprobación, qué honra puede iluminar un mundo en el cual la publicidad goza de mayor calado que el testimonio de quienes, por atreverse a examinar las deficiencias alabadas en él, son reducidos a la infamia y el escarnio?
Aún debe ser hacedero para el inconforme ir más allá de la hostilidad que se cierne sobre él por haber obrado en sus fueros la desvinculación con la que interrumpe el adiestramiento en las inercias ancestrales que la comunidad exige a fin de comprometernos con los mecanismos cotidianos que la preservan, desde el código genético a los códigos de conducta. Por intrascendente que sea el mensaje de estos códigos, menos lo es el mensajero: propagar la transmisión es el sentido hiperbólico de la transmisión, de ahí que el primate gramático ideal, según este criterio, sea el idiota eficaz e intercambiable, perfectamente subalterno a pesar de lo divino que se sienta, mimo desechable una vez cumplida su función de repetidor biológico y cultural.
No sabría decir qué ofende más, si el título de sapiens otorgado a cualquiera que sea portador de los cromosomas de nuestra especie, o ver denostado por defecto al sujeto a quien los automatismos de la evolución no consiguen revolucionar.
La inteligencia que no acierta a desprogramarse resulta clave para que la memez de las taras orgánicas se convierta en un proyecto perdurable de inanidad.
Para no mermar su perspectiva por el ojo de la aguja evolutiva, el lúcido tendrá que despedirse de la sociedad o renunciar, como un desliz, a su clarividencia.
*
Todo lo que pueda ser combinado dentro de la biosfera, lo mismo en la escala de los aminoácidos que en el campo religioso, político y social, será probado hasta la saciedad como un imperativo fáctico. Los pogromos que enmarcaron el siglo XX parecerán un balbuceo comparados con las tragedias que están por venir.
Agraciado quien se adentra, inerme pero tranquilo, en el territorio terminal de la indiferencia, pues a nada aspira ya que distorsione el contacto entre su piel y el abrazo de la fortuna.
Quien no es amo de su calma se tiene, a lo sumo, como rehén de sus emociones.
No te desprecies porque otro así lo quiera para erguirse sobre ti. No subas de polizón a la soberbia tenebrosa de creerte peor de lo que eres. Despreciarse nada cura, nada remedia, y, con todo, es un recurso apropiado para llevar a menos el asalto de las situaciones vergonzosas que nos ensamblan al destino catastrófico de la especie.
¿Cómo soportaríamos la expansión de la humanidad si no olfateáramos en ella el cosquilleo clandestino de la hecatombe?
Deslúmbrase uno ante el empeño que no puede negar a los hombres hodiernos por su diligencia en cavar el hoyo a los venideros e introducir, en memoria de esa misma posteridad, a los de hogaño.
Para que haya necesidad del humanismo que prescribe, la civilización prescinde de aquello que en el humano es más necesario para no ser solo una bestia con arreos.
¿De qué sirve una sociedad que, lejos de facilitar medios para la reconquista de sí, hace de los sujetos el sistema idóneo para perpetuar los vicios comunes? Hoy el individuo es tolerado si y solo si colabora activamente con alguna clase de servilismo social.
Cinco palabras son suficientes para resumir la cota mínima de mi canon: nadie es dueño de nadie. Los principios que se pueden articular en virtud de este enunciado tienen la congruencia de ser inservibles para refrendar la validez jurídica y moral de las relaciones de dominación existentes, si bien no necesito asear inferencias para que el veredicto lógico de mis entrañas sea implacable: una sociedad incapaz de organizarse sin el resabio de profanar la independencia de los suyos, que comienza por la indisponibilidad de sus vidas, merece extinguirse... o expulsarme.
Nuestra cultura confunde el individualismo que predica con el automaltrato que practica, poniendo de manifiesto un proceso intensivo de degradación del sujeto en nombre de la libertad. Más ignaros que conscientes de su participación cuadriculada en el desastre, el fervor que los contemporáneos rinden a los propósitos gregarios ha emplazado su matriz en la falta de respeto que dedican a la aventura y desenvoltura de la interioridad; que a nadie extrañe, por tanto, la proliferación de gentes de bandera y el auge de muchedumbres descabezadas adictas a cualquier atrofia compartida. En toda colectividad dispuesta a dislocar singularidades por consagrar arterías brama una ecclesia militans que no vacilará en extirpar, a cambio de abalorios y baratijas, la conciencia elemental de sus raíces.
