Andrés Deleito, El desencanto del mundo |
Arthur ADAMOV
Yo… ellos
Basta estudiar el poder político a desdén de adhesiones grupales para dar de pleno con la mayor empresa activa de sugestión que nadie haya urdido: una red de socaliñas que convierte las fantasías de unos pocos en espejismo de mando gracias a la pertinente colaboración de las poblaciones que acatan su puesta en escena como si fuera real. De ningún modo tendría esta clase de poder la fuerza que ostenta sin el concurso de quienes, además de no ver que el emperador está desnudo, ni siquiera sospechan el monstruo invertebrado que se esconde tras su aparatosa teatralidad. Sin esta transferencia de energía psíquica encauzada hacia la perpetuación del consentimiento, sin la potestad individual declinada en favor de estructuras que traducen la inercia multitudinaria en ilusión rectora, el poder quedaría reducido a su mínima expresión y sólo mediante la violencia de las armas se mantendría, aunque presumiblemente no llegaría a agotar la munición acumulada porque ni a golpes ni a disparos hay organización que perdure más allá de los partes de guerra y del hediondo apilamiento de cadáveres. A efectos prácticos, mal que les pese a los herederos del adanismo ilustrado, el reverso fáctico de toda hegemonía tenaz es una democracia (o demagogia, si damos gusto a los que aún tipifican escalas de fraude dentro de los presupuestos del engaño compartido), pues no es otra mayoría que la social la encargada de cuidar el consumado trampantojo donde unos pueden dictar a capricho porque otros prefieren seguir a ciegas.
Ante tamaño nudo gordiano, por mucho que la reserva de racionalidad nos inste a descubrir su artería y desatarlo, me planteo si no será menos temerario intentar partirlo de un tajo, como hizo aquel famoso conquistador anterior en varios siglos a la Era Crucificada, sabiendo no obstante que lo juicioso exige alejarse, cuanto sea posible, del enredo ficcional que ineludiblemente entraña la dimensión política de la existencia. Si nos involucramos en las ruedas de ese molino, acabaremos hechos harina en costal ajeno.
También las masas civilizadas (suponiendo que sea lícito denominarlas así, lo que amén de dudoso propende al oxímoron) funcionan como sectas sujetas a diferentes grados de ofuscación e implicación, mientras que los líderes, que quizá no resulten prescindibles en la infancia de los pueblos, devienen nocivos arribistas cuando aquellos se aproximan a la etapa de madurez, entendida esta en el contexto que nos ocupa como un nivel de conciencia que abarca latitudes menores y se orienta hacia esferas superiores de comprensión. Latente o manifiesto, el conflicto radica siempre en que la maduración mental no es, ni de lejos, equiparable entre los integrantes adultos de cualquier conglomerado humano, máxime cuando ha roto por millones de sitios y de incontables formas las costuras arcaicas a las que alude el número de Dunbar. Bien pudiera no ser la cantidad de mixturados el único factor determinante del desastre colectivo, mas si una escasez asegura la demasía de baqueteados por la concomitancia es la de sus ejemplares de altura, cada vez más raros y menos influyentes. Frente a la puerilidad que en una sociedad reventada, y cualquiera de las actuales lo está, define la concordancia entre el comportamiento de los ciudadanos ordinarios y el de sus prebostes, la sensatez constituirá por defecto un foco minoritario, el de los pocos que viven de cara a la verdad y le cantan, en solitaria complicidad, como el ruiseñor que reanuda con la noche la exquisitez de su arquetipo en busca de sentidos que lo acompañen...
En El dominio mental, libro que puede tomarse como una moderna guía de perplejos y que ilustra, a fin de cuentas, lo que el mono vestido ha progresado en técnicas de control de sus semejantes, Pedro Baños ha escrito, entre otros avisos necesarios, que los nuestros «son tiempos peligrosos para pensar. Si entre la maraña de entretenimiento que nos atrapa alguien puede reflexionar todavía por sí mismo, enseguida se dará cuenta de que se ha convertido en una práctica de riesgo. Se expone directamente al “ataque directo”, de una u otra forma, de su persona. Ya no queda más que bajar la cabeza para evitar que, al levantarla, nos la corten». Espero que el cesto donde caiga la mía no sea de plástico.