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26.3.21

DOÑA RECIA SE PONE REGIA

Laura Knight, Corporal J. M. Robins
Heriré con luz tus cárceles tristes y escuras; acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre.
Fernando de ROJAS
La Celestina

—¿Y la mascarilla?
—Solo se cubren el rostro los criminales —igualmente podría haberle respondido que mi aliento no apesta a cebolla podrida como el suyo, pero descender a ese nivel de sinceridad habría supuesto que su trueno de virago trastocara mi ataraxia.
—¿Cómo te atreves ¡tú! a darme lecciones? —infiero de su prosodia que doña Recia me ha adjudicado la autoría del documento que una mano anónima hizo aparir «de buena fe» en el tablón oficial.
—De ninguna manera he pretendido aleccionarte, soy tan memo que no sabría cómo. Lo que he querido decir es que voy a cara descubierta porque no albergo intenciones aviesas. Respecto a las tuyas, prefiero ignorar lo que pretendes ocultar con el tapamuecas.
—¿Es que todavía no te das cuenta del peligro que supone no llevarla puesta? —dispara la frase manoseando el artilugio de tortura con sus dedos pálidos y rollizos como salchichas bávaras.
—Estoy totalmente de acuerdo: no llevarla me deja expuesto a la paranoia militante de los que creen que mi salud es competencia suya y sus inseguridades responsabilidad mía. No veo razón alguna para convertir mi necesidad de respirar en un problema.
—Mañana recibirás la notificación de despido.
—Mira por dónde, ya sabemos quién es el malo y por qué lleva embozado el espejo del alma.

ADENDA

Por este y otros noqueos laborales no moverá un tentáculo el comisariado sindical, que haciendo perifollo de sus modos soviéticos, de su aparato falangista y de su absoluta dependencia de los presupuestos generales del Estado, martillea en estos días a las clases breteadoras con un activismo en pro de la cobayización social. Se nota que sus «liberados» aman al amo hasta con el ano.

3.10.20

CONDENADOS AL MAÑANA

Gutiérrez Solana, Cabezas y caretas
Nuestras esperanzas de acabar con la rueda del eterno retorno son estériles incluso apretando el botón de game over. Cuando llego a la conclusión de que es el padre el que debe pedir perdón al hijo, empiezo inmediatamente a sospechar que el hijo debe perdonar al padre que lo es por imposición del Destino.
Kawaita FUNSUI
Las veladas del dolmen

Instituida por el Estado con toneladas de aplausos por parte de las inteligencias que, en oposición a las despiertas y naturales, hemos de considerar postizas, programables y felizmente amodorradas en un mayoritario consenso de indigencia mental, la Lotería Solidaria era un sorteo que cada semana extraía, de una lista engordada con desafectos a la normalidad, a un recluso que pasaba a disposición visiva para ser ajusticiado en «riguroso directo». A tal efecto el cadalso irradiaba el «corazón soberano» de un plató cuya funcionalidad y aspecto variaban según el método de ejecución elegido, mediante sufragio digital, entre los mil y un suplicios que abastecían la oferta de un catálogo conocido, a nivel coloquial, como El Sanitario. 

En un mundo donde el enemigo es ambiguo y la publicidad ha elevado a ciencia suprema la excomunión, cualquiera puede encarnar el mayor grado de animadversión colectiva, así que estimé favorable que «la ciudadanía» determinara que mi peregrinaje por el tiempo concluyera en una sesión de estrangulamiento y decapitación. Experimentada desde dentro, la ceremonia de finiquito fue una chapuza mayúscula: la guillotina cayó sobre mí cuando aún estaba consciente porque la anaconda discapacitada que dos verdugos formaron con sus manazas biónicas alrededor de mi cuello no supo culminar su cometido. 

Después de ser sometidos a un proceso de plastinación, los cadáveres de los condenados eran donados a una popular cadena de ropa que se había comprometido a «dar ejemplo» empleándolos como maniquíes en sus portentosos escaparates. Un asco de proporciones cósmicas, la insondable disconformidad con este desenlace de la materia, fue la razón de que el candil de mi ser quedase atrapado entre dos estratos de realidad, el de la existencia y el de la postexistencia, mas la ley, que había extendido su jurisdicción a los arcanos de ultratumba, había dictaminado que las almas en pena ocupasen sus antiguos cuerpos al término del horario comercial y recibiesen, en tan lóbrega condición, la visita reglamentaria de sus familiares. 

No puedo parangonar con ningún dolor trabado en vida la compunción de ver a mis padres acudir cada noche a la boutique donde se negaba, hasta nueva orden, paz y pudor a mis restos. Aparte de otras restricciones entre las muy puntillosas trampas que sólo un comité de sádicos podría haber promulgado a su taxativa satisfacción, mis parientes tenían prohibido, bajo amenaza de arresto mayor, el menor contacto físico con el espantajo al que intentaba en vano dotar de un aire humano, de una fisonomía tranquilizadora. Por si fuera poco escarnio, pesaba también sobre ellos la obligación de conversar conmigo sin poder obtener a cambio nada mejor que la locución seca y latosa de una máquina expendedora.

1.5.20

PANEGÍRICO DE LO INSÓLITO

John D. Batten, Androcles and the Lion (ilustración recogida en Europa's Fairy Tales)
Desde que me cansé de buscar,
he aprendido a encontrar.
Desde que un viento me tuvo prisionero,
con todos los vientos navego.
Friedrich NIETZSCHE
Mi suerte

—Maestro, una duda me espanta el sueño cuando la oscuridad cubre nuestras cabezas. He esperado, como vusted me recomendó, al marchitamiento de la rosa más lustrosa del bancal de Hermeros antes de poner mi cuita en su conocimiento.
—La duda es como una llave que no encuentra su cerradura y la que traes contigo parece pesar demasiado. Has de saber, hermano Fontal, que la desazón que afrontas no solo roe a las criaturas humanas, he conocido a ángeles desolados porque sus esfuerzos no dieron el resultado buscado. Cuéntame sin rodeos qué te aflige.
—Confiamos a la corbona de cebada con rodomiel la salutación diaria a los dioses, pero hasta ahora no he visto más que hormigas llevándose el alimento que preparamos con el mayor esmero.
—Cierto es lo que tus ojos han visto, tan cierto como lo que aún no has aprendido a mirar.
—Le aseguro, maestro, que no se me escapa detalle. Desperdiciamos el libamen.
—Vuelve mañana al lectisternio, observa con atención y dame cuenta después de lo que allí percibas.

A la luz vespertina acordada, el discípulo regresó con idéntica decepción trabada en el semblante:

—Maestro, las hormigas siguen robando nuestro sacrificio. Deberíamos proporcionarle a los dioses un manjar votivo que engolfara menos a esos voraces insectos.
—Las hormigas no roban nada, querido Fontal, de hecho dan más de lo que toman. Y del grano mulso ni siquiera se puede afirmar que sea nuestro. A ti, por el contrario, se me antoja que te han arrancado un sentido cuando testimonias en posesivo... ¿Estás seguro de que ningún demonio te lo ha birlado mientras mirabas cómo desaparecía la oblación?
—No se burle de mí.
—Tu boca ensarta palabras más propias de alguien amodorrado que de una mente despejada. Has tenido la respuesta delante y la has dejado marchar por donde vino.
—¿Es otro de sus acertijos? No veo el enigma por ningún lado, el suceso no tiene doblez.
—No necesitas anteponer lo inteligible a lo maravilloso.
—Si tengo un problema de percepción, me ignora tanto como yo a él.
—Necesitas entender que no hay nada que entender. Te engañarías si creyeras que puedes hallar virtudes en la realidad que no hayas atesorado en ti.
—Entonces no sé a qué atenerme.
—Has estado atento con los ojos. La naturaleza, sin embargo, te ha dotado de otros modos de contemplar sus prodigios.
—De ser así, maestro, ¿qué vería vusted si estuviera en mi lugar?
—Vería a un novicio preguntando sin haber meditado su pregunta.
—¡No hay quien escape de sus sutilezas! Formularé mejor la cuestión: ¿qué vería un alma despierta si estuviera en mi lugar cada vez que descubro a las hormigas regalándose con la cebada de los dioses?
—Vería que un dios acude con incontables patas a celebrar nuestra humilde ofrenda.

23.3.20

EN OCASIONES VEO VIVOS

El tirano jamás cree tener bien asegurado su poder sino cuando ha llegado al punto de no tener bajo su dominio hombre alguno que valga. 
Etienne de la BOËTIE
Discurso de la servidumbre voluntaria

Mansas parecían las aguas que el horizonte cubrían desde la orilla donde el fondo presentaba sin turbidez densos mechones de algas sobre un rebozado de pliegues. Como si temiera alterar el sueño precámbrico de un monstruo de proporciones extenuantes para quien tuviera el vértigo de imaginarlo, opté por deslizarme sobre la superficie en vez de saltar a ella desde el contrafuerte de hormigón que penetraba en el embalse.