Por una suerte de miedo inenarrable al silencio, la soledad se vuelve demasiado estruendosa para sí misma y, como en una parodia de acompañamiento, solo halla acomodo en el zumbido multitudinario de alguna colmena.
Cual moscas exacerbadas acuden los prójimos en tropel al sentimiento que de ellos quiere alejarse.
El alcantarillado fue la primera red que conectó las intimidades humanas y, desde entonces, todas las redes donde el hombre interviene conservan la impronta de la cloaca.
Un villano en una gran ciudad no es menos villano, solo menos hombre.
Aun sin pretenderse sublime, y mucho menos sublime sin descanso, cuando uno entrega la savia de su tiempo a personalidades más groseras el impulso natural de su alma señera emergerá, libre de heraldos que la preludien, como el rayo estrábico de una deidad fallida.
Más que aquella que nos rebaja, la más hiriente forma de odio es la que tiene a mérito ensalzar a quienes sabemos muy por debajo de nosotros.
La mentecatez industriosa de muchos redunda en la locura de la inteligencia que, privada de correspondencias, con cada esfuerzo se envenena.
No acaece juventud exenta de estolidez ni vejez que no añore el vigor de la necedad.
En un plazo de tiempo convenientemente holgado, las probabilidades de que una persona no degenere en una caricatura de sí misma se restringen a cero.
Despilfarramos una vida en descubrir lo que la proximidad de la muerte exhuma en un momento: que nos faltó tiempo para ser menos desdeñables. Decepcionante conclusión si después de haber vivido se mantiene intacta en uno la esperanza de que podría haber sido más de lo que fue.
Sprezzatura. Que no falte garbo de templanza cuando caiga la suerte ni amplitud de conciencia cuando ronde la muerte.
Algunos hombres son indignos de escapar de la vida, otros deberían disolverse en el vacío y todos merecemos no haber nacido.
Se perdieron en las sombras porque, antes que confiar en la adaptación gradual de sus sentidos al modelo propuesto por una dimensión desconocida, prefirieron doblegarse a la luz artificial de sus linternas.
No se tienen por dementes quienes afirman que la vida es un viaje y yo tengo por bagaje el disgusto de moverme. Cuanto más hondo va uno en uno, más se revuelven sus profundidades con el cambio.
Moverse sin ser movido allí donde uno esté es más importante que arribar a parte alguna.
Centrar el propio ser en el ser supone generosos sacrificios, cual es, y no de los menores, la ruptura de nuestro confinamiento espiritual en el nivel antropocéntrico de prioridades, alzamiento de barreras doloroso como parto aunque digno, al contrario que una prole, de oferente gratitud. ¿Qué regalo nupcial menos indebido puede uno donar a la unión consigo mismo que el desencuentro con quienes nos han puesto el candado de la semejanza para reproducir sus esquemas vitales?
¿Tan alto se cotiza el estrago, la cosa más corriente de la creación, o tan baja se tasa la excepción a sí misma, que aun sin ser cristiano se tiene por pulcritud moral el precepto de dar bien por mal? Quien así se comporta, lejos de compensar la injusticia y fealdad del mundo, le añade en recompensa el tributo de su debilidad.
El comportamiento que hace de la moral su pilar principal suele ser el primer bastión en derrumbarse ante la acometida de un antojo y la última trinchera en ser abandonada cuando la belleza nos reclama al otro lado de la zanja.
Apostaderos. El orgullo no me duele porque no lo tengo; me duele el intelecto porque no lo entiendo: era más listo cuando me conocí. Dudo si estas picaduras que hago constar descienden de la potencia del pensamiento o celebran incursiones infructuosas en la guerra de tautologías que dilato contra la volatilidad de mi raciocinio.
Nunca he dado crédito a mis conjeturas, no más del que doy a las ficciones que circulan entre las mentes como axiomas, pero las he conjuntado tantas veces con las menuzas que he debido estructurar en silencio, que mal presagio me adjudica quien espera el guiño de un oráculo de estas pupilas cansadas.
Amanece la noche, fascículo lucífero donde ninguna estrella interior tiene la arrogancia de eclipsar la oscuridad mental de la que pende.
