24.5.15

LA ONDULACIÓN DEL INSTANTE

Jan Vermeer, Muchacha leyendo una carta
Entre los antiguos romanos, «que la tierra te sea leve» era una fórmula de inscripción funeraria que hoy acompaso con la Españoleta de Luis de Briceño en memoria de los Hermanos del Libre Espíritu.

Quien se queja de su soledad quéjase, en realidad, de su fe, pues hace falta una credulidad a prueba de terremotos para sentirse solo entre la proliferación numérica que los humanos se imponen bajo la vigilancia continua de los sistemas informáticos.

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El mono imita al hombre cuando lo trata y el hombre a Dios cuando se mata.

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Muerto Dios y muerto el Hombre, hambres absolutas a las que nunca he llorado, en el cadalso de los ceros y unos agoniza la Individualidad asesinada por los mismos que la veneran.

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Algunas religiones han tolerado el crecimiento de árboles del conocimiento únicamente por tener algo frondoso que talar.

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Nunca se construye para nada porque nada se destruye para siempre.

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Aún no existe una palabra para calificar con la debida justicia al causante, padre o madre, de otro apéndice de vida en este infierno.

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Desconfía de tus congéneres por las razones y delirios consabidos, pero, sobre todo, porque son capaces de atreverse a materializar lo peor que estás pensando.

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No alejarse de la sociedad por huir de lo que ceba en sus chiqueros, desviarse de ella en busca de una distancia holgada por si hubiera que saltar allende las redes que su miedo cría.

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Más que ser útiles para garantizar la libertad de los hombres, las leyes solo añaden eslabones a las cadenas que los sujetan.

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Me pregunto si existe una época más oscura que aquella en que todo está obligado a salir a la luz.

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Típico de un mundo devastado es medir la propia prosperidad por la ruina ajena.

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También perderse es la manera que tiene el vencido de ganar a la adversidad un sentimiento victorioso.

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A quienes triunfan única y exclusivamente a costa de hundir a otros los consideramos, con toda razón, explotadores, una carga social por arriba cuyas demasías deben contabilizarse junto con las acometidas rastreras de cuantos aprovechados pierden contra el mérito y, sin ninguna razón, son tenidos por víctimas.

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La agudeza económica no lograría enfocar con eficiencia la realidad sin el concurso de una ceguera moral que la descargue del peso fatal de sus actos y borre a crimen cumplido sus huellas, históricas e histéricas, más feas.

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Ningún mal es tan perverso como aquel que se hace por nuestro bien.

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Los sueños no acaban con el despertar, sino con la pesadilla que otros propagan como realidad.

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Lo primero que atornilla al mesurado en el hastío es la creciente, insaciable disonancia que agita a los que nunca se hartan de actuar.

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Con la máscara invisible de la sinceridad ponemos rostro al espejismo de la verdad.

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La verdad tiene derecho a mentir porque nadie la cree capaz de engañarse a sí misma como se engañan aquellos que, de verdad, la creen.

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La esperanza que se alarga es vivencia que se acorta.

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No lloraba por la terrible injusticia que habían cometido con él al inmolarlo en la hoguera, sino por el mirífico espectáculo que las llamas, con su sobeteo irrepetible, ofrecían al interfecto mientras lo devoraban. Lució en sus carnes, hasta el final, la sizigia de un espíritu sensible.

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No hay yelmo filosófico que detenga el hostión de la realidad ni mejilla alícuota que al ser interpuesta lo divida religiosamente; para recibir tal golpe como su insistencia fatídica merece los pobres diablos, simplemente, nos dejamos crecer los cuernos revirados.

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Sintió ganas de suicidarse por cuenta ajena y, alarmado, acudió a urgencias, donde tras horas de paciente combustión interna su deseo, no su sobresalto, fue servido.

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«Se murió porque no tenía luz en las arterias»: con este lindo ataque se abrió paso la poesía en el hospital.

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Empeñamos la mitad de la corteza cerebral en el proceso visual y otra parte considerable de nuestro funcionamiento nervioso en la tarea de mantenernos erguidos como simios elaborados, luego para estar involucrado con mayor amplitud en el pensamiento ha de otorgarse reposo a la columna y silencio a las retinas.

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Desde los dibujos animados a los manifiestos ecologistas, a medida que cualquier divulgación relativa a la fauna induce a figurarse como cierta la humanidad que no hay en el animal la animalidad inherente a la criatura humana se oscurece. En obsequio a la conciencia de nuestro crepúsculo, tengamos el civismo de asilvestrarnos.

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¿Para qué creer en la condición humana si ella misma, deshecha por realizar sus ambiciones, suministra la prueba fehaciente de lo que puede dar de sí como proyecto insoportable?

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Las edades del individuo forman variaciones sobre el tema anónimo del hombre y las caras que cada uno exhibe ante los demás un velo pintado sobre el vacío compartido.

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La lujuria está vinculada, no se explica sin una fuerte tendencia a la amnesia sexual: quien la experimenta necesita generar nuevos escenarios eróticos en los cuales desasir su gravedad no solo como amante, sino como espíritu.

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Del ejemplo a la norma, el salto es quimérico; de la norma al ejemplo, la quimera aterriza... en el barro.

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La mayor certeza que asedia al mortal es que antes de lo esperado perderá el interés por la vida y en vano habrá de buscarlo en algún sucedáneo de eternidad.

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Entra dentro de la normalidad de toda impostura que el endiosado se deshumanice. ¿A qué reprocharle, entonces, su monstruosidad al gobernante nefasto como si adoptara un rasgo impropio?

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Cuidado con el poderoso que aspira a cultivar la erudición: no vacilará en horadar los cráneos más despiertos para extraer de sus portadores los gérmenes de la sapiencia.

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Beber de la notoriedad es echar sal a la sed.

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El alma precisa de bienes que el dinero no puede comprar; el dinero, de almas dispuestas a venderse por juguetes caros.

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La mampostería de la existencia es el pago debido por las ilusiones así como estas lo fueron por el miedo al vacío que pretendieron tapar.

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Uno debe morir como sujeto dotado de identidad para poder rehacerse entero con el devenir.

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No te importe haber nacido pequeño, esmérate en ensancharte para dar cabida a la muerte cuando llegue.

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Me asombra cuánto he pulido las facetas mestureras de mi verbo, mas no tanto como me sobrecoge lo que la palabra armada de momentos explosivos hace conmigo siempre que la manipulo con fines tácticos.

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