14.4.21

DE LA INMUNIDAD ACRÁTICA

Andrés Deleito, El desencanto del mundo
Todo hombre nace rey. Esa realeza afirmada del hombre sobre la naturaleza es la consagración más antigua de la humanidad. Cualquiera que se sepa de verdad revestido de esta profunda realeza espiritual, ¿cómo podrá jamás zozobrar en la locura que conduce a identificarse con las más tristes caricaturas de los usurpadores del poder?
Arthur ADAMOV
Yo… ellos

Basta estudiar el poder político a desdén de adhesiones grupales para dar de pleno con la mayor empresa activa de sugestión que nadie haya urdido: una red de socaliñas que convierte las fantasías de unos pocos en espejismo de mando gracias a la pertinente colaboración de las poblaciones que acatan su puesta en escena como si fuera real. De ningún modo tendría esta clase de poder la fuerza que ostenta sin el concurso de quienes, además de no ver que el emperador está desnudo, ni siquiera sospechan el monstruo invertebrado que se esconde tras su aparatosa teatralidad. Sin esta transferencia de energía psíquica encauzada hacia la perpetuación del consentimiento, sin la potestad individual declinada en favor de estructuras que traducen la inercia multitudinaria en ilusión rectora, el poder quedaría reducido a su mínima expresión y sólo mediante la violencia de las armas se mantendría, aunque presumiblemente no llegaría a agotar la munición acumulada porque ni a golpes ni a disparos hay organización que perdure más allá de los partes de guerra y del hediondo apilamiento de cadáveres. A efectos prácticos, mal que les pese a los herederos del adanismo ilustrado, el reverso fáctico de toda hegemonía tenaz es una democracia (o demagogia, si damos gusto a los que aún tipifican escalas de fraude dentro de los presupuestos del engaño compartido), pues no es otra mayoría que la social la encargada de cuidar el consumado trampantojo donde unos pueden dictar a capricho porque otros prefieren seguir a ciegas. 

Ante tamaño nudo gordiano, por mucho que la reserva de racionalidad nos inste a descubrir su artería y desatarlo, me planteo si no será menos temerario intentar partirlo de un tajo, como hizo aquel famoso conquistador anterior en varios siglos a la Era Crucificada, sabiendo no obstante que lo juicioso exige alejarse, cuanto sea posible, del enredo ficcional que ineludiblemente entraña la dimensión política de la existencia. Si nos involucramos en las ruedas de ese molino, acabaremos hechos harina en costal ajeno.

También las masas civilizadas (suponiendo que sea lícito denominarlas así, lo que amén de dudoso propende al oxímoron) funcionan como sectas sujetas a diferentes grados de ofuscación e implicación, mientras que los líderes, que quizá no resulten prescindibles en la infancia de los pueblos, devienen nocivos arribistas cuando aquellos se aproximan a la etapa de madurez, entendida esta en el contexto que nos ocupa como un nivel de conciencia que abarca latitudes menores y se orienta hacia esferas superiores de comprensión. Latente o manifiesto, el conflicto radica siempre en que la maduración mental no es, ni de lejos, equiparable entre los integrantes adultos de cualquier conglomerado humano, máxime cuando ha roto por millones de sitios y de incontables formas las costuras arcaicas a las que alude el número de Dunbar. Bien pudiera no ser la cantidad de mixturados el único factor determinante del desastre colectivo, mas si una escasez asegura la demasía de baqueteados por la concomitancia es la de sus ejemplares de altura, cada vez más raros y menos influyentes. Frente a la puerilidad que en una sociedad reventada, y cualquiera de las actuales lo está, define la concordancia entre el comportamiento de los ciudadanos ordinarios y el de sus prebostes, la sensatez constituirá por defecto un foco minoritario, el de los pocos que viven de cara a la verdad y le cantan, en solitaria complicidad, como el ruiseñor que reanuda con la noche la exquisitez de su arquetipo en busca de sentidos que lo acompañen...

En El dominio mental, libro que puede tomarse como una moderna guía de perplejos y que ilustra, a fin de cuentas, lo que el mono vestido ha progresado en técnicas de control de sus semejantes, Pedro Baños ha escrito, entre otros avisos necesarios, que los nuestros «son tiempos peligrosos para pensar. Si entre la maraña de entretenimiento que nos atrapa alguien puede reflexionar todavía por sí mismo, enseguida se dará cuenta de que se ha convertido en una práctica de riesgo. Se expone directamente al “ataque directo”, de una u otra forma, de su persona. Ya no queda más que bajar la cabeza para evitar que, al levantarla, nos la corten». Espero que el cesto donde caiga la mía no sea de plástico.