¿Qué urdes enroscándote a mi pulso, alma mía? ¿Acaso perseveras por averiguar cómo partir de aquí sin tener que cargar conmigo?
Sin pena, y desde luego sin gloria que la maldiga, mi destreza en esta rada se limita a recoger algunos pecios con la misión de integrarlos en un orden superior a aquel del que proceden; mientras compongo y descompongo con esta devoción heterodoxa los restos que arriban a mi entendimiento, me pregunto si no fui yo quien provocó el naufragio...
Las dos primeras gárgolas pueden contemplarse en la Catedral de Llandaff, en Gales, Reino Unido. La tercera y última, en la Catedral de Barcelona, erigida bajo la advocación de Santa Eulalia, quien según la leyenda sufrió trece horrendos martirios, tantos como años tenía —menos mal que no amontonaba mi edad—, de los que no extraigo gana alguna de hablar, como no sea referir, a quiebra línea, que la beatificación de una persona sometida a tortura no está concebida solo, ni principalmente, para sacralizar la entereza de la víctima frente a las vejaciones con que sus verdugos procuran hacerla renegar de su fe, sino también para apropiarse de la inquina del enemigo como vía de santidad en la que el castigo satisfaría la prestigiosa función de dispositivo cazatalentos.
me miraba y me decía:
¡Qué cara de burro tiene
este viejo que me mira!»
Letrilla anónima recogida por Néstor Luján en su amenísimo vademécum de modismos Cuento de cuentos.
Solo se tiene derecho a venerar tonterías cuando en ellas no va implícita la obligación de acatarlas.
*
La relevancia, incluso necesidad del mensaje, es la venganza que el emisor inteligente se cobra por su insignificancia como autor.
*
Buen lector es aquel que acepta, porque comprende, que el autor escribe mejor sin tenerlo en cuenta, pero sin dejar de pensar en él.
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Cuanto más prolija es la escritura, menos oportunidad se concede el autor de hacer perdonables sus impertinencias.
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Quisiera que un talento sólido fuera el responsable de hacer excusables mis ideas más febles y, sin embargo, reincido en el aprieto de admitir que en ausencia de algunas ideas no podría justificar mi nada infrecuente escasez de talento.
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Cruzarse con la obra propia y no identificarla sino como vislumbre ajena es cerciorarse, por la magia de una transposición sorprendente, de que al fin ha sido absuelta de la estrechez de la autoría.
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Sutil en el enfoque, malévolo en el análisis, complaciente en el tono y férreo en la exposición: no encuentro modo más preclaro de persuadir a quienes, como yo, no me convencen.
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Biblioteca de mi presbicia, arca de papel sedentario, enséñame a ensoñarte una razón de pervivencia en los días de atontamiento que me restan sin que el incendio universal que me figuro sea menester para salvarte.
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Hambriento de saberes incomibles, sacrificaba su exiguo salario a la pitanza de los libros, monumentos borrosos en los que podía llegar a creerse hospedado solo a condición de apostatar sobre el mismo polvo que, al recorrerlos, levantaba.
*
Puesto que la amnesia es la materia predilecta de la eternidad, no se hable más de mala memoria, sino de buen olvido.
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Solemos achicar al animal que somos a medida que crecemos para poder reconciliarnos con nuestra piltrafa en el instante supremo de evacuarnos.
*
La obra que no expira no ha empezado todavía. Nada vale en ella si el autor no se juega la vida confiriéndole, sin reservas, la marca irrevocable de su desaparición.
*
Atopías. El acto de sortear un problema denota asaz ideología, porque lo que se plantea como salida frente al desafío de una dificultad no pasa, las más, de ofrecer de excusas y aplazamientos para tranquilizar la conciencia, aunque pueda suceder en las menos, contra el pronóstico del subterfugio inicial, que el mismo gesto de sortear la contrariedad llegue a descubrir, en el filo, la senda impredecible de una enmienda.
*
Nada más mendaz que una observación correcta en lo puntual inflada como exactitud general.
*
No hay verdad que se presuma objetiva y resista el impacto de una evidencia subjetiva.
*
A juzgar por lo que conocemos es fácil dar por perdido lo que ignoramos, aunque no tan asequible como crear lo que creemos saber a merced de un ignoto saber creer que lo creamos.
*
La realidad posee tantas facetas como puedas imaginar y tan pocas como te permitas creer.