La profundidad, animada por alguna suerte de inteligencia decididamente empeñada en demostrar la musculatura de su soberbia, en forma y contenido me succionó hasta donde el sol carecía de imperio. Al límite de la apnea, entendí que no debía ofrecer resistencia a una fuerza contra la que no había combate viable. Pude entonces emerger la cabeza mientras lo Invisible tiraba de mí en dirección a la otra orilla, oculta por malezas de arbustos espinosos que negaban el menor atisbo de claridad a los sentidos...

Pinche en la luciérnaga quien saber quiera lo que vi en la oscuridad

11.7.19

IMPLUME Y DESPLOMADO BÍPEDO

Adriaen van Ostade, Inn Scene
Algo innominado me obliga a pensar de una forma que me parece perfectamente estúpida en el momento en que trato de expresarme con palabras.
Hugo von HOFMANNSTHAL
Carta de Lord Chandos

De luna ausente venían Razón y Locura cuando en posada de beodos confluyeron. Nadie debidamente informado del discurrir venidero sospecharía albur de aleatoriedad en el careo, y como ambas, cada cual con el cimborrio de sus conjeturas hecho pulga, padecían un insomnio que solo la ciencia anterior a las vigentes dicotomías reputaría sanable, a falta de mejor divertimento dieron en trabar conversación.

—No te acerques demasiado, nada tienes que hacer conmigo —proclamó Razón—. Sé bien lo que me conviene y lo que no. 
—Solo sabes lo que te han enseñado quienes desconocían razones de mayor alcance que la ebriedad de las suyas —refractó Locura.
—Y eso, desmelenada, ¿cómo lo demuestras?
—Muy sencillo: por mucho que cambien, por distintos que parezcan sus rostros según la mudanza de tiempos y lugares, una madre reconocerá siempre a sus hijos allí donde los encuentre.

7.10.18

PARÁBOLA DEL TIGRE

Máscara de bronce de la dinastía Han
Si uno quiere escapar del terrible empalago de la comunidad autocomplaciente y santificada, el único recurso consiste en hundirse por debajo de lo más bajo, en ir más allá de lo más alejado, rompiendo la máscara aun del dios supremo. Tal es la obra de la «liberación», la tarea del sabio desnudo.
Heinrich ZIMMER
Filosofías de la India

Cuenta una antigua historia, emanada en esta versión de las grutas de un otero al que acudían en retiro algunos simios a excavar sus sentidos, que no lejos de allí se extendía una selva sin dueño donde el hambre hacía rugir a una tigresa cuya preñez había vuelto imposible la pericia que nunca le faltó para cazar. Enojada consigo por el suplicio de engrosar el cómputo de días periféricos a la necesidad de llevarse un pedazo de carne a las fauces, se hizo saltar a la desesperada sobre un rebaño de cabras con tan fea suerte que su vientre estalló contra una roca y murió dejando huérfanas a dos crías que, de otro modo, pronto hubieran pugnado por nacer. 

Cuando los rumiantes se apercibieron de que sus vidas estaban fuera de peligro, aguijoneados por un gemido plañidero fueron reuniendo su curiosidad alrededor del predador inerte. No esperaban encontrar un tigrecillo obstinado en lamer alternativamente los restos de su hermano, que también había sucumbido al accidente y los de su madre, a la que parecía implorar en vano una reacción vital. Conmovidas por la escena, las cabras más ancianas hablaron entre sí en una jerga inaccesible a las demás y acordaron, guiadas por la clemencia, cuidar y amamantar a la criatura cual si fuese otro miembro de su manada.

Creyendo que era un irasco creció el cachorro e incluso imitaba los balidos entrecortados de estos animales, pero a base de pasto apenas ganaba peso y el menor esfuerzo lo ponía exhausto, pues su organismo no estaba preparado para obtener la energía y los nutrientes indispensables de las hierbas y frutos que ofrecían las praderas. 

No pocas indigestiones hubo de pasar la fiera adoptiva para igualar en alzada al macho cabrío dominante, y sin embargo no fue el último en huir cuando la irrupción de un tigre adulto eclipsó la luz sobre el hato que pacía cerca de la jungla. Gracias a una bella maniobra el asaltante cobró a la estampida una de las cabras más lustrosas, que prefirió no devorar sin resolver antes el acertijo de ese tigre canijo que había visto correr con el resto del ganado. Lo encontró acurrucado de miedo, al amparo de unas malezas en flor, a menos distancia de la que hubiera podido cubrir en un parpadeo.

—¿Qué pintas tú entre estos tragones de rastrojos? ¿Por qué te espantas como un cabrito? ¿Qué tonterías son estas?
—Es lo que hacemos siempre que una bestia salvaje se acerca.

Sorprendido por tan insólita respuesta, el enorme tigre aferró al joven felino por la nuca y lo sacudió, no sin brusquedad, hasta que cesaron sus sollozos.

—Sígueme, quiero que veas algo por ti mismo —le ordenó, y juntos se abrieron paso a través de la espesura en dirección al ronroneo refrescante de un regato—. Arrímate a la orilla y mira esas dos cabezas. ¿Acaso no son semejantes? Tu cara se dibuja en el agua poderosa como la mía y los más bravos guerreros temblarían ante esa boca armada de dientes que sólo has sabido llenar de forraje.

Atónito por el descubrimiento, el tigre que se identificaba con las cabras no fue capaz de emitir una réplica ni de mover las zarpas del sitio mientras el tigre mentor aguardaba, entre los camanances de una sonrisa, el lapso que estimó justo para que el novicio comenzara a desprenderse de la falsa imagen de sí que lo había acompañado desde su accidentado nacimiento. Solo entonces regresaron hasta el lugar donde la presa abatida aún yacía caliente.

—Ahora debes alimentarte como un tigre hecho y derecho. ¡Usa de una vez tus mandíbulas!

Aunque el inexperto tigre se resistió a masticar la pieza desgarrada que el otro le tendía, los efluvios de la sangre despertaron una atracción tan concordante con sus adentros que concebir la mera posibilidad de experimentarla le hubiera parecido una atrocidad en cualquier momento de su vida previa. Desconcertado por el gusto del primer mordisco, que le supo delicioso, los siguientes que llegaron a su estómago estremecieron todo su ser con un vigor desconocido, la fuerza de la plenitud restaurada.

Culminó el festín relamiéndose los carrillos. Aquella noche de inocencia bien digerida soñó emboscadas donde nadie sino él era el temible protagonista. 

16.6.18

LA CHAMANIDAD ENTREVISTA

Asya Yordanova, Forest King
Es cierto que la tierra es la cuna del hombre, pero uno no puede quedarse en la cuna para siempre.
Terence McKENNA
La nueva conciencia psicodélica

Pregunta: ¿Cuál es la genuina religión?

Respuesta: La más antigua.

¿Esa antigüedad remite a un fenómeno histórico o de otro orden?

Remite al chamanismo, una cosmovisión que habría de considerarse no tanto la respuesta de una idiosincrasia cultural al enigma del ser cuanto una geografía metafísica, sin menoscabo de que las sociedades donde subsiste desde su aparición en la Edad de Piedra la expresen de acuerdo con sus peculiares metáforas axiológicas.

¿En qué consiste la clave de bóveda de esa cosmovisión?

En el viaje extático, o en otras palabras, en la exploración de las dimensiones ocultas que coexisten con el mundo ordinario.

¿Con qué finalidad?

El conocimiento del alma en sus múltiples facetas, entre las cuales brilla, cada vez más tenue, la existencia humana.

¿Se trata de un conocimiento amoral?

No puede haber moralidad donde se acata como un axioma la insolvencia cognitiva que conlleva rechazar la búsqueda del saber.

¿Podría esa clase de búsqueda ser nociva para nuestra especie?

Menos nociva que la ignorancia, si me permite introducir la disyuntiva. Pese a que el contacto con realidades más complejas tenga siempre un componente aterrador aun para el avezado, esta es la forma que adopta el Misterio para conservarse irreductible frente a las pesquisas lanzadas por una mirada acomodada en exceso a la racionalización instrumental de la physis.

Entre los cuentos jasídicos que Martin Buber recopiló, viene a mi memoria una parábola brevísima que no me parece impertinente referir. Dice así: «Está escrito: “Aceite puro de olivas molidas, para las luminarias”. Nosotros hemos de ser golpeados y molidos para resplandecer con la luz». La senda del chamán es dura para él, pero las ventajas para su tribu son impagables. El entrenamiento del chamán en las relaciones que median entre los mundos superiores y los inferiores, su habilidad para ser un puente entre el reino de lo visible y el de lo invisible, redunda en el equilibrio anímico de su grupo. Que algunas técnicas aprendidas en estados de percepción expandida puedan ser empleadas con fines espurios limitaría el alcance de ese aprendizaje y, en consecuencia, su valor.

¿Cabe afirmar que el chamán es un filósofo?

Y un sanador a partir de cierto nivel, cuando alcanza el dominio de sus facultades incrementadas. Como un herrero de sí mismo, el chamán ha descompuesto y forjado tantas veces su psique, que con cada renacimiento vuelve mejor templado para el arte de curar. ¿Qué puede ofrecer en comparación el curandero de una religión, como el cristianismo, especializada en convertir a los domados en devotos? Arrepentimiento, genuflexiones y actos de penitencia; enormes dosis de falsedad con visos de esperanza y un poco de blanqueante para esa suerte de lavandería de culpas que, bajo su influencia, ha colonizado la conciencia del fiel.

