30.11.14

EXCURSO ANTISEXISTA

Yo me he querido vengar
de los que me hacen sufrir,
y me ha dicho mi conciencia
que antes me vengue de mí.
Augusto FERRÁN
La soledad

Que aquí puedes relajarte en confianza y participar a capricho en los deliquios y testimonios expuestos es un acontecimiento celebrado por el fundador de la estancia, pero quien se duela por la aparente incorrección de lo que en ella encuentre solo ratificará la malevolencia de los prejuicios que trae consigo como un calzado enlodado que debió quitarse antes de entrar. Me gustaría que la siguiente anotación fuera tan mal recibida como la mejor de mis intenciones:

Dado que a los ejemplares machos y hembras de la especie nos asusta en algún grado no resultar deseables, quizá por un retruécano pasional tampoco es infrecuente observar en ambos el deseo de inspirar miedo. ¿Cuál de ellos llegará más lejos en la realización de esta variante terrorífica del celo? Depende del contexto histórico y cultural donde tengan lugar las relaciones entre unos y otros, cuyas tensiones recíprocas oscilarán en función de si el poder efectivo descansa más en los signos que remiten a la fuerza bruta o en el despliegue de recursos indirectos para urdir coacciones por otros medios... Fijémonos, para ilustrarlo, en cómo se llevan hasta el desafuero los conflictos latentes entre los espermantes y las menstruantes de la España actual, país considerado por la opinión púbica de nativos y foráneos como uno en los que más ha progresado la situación de la mujer en el transcurso de las últimas décadas. Ahora bien, ¿progresado en qué dirección y bajo qué impulsos de amadrinamiento? Si tomamos como punto de partida la obviedad de que los varones estamos exentos de ciertos imperativos biológicos privativos de las damas, constatamos que entre ellas existe una taifa de amargadas que, reacias a minimizar los inconvenientes de su condición con la misma naturalidad que explotan las ventajas innegables ligadas a la liberación sexual, se han empeñado en institucionalizar el resentimiento acumulado durante generaciones con mandatos de discriminación positiva que tienen, por fin último, no la voluntad legítima de compensar agravios de hecho, sino el afán vengativo de condenar a los hombres a sumisiones que no les corresponden por fisiología ni por motivos que puedan argumentarse con coherencia desde posiciones éticas. ¿Que por haber venido al mundo con pincel de trazo voluptuoso te libras del embarazo? Tranquilo, ya se ocupará el gremio de las castradoras de obligarte a restituir con creces, al menor descuido, la comodidad anatómica de la que gozas: las sumidades de tu organismo pueden ser tipificadas como prolongaciones de un arma potencialmente letal y tú mismo susceptible de ser elevado con ellas al mayor rango vituperable, desde los giros lingüísticos que utilices a las travesuras que pueda cometer en su huida hacia delante el gameto más tarado de tus dídimos. No me extenderé sobre ello, hasta el menos beligerante conoce casos en sangre propia o cercana que conculcan el principio de neutralidad de la justicia y tergiversan la noción elemental de equidad para poner diques a la causa que un hombre puede verse en la necesidad de defender frente a una mujer. Cualquier fisura entre los que litigan desde sexos opuestos es propicia para apalancar las costumbres haciendo cundir el ejemplo que los menos enterados deben seguir. Para las hembristas, ser hombre es sinónimo de mandria; para el que está abocado al menosprecio vaginal, ni siquiera es viable la redención por la fregona y el mandil. Se trata de un asalto de misandria al ordenamiento jurídico del Estado que se complementa en gravedad con la confiscación ideológica que se está llevando a cabo alrededor de ciertos fenómenos no hace mucho considerados domésticos, como la violencia conyugal, a la que se ha cosido la coletilla del género para recalcar su pertenencia al ámbito del dominio público, donde dichos fenómenos han pasado de ser básicamente horrendos y punibles, como cualquier agresión de similar envergadura, para acabar de un derechazo con la presunción de inocencia masculina, pues a juicio de no pocas portadoras de ovarios disponer de falo convierte a su poseedor en un culpable nato de agresividad. Si por las espinas de estas rosas fuera, los capullos hibernarían como medida cautelar antes de abrirse.

