16.3.19

TIRANDO A NADA

Mr. Natural, de Robert Crumb, recreado por Esteban Hernández
Mas nada ocurre, no, sólo este sueño
desorbitado 
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su término inminente
y adereza en el acto
el plan de su fatiga,
su justa vacación,
su domingo de gracia allá en el campo,
al fresco albor de las camisas flojas. 
José GOROSTIZA
Muerte sin fin

Para comprender la naturaleza de la realidad se requieren razones que la realidad no facilita. Invocar a las potencias soterradas del alma es un modo de obtener respuestas sin tener soluciones. Porque no las hay.

En estados ordinarios de conciencia, que en la variegada extensión subjetiva tienden a ser los de mayor asiduidad, la mente ejerce una ablación de los sentidos —más aún de los sentidos sutiles, como la apreciación de sincronicidades— que simplifica la masa de datos provenientes de la realidad y la convierte en un medio aceptable de vida, en un objeto de dimensiones acatables hasta lo tedioso. Como resultado, quien así percibe habita un mundo atenuado, una vestíbulo de esbozos y umbras.

La búsqueda en ese mundo rebanado de un apoyo en los dioses no está reñida con la dedicación al conocimiento, pero asaz adversa a la sabiduría es la carga que el ánimo toma sobre sí cuando necesita creer en alguno. Desde un ángulo mortecino de visión como el teísta, Dios es el sumo macarra de un cosmos donde el alma está forzada a prostituirse en todas las formas concebibles de substantividad y a padecer castigo de hervencia en cada creatura. Desde la óptica animista, en cambio, la divinidad y el alma universal son una sola experiencia que se transfigura en múltiples niveles y facetas a través de su periplo por la eternidad del instante. El primer enfoque cosmogónico apuntado exige doblegarse al absolutismo del Coime, al que le importamos menos que estirar la bribonada que nos hace rehenes de su garito como glande en fimosis, mientras que el segundo ofrece la grandeza numinosa de distribuir entre los seres un valor epifánico, libre de la heteronomía que grava el otro sistema, sin por otro lado dejar de alentar la recaptación de la belleza que puedan producir los quiméricos juegos de la realidad, muy en disparidad con el resentimiento infinito, ansioso de redención, que los devotos del Monstruo consideran calimbo de lo viviente.

La más exacta denotación de belleza, «lo que no cabe querer cambiar», me la ha obsequiado Simone Weil. En cuanto al concepto más plástico al tiento de la detonación hecha realidad, lo he reubicado en mí como un efecto secundario de Pessoa, quien quizá lo embridó a partir de la conocida fábula de la mariposa de Chuang Tzu, y no es otro que la condición en que la materia envidia al sueño. Alcanzado este punto de aproximación a lo incognoscible, es dable colegir que la atención lanzada al éxtasis halla el tope de su presencia en la ausencia cuando contempla la estancia en los hechos como un sueño salido de mater que se resiste a despertar; un sueño tan renuente a los desvelos como para remedarlos a la perfección, y tan volátil que por cada detenimiento abre el abrazo mortífero de un fulgor ante el cual el soñador más cerciorado de andar en la vigilia se tambalea, abandona el anclaje de sus certidumbres y siente que destoca fondo a medida que la irrupción del estupor lo desplaza hacia la irrealidad.


Óbito sin fin y alumbramiento sin principio, ¿puede darse horror más hermoso, más gozoso rebote en la desaparición? «Darnos cuenta de que el yo que creemos ser es ilusorio —escribe John Gray— no implica que tengamos que ver otra cosa a través de dicho yo. Supone, más bien, rendirse a un sueño. Vernos a nosotros mismos como productos de la imaginación supone despertar, no a la realidad, sino a un sueño lúcido, a un falso despertar que no tiene final». Unos tras otros, sueño en el sueño, cascarones rotos… ¡Qué rimbombante sandez! ¡Tener que despertar para saber que no se existe!