Si desde el origen de las tradiciones chamánicas los psiconautas familiarizados con el éxtasis han podido mantener un intercambio ontológico con la esencia demiúrgica de la realidad, ¿para qué una casta sacerdotal y su aparato de poder sobre las inteligencias? Esa es la pregunta obligada que debería formularse todo aquel que quiera desentrañar el éxito de los credos desprovistos de cualidades visionarias, primer paso para comprender los motivos que han conducido a la estigmatización de los investigadores que todavía pudieran dar coherencia a los vestigios preternaturales cuando se adentran en continentes donde los límites asumidos como certezas se desvanecen, y tras ellos las credenciales que han facilitado mando sin autoridad y privilegios sin virtud a los usurpadores del primitivo trato entre los dioses y los hombres.

¿Qué facultades son indispensables para saber sanar?

La misma que para otras acciones espirituales: tener Visión. Gracias a ella, el chamán se sumerge en una experiencia directa de lo que no funciona como es debido dentro de un sistema vivo, de igual manera que capta los desarreglos sutiles que alguien pudiera padecer o estar causando.

Suena a hechicería.

Brujos, hechiceros y chamanes son nombres que bailan alrededor de un arquetipo idéntico. También podría traer a colación la logia de los druidas, que rendían culto a Dagda, el dios de la sabiduría que asociaban al caldero mágico, trasunto de las potencias del sí mismo, pues el verdadero crisol del conocimiento radica en la interioridad. Según René Guénon, los druidas fueron herederos de la tradición primordial, signada con el emblema del jabalí, y su formación, a la que eran destinados los jóvenes de juicio más despejado, requería no menos de veinte años de enseñanza básica. Esto presenta a mi entender elocuentes connotaciones chamánicas, como las tiene sin duda la orientación esotérica y sacramental, aparte de la terapéutica, que hallaron en el mundo vegetal. Incluso en el ámbito lingüístico existen paralelismos. El latín druĭda es la adaptación de una palabra celta compuesta por dru-, fuerza, y vid-, sabiduría, respectivamente simbolizados por la encina y el muérdago, cuyo significado «ilustrado de los bosques» evocaría resonancias combinadas que van más allá de su literalidad. Sobre la lejana etimología que nos llega a través del francés chaman, si bien se presta a ambigüedades, algunos estudiosos derivan el vocablo del tungús šaman con el sentido de «iniciado».

¿Qué relevancia tienen para los chamanes las propiedades, principalmente las psicotrópicas, de los vegetales?

Para los interesados en la materia es de sobra conocido que Mircea Eliade, en su ya canónico ensayo El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis, descalificaba el uso de sustancias capaces de esplendores místicos como indicio inequívoco de un chamanismo en decadencia. Estoy en franco desacuerdo, y tampoco es preciso recordar en favor de mi discrepancia lo mucho que destacó Eliade por su ingente labor de biblioteca, no por la de campo; si mi intención fuera refutarlo con esta alusión, incurriría en un argumento ad hominem como el que bien pudiera haber sufrido nuestro experto en religiones al juzgar demasiado a la ligera épocas pretéritas desde un contexto histórico azotado por la cruzada prohibicionista antidroga. Un tabú social siempre es un velo a descorrer y el autor rumano parece haberlo interiorizado en lo relativo a psicoactivos. Dejando de lado el peso que haya podido tener en su opinión esta circunstancia represiva, cualquier persona versada podría confirmar el aserto de que ninguna herramienta utilizada por el ser humano puede aproximarse al poder que algunas plantas y hongos poseen como catalizadores de la gnosis. Pedirle a un chamán que desarrolle sus técnicas sin este recurso sería tan absurdo como exigirle a un panadero que prepare una hogaza esponjosa sin levadura. En concordancia con esta evidencia empírica, allí donde el ritual adquiere un protagonismo cada vez más sofisticado en detrimento de la ebriedad que sirve de vehículo extático hacia el Otro, puede aseverarse que el chamanismo ha entrado en un proceso de involución que lo aleja de sus fuentes y lo acerca, transformado en una caricatura de sí mismo, a espectáculos inanes como el oficiado por la misa católica.

El ritual solo es un condensador de experiencia cuando refuerza la activación de un estado que centra su razón operativa fuera del régimen figurativo de la sesión.

¿Hasta qué punto es falible la ciencia de un «hombre medicina»?

Tanto como pueda serlo respirar… Lo que pretendo sugerir es que su ciencia no depende de un criterio mediatizado por la historia subjetiva y los intereses parciales de un yo, sino que explota una propiedad intrínseca de la materia muy relacionada con las conexiones profundas que se hacen ostensibles a la mente durante el trance visionario, que puede entonces discernir la información subyacente que afecta a otros seres y modificarla en algunos aspectos, reprogramarla. Esto es posible porque las criaturas, tanto las adscritas a la esfera biológica como las resistentes a la taxonomía convencional, estamos entretejidas semántica y estructuralmente en un continuo universal.

Todo está abierto a todo, pero la modernidad se define por ser el tiempo expuesto al eclipse de la epifanía. En nuestra civilización, un individuo con aptitudes innatas para la chamanidad estaría, como mínimo, desubicado y correría serios riesgos de acabar tutelado por el estamento psiquiátrico. Seguimos en la caverna platónica, ahora distraída con pantallas retroiluminadas, y aun así la misma voz del Logos que inspiró a Heráclito, el mismo genio camaleónico que instiló su clarividencia en la Pitia, nos interpela a la menor oportunidad: «¡Eh, monito, atiende un poco, aquí hay algo más!».

¿Cómo distinguir a un sanador de un impostor?

De igual forma que se distingue a un cojo cuando debe echar a correr.

¿Es usted un chamán?

Aún no he sanado a nadie, a menos que el propósito de curar empiece por la guía y el acompañamiento, casi socráticos, que he brindado a algunas personas confiadas a mi pericia cuando la prueba exigía de ellas abrir la puerta de sus sentidos a las revelaciones. Siendo como soy una bestia incardinada en aflicciones propensas a la desmesura de los pensamientos y los altos contrastes, lamento decirle que mi escepticismo representa un obstáculo insuperable para responder como quisiera. ¿Soy un chamán? A decir verdad, no tengo ni idea.

1.2.18

LO QUE UN ÁNGEL ME CONTÓ

Agim Sulaj, Falsa amicizia
Rechazar la cruz es hacerla más pesada.
Henri-Frédéric AMIEL
Diario íntimo

«Hijo del pecado que naciste bajo el signo del sacrificio, escúchame con atención de búho emplumado de sigilos, sé que el barro primigenio aún no ha endurecido tus oídos para abrir el sendero de la voz que anuncio en ti:

»En el desigual reparto de bondades que a las criaturas les correspondió cuando el Inconcebible creó el cosmos, nuestra especie recibió la mejor parte, así que desde el origen, ante el tenebroso espectáculo que la vuestra representaba, asumimos la obligación de socorrerla siempre que fuera menester contrarrestar desastres de mayores proporciones.

»Cuantas veces intentamos ayudar a tus congéneres, tantas fue subestimada o malentendida nuestra asistencia. Estimulamos el despertar de su conocimiento, y perdieron el juicio por el afán de propagarse; les ofrecimos alas para aligerar sus cargas, y pidieron ruedas con las que urdir mecanismos; incluso encendimos un faro de pureza en la angostura de sus corazones, y en la búsqueda del oro y de otras recompensas ilusorias fundieron los ingratos su luz.

»Habida cuenta de que los humanos no demostraban mucho discernimiento en sus elecciones, y que la libertad, con todas sus trampas, seguía siendo una referencia vital para lo que consideraban un derecho de posesión, decidimos intervenir haciendo uso de recursos oblicuos, mas el esfuerzo desarrollado volvió a resultar vano: prefirieron el trigo a las langostas».

14.1.18

EL MUNDO POR UNA FRASE

Tianhua Xu, 201506
Se ha de sentenciar después de ser oído, y no de ligero, sino desprovisto de criterios el juez, sin separar los ojos de lo puesto en tela de juicio, no sea que razonemos con­forme a nuestro saber entender, que no es jamás leal ni noble por ser de nosotros, sino cuando es engendrado por el hábito despojarse de idearios ante lo que escudriñamos. 
Eugenio NOEL
Señoritos chulos, fenómenos, gitanos y flamencos

Amanece. El caos se reconstruye y con él la intersección por donde vuelvo a pasar al mando del féretro motorizado que conecta el espacio a las directrices de mi caja negra, cementerio de pensamientos desmembrados a la sazón de tan tempranas calibraciones. Nada es igual a sí mismo y todo espejea idéntico, hasta que el impacto de otro sueño abortado por la premura de llegar al tajo lanza su despiste contra el batiscafo rodante que me hago la costumbre de pilotar a falta de pies alados como los del divino Psicopompo. De golpe, «sin saber cómo y por qué» —Fary dixit—, en manos y privado del uso de las mías me veo ante un tribunal.