*
Ningún hecho lograría remontar su vacuidad sin la imponderable aportación imaginaria de quien los interpreta.
*
Cauce provisional para un caudal ajeno al tiempo, nuestra experiencia transcurre, ciega de su porvenir, por el canal de otra experiencia que no cabe en nosotros.
*
No sé si con eco de ventrílocuo o con voz propia, resuena en mí que el hombre es quien sostiene la pluma de los hechos, mas el azar dicta la historia. De nosotros depende hacer lo que no depende de nosotros.
*
Nadie llevaría a efecto sus deseos si su fantasía desplegara el mismo poder de persuasión que el suplicio suscitado por la insatisfacción.
*
¡Cuán embustera comparece ante una mirada agorera la pulsión laboriosa que se propone hacer de los sueños realidad! ¿No sería más verosímil, por lealtad hacia su inextinguible componente teratológico, sondear los acontecimientos como en una ensoñación proclive a desviarse hacia el horror? Todo cuanto hace de la vida una pesadilla es todo cuanto precisa la realidad para presentarse como verdadera.
*
Oponerse a lo inevitable es el único obstáculo evitable que se interpone entre uno y uno mismo.
*
Antropodicea. Somatizar o sublimar, he ahí el vestigio de la cuestión en todo tránsito del eso al eso es.
*
Bandearse como macaco en la selva del espíritu para no estancarse como hombre entre los hombres.
*
Tan endeble en su disciplina como el político que se pone al dictado de los banqueros, es el filósofo que no cuestiona el nicho cultural donde ha venido a plantar su pensamiento.
*
Al igual que ninguna cultura subsiste sin creencias, tampoco ninguna creencia prospera sin la inversión prematura de nociones que sus creadores se imponen al tomar por causa de su ser lo que solo es consecuencia de sus juegos delirantes en la travesía por el desierto de las generaciones.
*
Tiara de vaho. El error recurrente del hombre, su zozobra e insalvable propensión al disparate, radica en elevar por encima de sí lo que no es sino secuela de su actividad inventiva: dioses y demonios, metas y mitos, gobiernos y naciones, ideologías y capitales, máquinas y premios.
*
El castigo del creyente empieza por el éxito de su fe.
*
Así como procrear decreta la inmolación de un inocente para avalar el ingreso en la casta de los adultos, sacramento de materia es la sangre del infiel que los cultos monolíticos requieren para adquirir una entidad que la teoría, como bien abstracto que es, jamás les puede proporcionar. Estéril faena sería buscar un materialismo más abyecto que el idealismo de los piadosos pasando a la acción.
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El primer mandamiento de un dogmático establece la convicción de que su credo, y no otro, debe ser el báculo de la vida; el segundo consiste en no cuestionar el anterior; los demás, si los hay, son accesorios de estos. Ahora investíguese no una creencia, sino una metodología que no muestre indicios de padecer este ahogo de miras.
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Por desvalido que se figure, el adversario del fanatismo tiene en las consecuencias de las doctrinas que denuncia su más firme partidario.
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Inescrutable punto de puntos en la nebulosa de los agüeros, Dios no solo juega a los dados con cada partícula, sino que conoce de antemano todos los resultados.
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Si se niega la divinidad se excluye, asimismo, el tuétano del ser como unidad de ajuste de las ilusiones. El ateo profesa, sin sospecharlo, su propia inexistencia.
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Estar a bien con los demás tiene un solo secreto: creer en ellos lo justo, que es justo lo necesario para aceptarlos sin necesidad de creerlos.
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Desesperando a los bárbaros. Creerse colonizador puede ser la forma postrera que adopta el colonizado.
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El triunfo del economicismo no ocasiona, necesariamente, la derrota del espíritu, pero sin un espíritu humillado hasta el agotamiento su apogeo hubiera sido inconcebible.
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No acumula en su riqueza el espíritu necesidad de objetos en los que creer, por eso ningún objeto llega a ser valioso sin el espíritu desprendido que lo enriquece.
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Cuando la economía acapara la primacía, nada se mueve en otros órdenes sin relegar al último lugar el amor propio, fuera del cual no hay, con propiedad o con amor, virtud que no sea afeite de la ambición.