Y el alivio imposible después del impasible haber que a boca de costal vuelve a hacerse nada; alivio en poso y dolor todavía cuando constato agostada la floresta interior, cuando recuerdo dónde hubo duende que versara la nulidad de siempre con un talento que hoy, aquí, encuentro perdido.

15.3.19

LAS TRES GRANDES FALACIAS

Netsuke que representa a los tres monos sabios
Ni las cualidades sociales, ni los efectos benévolos, que son naturales en el hombre, ni las virtudes reales que es capaz de adquirir con la razón y la abnegación, son el fundamento de la sociedad; sino que lo que nosotros llamamos mal en este mundo, mal moral o natural, es el gran principio que nos hace criaturas sociables, la base sólida, la vida y el sostén de todos los negocios y empleos sin excepción; y, por consiguiente, si el mal cesase, la sociedad se encaminaría hacia su disolución.
Bernardo de MANDEVILLE
Fábula de las abejas

Las tres grandes falacias de las sociedades civilizadas son el timo de la producción laboral, el enredo de la reproducción genésica y el tinglado de la postproducción de un sentido generalizado de la realidad, favorable a los condicionamientos operantes que le otorgan poder de impregnación cognitiva y persistencia histórica, frente a la heretica pravitatis introducida por los disidentes que cuestionan la necesidad de trabajar, la moralidad de procrear, la veracidad de la cultura vigente y la conveniencia de realimentar cualquiera de esos circuitos para otra cosa que no sea multiplicar las calamidades, efectivas y potenciales, de la humana existencia.

El humano es por naturaleza el animal más indigente del mundo y el más abocado, en consecuencia, a inventar mundanidades; un animal hecho de necesidades e ilusiones que corre el riesgo de engañarse acerca de su lugar en la biosfera si como punto de partida añade a su miseria original la insania de creerse en la cima de la evolución. No es poco digna de atención que entre los homúnculos dispuestos a centrifugar el alma para prosperar en el mundo de las supercherías compartidas y los animales centrípetos cuyo canon tiene la desnudez del séptimo rayo, la discrepancia solo pueda ser nuclear, luego inconciliable.

¿Cómo no va a llegar la inteligencia desasida de los mitos convencionales a la conclusión de que el adulto es un niño atrapado en el delirio de haber tomado demasiado en serio lo que empezó siendo un juego? ¿Tanto esfuerzo cuesta comprender que la criminalidad de quien se alza contra los perjuicios derivados de esas trampas consiste únicamente en haberle puesto a ese niño ensoberbecido un espejo delante a fin de recordarle cómo dio comienzo su desvarío? 

8.3.19

GLOSA ISONOMISTA

Más en Jakob Rüff, De conceptu et generatione hominis 
¿Cómo consiguen las mujeres inspirar a los varones ese sentimiento de felicidad que experimentan cuando trabajan para ellas, esa consciencia orgullosa de su superioridad que les espolea a rendir cada vez más?
Esther VILAR
El varón domado

Sin ganas de armar otra exégesis lexicográfica, y aún con menos humos para armarla —como la ocasión merece— contra quienes desde las ramas del verbo se aferran al sesgo del género creyendo asir con él todo principio moral, encuentro por los márgenes del asombro una razón válida que cualquier persona inteligente podría aducir en amparo de objeciones mayores cuando tropiece en el lexicón realacadémico con la semántica de «feminismo», voz que allí se define en primera acepción como «igualdad de derechos entre el hombre y la mujer», lo que invita a plantearse una lectura adicional: ¿qué pasaría si, mediante una acción recíproca, alguien propusiera alternar el uso de ese vocablo con el término «masculinismo»?