Los cuatro vocales del sínodo ocultan a testa completa el semblante de su alma con sendas máscaras que semejan el aspecto de huevos de gallina en los cuales, a la luz de una tea exhausta, distingo un mismo código estampado cuyo dígito inicial es el cero: ¿jueces ecológicos? Se comunican conmigo mediante algún procedimiento acusmático y solo gracias a la discretísima, casi imperceptible gesticulación que acompaña el timbre de cada locución, puedo identificar el riguroso turno de palabra que van tomando sus aparentes emisores.

CÁSCARA 1: Este hombre ha escrito cosas terribles y es menester que reciba la debida reconvención por los daños causados con esta lengua que a todos ordena la salud pública mantener limpia de malas artes.

CÁSCARA 2: Cosas terribles son para las que no sirve de atenuante que las haya escrito bien.

CÁSCARA 3: Hacer bien el mal no lo mejora.

CÁSCARA 4: Ni es bueno que se digan bien las cosas que hacen mal en conocimiento de todos.

REO: Me he limitado a dar lustre verbal a los horrores que el mundo me ha enseñado e incurriría en la cobardía propia de alguien mendaz si me retractase de haber expresado con su misma fuerza la dialéctica negativa suscitada por la realidad a poco que uno se sumerge en ella. ¿O debo tener por falso que la más notable labor de un hombre unido en gravedad al espíritu de la letra le exige separar el oro de la escoria, y no quedar bien hallado hasta haberlo donado al idioma? Más razonable me parecería que se pusiera en entredicho la elocuencia con que he intentado componer el remolino de conceptos que azotaban mi discernimiento, o que se cuestionasen mis aproximaciones a una visión inmortal desde el avatar reducido a la condición de lactante y mortífera criatura que soy, pero infiero que no ha debido ser tan escasa la ventura de mis prosas cuando el asunto que aquí me trae se dirime entre la clemencia y la penitencia.

CÁSCARA 1: ¡Aún no se le ha pedido que haga ostentación de la palabra! Tiene la obligación de permanecer callado en esta sala y en su propio beneficio le aconsejo que se abstenga de hacernos perder la paciencia con sus demostraciones de soberbia.

CÁSCARA 2: No lo puede evitar, tiene el vicio incurable de querer llamar a las cosas por su nombre.

CÁSCARA 3: Lo pueda o no evitar, sería muy capaz de vender el mundo por una frase. Las palabras se transforman en desvaríos amenazantes en su poder.

CÁSCARA 4: Razón de más para instruirlo en el valor del silencio completo; un silencio no solo de voz, sino de pensamiento. Solo así podría dejar de constituir una ofensa para la sociedad.

REO: Con la venia del prepollo que presida este ceremonial: ¿«ofensa para la sociedad»?, ¿de qué sociedad me habla? Hasta la fecha, y ustedes son la prueba fehaciente de lo que digo, la sociedad que me ha tenido por coetáneo solo se ha dignado hostigarme cuando ya no le era posible seguir ignorando las conclusiones que he extraído del reverso de sus hábitos y paradigmas dominantes.

CÁSCARA 1: Su insolencia solo es superada por su cerrazón para cerciorarse del peligro en que se pone a sí mismo cada vez que obra por boca del error.

CÁSCARA 2: Mayor valor habría en saber acatar las consecuencias de su actitud que en abundar en el insana convicción de que insultar a los demás es un derecho.

CÁSCARA 3: ¿En virtud de qué derecho puede nadie justificar una agresión?

CÁSCARA 4: Es de todo punto imprescindible proteger a los inocentes de sus injurias.

REO: Las únicas que corren peligro conmigo son sus calumnias. Para incriminarme podrían haberse ahorrado este ritual de infundios. Y si me permiten decirlo, y si no también, lo que mejor les sentaría a sus señorías es un falazo de elefante en plena caperuza que les desbaratase la ridícula puesta en escena con que pretenden intimidarme. Háganse el favor de salir de sus oquedades y comprenderán lo improcedente que es arrastrarme a la asfixia que reina dentro de sus corazas. Acuérdense de lo que son, de lo precarios que somos los humanos para atribuirnos alguna clase de preeminencia moral sobre nadie. ¿Dónde parará la belleza, entre tanto dolor fiero, con ese amor denodado por implantar la vileza? A fe mía es la beldad la rara y justa verdad que atañe al hombre inventar.

CÁSCARA 1: Entre todas sus equivocaciones la peor es la arrogancia de creerse inocente. En lo tocante a esta audiencia, se ha condenado usted solo de antemano y la exasperación que asume ahora como una suerte de gracieta únicamente puede agravar el proceso en curso.

CÁSCARA 2: No tenga la desfachatez de culpar de sus desmanes a quienes velan por el cumplimiento de la ley y el respeto al interés general.

REO: De sus intereses particulares legal y sistemáticamente generalizados, querrá decir.

CÁSCARA 3: ¡Basta!

CÁSCARA 4: Le recuerdo que está bajo juramento y todo lo que diga podría dar lugar de oficio a nuevos cargos contra su persona.

CÁSCARA 1: Acabemos con esto, es hora de almorzar.

REO: Me zamparía unos huevos revueltos.

20.12.17

PERDIDAMENTE AQUÍ

Henry Ossawa Tanner, Lions in the Desert
Llamé al cielo y no me oyó,
y pues sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra
responda el cielo, y no yo.
José ZORRILLA
Don Juan Tenorio

Durante el último tránsito por la duermevela, que unas veces retrasa mi eyección a la vigilia y otras la complica con parálisis de polo a polo que más quisiera yo alucinaciones hipnagógicas, he podido verme recluso en una penitenciaría que alzaba sus murallones desencalados en una campa expuesta a los rigores propios de un desierto meridional.

Coincidiendo con el ángulo más recto que el sol podía clavar sobre los dombos pelados de los reos, dos alguaciles de miradas espinosas sacaban al centro del albero una sartén de fierro dentro de cuya exuberante procesión de abolladuras, más que las amontonadas en las mejillas de Cristo, viajaba como en palio cochambroso el rancho destinado a la jauría de presidiarios, quienes arrojaban sobre las inconcreciones del guiso sus ansias de mamíferos degradados sin guardar la mínima sombra de respeto entre sí.

A lo largo de tantas jornadas como las que solo supo confundir con la calima la graduación febril de mis neuronas, contemplé a mis concomitantes repetir sus pugnas por el bocado arenoso mientras me abstenía sobre mis piernas trabadas, a la distancia pesquisona que guardaría un gato, de participar en el desembozo del festín. Ellos preferían lidiar con uno menos y yo lidiaba en mis fueros por la prioridad de la nada sobre el horror de ser uno con sus fames.

Cuando mis fuerzas, gravemente mermadas por la acción combinada de chinches, desnutrición y colicuaciones, empezaron a enjalmar en demasía el necesario empuje para subsistir, sucedió el milagro: de forma espontánea, los cautivos se alinearon en fila y me fueron haciendo entrega de una porción del comistrajo que habían conseguido rebañar. Nunca tuve el propósito de ser alimentado sin mancharme las zarpas, ni sostuve la pretensión de provocarles un espasmo de conciencia sobre los tentáculos rabiosos de su conducta, pero el efecto supuso todo eso y más; quizá estuvieran hartos de su guerra a hocico partido por la pitanza y bajo mi presencia menguante el pelotón adquiriese un contraste repulsivo para sí mismo, pues a partir de ese momento, aunque las viandas fueran insultantes para un paladar selectivo, el concierto entre los convocados al reparto de calorías se convirtió en un ritual de cordialidad generalizada, la única compostura que parecía servir de referencia a quienes allí nos pudríamos por dar cuerpo al andrajo que imponen como justicia las condenadas leyes de los hijos del mono.

13.11.17

COMO UN SUDARIO PARA UNA ISLA

Hallie Packard, Above the City
El hecho más terrorífico del universo no es que pueda ser hostil sino que sea indiferente; pero si podemos conciliarnos con esa indiferencia y aceptar los desafíos de la vida dentro de los límites de la muerte —por flexibles que el hombre pueda hacerlos— nuestra existencia como especie podría tener un genuino sentido y plenitud. Por muy vasta que sea la oscuridad, debemos proveer nuestra propia luz.
Stanley KUBRICK
Entrevista concedida a la revista Playboy en 1968

Buceo pensando más en permanecer unido a la costa por la distancia audible de un grito que calculando las profundidades nunca temidas por mí siempre y cuando se atajen visibles a unos ojos cansados. Pese a la intransigencia de tormenta que masculla el cielo, la mar está sumida en una receptiva calma de mujer experta y puedo disfrutar de la explosión sensorial que anémonas, medusas y otros caprichos irisados de la evolución aportan a la memoria de quien nació lejos del exotismo, a menudo brutal, donde confiesan su impronta estas latitudes. Con solaz disolvería mis civismos mientras hago infusión de magruras en estas aguas encendidas si al mamífero que flota en lo irrespirable no lo alterase la obligación de acudir a la gala organizada para una delegación extranjera por el apéndice correspondiente del gobierno insular, fiel a la fealdad de todos los estamentos que deben su razón de ser, y el método de que otros sean menos, a los achares de una burocracia.