1.4.21

VINDICACIÓN DE LA INSOLENCIA

Pierre Amédée Marcel-Béronneau, Orphée dans l'Hadés

Las personas sanas son enfermos que se ignoran a sí mismos.
Jules ROMAINS
Knock o el triunfo de la medicina

El individuo «cree todavía estar seguro de su autonomía, pero la nulidad que les demostró a los sujetos el campo de concentración define ya la forma de la subjetividad misma», escribió Adorno, autor que me acompaña, junto a otros ilustres de la triste ciencia del desengaño, en la vocación de enclaustramiento que, como es de rigor, tengo más abierta a los muertos que a mis no tan vivos coevos. Y aunque ese pensamiento entrecomillado que rebota de un exiliado a otro ensombrece un poco el ánimo, la inteligencia que no es amiga de componendas está siempre dispuesta a coger las aberraciones psicopolíticas por los cuernos sabiendo que esa bestia tiende a embestir cuando las emociones que fomenta la opresión nos perturban el juicio. 

El poder se viste ora con la izquierda, ora con la derecha, según la imagen que le conviene representar, pero ni en los medios ni en los fines difieren sustancialmente las ideologías que lo cubren de pretextos como el sastre que conoce el paño de la moda y lo trabaja a la medida de la circunstancia. El único tipo de sociedad compatible con el individualismo que las corrientes históricas han objetivado no es el del libre juego entre sujetos soberanos que añoran los libertarios, sino el de la identificación unilateral de las personas con un grupo de pertenencia y el estilo de docilidad vinculado a este, al que se llega tras un tenaz tratamiento de atomización de los involucrados en el afán de producir y consumir sociabilidades. De un modo solo paradójico en apariencia, el culmen de la exaltación clientelar del ego acontece en los sistemas totalitarios que logran, maximizando el proceso civilizador mediante la técnica, que dos más dos sean cinco y uno por uno cero. De nuevo entrego la palabra a Adorno: «A la vista de la conformidad totalitaria que proclama directamente la eliminación de la diferencia como razón, es posible que hasta una parte de la fuerza social liberadora se haya contraído temporalmente a la esfera de lo individual. En ella permanece la teoría crítica, pero no con mala conciencia».

Suponiendo que aún no esté todo perdido a nivel de relaciones humanas para la conciencia que se reconoce responsable ante la eternidad, la evolución en un contexto social climatérico como el actual ha de empezar por la reconquista de la interioridad y, desde ahí, irradiar campos de influencia alternativos al orden cobayista que odiosa y atropelladamente ha magnificado el primado falaz de la dominación de un modo que recuerda demasiado, en sus pregones arteros y en sus efectos nocivos, a la campaña de medicalización efectuada por el falso doctor Knock, ese profeta de la iatrogenia que imaginó Jules Romains en 1923 y encarnó magistralmente el actor Louis Jouvet en la versión que Guy Lefranc llevó a la gran pantalla en 1951. Mientras la gente no quiera discernir conocimiento de manipulación; mientras delegue en otros la tarea de formarse e informarse, la defensa de la dignidad no será más que una pose activista, un pesebre para intelectuales aquejados de vicios protagónicos y, en el fondo, un planteamiento cómplice del mismo paradigma cosificador que se desea ver superado. 

En modo alguno debemos desistir de minar las categorías ilusorias y las alucinaciones colectivas que pretenden afirmarse como realidades incuestionables contra la validez de la experiencia individual que atestigua el triunfo infeccioso del charlatanismo y la credulidad, verdadera peste de nuestros días. No hemos de claudicar a la hora del inaplazable conflicto ontológico con el desalmamiento masivo porque, sencillamente, no podemos dejar de lado, sin inmolarnos al azote de sus sofismas, la gravedad de los hechos que incumben a cada ser atrapado en la ratonera donde la mente resistente a la monolatría de la necedad se esfuerza por abrir un espiráculo que alivie las incontables agresiones sufridas.

La más plausible forma de enderezar a los torcidos es que uno lleve recta su propia vida. Concedámonos esa insolencia porque la bochornosa ocasión no merece menos intrepidez de nosotros, los vitandos.
 
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