A efectos de una superación complementaria de estas rivalidades empobrecedoras, la opción en verdad cabal consistiría en aportar una palabra neutral, inclusiva e incluso transversal a ambos géneros, y he aquí que no será menester urdir neologismos ni tender la propia lengua como alfombra roja a la intrusión de barbarismos porque ese vocablo idóneo existe y data de un concepto nacido en la Hélade: isonomía, que significa igualdad ante la ley, sin restricciones de sexo, clase, nivel de renta u otras contingencias en virtud de su etimología, compuesta por el prefijo iso-, igual, la raíz nomos, norma incardinada en la costumbre, y el sufijo de cualidad -ía. Helena, una de las eruditas que hay detrás del Diccionario etimológico español en línea, explica que «entre los griegos ἰσονομία se utilizó algunas veces casi como sinónimo de democracia. De hecho suelen caracterizar el sistema democrático por tres rasgos: isonomía (igualdad jurídica, ley igual para todos), isegoría (libertad de expresión, igualdad de condiciones para hablar y discutir en el ágora, en la asamblea) e isocracia (igualdad de condiciones de acceso a los cargos de poder)». Nada que ver, por otra parte, con la superstición que da boga a los gobiernos parlamentarios desde que los tronos endogámicos quedaron demodés.

Al feminismo supremacista, que hoy parece haberse adueñado de las reivindicaciones con forma de mujer en el ámbito de la cultura de masas, lo adecuado sería denominarlo «hembrismo» en justa paridad con el «machismo», así las pugnas que mantienen por la alfalidad del establo resultarían empatadas en la bajeza que comparten como fuerza aglutinante. Y por ende no se tema cavilar, a partir de esta apostilla, acerca de la utilidad que tiene la «guerra de sexos» para consentir al Estado nuevas atribuciones sobre las vidas privadas, para que las relaciones domésticas sirvan de foro a la inspección ideológica y, por supuesto, para soslayar la atención debida a la lid natural que se libra, en todos los órdenes de coexistencia, entre los brutos que siguen las consignas como mandamientos y los lúcidos que oponen a la estulticia común un pensamiento orientado a esclarecer, no a enardecer, las causas de las pasiones involucradas en los conflictos sociales.

5.3.19

LA SIMA EN LA CIMA

Fotografía de Georges Gobet
El actual pico en el número de seres humanos puede tocar a su fin por una serie diversa de razones: el cambio climático, las enfermedades de nuevo cuño, los efectos secundarios de la guerra, la espiral descendente en la tasa de nacimientos o la combinación de todos estos factores y de otros todavía desconocidos. Sea lo que sea lo que ocasione su final, nuestra especie es una aberración.
John GRAY
Perros de paja

Ninguna historia es más paranoica que la mera consumación de los hechos contra cualquier entresijo conspirativo de la voluntad de poder, y esa es una crónica desapacible que evidencia, entre otros desastres profetizados, cómo el ser humano, en vez de hacer gala de una inteligencia soberana, ha llegado a extender sus complicadas memeces por doquier hasta constituir, en palabras de James Lovelock, una Primatemaia disseminata, una plaga o infestación de primates. Huelga decir que aportar ejemplos de este pululante fenómeno sería, por mi parte, una imbecilidad que ningún lustre daría a la que ya erijo como homínido criado con redundantes raciones de cereales, gaseosa y televisión. Sí, un asco.

Materia de fe, no de ciencia consciente de la inconsistencia del mundo real, es creer que uno puede ser dueño de su destino. Tanto si la aparente fuerza de este artículo de fe deriva de lo maravillosamente dotado que uno se sienta como de considerar a los fantoches humanos superiores al resto de la fauna en lo que no es sino una versión secular, humanista, de la creencia cristiana en la salvación personal, cabe conceder al postulado la misma autoridad que tiene la creencia en el diseño alienígena de nuestra especie frente a las combinaciones aleatorias de genes que intervienen en los procesos orgánicos que los positivistas del error, blandiendo un delirante sesgo de progreso para referirse a este sistema caótico de cambios, insisten en denominar «evolución». Más sentido habría en acusar a la mano negra de la Providencia de estar obrando con enmascarada socarronería tras el mosaico mutante de los azares que proponer al Homo sapiens como pináculo del reino animal. Somos artilugios ensamblados por antiquísimas colonias bacterianas cuyo número supera al de células que componen los organismos donde se integran; incluso estas células, como es sabido, funcionan gracias a orgánulos que poseen un genoma independiente, las mitocondrias. Nuestros cuerpos deben su efectiva sinrazón de ser a una tecnología que compartimos con el resto de las criaturas vivientes, un legado que apenas conocemos pese al sentimiento animista arraigado en las intuiciones que hemos abandonado en beneficio de mitos redentoristas (desde los fundamentalismos teocráticos al fanatismo de la opulencia) y obnubilaciones gregarias (desde la iracundia de los amasijos patrióticos a la tribalización deportista). La desaliñada verdad, indiferente a las opiniones de sus comparsas, es que necesitamos a la biosfera más de lo que ella nos necesita y que nuestro exitazo ocupando el planeta como si fuera nuestro lagar ha provocado la devastación de imponderables formas de vida, aunque ha de señalarse que ninguna civilización, por titánicos que sean los desatinos inferidos de combinar voracidad e inventiva, sería capaz de acabar con el canallesco impulso vital si entre sus pretensiones albergara la iniciativa de debelarlo en la Tierra mediante una canallada mayor.