¿Qué fue del ancestral juego complementario entre masculinidad y feminidad? Parece que los hombres de ahora no quieren ser hombres porque las mujeres que tampoco saben ser mujeres se lo permiten. Robert Bly, mentor del Movimiento Mitopoético, declaraba con claridad ática que «los hombres y las mujeres de la antigüedad ven, a través de un velo, a un ser invisible del otro lado de la pantalla de la naturaleza» y vaticinaba, además, que «la desaparición del guerrero favorece la destrucción de la sociedad civilizada». Vamos hacia un amorfo unisexual fabricado en serie, remedo grotesco y posmoderno del andrógino primordial. Descendemos, es evidente, y dando el visto bueno al santo oficio feminista dedicado a instilar esta clase de adulteración de la realidad desde los tres principales frentes de adocenamiento (mediático, legislativo y educativo), lo que nadie puede negar es que todos los que estimamos valiosa la libertad sin hacer distinción entre hombres y mujeres somos los grandes perjudicados por el presente estado de desintegración asistida. La guerra de los sexos es una falacia que responde a la batalla de actitudes encubierta, más allá de los caracteres sexuales, entre los partidarios de maximizar el control social como garante de la seguridad y los que preferimos asumir los riesgos inevitables de vivir con mayores dimensiones de soberanía personal. Ya existen demasiadas burocracias que vigilan el comportamiento fuera del hogar como para aplaudir la multiplicación del mangoneo introducido con la excusa de dar prioridad a la protección de colectivos desfavorecidos. Debido a una desdichada convergencia de intereses entre la política de hechos consumados, que tanto gusta a la oligarquía española, y los sectores más activos del sexismo andrófobo, se ha magnificado un conjunto de sucesos lamentables como el maltrato —mientras se soslayan otros menos retributivos, como el suicidio— para incrementar en consonancia la presión policial ejercida sobre los ciudadanos, que con independencia de si abultan glándulas mamarias o escrotos bajo sus prendas son, por defecto, sospechosos de alterar un orden que concede el monopolio de conducirse por las bravas a los cuerpos uniformados en previsión de cualquiera, en cualquier parte, que les salga remezón. Al margen de la causa que haga suya y de los rodeos eufemísticos que luzca, el autoritarismo es por sí solo un insulto contra el desenvolvimiento de los adultos, a los que en demagogia se reduce a una minoría de edad irrevocable; maquillado de benevolencia para ofrecer amparo a los más débiles, lo que consigue es que todos seamos más endebles frente a los desmanes del gobierno.

El idealismo moral nunca se ha inhibido de prestar fundamentos persuasivos a los regímenes totalitarios, y como el individuo está perdiendo la capacidad para gestionar sus problemas íntimos, el Estado debe crecer en sus atribuciones para resolverlos por él. No hay bien que por mal no venga. Mi impresión es que esta tendencia al trasvase de responsabilidades apenas ha empezado a cobrar auge. Sujetaos las criadillas si sufrís esta fragilidad congénita: somos el sexo impotente. Al adagio que previene «por la boca muere el pez» no sería inoportuno agregarle la coda «y el hombre, por el rabo».

¿Qué ideará la señora que examina desde el muelle la arboladura de los buques? Humber Docks, Hull de John Atkinson Grimshaw.

28.11.14

EL PESO DEL UNIVERSALISMO

Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo Verdadero, ni lo Bueno, ni lo Justo, ni lo Libre, es lo mío; no es general, sino única.
Max STIRNER
El único y su propiedad

Del ser no cabe deducir un deber ser. El casamiento de los hechos con los derechos sucede a costa de un error de juicio o de una reiterada violencia contra la propia capacidad de juzgar. Nada obliga por naturaleza a tomar por verdaderos los cánones éticos diseñados para custodiar la vida civil, salvo la pertenencia sumisa a la sociedad donde rigen. Y si bien la finalidad de la ley puede ser loable durante el tiempo que dura su aptitud instrumental dentro del contexto de comunidades concretas en situaciones toscamente equiparables a las habidas en otras, que ningún cuerpo legislativo posee valor intrínseco, absoluto o siquiera demostrable de forma empírica en sus postulados es de una obviedad tan clara, como cierta la batalla de intereses entre facciones de ficciones reguladoras que subyace en el origen político del derecho, aunque para el plúmbeo Kant y sus discípulos, devotos del principio sistemático de coherencia racional frente a los desafíos caóticos de la realidad, la resistencia a la opresión no merezca tener estatuto legal porque ningún derecho puede ni debe ejercerse más que por medio del derecho, lo que significa que los derechos de los sujetos se limitan al deber de someterse a las leyes vigentes del Estado, por injustas, arbitrarias y absurdas que sean en sus efectos y en sus fundamentos. De la mano de este craneante filósofo, al que muchos académicos consideran todavía un defensor a ultranza de la libertad —así nos va—, llegamos a la justificación de la tiranía por el camino de la lógica; de la lógica exacerbada del artificio narrativo o idealista, huelga decir, contra las evidencias que nos sitúan en el escenario inicial de los sucesivos golpes axiomáticos con nombre de ley: no es sino por la fuerza aplicada del hecho que se impone a las gentes el dispositivo jurídico previsto para controlar los actos no ajustados a la norma prescrita. «Las leyes no están hechas para cumplirlas: están hechas para separar a los que las cumplen de los que las transgreden», auscultaba el sociólogo Jesus Ibáñez.