Durante la fiesta, muy opulenta en el gasto pero centrada en salvar las apariencias de lo contrario, me permito emitir algunas lágrimas que nadie aprecia, pues nadie que se sienta rodeado de ejemplares frescos de su especie mira con agrado el aspecto tétrico que la repetición de los días, semanas y meses confiere a los almanaques apresados en la piel de un viejo. No soy el que más años ha sumado del bazar de las apariencias entre los aquí convocados, sólo me mantengo lo bastante decrépito para saber mezclar en un mismo llanto la elegía por la buena vida que no me reprocho haber eludido y el alivio por el siglo cuyos extremos ya no tendré tiempo de padecer...

Brian MashburnRequiem
A golpe de gravedad me seco los restos de ensoñación, y envuelto en el escozor del reconocimiento, de puro chasco apuro una oración al vértigo que supuro. Caigo, ¡me caigo en Dios!, ¿qué otra cosa podría suceder en el sudario de la penitencia que extenderá su asedio desde el tribunal del presente hasta su remoto estertor de senectud? 

4.8.17

PARÁBOLA DE UN AHOGADO

Esao Andrews
¡Salud, dioses de los lugares ansiados,
y tú, tierra, que has de dar nuevos dioses al Cielo,
y ríos y fuentes de los que goza el suelo hospitalario,
y ninfas de los bosques y coros de las náyades!
OVIDIO 
Metamorfosis

Se me había encomendado la tarea de revisar el nivel freático de un sondeo abierto en el caserío donde llegaron a residir hasta cuatro generaciones de parientes cuando aún no alzaba yo a escudriñar intimidades por el ojo de una cerradura, distracción inútil, por lo demás, puesto que en aquella edad de confianzas pulcras las puertas nunca se cerraban salvo a la hora de arrebujarse y delegar la soberanía del territorio familiar a los mastines.

A pesar de que la sequía y los señores de Maizalia llevaban exprimiendo la comarca durante lustros muy por encima de lo que tierras y embalses podían dar sin extraer miseria de sí, la clariosa raseaba el suelo y en su ascenso desde el acuífero trajo más viajeros que reflejos a mi examen ocular: varios peluches de animales buceaban a pata grácil a un escaso palmo de la superficie. Encadilaban por su porte poderoso una mantis religiosa y un milpiés reproducidos a una escala que calculé entre quince y veinte veces superior a la original. Con gusto los hubiese acariciado siguiendo una reacción de curiosidad, estabilizada tras la sorpresa, de no ser porque los bichetes retrocedieron ante la grúa de mis manos para ir a ocultarse en los recovecos de la roca. Asomándome al brocal, pude también atisbar el fondo cubierto por un extraño sedimento, liviano en su albura cocaínica, que me recordó al material empleado en las bolas de nieve navideñas.

Telefoneé a mi padre con la urgencia de introducir un contraste sensorial en lo que presenciando me maravillé, aunque no sin dedicar la reserva de mi atención, en el intervalo que demoró su llegada, a un presagio de calamidad que me indujo a preferir el mal menor de la alucinación frente a otras derivadas del hallazgo. En vano. Los peluches animados nos contemplaron indistintamente con la digna expectación de los cangrejos que aguardan en la orilla el siguiente movimiento de los bañistas convertidos en sus improvisados captores. A la pregunta sobre cómo habían llegado ahí tales chirimbolos, y excusada la velada acusación de que pudiera estar embromándolo, aventuré «la posibilidad de que una forma de vida imperceptible para nosotros esté jugando con ellos». Maticé mi conjetura bajo el canguelo de que fueran un cebo, manejado por alguien remoto o por una inteligencia ignota, con el propósito de atraernos hacia un punto en el que sería fácil hacernos caer al pozo, pues siendo estos juguetes un complemento inofensivo de la ternura infantil, ¿qué mejor alojamiento para mullir un señuelo? Fue así que decidimos poner fin a la sesión de acuario antes de apresurar conclusiones.

Con el auxilio de una escoba pugné por pescarlos uno a uno con la misma dificultad que un banco de anguilas opondría a mis pedestres empeños de control. El último, el más reticente de los muñecos fue la mantis, y toda vez que los esfuerzos por sacarla resultaron infructuosos con los utensilios disponibles, hundí mi brazo cuán largo era hasta que logré agarrarla de las antenas como haría un labriego con las boas callosas de sus dedos al asir por el cuello una cebolla tenaz.

Fuera del agua, nada más tocar el pavimento, los peluches quedaron exánimes y perdieron por momentos todo lustre y colorido, un espectáculo que atrapaba los sentidos y sus ramificaciones abstractas en la pila mortuoria de felpas. Me asaltó el remordimiento de haber destrozado un núcleo mágico de existencia, la de unas náyades revoltosas quizá. Y si en el ámbito de mi lamento hubo lugar para registrar la disonancia taciturna que acusa siempre a los humanos de volverse terroríficos cuando son poseídos por el miedo, peor gravedad contuve al intuir que abrigar el perdón por haberme conducido como cualquiera de ellos exigiría de mí no menos vidas que las robadas en un solo acto de temeridad.

Patricia Waller

Cuánta razón concentró Hipócrates al advertir «lo primero, no hacer daño», y qué irrazonable cumplimiento cabe darle a su axioma en el cauce de una vida. ¿Cómo no perjudicar, cómo no perjudicarse, siendo hijo cada uno del equívoco?

¡Coime de lo alto, protégenos de la incuria que padecemos sin permitirnos hacerla padecer a otros!, rogaría de buena fe si supiera, o, en ausencia de Progenitor, que los resortes del evo bendigan nuestras aberraciones con el desenlace de la totalidad habituada a clonarse en una sucesión de universos idénticos en el entramado de secuencias y consecuencias.

3.7.16

UNA BESTIA ENTRE BESTIAS

Domenico de Rossi
El que sujeta su vida a un modelo exterior no puede tener otros amores que los que le preste el modelo elegido, al que levanta altar en su corazón como a deidad. Aunque predique amor, no será amoroso; aunque hable de libertad, sólo concebirá la libertad condicionada por aquél o aquello que lo domina, y esa libertad tiene todo el carácter de esclavitud.
Miguel GIMÉNEZ IGUALADA
Anarquismo

No escasean últimamente los papeles delictivos en los paralelos subalternos de mi vida onírica; bien se diría a la luz tumultuosa de esos sueños que las catacumbas de mi personalidad, más que aposentar una tendencia expirada hacia la transgresión, tratan de sugerirme por medio de energías revueltas que mejor adaptada llevaría la existencia si efectuara el salto a la ilegalidad. Siguiendo los cabos sueltos que arrastran consigo los frecuentes sobresaltos a ras de colchón, lo normal siglos atrás hubiera sido sospechar que mientras dormito me son instiladas por el susurro de un súcubo las rutas de goecia más directas a la perdición.

Hoy soy uno más de una cuadrilla de atracadores que comparten su fraternidad en el peligro al gusto de Caravaggio y se saben muy capaces de faenar de forma virulenta siempre que la deriva de los hechos opera en contra. Somos, pues, antes que una partida de saqueadores —para tal fin hubiéramos probado suerte en un partido político— un núcleo de cimarrones, una célula encrespada por la conciencia indómita de su potencial desgajado, una tribu antisocial que reformula desatándose su homeostasis tras haberse meditado en el retiro que pueden patrocinar los botines, cada vez más volátiles, transferidos por las bravas de la industria ajena.

Acabamos de repostar en un gasolinera, donde por supuesto no pensamos abonar el importe del trago que ha llenado el depósito, cuando a uno de mis compinches le bulle la tentación de ungirse los bolsillos con los sudores de la caja. Nadie lo reprueba. Nadie lo secunda. El empleado cede sin resistencia, pero el que oficia como dueño del montante, un tipo rudo, saca un fusil ex nihilo y con esa teología de gatillo sale dispuesto a recitar algunos versículos sobre nosotros, lo que hubiera hecho sin pestañear de no ser porque a mis pericias de volante marcha atrás las avalan balas que tatúan a capricho el blanco orondo de su figura. Lejos de caer exangüe, el sujeto resiste la llovizna, letal para cualquier otro. Detenemos la fuga para admirar el prodigio de un ser que sólo parece agonizar en las sumidades que se desconectan del teatro orgánico al compás de un cancaneo espeluznante. Nos mira sin vernos y entre estupores se queja de una molestia difusa en el vientre. Se palpa el rostro entre atónito y pigre, como si por su calavera resbalara soconusco. Gime el nombre de una mujer, quizá su difunta paridora... La suerte echada está con percutores y no es cuestión de arriesgarse a ser enjaulados por espiar el desenlace de un invitado al polvo con pólvora de réquiem.

