3.5.15

DE AQUÍ AL FUNDIDO

Claude Monet, Saint-Georges-Majeur au crépuscule (versión del Bridgestone Museum of Art, Tokyo)
Cada hachazo es un padre, cada nudo una madre.
Ramón ANDRÉS
Atlántico Norte

También este calvatrueno que os habla ha protagonizado trances pacatos y abrazado con ellos la noción de rehabilitar la divinidad en la muerte, pero en justicia de serenidad afianzada antes de la disolución he de admitir que ser humano no es un problema al que se sobreviva solo por creerlo. Hoy, Día de la Progenitora, hace catorce años que el devenir se llevó a Fuensanta, madre de la mía y mujer a quien yo quería entonces no menos que a su hija. Mientras ella agonizaba en un silencio, quizá beatífico, al otro lado del fino tabique que separaba nuestras alcobas, en el sueño tardío que alcancé al rasgar el alba recorrí una suerte de oficios fúnebres cuyo vencimiento coincidió con su partida hacia el orco, piélago inescrutable del alma:

A los maniáticos de la regularidad les ofenderá que no pueda detallarles los motivos por los que el cielo nunca modificaba su lasitud crepuscular, como si el Sol estuviera promoviendo su extinción o se negase a iluminar un territorio condenado para siempre, mas en honor a la verdad debo iniciar mi crónica admitiendo que en el vasto continente Cero, cegado o secuestrado por la cartografía actual, los anhelos de mediodías fulgurantes se censuraban acusados de complot involucionista.

En el ecuador de dicho territorio, aislada por vendavales infecciosos y febriles desiertos de cenizas donde el aventurero más avezado solo encontraría bastimento para las pesadillas arenosas de su espíritu, se alzaba la horriblemente seductora ciudad Obelisco: para algunos, un homenaje desaforado a la soberbia humana; para otros, la refutación tangible de los dioses. Como bien declaraba su nombre, se trataba de una atalaya extraordinaria, megalómana como jamás hayan visto ojos vivos, tan brutal que la simple incursión descriptiva demolería las pretensiones más bizarras de adjetivación. Esbozaré de ella una visión fugaz proporcionando las coordenadas justas para que la imaginación, genuina patrona de la demencia arquitectónica, se encargue de elucidar el resto.

Su diámetro basal, constante en toda su altura, no podría precisarlo sin arriesgar una analogía: estoy convencido de que asimilaría sin dificultades la extensión de una urbe con capacidad para despersonalizar a varias decenas de millones de seres. La cúspide, obligada a una dilatación incesante, burlaba las lentes de cualquier prismático. La superficie del perímetro exterior, realizada con impecable acero bruñido y geométricos jirones de piel de escualo curtida con brea de nubes, había anegado el brillo de las estrellas con la luz anaranjada que arrojaban sus ventanas hexagonales, de las que algún historiador apócrifo afirmó que su cómputo implicaría tanto tiempo como el empleado en su construcción.

Atraído por la fascinación de procurarme las oportunidades sin semejanza a la que daba pábulo la fabulosa Obelisco, conseguí aproximarme hasta uno de sus múltiples accesos consciente de que podría ser mi último viaje, pues era sabido que solo uno de ellos era el correcto; los restantes conectaban con pozos donde se acumulaban residuos radiactivos. Sin lógica que esgrimir contra el probable suicidio de continuar mi aventura, elegí por instinto y la fortuna vino a respaldar mi voluntad de errar; lo que presencié en el interior fue demasiado irreal para no ser verídico...

Las paredes no se limitaban a sostener la agotadora estructura, sino que el grosor de su periferia servía de escenario para viviendas, industrias, graneros, escuelas, tabernas y todos los servicios que requiere una sociedad rendida a la modernidad. Consumí, hasta hacer sueño, buena parte de mi paciencia en recorrer este abigarrado sector de Obelisco, que finalmente me dejó a orillas de un pantano concéntrico, lleno de espesos fluidos sinoviales, desde donde pude contemplar un gigantesco foso central donde convergían embarcaderos, autopistas, pasillos y ondulantes reclamos publicitarios que alternaban la claustrofóbica iluminación naranjiza con superficies sumidas por completo en la umbría. La agitación en esta zona era frenética y multitud de obreros biónicos carentes de boca, dirigidos por escuadrones de engendros de controvertida clasificación taxonómica, desplegaban alrededor del gran orificio sus afanes. No tuve margen de preguntarme por la función reservada al túnel vertical: primero un destello surgido de la sima y luego miles de vidrieras retroiluminadas precedieron a un émbolo del tamaño de una montaña que reproducía el aspecto de un templo gótico. Sus cimientos, polarizados magnéticamente, lo mantenían en mayestático equilibrio a una distancia prudencial del conducto.

Desarrollé mi inspección furtiva por los aledaños a lo largo de un lapso difuso que, puesto que carecía de reloj u otros instrumentos fiables en aquellas latitudes, solo pude computar por mis ciclos metabólicos, durante los cuales no osé relacionarme con los elementos más extrovertidos de la población, aunque gracias a mis diligencias previas estaba en posesión de ciertos recursos que podrían revelarse determinantes en caso de atolladero, como la píldora de cianuro oculta en la axila derecha y el arma con aspecto de bolígrafo capaz de disparar proyectiles fitoconstrictores que al impactar en un cuerpo hacen germinar voluminosas enredaderas cuya fuerza compresiva se incrementa con el movimiento renuente del afectado.