Incluso partiendo de un consenso cuando lo hubiere, los derechos son fruto de una serie de abstracciones subjetivas asociadas a necesidades y aspiraciones a las que se pretende conferir la solidez de un carácter apodíctico alrededor del cual graviten las conductas siguiendo órbitas preestablecidas. Derecho es la instrucción victoriosa que unos pocos consiguen hacer valer con apariencia de reglamento a otros muchos. Así, todo derecho prolonga o impugna con su triunfo un estado normativo anterior del que se sirve como una transacción con los hechos para ganar dividendos de credibilidad a través del contraste introducido entre el imperio del orden y el temido rumor de la anomia. Un pequeño salto basta para ir de la leyenda a la ley. No hay otra deontología fuera de la volición de objetivar preceptivamente un conjunto de sesgos, ni más metafísica que la maniobra de transformar determinadas relaciones pasajeras en códigos estables que favorezcan con el troquel de la legitimidad una visión de las cosas en detrimento de otras, y los derechos humanos, lejos de ser una excepción a este planteamiento, se presentan como el más flagrante empeño de consumar ambiciones no declaradas sobre una declaración de intenciones, cual es el proyecto de apelmazar la humanidad en un bloque ideológicamente dúctil y homogéneo en actitudes: masa de moral sintonizada por espantos y dirigida por afinidades, menos abrupta que los seres sueltos, e inducida a dormir profundamente en la proliferación de actividades mientras está despierta; pueblos tecnoabducidos, testados a imagen de pobreza y semejanza de servidumbres, que se alivien enganchados a las mamandurrias de la escafandra virtual; megacompostaje cultural de insignificancias exento de las interferencias que representa la pluralidad encarnada en las tradiciones locales y las disparidades particulares. Una sola especie, una gran familia, un idéntico pensamiento: de eso se trata, con la cibermaquinaria oficiando la impostura como maestra de ceremonias.

«Se sabe que, históricamente, la dignidad, atribuida a todos, reemplazó al honor, presente solo en unos cuantos», observa Alain de Benoist, autor especialmente ducho para detectar, con todas sus aberrantes implicaciones, las premisas de la nueva religión global. Y añade: «La idea de una dignidad igual en todos los hombres no pertenece, en efecto, ni al lenguaje jurídico ni al lenguaje político, sino al lenguaje moral». La fuente de estos nuevos derechos planetarios ya no brota del individuo considerado como un poder autónomo en sí o en función de la genealogía que lo arraiga al legado de una etnia, sino de reconocerse unido en laica hermandad a sus congéneres. Tenemos, en consecuencia, el derecho a ser hombres porque como hombres tenemos el deber de conectarnos como hermanos. Hemos necesitado que las enseñanzas bíblicas nos adjudicaran, bajo la lupa de un Dios externo, la titularidad de un alma para que el proceso de domesticación igualitaria culmine, bajo el peso pilón del Hombre universal, con el injerto colectivo de una dignidad, ahuecada y desprovista de atributos, que debemos recibir en pleno rostro como el calimbazo indeleble del aprisco a fin de ir aceptando el menoscabo: donde todos valen igual, nadie vale nada; donde se es digno simplemente por respirar, el respeto se reduce a compartir categorías genéricas destinadas a ocupar el lugar correspondiente a la textura y contenido de cada ser. Desde esta concepción moderna de la dignidad, que es anónima, cuantitativa y antagónica, por ende, al modelo clásico que la ponderaba como sentido de la diferencia en virtud de los méritos y cualidades personales, no es de extrañar que la traducción inmediata sea la condena taxativa de los marcos relevantes de convivencia que rehusen confirmar el dogma hipostasiado en 1948 por los sátrapas de las Naciones Unísonas. ¿Me llamarán hiperbólico por aducir que cuando una institución se contempla a sí misma como conductora de un mensaje salvífico y dispensadora de portentos asume al instante, como uno de sus cometidos principales, la campaña de desautorización metódica de aquellos valores distintos a los suyos con la grandilocuencia de enmendar argumentos falsos, estructuras anacrónicas o creencias nocivas? Profesando la buena fe que los partidarios de este tipo de instituciones no dudan en proclamar mejor que las demás opciones, se habilitan en la práctica mecanismos de intolerancia contra los desviados de cualquier coordenada geográfica. Para ser realmente universales, los derechos humanos deberían incluir entre sus cláusulas el derecho a disentir de la validez ecuménica que se atribuyen. Hasta donde yo sé, Stirner, el más feroz crítico salido de la sacristía hegeliana, fue el primero en denunciar la transmigración conceptual del «reino de las Esencias» universales al ideario humanista, que desde el advenimiento de la modernidad ha sido la doctrina encargada de dar relevo a los fantasmas procedentes de la descomposición de la idolatría teísta en los ámbitos donde la mitología científica suele carecer de solvencia para proporcionar sosiego a quienes esperan acomodar su desbordante confusión a certidumbres de dimensiones humanas.