Kate Bergin, Surrender
Meses después, a consecuencia de un robo fallido, caigo no malherido por el disparo de un caimán y doy con mis drenajes en un hospital penitenciario donde me asignan una alcoba contigua a la de un capo, Malatasca, de quien nunca he oído hablar en los circuitos del hampa. Al primer encontronazo, y pese a las cicatrices que retuercen las cordilleras de su semblante, reconozco en mi vecino de penumbras al propietario de la estación de servicio que tanta fiesta nos dio. Aunque finge lo contrario, por un destello en sus pupilas sé que sabe perfectamente quién soy. No vencido ni un minuto, sus adláteres me conducen hasta él blandiendo irrefutables axiomas de gimnasio. Con una bota de gran talla que asegura sobre mi cuello la quietud frente a otras suelas, las del gerifalte, soy bautizado en lapo como «Fray Venablo», para lo cual se sirve a media mueca del tono que le supongo a un pederasta en celo. Entre fealdades mil, encopeta este señor la pesantez de una superioridad construida sobre mecanismos menos nobles que un estupro, superioridad desde la que expone, con lujo de jirones, el repertorio de vejaciones que me infligirá en algún momento fijado para los próximos días. Sin que la promesa revista mayor presunción que un sufrimiento innecesario, en la medida garantizada de su odio redescubro la tranquilidad de sentirme blindado de indiferencia frente a todos los pavores que el destino me depare.

Habiendo recogido en testimonio mi caudal de expectativas, el director del penal no se molesta en ocultar su gozo por el giro que tiene calculado para casos como el mío. Imitando a bajo coste el peor estilo de un circo romano recreado según el criterio de quien cree que Julio César fue un actor o un futbolista, ha organizado un combate múltiple entre presidiarios que tendrá por cabeza de cartel al superviviente acribillado, quien hará subrayar sus iras gracias a un especialista en destrucciones anatómicas y mis setenta kilos de alma en calidad de artesa para suplicios. Según me explica, es el modo más eficiente de dirimir controversias entre la población reclusa, además de una lucrativa fuente de ingresos: al evento asistirán nuevos gentiles capaces de abonar veinte salarios por disfrutar, sin mácula para el decoro, de un espectáculo negado en el mundo exterior. 

A la mañana siguiente me sueltan en una arboleda sita intramuros. Mis únicas instrucciones son que debo buscar un arma, oculta en el linamen, de la que podré valerme como medio defensivo. Todo lo que consigo hallar es un hacha de plástico, ideal para juegos infantiles, con la que se supone debo hacer frente a dos hombres, uno de ellos entrenado, que no tardan en anunciarse con la sorna de los reflejos desprendidos por sus hermosas falcatas y alabardas. He de admitir que los ingenieros del tinglado no carecen de humor.

Edward Robert Hughes, Oh, What's That in the Hollow...?
Cita es ya del adiós. Clavo mi atención en un punto sin retorno, como esa peonía que defiende estoicamente su vigor en un claro reseco, y desde el foco inopinado que me ofrece encuentro en mí la simiente de cuanto busco. Ensortijado por tan liviana naturaleza, sin otro alfabeto de concomitancias que el trabado por la necesidad de ordenar el azaroso remolino de los acontecimientos, lo cierto es que entre los anhelos y temores que se abren a mi mente existe como nunca un parentesco especular, un vínculo cuyo enigma semeja la quiralidad característica de algunas moléculas. Sobre esta desesperada propensión al equilibrio, el satélite súbito de una vieja idea vuelve a mariposear a mi alrededor: tras la muerte viviremos como realidad todo cuanto hemos soñado porque allí soñaremos todo cuanto hemos vivido.

15.4.16

ALMA DE LLANTO

Lawrence Alma-Tadema, In the Tepidarium
Casi todas las vidas pueden ser resumidas en unas pocas palabras: al hombre le han mostrado el cielo y lo arrojaron al barro.
Lev SHESTOV
Apoteosis de lo infundado

He soñado un conciliábulo de amigos en la afinidad de cultivar inmersiones donde mana con lirismo de sigilos el lucero originario del despertar. Manteníamos veladas regulares en un jardín ubicado junto a un estanque a cuyas lumbres se descendía, con gracia uterina, a lo largo de una escalinata flanqueada por pérgolas de yedra. Bruñido al soplo tamizado por las rosaledas, quedaba casi perfectamente sellado el remanso del pedestre centrifugado del mundo por un muro que exhibía, en mitad de su solidez basáltica, la trepanada hechura de un protón portón de cuarterones. Conjugaba el paraje, pues, todos los requisitos para convertirse en un locus amoenus, si bien lo que allí ocurría distaba eones de las conjunciones tumultuosas tan buscadas por esas sectas de reprimidos que gustan de enclaves no menos recoletos para cifrar sus berreas.

Las fronteras de la identidad, que en efecto llegábamos a verter en entidades mayores, contaban para ser trascendidas con canales y carnales más firmes que el arrebato histérico, la autohipnosis rezandera y las libaciones de azúcares fermentados. No se excluía nada que fuera en incremento de la mirada ampliada donde el crecimiento interior y el exterior, lo micro y lo macro del Bicho cósmico, se fusionan en una escala holográfica, pero era importante que el desbordamiento no se propiciara a expensas de triturar ciertas amalgamas previas. Por desgracia, nuestro solapado prestigio también recaló fuera del pentáculo de quienes formábamos la arquitectura medular de estas alianzas espirituales. No puede afirmarse, en consecuencia, que hubiera elementos imprevisibles en el asalto sufrido durante el transcurso de un gaudeamus.

Hubo puños, burlas, saqueo, destrucción de símbolos, mancillamiento de ofrendas y expulsión de nuestros merecidos dominios. Divulgados los artífices de la fechoría por la firma bronca de ecománticos, su predilección estaba en amar después de apisonar. Tras la diáspora instantánea, con los recoldos del templo profanado hiriéndome aún la visión, encontré a la salida del vergel una dama de hermosura sin igual cuyo tablado componía un juego de facciones por completo desconocido para mí y, no obstante, íntimo en virtud de un atractivo irresistible, como si la hubiera gozado hasta la extenuación antes de mi propio nacimiento. Parecía estar implicada en la agresión, que vigilaba con serenidad desde la retaguardia, muy cerca de un sarcófago suntuoso equipado con alas de titanio que en ese momento faroleaban desplegadas. Mi recelo le atribuyó el papel de instigadora a partir del hermetismo altivo de su figura, aunque nada había en ella que justificara intuirlo así: inescrutable, tan gratuito hubiera sido acusarla de ejercer funciones de senescal en la retaguardia del comando de fanáticos, que imaginarla operando un secreto favor como emisaria de auspicios inesperados. Negándome el desatino de sentenciarla, me atravesó el imperativo instinto de aproximarme cuanto la radiación de su belleza permitiera. Sus ojos de ave mitológica ensalzados por el baluarte de los pómulos, la delgadez prieta en los volúmenes de un tacto que presagiaba embriagador, el cabello a medio desdén en un recogido que invitaba a la llama de una melena inasible... una verdadera sinfonía de hechizos donde su presencia se abría prodigiosa como un agujero negro. ¿Quién sería esta criatura? ¿Acaso nadie más la percibía? Tallar palabras era superfluo, el aguijón de sus pupilas impuso de inmediato un comercio ancestral de glosolalias telepáticas. Hizo de mi pensamiento su don y, sin pensarlo, di en anunciarle a voz quebrada que a punto me tenía de prorrumpir en llanto.

¡Lujosa puerilidad! Braseando astros en el singulto, sangrientas fueron mis lágrimas y ninguna apagó el frío que desde entonces empaña mis venas.

12.11.15

MORIR DE FÁBULA

Teresa Esgaio, Water
Creo que nuestro cuerpo no es sino las heces de nuestra mejor parte.
Herman MELVILLE
Moby Dick 

Nado en compañía de otros bañistas, a quienes me une en holganza la concordia de una familiaridad perfecta para rasgar el vientre de un lago cuyas aguas, enmarcadas por un bosque de hoja perenne, son teñidas de serenidad por los pigmentos del mediodía. La caricia del fluido y su acogedora viscosidad, incrementada por el coloide de partículas aromáticas que la flora circundante derrama, confieren a la piel una sensación oleosa, placenteramente placentaria, que la incipiente brisa, ligera aún de fuerzas vespertinas para distorsionar las ondulaciones causadas por nuestros movimientos, bruñe en los volúmenes que dejamos asomar de nuestros cuerpos.

Con un gesto que quisiera concretar el abstracto sentimiento de alborozo me sumerjo describiendo una voltereta, pero el giro no se completa nunca y la gracia de la sacudida inicial se transforma en una pérdida completa de la facultad para discernir si subo hacia la luz o desciendo hacia la sombra. Durante este desplazamiento ajeno a la física de las coordenadas espaciales ya no pienso, soy sólo un envoltorio pensado y lo que piensa dentro de él me descubre que no necesito respirar. Tras la instintiva turbidez nerviosa provocada por el nuevo estado, cedo los conatos de tensión a las dimensiones elásticas de una quietud que volvería penosa, inacabable la menor acción de resistirse.

¿Qué será de mí? Nunca reprocharé que se diga, donde mejor flote la dicha, que sigo ahogado.

11.8.15

PARÁBOLA DE LOS GEÓMETRAS

P: ¿Qué pregunta debería hacerle a un interlocutor desconocido para saber si su cerebro es humano o artificial?
R: ¿Qué pregunta debería hacerle a un interlocutor desconocido para saber si su cerebro es humano o artificial?
P: ¿Me tomas el pelo?
R: Eso sería imposible, llevas la cabeza rapada.
P: ¿En qué te basas para afirmar eso?
R: ¿Cuándo se cayó el papelito que cegaba la cámara de tu pantalla?
Fragmento del chat que mantuve con un computador que respondía al nombre de Eugene Gootsman. Ahora que el paradigma robótico cobra autoridad moral, encuentro más instructivo analizar las caras en silencio que hablar con sus titulares.

