28.5.12

EL DESBORDAMIENTO DE LA ESPECIE

Tell me, mirror de la cámara embrujada de Jan Saudek
La existencia del juego corrobora constantemente, y en el sentido más alto, el carácter supralógico de nuestra situación en el cosmos. Los animales juegan y son, por lo tanto, algo más que cosas mecánicas. Nosotros jugamos y sabemos que jugamos; somos, por tanto, algo más que meros seres de razón. 
Johan HUIZINGA 
Homo ludens

He tenido un sueño que apuntaba en sus comienzos tedios espeluznantes para concluir, a pronóstico burlado, con una maravillosa discordancia argumental. Trabajaba como operario de limpieza en un centro de enseñanza secundaria y la tarea inicial de mi jornada consistía en lograr un aceptable decoro de un enorme gimnasio dividido en dos secciones. Desde la perspectiva fresca de los días computables por una mano, sabía que en uno de los pabellones se estaba realizando un programa bastante hermético enfocado a preparar una competición deportiva que se designaba con el eufemístico rótulo de «Heterodoxia Aeróbica», escrito en tipografía Edwardian Script   quizá para dulcificar las sospechas de los intrusos. Las clases se impartían fuera del horario regular y duraban escasos minutos, a lo sumo media hora, pero nadie hablaba de ello; lo profesional era callar y mirar hacia otro lado. Expurgando lo poco que se rumoreaba, conjeturé que este pacto de silencio estaba relacionado con una institución muy próxima a los cuerpos especiales del ejército cuya única actividad esclarecida es que había donado una suma muy golosa para que las prácticas se desarrollaran arropadas por la más hipócrita indiferencia. La casualidad, sin embargo, obró en beneficio de mi curiosidad al hacer que el monitor olvidara sobre una colchoneta su lector electrónico cargado con la tabla de entrenamiento Didáctica vāmāchāra, compuesta por viñetas que respondían de manera interactiva al tacto ocular. Tras examinar las animaciones con alguna dificultad por mi falta de acomodación a la interfaz, me percaté de que tanto las señales de reciente desgaste en el gotelé, como las salpicaduras de sangre en las espalderas, debían su origen a un ejercicio inverosímil que consistía, a grandes rasgos, en apoyar el occipucio contra la pared y sostenerse en el aire agarrando con fuerza los extremos de un tablón colocado a la sazón bajo los pies. Nunca antes había advertido las reverberaciones del sufrimiento inútil que transpiraban los aparatos destinados a incrementar las prestaciones anatómicas de los alumnos. ¿Cuántas aberraciones podían concebirse en aquel recinto de apariencia tan inofensiva? Ni siquiera la tentación escapa de sus peores fantasías, y dado que en mi franja laboral quedaba a salvo de las impertinencias habituales de los jefes de servicios, decidí empeñar las energías en poner a prueba mi habilidad para ejecutar el extraño movimiento. No había cambiado un dedo de sitio cuando el profesor, un tipo taciturno de carnes huidizas y mirada revuelta, hizo acto de presencia. Fue cortés, incluso demasiado: sentí el pálpito de haber caído en una trampa cuidadosamente preparada. «Adelante, veamos si puedes», e hipnotizado por una sensación pletórica de confianza, imprevisible en un ser de orden como yo, animé a músculos, tendones y huesos a coordinar una acrobacia que en los instantes previos había tomado por una imposibilidad física planteada para satisfacer bromas de mal gusto. Al adoptar la posición de ataque, comprendí que el listón de madera como punto de apoyo sería superfluo, pues mi cuerpo gozaba de esa calidad firme, liviana y flexible que se obtiene del esparto. Al menor impulso, me elevé sin un atisbo de premeditación describiendo una hermosa parábola hasta situarme cerca del techo suspendido en un estado de levitación controlada. Me bastaba dirigir la atención a la densidad atmosférica que me envolvía para variar instintivamente el ángulo de inclinación por el que deslizaba mi centro de gravedad, así como la velocidad de desplazamiento a lo largo de los ejes convencionales del espacio. Realicé diversas piruetas ensimismado en la elegancia fluida de las trayectorias. Mis neurotransmisores hervían de plácida excitación, ignoro el tiempo que transcurrió hasta que el trance fue truncado por la imperiosa voz del maestro, que nada más tomar tierra demandó de mí una elaboración reflexiva inmediata. A la distancia de un acercamiento estirado más segundos de los precisos, debatime con las ganas de increparle «¿a que no me lo dices volando?» que hubiera proclamado sin omitir la redundancia de resaltar mi dotación amatoria; lástima que el fascismo funcional de mi educación concediera prioridad a las deferencias adquiridas.