«En un mundo confeccionado al dictado de la grosería —escribe el poeta Isaac Ravine—, todas las modas están de acuerdo en exigir más cara y menos cabeza». Máscara de más caras decapitadas es el deprimente reflejo del mundo actual, cuyo progreso depende de enchufar multitudes a circuitos de macrorrentabilidad o, expresado de otra guisa, de celebrar como ventajas insuperables las directrices que buscan refundar tantas clases de aptitudes como de ciudadanos: una, la de los memos, ¿para qué complicarse con más? No seamos menos: según los listos de aquí y ahora, los tontos son sagrados. Poseídos por el pálido espíritu del parentesco antropoideo con una adoración que tiene más de trivialidad que de grandeza, es fácil que el aquejado de bobería se sienta elevado por la misma noción homologadora de tener derechos humanos. Por supuesto, mi objeción se dirige a la aculturación que ejercen tales edictos antes que a las propuestas vertidas en ellos y con las que a título parcial puedo estar de acuerdo, pues a menos que uno sea un bárbaro cerrado por completo a la delicadeza hallará preferible no sufrir coacciones, contar con amparo frente a las vejaciones y saberse dueño de disyuntivas que no viciadas entre soportar como rutina trabajos embrutecedores o matarse el hambre a puñetazos, pero para llegar a esta síntesis de requisitos mínimos de sensibilidad intraespecífica no era necesario desplegar tanta parafernalia, ni organizar el terror con cascos azules que persuadan a los incrédulos de la conveniencia humanitaria de ser blanco de derechos.

Encuadre minimalista para un criminal despistado en Dammit. I forgot it was sunday, acuarela de David Rathman. Y a propósito de los lapsus que puntualmente cometo o me acometen, mi omisión de las tildes en los solo de esta entrada se debe solo a que vuelvo a adoptar la nueva ortografía de la RAE —cuya edición impresa ha sido patrocinada por Inditex, tócate el tergal— tras varios años en los que he escrito al respecto como me ha venido en gana.

24.11.14

DEL DEBERSE NO DEBER

La vida que los hombres elogian y consideran lograda no es sino una de las posibles. ¿Por qué exagerar su importancia en detrimento de otras?
Henry David THOREAU
Walden

Cuida que tus alforjas de peregrino no sean mayores que tus fuerzas, pues cuanto más fondo posean más tardarás en saciarlas y menos en cansarte del trayecto; cuida que tú mismo seas tu mayor alforja y que el mejor presente guardado en ella consista en no volverte imprescindible a nadie.

Porque nadie sino tú sabe que la frontera del hombre es el hombre propio, a nadie has ocultado que eres demasiado insomne para pertenecer a religión alguna, demasiado laborioso para perder el centro con tareas productivas, demasiado subterráneo para seguir el ritmo evanescente de una corriente de opinión y, por qué negarlo, demasiado salvaje para cambiar la caricia de tus pasos solitarios por los mimos que nacen y mueren prisioneros del amor. «Dejadme ir yendo a lo vuestro —parece irradiar tu silencio—, no es otra la prerrogativa natural de los independientes, cada uno lleva en sí el arte para labrarse los vientos a su aire, lo demás es penitencia».