Seamos veraces con nuestras fantasías: hay modos infinitos de hacer creíble el mundo, pero no otro de ser realista; inspeccionemos, provistos de cautela, la relación con nuestros pronósticos: de las múltiples interpretaciones que la coincidencia entre imaginación y suceso no agota, cabe estimar la posibilidad de que si un sueño se cumple la realidad a la que remite transcurra todavía en una dimensión onírica y la conciencia empiece solo a ser verdadera donde acaban los nexos que tiene por ciertos. Así pues, con la firmeza que imprimen las dudas que retornan enriquecidas tras haberlas convertido en axiomas prófugos de bostezos, o más bien rearmado con el vicio de pensar lo mismo de maneras distintas, lo que la fase inventiva de la noche me ha traído hoy parece digno de ser anotado en la cuenta premonitoria de futuribles descarríos, aunque el relato vaya esmirriado en la osamenta conceptual.

Entre los usuarios de teléfonos listillos y similares alguaciles tecnológicos hacía furor una aplicación concebida para componer figuras geométricas, similares a engranajes, anémonas y celentéreos, que se materializaban a bajo coste gracias a un polímero revolucionario en atención a tres sorprendentes propiedades: los ingenios producidos con este compuesto eran flotantes en condiciones atmosféricas normales, quedaban vinculados permanentemente a la huella informática del propietario y se mostraban capaces de desarrollar movimientos sencillos a partir de señales inalámbricas cifradas. Amén de la exclusividad, el mayor atractivo de estas emanaciones volátiles consistía, sin embargo, en que admitían ser combinadas entre sí conforme a un sistema dinámico, inspirado en los autómatas celulares de von Neumann, que evolucionaba siguiendo una serie de diseños interactivos responsables de traducir como impulsos motrices los estados anímicos más votados en la red social de productores de insignias (con este apelativo se popularizaron frente al plastic inmortal signatures del registro de patentes).

Los espacios públicos fueron invadidos por un enrejado colorista de estructuras mutantes y el fenómeno pronto desbordó el análisis aprensivo de las autoridades, cuya reacción ante la avalancha de enganchados a esta nueva necesidad expresiva se tomó bajo la presión de una pasión emergente que nadie en fuero externo aconsejaba forzar. El impacto cultural del juego era tal, tantos los forofos adheridos a esta contagiosa distracción, que por consejo de una pléyade de expertos en todo tipo de ciencias, blandas y duras, los creadores de opinión asumieron el consenso de propugnar la coyuntura como una epifanía, el renacimiento del espíritu humanista encarnado en la construcción comunitaria de un monumento impredecible, único en la historia. ¿Quién, salvo un ser superior o un observador inabordable, se arriesgaría a oponerse al crecimiento de esta envoltura estrambótica que ya desde el principio los más juiciosos críticos denominaban, con fusca elocuencia, Babel 3.0? Que una de las consecuencias inmediatas fuera el oscurecimiento progresivo de las ciudades, o que el proyecto amenazara con estrechar mentes, océanos y continentes mediante un horrendo abrazo sintético, no fue impedimento para declarar el mamotreto Patrimonio de la Humanidad y delito cualquier acción, de obra o de verbo, que redundara en daños para la integridad del conjunto o representara un ataque infamante a la honorabilidad de la empresa, en la cual también los menores de edad aportaban una fuerza numerosa que podía volverse contra sus detractores amparándose en la vulnerabilidad de la infancia...

Yo sólo pasaba por allí. Y si no es falso que pertenecemos a aquello que hemos soñado, allí continuará una parte de mí.

En la ilustración, lámina correspondiente al género Ascidiae del tratado Formas artísticas de la naturaleza de Ernst Haeckel.

2.7.15

MISTERIOS

Nicolas Poussin, Le triomphe de Pan
A Iván Sánchez, hombre de mente alada e ideas aplomadas

«Los grandes hombres marcan una línea y, cuando los hombres desaparecen, la línea queda»: sentencia atribuida a Joseph Goebbels que no he podido verificar y no porque, dicho sea a la zancada, al ser yo de los que sienten como un saber genuino que el mejor paso no deja huella haya querido obviar el rastro, sino porque con la frase, que bebí hace años, parece ser que me tragué la fuente... si es que no la imaginé.

Retorno al cañón, surcado por un inescrutable curso de aguas serenas, que tan recurrente ha sido en los paisajes simbólicos de mi biografía sumergida. Simplificando al máximo el mapa argumental del episodio, que se ejercitaba con tensiones crecientes y tenía un desenlace afortunado, un grupo de expedicionarios con Luno a la vanguardia dedicamos las luces que caben en una jornada a avanzar por un desfiladero boscoso del que sólo él conocía la senda certera para salvar las dificultades del terreno, que para algunos superaban con creces los mayores peligros que habían imaginado antes de salir con el Sol y les obligó a encarar un miedo sin cribar ni descifrar, en estado puro, renuente a los procedimientos reductores del pensamiento.

Tras varias horas de internamiento en la naturaleza entre circunvoluciones de trayectoria y una letanía de traspiés, cuando el cansancio rozaba su apogeo hasta en los mejor adaptados al escabroso itinerario, con un sigilo digno de hechicero Luno se detuvo para dar paso a la sorpresa de un espectáculo, preparado de antemano, que se valía de ingenios escondidos en los accidentes geográficos para producir, en respuesta a pequeños estímulos, una batería de efectos especiales a cual más singular: al retirar una piedra en cuya apariencia nadie hubiera reparado antes de activarse la epifanía, ninguno de los presentes olvidará cómo se desató una tormenta que duró apenas un minuto pero caló hasta los nervios de esencias cuanto podía tocarse con la vista en derredor. No menos preciosa de labrar recuerdos fue la alucinación de proporciones colectivas provocada por esta especie de guía y taumaturgo al insuflar aliento por un conducto horadado en la angostura de una cornisa: toda una cascada de sonidos hábilmente tramados recorrió el valle mediante ecos que se encaramaban de forma progresiva a los tímpanos con los atributos de una melodía capaz de evocar desde juegos de sinestesias polícromas a complejas experiencias virtuales relacionadas con el río: yo me viví en su tersura hidráulica con el cuerpo a flote, mirando al cénit y estirando las extremidades a lo largo de una distancia prodigiosa que cubrió en su totalidad, con sus saltos y meandros, ambos sentidos del cauce; la ilusión se disipó cuando los gases que ardían en el hornillo esférico que servía de reloj de nuestro sherpa arrojaron un reclamo que absorbió en un adiós los demás.

Dando tono a peripecias de menor envergadura, llegamos a una torrentera seca que ofrecía un fácil tránsito hasta los aledaños de la civilización y los malditos signos de su afición a barnizar con hormigones los espacios ariscos a la industria. Algún alcalde, eminente sin duda por la combinación de mal gusto y ligereza para recalificar parajes, había mandado erigir, en la falda más amable de la sierra, una terraza cuadrangular, destinada en teoría al descanso de turistas inexistentes, en cuyo centro se erigía la estatuilla de una Virgen que miraba, con el rostro erosionado, en dirección al abismo que habíamos remontado. Esta imagen venía a reemplazar un relieve del Paleolítico que representaba a una joven en actitud lasciva ante la cual, según cierta leyenda local, no había varón, por casto que fuera, que no experimentase una necesidad cósmica en el deseo irreprimible de masturbarse. Una vez el semen impregnaba la flor pétrea enraizada en misteriosos canales ctónicos, emanaba de sus entrañas sedientas un rocío, muy acre al paladar, que dejaba dormido a todo el que lo probaba para despertar en él la facultad de entender el lenguaje de los pájaros a su vuelta a la vigilia. Rememoré una clase de poder análogo en el adquirido por Sigfrido, el gran héroe nórdico, al lamer involuntariamente la sangre que rezumaba del corazón de Fáfnir, el dragón al que había dado muerte, cuando al disponerse a asarlo sobre las brasas hubo de llevarse un dedo a la boca para calmar el dolor causado por una quemadura accidental.

3.5.15

DE AQUÍ AL FUNDIDO

Claude Monet, Saint-Georges-Majeur au crépuscule (versión del Bridgestone Museum of Art, Tokyo)
Cada hachazo es un padre, cada nudo una madre.
Ramón ANDRÉS
Atlántico Norte

También este calvatrueno que os habla ha protagonizado trances pacatos y abrazado con ellos la noción de rehabilitar la divinidad en la muerte, pero en justicia de serenidad afianzada antes de la disolución he de admitir que ser humano no es un problema al que se sobreviva solo por creerlo. Hoy, Día de la Progenitora, hace catorce años que el devenir se llevó a Fuensanta, madre de la mía y mujer a quien yo quería entonces no menos que a su hija. Mientras ella agonizaba en un silencio, quizá beatífico, al otro lado del fino tabique que separaba nuestras alcobas, en el sueño tardío que alcancé al rasgar el alba recorrí una suerte de oficios fúnebres cuyo vencimiento coincidió con su partida hacia el orco, piélago inescrutable del alma:

A los maniáticos de la regularidad les ofenderá que no pueda detallarles los motivos por los que el cielo nunca modificaba su lasitud crepuscular, como si el Sol estuviera promoviendo su extinción o se negase a iluminar un territorio condenado para siempre, mas en honor a la verdad debo iniciar mi crónica admitiendo que en el vasto continente Cero, cegado o secuestrado por la cartografía actual, los anhelos de mediodías fulgurantes se censuraban acusados de complot involucionista.