Cuanto más mire uno a sus coetáneos arramplando con lo que más les gusta o no absteniéndose de hacer lo que más los deshace (actividades a menudo indistinguibles allende el sieso que las excreta), más arduo le resultará refutar la impresión de que la maquinaria natural cuenta con recursos excepcionalmente aptos para seleccionar como candidatos a los ejemplares más burdos de cada casa: la parida social se reconstruye con los parias de cada parida. Pero al igual que sucede con cualquier otra fiera proclive a volverse invasora (llámese rata pestífera, garrapata sobaquera o fornicario opusino), el crecimiento epidémico de la población humana no se prolongará de manera ilimitada sin que su propio desmadre decline en un justo revés de los efectos de su expansión. Por lo pronto, el desenlace aún está lejos de generar consenso entre las previsiones que los estudiosos barajan, y puesto que las Erinias son indisolubles de los escenarios que pinta monicaco a monicaco la tragedia, parece menos probable el pronóstico de alcanzar una relación simbiótica con el medio ambiente que el advenimiento de la nueva era geológica anunciada por el biólogo Edward Osborne Wilson, la Eremozoica o Edad de la Soledad, caracterizada por un empobrecimiento biológico del orbe que los muermos del futuro podrán presumir de haber conservado… en los estrictos confines del entorno renqueante que mantenga su espejismo de vivacidad.

3.3.19

CUESTIÓN DE ESCÓPICA

Guim Tió, Iceberg, Moon and Girl
Los dioses solo conceden la sabiduría a los decrépitos, porque si alguien uniese a ella la juventud y la belleza se haría más fuerte que los mismos dioses.
Francisco CHAVES GUZMÁN
La tragedia de Hipólito y Fedra

Irónica disposición representan las pasiones humanas ante la inteligencia capaz de abrirlas en canal, y entre las muchas convulsiones que los posesos encarnan para escarnio de sí mismos y de la especie, pocas revelan mayor insensatez que el deseo de una larga vida dedicado a quien amor inspira, acaso equiparable en inconsecuencia al afán de aniquilación que los transidos de venganza incuban contra sus ofensores, ¿pues qué amor, sino uno emponzoñado, prefiere la decrepitud al desenlace tempestivo? ¿Y qué odio, sino uno de pacotilla, puede ser satisfecho con la muerte toda vez que el deceso, aun impuesto en alguna de sus horribles versiones, comporta un alivio definitivo?

De la misma forma que el sañudo desbordado quiere vivo a su enemigo con el propósito de que apure el sufrimiento de la carne hasta las zupias, ninguna amorosa ofrenda es más pura, ni quizá más incomprendida, que la de quien hace suya la renuncia a asestar vida a otro ser porque conoce, a gravedad cierta, las cuitas que la venida a este mundo conlleva y nada, salvo la nada previa, tiene la virtud de remediar.
 
Licencia Creative Commons
Esta obra, protegida por derechos de autor, está bajo una Licencia Creative Commons