Pese a la sucesión de descubrimientos sorprendentes para un foráneo como yo, ninguno tenía parangón con el émbolo, centro neurálgico de Obelisco. El espacio útil de este mecanismo se distribuía en tres segmentos: la planta inferior, además de depósito bancario, consignaba mercancías valiosas y albergaba incubadoras de fetos criados como bocado exquisito para la alta sociedad, hecho de conocimiento público que no parecía subvertir moralmente los ánimos de nadie; la intermedia estaba ocupada por un fastuoso hotel en cuyas dependencias los privilegiados encadenaban orgías infinitas; en la superior, herméticamente sellada, se ubicaban en teoría las oficinas y despachos de la jefatura de la ciudad, aunque circulaba como verídico el rumor de que la sede del gobierno se había trasladado a un emplazamiento clandestino por temor a convertirse en blanco notorio de atentados.

Cuando crucé el umbral de un ascensor urbano que en ese momento abrió sus fauces vacías frente a mí, la conciencia que consideraba propia se escindió en varios personajes de vidas paralelas: una fracción de mí mismo proseguía su viaje, otra enajenaba su espíritu como auxiliar administrativa en un cubículo mínimo de los miles que componían la colmena de una importante corporación cibernética y, por último, la más fracturada parte de mi personalidad se fijó a un desahuciado que subsistía en un arrabal, bajo el puente que trazaba un enrejado de vías férreas. Condensando las experiencias de mi trinidad de egos empecé a comprender que el nexo que nos unía era la relación anómala con el complejo macrotecnológico destinado a administrar el funcionamiento del sistema de torres de control que coronaban Obelisco. Concebidas, en apariencia, para gestionar el tráfico aeroespacial, servían en realidad para coordinar y perfeccionar la manipulación mental planetaria mediante el uso de radiofrecuencias personalizadas. El proyecto, integrado en un programa más vasto al que se aludía como eugenosociología, requería un consumo tan exacerbado de energía que solo alimentar las instalaciones demandaba el rendimiento pleno de varias centrales nucleares creadas a tal efecto.

La multiplicidad de mi ser se mantuvo hasta que la faceta femenina fue trasladada de su labor en la sección burocrática a la sanitaria, en concreto a un megahospital cuyas dimensiones, de un extremo a otro de la mole, no se cubriría en un día caminando sin descanso a paso ligero. A partir de este cambio, el rastro de mis otras vidas se disipa y mi identidad se funde con ella, que tenía asignada una función modesta en el nuevo departamento: me limitaba a limpiar las habitaciones que iban dejando libres quienes fallecían. Comparado con el sedentarismo del precedente, la ventaja de este trabajo residía en la facilidad para transitar de un lugar a otro sin tener que dar explicaciones, pues los muertos no eligen donde hacen alto. Y deambulando, precisamente, en busca de un área que no figuraba en el plano esquemático que llevaba siempre conmigo, entré en un ala restringida del edificio que el azafrán de las paredes manifestaba inequívoco. Operarios de bata negra e inyección en cinto trajinaban sobre máquinas zumbadoras conectadas a los pacientes. Uno de los expertos que parecía estar al mando de un equipo médico me confundió, o fingió hacerlo, con una especie de emisario interministerial. Sin mediar instrucciones ni cortesías, me hizo entrega de una bolsa de basura roja que contenía un amasijo de documentos garabateados. La deposité sin titubeos en un carrito donde otros técnicos arrojaban sacos de características similares. «Al nivel infra», rugió un individuo atareado sobre el busto desmembrado de lo que pudo ser una mujer hermosa. Empujé el plaustro hacia un montacargas que divisé en la dependencia adyacente y bajé, como me indicaron, hasta el sótano. El descenso resultó lo suficientemente lento para permitirme hojear algunos papeles; entre ellos, destacaba un pliego de vistoso membrete en el que se hallaba una lista pormenorizada de órdenes relacionadas con una terapia génica que pretendía sentar las bases biológicas para racionalizar a la especie humana según el paradigma de un archivador. Fisgoneando los detalles estaba cuando se abrieron las puertas y otro operario, a quien no pude velar mi sobresalto, decidió añadir su disimulo a mi imprudencia con un guiño. Desubicada no menos que asustada, lo seguí de cerca a una discreta señal de su meñique. Al doblar un recodo, musitó «tenemos algo para ti» con una mueca en la que leí la indubitable huella de un señuelo. Quise retroceder, echar a correr y apenas pude sacudirme porque estaba atada a una camilla y quien me hablaba desde arriba con sorna no era sino un cirujano dispuesto a iniciar la trepanación después de dedicarme este protocolo lapidario: «Procederemos a desinfernarla. No es importante responder a la cuestión de quién quiere ser, lo decisivo es averiguar cómo quiere vivir la caída que va del dolor seguro de nacer a la incertidumbre del último suspiro».

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