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Victor KLEMPERER
La lengua del Tercer Reich
Hoy carezco de vigor para extenderme sobre el asunto que me ocupa, pero no de ánimo que secunde la voluntad de aliviarlo por vía escueta, sin fintas poéticas ni conceptismos. Valiéndome de solo un par de ejemplos, quiero denunciar la manipulación emprendida por la RAE en las últimas ediciones del Diccionario de la lengua española, con el resultado de adulterar el sentido clásico de algunas palabras mediante la introducción de sesgos ideológicos que de ningún modo expresan el sentir usual de los hispanohablantes ni están justificados como desarrollo auxiliar de aspectos etimológicos larvados:
1. Curiosidad. Según la vigésimo segunda edición, disponible para consulta electrónica, las dos primeras acepciones son:
Muchos lodos intelectualoides se han formado entre este significado y el recogido por la misma institución en la duodécima edición del Diccionario de la lengua castellana, que causal y no casualmente tengo a mano, ya que en sus páginas queda priorizado el «deseo de saber y averiguar alguna cosa». Y análoga observación puede hacerse en relación con el Diccionario de Autoridades, culminado en 1739, donde el vocablo era identificado con el «deseo, gusto, apetencia de ver, saber y averiguar las cosas, como son, suceden, o han passado», o con el Panléxico de Juan Peñalver, que sintetiza el atributo examinado como un mero «deseo de saber». Tampoco el utilísimo Diccionario ideológico de la lengua española de Julio Casares añade connotaciones negativas a la curiosidad en la primera de las cinco definiciones que desgrana, pues la ajusta al «deseo de saber y averiguar alguna cosa», ni desde luego hay mixtificación en el cada vez más nutrido fondo etimológico ofrecido por deChile, donde la entrada correspondiente se limita a exponer que «la palabra “curiosidad” viene del latín curiositas y significa “deseo de saber”. Sus componentes léxicos son: cura (cuidado, esmero, inquietud, ocupación), más el sufijo -dad (cualidad)». Quizá María Moliner, con su imprescindible Diccionario de uso del español, pierde parte del rigor que es pauta característica de su trabajo cuando escoge como primer ejemplo para dicho término «la curiosidad es un vicio», aunque pueda serlo, en efecto, según el parecer de aquellos adalides culturales que cifran la virtud en tener el mundo interior hecho un erial.
2. Desafección. Para la Real Academia Española, como puede comprobarse, se reduce a «mala voluntad»; no así en la primera acepción fijada por la duodécima edición que manejo en paralelo, cuya lectura remite a desafecto, adjetivo que puede aplicarse a quien «no siente estima por una cosa, ó muestra hacia ella desvío ó indiferencia». Julio Casares, antes que vincular con malquerencia alguna al que «muestra desapego o indiferencia», como pretenden nuestros ilustres idiotizadores de la lengua, parece ponerlo en sintonía con la neutralidad de Peñalver, que entendió al sujeto que experimenta desafección como «opuesto, contrario» al fenómeno que la suscita, dejando al usuario extraer sus propias conclusiones morales. Y en vano se buscará en María Moliner rastro de concepciones fraudulentas para esta voz al encontrarla situada en la «circunstancia de ser desafecto, particularmente a un régimen político». El espíritu de precisión obliga a dar cuenta que el desafecto lo asimila nuestra erudita al «no adicto, o contrario a cierta cosa; particularmente, al régimen político imperante»: en su obra, por tanto, la acusación de inquina vertida por el DRAE brilla por su ausencia. Habría que añadir, como es el caso, que todo régimen académico dispone en nómina de ingenieros del engaño, tan porfiados a menudo como poco ingeniosos y de sobra conocidos por sus cochinas huellas en el léxico.
El cambio en el significado de "curiosidad" es el que más me ha desencajado.
ResponderEliminarUn abrazo desde Budapest
Intrépida Viandante, ¡benditos se me hacen los ojos al volver a leerte!
ResponderEliminarUn abrazo desde La Mancha.
Entre la abundancia de palabras que salpican el DRAE tras haber sido sometidas a un proceso de purga de su significado original en beneficio de otro, generalmente peyorativo, más acorde con el sesgo de los poderosos, no podían faltar las relacionadas con la conquista del Nuevo Mundo. Leyendo el ensayo Patas arriba. La escuela del mundo al revés, de Eduardo Galeano, he sabido que quilombo, palabra que deriva de una lengua bantú, ha quedado asimilada en toda América Latina, sobre todo en el Río de la Plata, como un sinónimo de prostíbulo. Por toda indagación etimológica a los académicos les basta indicar, grosso modo, que la voz es de origen africano, pero insisten en registrar una segunda acepción hecha de «lío, barullo, gresca, desorden» y aun añaden una tercera, al parecer privativa de Venezuela, con el sentido de «lugar apartado y de difícil acceso, andurrial». Omiten decir que en quimbundo o kimbundu, el idioma angoleño al que debe su acuñación, esta voz quiere decir campo de iniciación y con ese concepto en mente daban los cimarrones, en el Brasil colonial, nombre a los emplazamientos autogestionarios donde vivían, selva adentro, tras haber escapado de las explotaciones controladas por esclavistas portugueses. Y si bien su realidad histórica dista mucho de la imagen casi idílica que evoca Galeano al considerarlos «espacios de libertad», pues los negros también se servían de almas forzadas para los trabajos más ingratos dentro de estos asentamientos, lo cierto es que los quilombos más fuertes, pongo por caso el de Palmares, compuesto por varias aldeas, fueron capaces de resistir durante más de un siglo a las tropas de mercenarios, o bandeirantes, contratados por los propietarios de tierras.
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