Allí donde los cuerpos y las almas han trocado la servidumbre de trabajar como bestias por el destino de rielar como máquinas, tu divisa exacta, la que te hace justicia frente al rasero falaz, empieza con el austero No para mí...

¡Permite que sean otros quienes carguen el peso frío de los eslabones si no se aguantan sin cadenas! Y refresca para tus adentros, con el vaivén del aliento cuyo nudo podrías desasir ahora y siempre ligero, aquello que ilustrabas a los más próximos cuando querían remedarte: «Superarme es lo único que os consiento».

De rostro y vulva sonrientes, esta Sheela na Gig localizada en la iglesia románica de St Mary and St David en Kilpeck, Inglaterra, incita a hospedarnos en una nebulosa de muerte y renacimiento.

22.11.14

POLIORCÉTICA

Una sonrisa es una boca triste vuelta del revés.
Paul POPE
Heavy liquid

«El arte de la guerra se basa en el engaño», admitía el general Sun Tzu veinticinco siglos antes que Orwell, quien también sabía lo suyo de grescas sucias y no vacilaba en afirmar que «las mentiras pasarán a la historia» debido a que «en nuestra época no existe la posibilidad de mantenerse fuera de la política»,  ámbito donde «el lenguaje político —y con variaciones esto es válido para todos los partidos políticos, desde los conservadores a los anarquistas— es empleado para que las mentiras parezcan verdaderas y el crimen respetable, y para dar apariencia de solidez a lo que es puro humo». Invirtiendo la sentencia del mayor Clausewitz, célebre por su tratado De la guerra, Foucault señaló en Genealogía del racismo que «la política es la guerra continuada por otros medios», y puesto que la política se hace hoy más que nunca desde las trincheras de las apariencias, cuando escuches aquello de «está pasando, lo estás viendo» prepárate para recibir un asalto...

Conocer al enemigo es crucial para preparar una táctica defensiva contra su avance, cuyo éxito como agresor depende en importante medida del camuflaje que impide identificarlo como tal. Valerse de señuelos es una técnica en continuo desarrollo y muy solicitada a todos los niveles; la vemos funcionar sin ambages en los supuestos amigos que se saben dueños de nuestra confianza y, como hienas al festín de las vísceras calientes, esperan que bajemos la guardia para abalanzarse sobre nuestras debilidades. Uno puede tener por entrenamiento la sospecha de estar siendo objeto de maniobras llevadas a efecto por múltiples impostores encubiertos y con frecuencia cercanos, pero si no logra probar los indicios que motivan su estado de alerta no sólo perderá capacidad de reacción frente al ataque, sino que habrá de sufrir el descrédito de la paranoia incluso ante sí mismo.

Con varia pero no incorrecta razón mucho se ha escrito en contra de esos arácnidos humanos que hinchan el abdomen a costa de perpetuar los males ajenos en las enredaderas del miedo, de la insolvencia y del trajín permanente, y tampoco sorprende a sus cautivos la habilidad que han demostrado para organizarse como una fuerza económica dominante desde que existen asentamientos sociales estables. Peores, sin embargo, y quizá menos advertidos dada su insignificancia, son los resentidos que andan a nervio servil y toman por denigrante misión la de expandir su malestar así que nadie en derredor los supere en suertes, ánimos y cualidades. Suelen ser activos predicadores de la justicia colectiva para practicar mejor la inquina generalizada, y si bien se mueven al transverso de ideologías, religiones, linajes e inteligencias, resalta en ellos un rasgo que los delata a poco se les arrime una pituitaria despierta: confunden los derechos con las heces que acumulan y así, cuanto comparten, se convierte en señorío de su mierda.

Bellas y bestias garbean triunfales. En la parte superior, Auromira dreaming de Michael Parkes; más abajo, el paralelo mexica de la Anfisbena o serpiente bicéfala en una talla cubierta de turquesas que no desentonaría en la Sagrada Familia de Gaudí. 

