Gutiérrez Solana, Cabezas y caretas |
Instituida por el Estado con toneladas de aplausos por parte de las inteligencias que, en oposición a las despiertas y naturales, hemos de considerar postizas, programables y felizmente amodorradas en un mayoritario consenso de indigencia mental, la Lotería Solidaria era un sorteo que cada semana extraía, de una lista engordada con desafectos a la normalidad, a un recluso que pasaba a disposición visiva para ser ajusticiado en «riguroso directo». A tal efecto el cadalso irradiaba el «corazón soberano» de un plató cuya funcionalidad y aspecto variaban según el método de ejecución elegido, mediante sufragio digital, entre los mil y un suplicios que abastecían la oferta de un catálogo conocido, a nivel coloquial, como El Sanitario.
En un mundo donde el enemigo es ambiguo y la publicidad ha elevado a ciencia suprema la excomunión, cualquiera puede encarnar el mayor grado de animadversión colectiva, así que estimé favorable que «la ciudadanía» determinara que mi peregrinaje por el tiempo concluyera en una sesión de estrangulamiento y decapitación. Experimentada desde dentro, la ceremonia de finiquito fue una chapuza mayúscula: la guillotina cayó sobre mí cuando aún estaba consciente porque la anaconda discapacitada que dos verdugos formaron con sus manazas biónicas alrededor de mi cuello no supo culminar su cometido.
Después de ser sometidos a un proceso de plastinación, los cadáveres de los condenados eran donados a una popular cadena de ropa que se había comprometido a «dar ejemplo» empleándolos como maniquíes en sus portentosos escaparates. Un asco de proporciones cósmicas, la insondable disconformidad con este desenlace de la materia, fue la razón de que el candil de mi ser quedase atrapado entre dos estratos de realidad, el de la existencia y el de la postexistencia, mas la ley, que había extendido su jurisdicción a los arcanos de ultratumba, había dictaminado que las almas en pena ocupasen sus antiguos cuerpos al término del horario comercial y recibiesen, en tan lóbrega condición, la visita reglamentaria de sus familiares.
No puedo parangonar con ningún dolor trabado en vida la compunción de ver a mis padres acudir cada noche a la boutique donde se negaba, hasta nueva orden, paz y pudor a mis restos. Aparte de otras restricciones entre las muy puntillosas trampas que sólo un comité de sádicos podría haber promulgado a su taxativa satisfacción, mis parientes tenían prohibido, bajo amenaza de arresto mayor, el menor contacto físico con el espantajo al que intentaba en vano dotar de un aire humano, de una fisonomía tranquilizadora. Por si fuera poco escarnio, pesaba también sobre ellos la obligación de conversar conmigo sin poder obtener a cambio nada mejor que la locución seca y latosa de una máquina expendedora.
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