19.8.08

LA CONFUSIÓN


...Y robé el alga, similar en lo grumoso a un kéfir de vibrante color turquesa, de los estanques-vivero emplazados en una angosta poza junto al río. Este vegetal era una droga poderosa que funcionarios del Parlamento administraban en instalaciones secretas a escuadrones de gorilas con la doble finalidad de excitar sus instintos más mortíferos y de abrir selectivamente los canales de percepción necesarios para hacer inteligibles las órdenes de sus adiestradores. No recuerdo cual fue el motivo de mi hurto y apenas tuve tiempo de recapacitar mientras lo hacía, ya que al instante fui descubierto por varios primates que deambulaban en un estado de estupor furioso y con los vientres hinchados por una especie de hematoma verdusco, signo inequívoco de su adicción a la substancia. Antes de oír sus gruñidos de alarma me inundó el olor acre que exhalaban sus cuerpos y eché a correr sin que pudieran alcanzarme, lo que hubieran logrado en pocos segundos si no me hubiera arrojado al agua, pues tuve la extraña seguridad de que los simios detestaban sumergirse en este elemento. Uno de los vigilantes humanos, de aspecto agitanado aunque de raza indeterminada, no fue ajeno al bullicio de la persecución y acudió a la orilla esgrimiendo un cayado que proclamaba su soberanía rematado por un muñón con una elocuente pátina de sangre seca. Inmediatamente inicié una nueva fuga a nado por el centro del río y el tipo, en vez de tirarse a la corriente tal como había supuesto, corrió en paralelo por tierra sin perderme de vista. Era obvio que conocía a la perfección la zona y esperaba darme caza unas decenas de metros más adelante, donde el valle se estrechaba aún más entre las rocas cubiertas de musgo. Forcé mis músculos, esfuerzo vano: no tardó en lanzarse sobre mí tan pronto se lo permitió la distancia.

Forcejeamos hasta la extenuación que precede al infarto. Como no había un desenlace claro, el agitanado sacó un punzón diminuto con forma de cruz de Santiago e hizo lo imposible por clavármelo, pero se lo impedí con movimientos certeros y el arma se fue al fondo. Entonces echó mano de un estilete que mediante una reacción tan rápida como impetuosa le arrebaté. Belicosamente romo en ausencia de sus espinas, conseguí aferrar al frustrado captor y después de castigarlo un poco lo obligué a salir del agua. Sin aflojar la tenaza de mis fuerzas en ningún momento, nos dirigimos hacia un banco próximo forjado en hierro de hermosas formas serpenteantes, un diseño modernista cuya incongruencia no me causó la menor sospecha y sirvió de preámbulo grotesco a las palabras no menos absurdas que susurré a mi presa. A medida que iba adueñándome de la situación, una emoción atroz llegó a caldearme las sienes con el presagio de lo que sería una horrenda confusión que sólo alcanzaría a comprender tras el hechizo de lo inevitable.

Le hundí muy lentamente el acero en el pecho, que dilató la conclusión del acto con un suspense extático, libidinoso. Sin embargo, quien tenía entre mis brazos ya no era un cuidador de gorilas, sino mi amada, quien ahogando toda queja me clavó su dolor con el horror impreso en la mirada, estupefacta ante la magnitud de un hecho que ni siquiera yo estaba en condiciones de entender. Lloré penas eternas estrechándola contra mi cuerpo y hubiera muerto corroído por la densidad de la angustia de no ser por el estruendo de un silbato lejano al que siguió el desentumecimiento metálico de una locomotora de vapor. Tenía que partir. Destrozado por mi propia ceguera, que me había permitido servir de marioneta en un guiñol cruel, tuve la miserable certeza de que la misión había sido un éxito.

Fuente: Retablo de pesadillas. Inédito. 2005.
 
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