— ¿De qué quieres que hable? —inquirí— ¿Con qué fin? 
— No puedo extenderme sin estropear este magnífico resultado, que excede nuestros cálculos y tus propósitos. Has estado flotando durante más de una hora y, de repente, te pones a hablarme con la tenue, que es como calificamos los especialistas a la vía de comunicación pensamiento-pensamiento.
— ¿No estaré soñando?
— ¿Y qué si así fuera? La neutralidad de la ciencia es un mito, no hay objetividad metodológica dentro del curso de acontecimientos que se consideran reales. Los estudiosos solo podemos extraer fibras sueltas del conjunto de la trama y esforzarnos en reconstruirlas mediante patrones que encajen en la estructura de los preexistentes. La casualidad no está excluida. Debes contarme lo que se te ocurra antes de tu dispersión simbiótica en la turbidez supina de las cosas. Dispones de un breve retardo para hacerlo.
— Quieres decir...
— Sí. Aún estás volando. Hemos introducido la maniobra de una coagulación fáctica parcial para analizar tu cociente sistémico. Por absurda que sea tu exposición, tu testimonio nos proporcionará abundantes pistas.
— Pistas, ¿sobre qué?
— Sobre las pistas. 

Y el torrente habló:

Por hábitos de arraigada ignorancia usufructuados moralmente, tendemos a creernos más responsables de lo que los condicionamientos biológicos permiten a nuestra voluntad, aunque esos mismos clichés cognitivos, en función de los cuales nos atribuimos mayor protagonismo del necesario para actuar, nos traicionan de continuo al translucir en los hechos cotidianos las intenciones ocultas que suponemos ajenas y hasta incompatibles con las decisiones que de forma ciega, o a lo mejor tuerta, nos hacen tomar. ¡Que caiga otro velo!

Contemplado con la pureza que escudriña, sin entregarse a la fragilidad del espanto, las profundidades del abismo donde pasado y futuro se enlazan, la misión mística del hombre sale a su encuentro incitándolo a experimentar consigo mismo —con sus ideas y sus leyes, con sus lenguajes y sus símbolos, con sus genes y su cuerpo—, pero para acceder sin complejos a los desafíos de esa madurez cultural del espíritu debe renunciar primero a la visión divinizada que tiene de su animalidad. El antropocentrismo, coalición dogmática de las religiones monoteístas y de la sacralidad laica de los Derechos Humanos, impide que el simio predilecto de Prometeo se apropie del diseño de su evolución gracias a los fabulosos poderes de transformación que anticipan los nuevos conocimientos tecnocientíficos: eugenesia selectiva, procreación extrauterina, clonación, nanorrobótica, implantación de órganos optimizados, manufactura de híbridos humanoides para usos múltiples... La vida, formulada según el tabú humanista, está precintada a los juegos mutantes de la creación y bloqueada a la superación artificial de las barreras hereditarias. La civilización contemporánea, bombardeada por prejuicios que quizá tuvieron su oportunidad de ser frente a los esquemas declinantes del siglo XVIII, parece aterrada por el síndrome de Frankenstein y se declara enemiga de la responsabilidad de una alianza consciente entre las aventureras fuerzas de la imaginación y el potencial primigenio de la naturaleza. Y como pretende abortar el nacimiento titánico de esta fusión de contrarios que es la culturaleza, la conciencia del humano, domesticado de acuerdo con las pautas de homogeneización racionalista, sufre el acoso doctrinal que le dictan los gurús democráticos de una dignidad entendida deficitariamente como un común denominador, molde rígido universal donde no caben las alternativas de otras interpretaciones más elásticas que llevarían, a causa del rebasamiento conceptual, a la ruptura irrecuperable de los códigos éticos establecidos. Admitámoslo: la razón ha dejado de ser razonable. Yo tampoco estoy libre de esta semántica de criterios viciados a la que aludo, y con frecuencia he pensado que la verdadera superioridad consiste en haberse sobrepuesto a la inquietud que hace del hombre «algo que debe ser superado». Individualmente, cada vida es una biblioteca de momentos únicos; colectivamente, cada civilización un relato autobiográfico que consta de tantos principios, nudos y desenlaces como actores intervienen en él. La Edad Moderna ha llegado a su fin mientras su desenlace es complicado por las élites interesadas en demorar la extinción de su estirpe y, por tanto, de su mundo. Es su crisis, no la nuestra. 

Que seamos una especie sapiente aún está por demostrar: sólo ahora se le abre la posibilidad de aprender a quererse dueña de su deriva génica. Y dada la insoportable descerebración que manifiestan nuestros líderes, más dolorosa si cabe que el vasallaje con que nos subestiman, los riesgos innegables de esta revolución que autores como Hervé Kempf llaman biolítica, representan un mal menor que puede ser el mayor bien cuando la prosecución del bien actual exige mantener males mayores. Además, existe un axioma no escrito que siempre se cumple a pesar de las censuras: todo descubrimiento, por polémicas que puedan ser sus implicaciones, será ensayado hasta sus últimas consecuencias. La humanidad entrará en el reino de las quimeras por derecho propio o se arruinará en la penitencia que la aleja de su gesta telúrica, demoníaca si lo preferís, porque la barbarie no es arriesgarse a explorar los significados y conjugaciones de factores esenciales como el genoma, sino tratar de impedir que esto suceda en nombre de la tradición masoquista que ha hecho de la humana una condición definida por la igualdad categórica ante las leyes de Dios, del Mercado o del Interés General.

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