En el ecuador de dicho territorio, aislada por vendavales infecciosos y febriles desiertos de cenizas donde el aventurero más avezado solo encontraría bastimento para las pesadillas arenosas de su espíritu, se alzaba la horriblemente seductora ciudad Obelisco: para algunos, un homenaje desaforado a la soberbia humana; para otros, la refutación tangible de los dioses. Como bien declaraba su nombre, se trataba de una atalaya extraordinaria, megalómana como jamás hayan visto ojos vivos, tan brutal que la simple incursión descriptiva demolería las pretensiones más bizarras de adjetivación. Esbozaré de ella una visión fugaz proporcionando las coordenadas justas para que la imaginación, genuina patrona de la demencia arquitectónica, se encargue de elucidar el resto.

Su diámetro basal, constante en toda su altura, no podría precisarlo sin arriesgar una analogía: estoy convencido de que asimilaría sin dificultades la extensión de una urbe con capacidad para despersonalizar a varias decenas de millones de seres. La cúspide, obligada a una dilatación incesante, burlaba las lentes de cualquier prismático. La superficie del perímetro exterior, realizada con impecable acero bruñido y geométricos jirones de piel de escualo curtida con brea de nubes, había anegado el brillo de las estrellas con la luz anaranjada que arrojaban sus ventanas hexagonales, de las que algún historiador apócrifo afirmó que su cómputo implicaría tanto tiempo como el empleado en su construcción.

Atraído por la fascinación de procurarme las oportunidades sin semejanza a la que daba pábulo la fabulosa Obelisco, conseguí aproximarme hasta uno de sus múltiples accesos consciente de que podría ser mi último viaje, pues era sabido que solo uno de ellos era el correcto; los restantes conectaban con pozos donde se acumulaban residuos radiactivos. Sin lógica que esgrimir contra el probable suicidio de continuar mi aventura, elegí por instinto y la fortuna vino a respaldar mi voluntad de errar; lo que presencié en el interior fue demasiado irreal para no ser verídico...

Las paredes no se limitaban a sostener la agotadora estructura, sino que el grosor de su periferia servía de escenario para viviendas, industrias, graneros, escuelas, tabernas y todos los servicios que requiere una sociedad rendida a la modernidad. Consumí, hasta hacer sueño, buena parte de mi paciencia en recorrer este abigarrado sector de Obelisco, que finalmente me dejó a orillas de un pantano concéntrico, lleno de espesos fluidos sinoviales, desde donde pude contemplar un gigantesco foso central donde convergían embarcaderos, autopistas, pasillos y ondulantes reclamos publicitarios que alternaban la claustrofóbica iluminación naranjiza con superficies sumidas por completo en la umbría. La agitación en esta zona era frenética y multitud de obreros biónicos carentes de boca, dirigidos por escuadrones de engendros de controvertida clasificación taxonómica, desplegaban alrededor del gran orificio sus afanes. No tuve margen de preguntarme por la función reservada al túnel vertical: primero un destello surgido de la sima y luego miles de vidrieras retroiluminadas precedieron a un émbolo del tamaño de una montaña que reproducía el aspecto de un templo gótico. Sus cimientos, polarizados magnéticamente, lo mantenían en mayestático equilibrio a una distancia prudencial del conducto.

Desarrollé mi inspección furtiva por los aledaños a lo largo de un lapso difuso que, puesto que carecía de reloj u otros instrumentos fiables en aquellas latitudes, solo pude computar por mis ciclos metabólicos, durante los cuales no osé relacionarme con los elementos más extrovertidos de la población, aunque gracias a mis diligencias previas estaba en posesión de ciertos recursos que podrían revelarse determinantes en caso de atolladero, como la píldora de cianuro oculta en la axila derecha y el arma con aspecto de bolígrafo capaz de disparar proyectiles fitoconstrictores que al impactar en un cuerpo hacen germinar voluminosas enredaderas cuya fuerza compresiva se incrementa con el movimiento renuente del afectado.

Pese a la sucesión de descubrimientos sorprendentes para un foráneo como yo, ninguno tenía parangón con el émbolo, centro neurálgico de Obelisco. El espacio útil de este mecanismo se distribuía en tres segmentos: la planta inferior, además de depósito bancario, consignaba mercancías valiosas y albergaba incubadoras de fetos criados como bocado exquisito para la alta sociedad, hecho de conocimiento público que no parecía subvertir moralmente los ánimos de nadie; la intermedia estaba ocupada por un fastuoso hotel en cuyas dependencias los privilegiados encadenaban orgías infinitas; en la superior, herméticamente sellada, se ubicaban en teoría las oficinas y despachos de la jefatura de la ciudad, aunque circulaba como verídico el rumor de que la sede del gobierno se había trasladado a un emplazamiento clandestino por temor a convertirse en blanco notorio de atentados.

Cuando crucé el umbral de un ascensor urbano que en ese momento abrió sus fauces vacías frente a mí, la conciencia que consideraba propia se escindió en varios personajes de vidas paralelas: una fracción de mí mismo proseguía su viaje, otra enajenaba su espíritu como auxiliar administrativa en un cubículo mínimo de los miles que componían la colmena de una importante corporación cibernética y, por último, la más fracturada parte de mi personalidad se fijó a un desahuciado que subsistía en un arrabal, bajo el puente que trazaba un enrejado de vías férreas. Condensando las experiencias de mi trinidad de egos empecé a comprender que el nexo que nos unía era la relación anómala con el complejo macrotecnológico destinado a administrar el funcionamiento del sistema de torres de control que coronaban Obelisco. Concebidas, en apariencia, para gestionar el tráfico aeroespacial, servían en realidad para coordinar y perfeccionar la manipulación mental planetaria mediante el uso de radiofrecuencias personalizadas. El proyecto, integrado en un programa más vasto al que se aludía como eugenosociología, requería un consumo tan exacerbado de energía que solo alimentar las instalaciones demandaba el rendimiento pleno de varias centrales nucleares creadas a tal efecto.

La multiplicidad de mi ser se mantuvo hasta que la faceta femenina fue trasladada de su labor en la sección burocrática a la sanitaria, en concreto a un megahospital cuyas dimensiones, de un extremo a otro de la mole, no se cubriría en un día caminando sin descanso a paso ligero. A partir de este cambio, el rastro de mis otras vidas se disipa y mi identidad se funde con ella, que tenía asignada una función modesta en el nuevo departamento: me limitaba a limpiar las habitaciones que iban dejando libres quienes fallecían. Comparado con el sedentarismo del precedente, la ventaja de este trabajo residía en la facilidad para transitar de un lugar a otro sin tener que dar explicaciones, pues los muertos no eligen donde hacen alto. Y deambulando, precisamente, en busca de un área que no figuraba en el plano esquemático que llevaba siempre conmigo, entré en un ala restringida del edificio que el azafrán de las paredes manifestaba inequívoco. Operarios de bata negra e inyección en cinto trajinaban sobre máquinas zumbadoras conectadas a los pacientes. Uno de los expertos que parecía estar al mando de un equipo médico me confundió, o fingió hacerlo, con una especie de emisario interministerial. Sin mediar instrucciones ni cortesías, me hizo entrega de una bolsa de basura roja que contenía un amasijo de documentos garabateados. La deposité sin titubeos en un carrito donde otros técnicos arrojaban sacos de características similares. «Al nivel infra», rugió un individuo atareado sobre el busto desmembrado de lo que pudo ser una mujer hermosa. Empujé el plaustro hacia un montacargas que divisé en la dependencia adyacente y bajé, como me indicaron, hasta el sótano. El descenso resultó lo suficientemente lento para permitirme hojear algunos papeles; entre ellos, destacaba un pliego de vistoso membrete en el que se hallaba una lista pormenorizada de órdenes relacionadas con una terapia génica que pretendía sentar las bases biológicas para racionalizar a la especie humana según el paradigma de un archivador. Fisgoneando los detalles estaba cuando se abrieron las puertas y otro operario, a quien no pude velar mi sobresalto, decidió añadir su disimulo a mi imprudencia con un guiño. Desubicada no menos que asustada, lo seguí de cerca a una discreta señal de su meñique. Al doblar un recodo, musitó «tenemos algo para ti» con una mueca en la que leí la indubitable huella de un señuelo. Quise retroceder, echar a correr y apenas pude sacudirme porque estaba atada a una camilla y quien me hablaba desde arriba con sorna no era sino un cirujano dispuesto a iniciar la trepanación después de dedicarme este protocolo lapidario: «Procederemos a desinfernarla. No es importante responder a la cuestión de quién quiere ser, lo decisivo es averiguar cómo quiere vivir la caída que va del dolor seguro de nacer a la incertidumbre del último suspiro».
 
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