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Para radiografiar algunas de las miserias mejor guardadas, deberíamos indagar qué puede querer del mundo alguien que necesitaría vivir mil vidas más para consumir, a pleno derroche, su patrimonio monetario. Con razón aconsejaba el disipado Felipe de Borgoña: «De los grandes señores no digáis bien ni mal, porque si decís bien, mentiréis, y si mal, os ponéis a peligro».
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Al haber transformado la destrucción en un rito prodigioso y la obsolescencia en un plan providencial, el capitalismo extremo impide que nada pueda ser usado sin ser abusado. Separada de sí misma desde la concepción que la relega a marchitarse en un sabotaje programado o en una exhibición impracticable, la finalidad de la mercancía es actuar contra la mercancía y, para ello, fabrica instrumentos humanos.
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Con el objetivo aparente de hacer más livianas las tareas ordinarias, las innovaciones tecnológicas no deben tanto su éxito al cumplimiento razonable de esta promesa, que es dotación trucada, como al cansancio que la humanidad actual experimenta para seguir envileciéndose de las mismas maneras.
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En el contexto de contingencia y transitoriedad de las culturas que el humano, en su condición de nómada evolutivo y pasajero de sí mismo, ha tomado como hábitos de vida con frecuencia útiles, opresivos a veces y araneros siempre, la libertad sin inteligencia conduce al extravío; la inteligencia sin libertad, al hastío.
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Sumisión es tener que inculparse ante los demás por la imagen que uno se ha hecho de sí mismo para poder disculpar el tedio de vivir.
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No se trata de bruñir honores, sino de valerse por sí mismo en la perdición que socava todo aliento.
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En último término, es la urgencia apodíctica del acoso lo que distingue a un carácter noble de otro rastrero: el primero, sobre el mismo tremolar de las expectativas, revelará el anverso; el segundo, más hábil en perder reparos que en ganar respetos, repujará el reverso.
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Frente al abismo de lo esencial, una disyuntiva: asumir con fuerza los pensamientos puros en la visión llamada a reintegrarlos o retroceder en pos de alguna blandura en la cual hundir la conciencia para ocultarla de sí misma.
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Armilustrium. Cualquier incremento de la perspicacia puede detonar una amargura donde diríanse sintetizadas las inclemencias de la fragmentación cósmica; pobre corolario de roturas será si el consternado se cree menos distante de los misterios en el estigma del sufrimiento que desarmando el alma de ensañamientos.
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¿Qué elogio brindar a una sociedad donde las mentes más despejadas, aisladas por el recelo y la incomprensión de sus congéneres, han de darse muerte para dar prueba de sí mismas y, aun entonces, raramente son reconocidas como lo que son? ¿Qué aprobación, qué honra puede iluminar un mundo en el cual la publicidad goza de mayor calado que el testimonio de quienes, por atreverse a examinar las deficiencias alabadas en él, son reducidos a la infamia y el escarnio?
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Aún debe ser hacedero para el inconforme ir más allá de la hostilidad que se cierne sobre él por haber obrado en sus fueros la desvinculación con la que interrumpe el adiestramiento en las inercias ancestrales que la comunidad exige a fin de comprometernos con los mecanismos cotidianos que la preservan, desde el código genético a los códigos de conducta. Por intrascendente que sea el mensaje de estos códigos, menos lo es el mensajero: propagar la transmisión es el sentido hiperbólico de la transmisión, de ahí que el primate gramático ideal, según este criterio, sea el idiota eficaz e intercambiable, perfectamente subalterno a pesar de lo divino que se sienta, mimo desechable una vez cumplida su función de repetidor biológico y cultural.
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No sabría decir qué ofende más, si el título de sapiens otorgado a cualquiera que sea portador de los cromosomas de nuestra especie, o ver denostado por defecto al sujeto a quien los automatismos de la evolución no consiguen revolucionar.
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La inteligencia que no acierta a desprogramarse resulta clave para que la memez de las taras orgánicas se convierta en un proyecto perdurable de inanidad.
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Es irrelevante que la evolución, esa huida hacia delante de los seres, no haya llegado a todos los hombres por igual porque la diferencia cerebral entre el mejor y el peor de ellos apenas da cuenta de nada, salvo de lo poco que ambos contribuyen al pulso que el conocimiento disputa a sus orígenes por medio de las aptitudes menos cosificadas.
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Para no mermar su perspectiva por el ojo de la aguja evolutiva, el lúcido tendrá que despedirse de la sociedad o renunciar, como un desliz, a su clarividencia.
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Todo lo que pueda ser combinado dentro de la biosfera, lo mismo en la escala de los aminoácidos que en el campo religioso, político y social, será probado hasta la saciedad como un imperativo fáctico. Los pogromos que enmarcaron el siglo XX parecerán un balbuceo comparados con las tragedias que están por venir.
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Agraciado quien se adentra, inerme pero tranquilo, en el territorio terminal de la indiferencia, pues a nada aspira ya que distorsione el contacto entre su piel y el abrazo de la fortuna.
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Quien no es amo de su calma se tiene, a lo sumo, como rehén de sus emociones.
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No te desprecies porque otro así lo quiera para erguirse sobre ti. No subas de polizón a la soberbia tenebrosa de creerte peor de lo que eres. Despreciarse nada cura, nada remedia, y, con todo, es un recurso apropiado para llevar a menos el asalto de las situaciones vergonzosas que nos ensamblan al destino catastrófico de la especie.
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¿Cómo soportaríamos la expansión de la humanidad si no olfateáramos en ella el cosquilleo clandestino de la hecatombe?
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Deslúmbrase uno ante el empeño que no puede negar a los hombres hodiernos por su diligencia en cavar el hoyo a los venideros e introducir, en memoria de esa misma posteridad, a los de hogaño.
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Para que haya necesidad del humanismo que prescribe, la civilización prescinde de aquello que en el humano es más necesario para no ser solo una bestia con arreos.
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¿De qué sirve una sociedad que, lejos de facilitar medios para la reconquista de sí, hace de los sujetos el sistema idóneo para perpetuar los vicios comunes? Hoy el individuo es tolerado si y solo si colabora activamente con alguna clase de servilismo social.
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Cinco palabras son suficientes para resumir la cota mínima de mi canon: nadie es dueño de nadie. Los principios que se pueden articular en virtud de este enunciado tienen la congruencia de ser inservibles para refrendar la validez jurídica y moral de las relaciones de dominación existentes, si bien no necesito asear inferencias para que el veredicto lógico de mis entrañas sea implacable: una sociedad incapaz de organizarse sin el resabio de profanar la independencia de los suyos, que comienza por la indisponibilidad de sus vidas, merece extinguirse... o expulsarme.
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Nuestra cultura confunde el individualismo que predica con el automaltrato que practica, poniendo de manifiesto un proceso intensivo de degradación del sujeto en nombre de la libertad. Más ignaros que conscientes de su participación cuadriculada en el desastre, el fervor que los contemporáneos rinden a los propósitos gregarios ha emplazado su matriz en la falta de respeto que dedican a la aventura y desenvoltura de la interioridad; que a nadie extrañe, por tanto, la proliferación de gentes de bandera y el auge de muchedumbres descabezadas adictas a cualquier atrofia compartida. En toda colectividad dispuesta a dislocar singularidades por consagrar arterías brama una ecclesia militans que no vacilará en extirpar, a cambio de abalorios y baratijas, la conciencia elemental de sus raíces.
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Por una suerte de miedo inenarrable al silencio, la soledad se vuelve demasiado estruendosa para sí misma y, como en una parodia de acompañamiento, solo halla acomodo en el zumbido multitudinario de alguna colmena.
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Cual moscas exacerbadas acuden los prójimos en tropel al sentimiento que de ellos quiere alejarse.
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El alcantarillado fue la primera red que conectó las intimidades humanas y, desde entonces, todas las redes donde el hombre interviene conservan la impronta de la cloaca.
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Un villano en una gran ciudad no es menos villano, solo menos hombre.
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Aun sin pretenderse sublime, y mucho menos sublime sin descanso, cuando uno entrega la savia de su tiempo a personalidades más groseras el impulso natural de su alma señera emergerá, libre de heraldos que la preludien, como el rayo estrábico de una deidad fallida.
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Más que aquella que nos rebaja, la más hiriente forma de odio es la que tiene a mérito ensalzar a quienes sabemos muy por debajo de nosotros.
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La mentecatez industriosa de muchos redunda en la locura de la inteligencia que, privada de correspondencias, con cada esfuerzo se envenena.
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No acaece juventud exenta de estolidez ni vejez que no añore el vigor de la necedad.
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En un plazo de tiempo convenientemente holgado, las probabilidades de que una persona no degenere en una caricatura de sí misma se restringen a cero.
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Despilfarramos una vida en descubrir lo que la proximidad de la muerte exhuma en un momento: que nos faltó tiempo para ser menos desdeñables. Decepcionante conclusión si después de haber vivido se mantiene intacta en uno la esperanza de que podría haber sido más de lo que fue.
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Sprezzatura. Que no falte garbo de templanza cuando caiga la suerte ni amplitud de conciencia cuando ronde la muerte.
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Algunos hombres son indignos de escapar de la vida, otros deberían disolverse en el vacío y todos merecemos no haber nacido.
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Se perdieron en las sombras porque, antes que confiar en la adaptación gradual de sus sentidos al modelo propuesto por una dimensión desconocida, prefirieron doblegarse a la luz artificial de sus linternas.
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No se tienen por dementes quienes afirman que la vida es un viaje y yo tengo por bagaje el disgusto de moverme. Cuanto más hondo va uno en uno, más se revuelven sus profundidades con el cambio.
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Moverse sin ser movido allí donde uno esté es más importante que arribar a parte alguna.
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Centrar el propio ser en el ser supone generosos sacrificios, cual es, y no de los menores, la ruptura de nuestro confinamiento espiritual en el nivel antropocéntrico de prioridades, alzamiento de barreras doloroso como parto aunque digno, al contrario que una prole, de oferente gratitud. ¿Qué regalo nupcial menos indebido puede uno donar a la unión consigo mismo que el desencuentro con quienes nos han puesto el candado de la semejanza para reproducir sus esquemas vitales?
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¿Tan alto se cotiza el estrago, la cosa más corriente de la creación, o tan baja se tasa la excepción a sí misma, que aun sin ser cristiano se tiene por pulcritud moral el precepto de dar bien por mal? Quien así se comporta, lejos de compensar la injusticia y fealdad del mundo, le añade en recompensa el tributo de su debilidad.
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El comportamiento que hace de la moral su pilar principal suele ser el primer bastión en derrumbarse ante la acometida de un antojo y la última trinchera en ser abandonada cuando la belleza nos reclama al otro lado de la zanja.
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Apostaderos. El orgullo no me duele porque no lo tengo; me duele el intelecto porque no lo entiendo: era más listo cuando me conocí. Dudo si estas picaduras que hago constar descienden de la potencia del pensamiento o celebran incursiones infructuosas en la guerra de tautologías que dilato contra la volatilidad de mi raciocinio.
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Nunca he dado crédito a mis conjeturas, no más del que doy a las ficciones que circulan entre las mentes como axiomas, pero las he conjuntado tantas veces con las menuzas que he debido estructurar en silencio, que mal presagio me adjudica quien espera el guiño de un oráculo de estas pupilas cansadas.
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Amanece la noche, fascículo lucífero donde ninguna estrella interior tiene la arrogancia de eclipsar la oscuridad mental de la que pende.
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¿Qué urdes enroscándote a mi pulso, alma mía? ¿Acaso perseveras por averiguar cómo partir de aquí sin tener que cargar conmigo?
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Sin pena, y desde luego sin gloria que la maldiga, mi destreza en esta rada se limita a recoger algunos pecios con la misión de integrarlos en un orden superior a aquel del que proceden; mientras compongo y descompongo con esta devoción heterodoxa los restos que arriban a mi entendimiento, me pregunto si no fui yo quien provocó el naufragio...
Las dos primeras gárgolas pueden contemplarse en la Catedral de Llandaff, en Gales, Reino Unido. La tercera y última, en la Catedral de Barcelona, erigida bajo la advocación de Santa Eulalia, quien según la leyenda sufrió trece horrendos martirios, tantos como años tenía —menos mal que no amontonaba mi edad—, de los que no extraigo gana alguna de hablar, como no sea referir, a quiebra línea, que la beatificación de una persona sometida a tortura no está concebida solo, ni principalmente, para sacralizar la entereza de la víctima frente a las vejaciones con que sus verdugos procuran hacerla renegar de su fe, sino también para apropiarse de la inquina del enemigo como vía de santidad en la que el castigo satisfaría la prestigiosa función de dispositivo cazatalentos.