20.11.14

APOSTILLAS AL DESENCAJADO

Tal es la miserable condición humana, que no queda otra salida que o reírse o dar que reír como no tome uno la de reírse y dar que reír a la vez, riéndose de lo que da que reír y dando que reír de lo que se ríe.
Miguel de UNAMUNO
Amor y pedagogía

Con la erudita prosa que es marchamo de su casa y solaz para el visitante que no viaja apresurado, en su entrada más fresca debate consigo el oblomovista Juan Poz acerca de las lecturas aplazadas que lo reclaman desde anaqueles y archivos, donde el polvo al polvo del tiempo finito que apremia infinitivo por otros frentes hace tejuelos de aplazamientos sucesivos. Tema libresco, por tanto, que este amante de las granadas —de huerta y de biblioteca, no aventuren carnicerías—, a quien gané en un reto nada azaroso los lindos euros que invertí en los Escolios de Gómez Dávila, aprovecha para ir desglosando algunos de sus incesantes apetitos literarios, al hilo de los cuales hasta me lanza un guiño parabólico al que quiero corresponder en generosidad, aunque frustre las impresiones razonadas que espera de mí sobre la obra del colombiano, a la que alude por estar incluida en su larga lista de futuribles. Me excusará, seguro, esta eventual omisión, máxime cuando a fuer de nobles gestos el intercambio de ideas pueda servir de acicate para un sincero esparcimiento. Mentiría si declarase haber recorrido en más de un tercio el apretado volumen de mil cuatrocientas páginas que Dávila se tomó una vida en componer con la trama de sus filias y la urdimbre de sus fobias, a veces permitiendo entrever los libros que desfilaban ante su quirúrgica mirada; es volumen intenso y extenso, destilado para degustar a sorbos y disgustar a torvos, y además comparte la simultánea apertura de lomos con otra docena de ejemplares en los que me sumerjo con menos asiduidad de la que tenía por disciplina antes de precipitarme en la edad angosta que subrayamos, con más dureza que vergüenza, bajo el eufemístico antifaz de la madurez. Que llegados a esta etapa de la peripecia existencial el decurso se comprime no es secreto, ni brinda excusas a los propósitos sólidos, ni por ello deja de asombrar a quien se descubre inserto en la fugacidad sobrevenida. A mis jornadas les faltan horas y, más que nada, los momentos dilatados en esa nocturnidad que invita a concentrarse en aquello que el día excluye de su tributo regular a los ritmos de la ecúmene. Ahí están, como lección impúdica de mis interrupciones, mareados en la montura de mi actual dispersión, los Errores celebrados de Zabaleta, Armas, gérmenes y acero de Jared Diamond, La presencia del pasado de Rupert Sheldrake, Historia de la melancolía de Jackson, La religión y la nada de Nishitani, Golem XIV de Stanislaw Lem y las trapacerías expuestas en la Vida del falso nuncio de Portugal de Alonso Pérez de Saavedra, por citar algunos de los tomos que diviso apiñados en la mesita contigua a mi confesionario. Contemplo el panorama y creo, por un instante, estar releyendo al benigno Joubert cuando pensaba que «el mayor defecto de los libros nuevos es que nos impiden leer los libros viejos».

Si en sentido bárbaro la riqueza de las naciones puede calcularse por el número de cabezas de ganado humano que pueden emplear los propietarios del complejo social, la de una testa intelectora podría tasarse —desde luego no en términos cuantitativos— por los autores que con su savia han echado raíces en ella. Al menos esto es lo que pensaba antes, porque abono serias dudas en el presente sobre las ventajas de dar prioridad al leer sobre otras dimensiones del vivir. Voy teniendo por bulimia de vanidades el andar hozando de continuo en el terruño de las gramáticas ajenas, hábito que siento me quijotiza más de lo que quizá sea menester para entenderse y hacerse entender, pues no va más allá de estas habilidades lo que podemos exprimir al hipocrático ars longa. Y si es cierto que el saber desocupa el lugar que la ignorancia tiene asignado por defecto, lo hace ocupando el tiempo que restamos a otras actividades y, por supuesto, al reposo, cuya carencia nos persigue en la adultescencia como una sempiterna amenaza de modorra. Una vez cruzados los umbrales de lo concebible, uno debería preguntarse por qué sigue leyendo. Revalidar o refutar las creencias que tomamos por certidumbres, modelar mejores argumentos para las actitudes que consideramos justas, ensayar otras perspectivas que reduzcan las fricciones, inseguridades y deficiencias de la nuestra o procurarnos distracciones que incrementen nuestras posibilidades de expansión son, desde luego, persuasivas respuestas que no agotan la pesquisa. La literatura se comporta como una droga de efectos dispares e incluso antagónicos; es capaz de proporcionar inmensas satisfacciones constructivas a la par que un disparatado ruido de fondo. Se puede estar intoxicado de letras, una clase específica de polución ocasionada por los juicios ajenos que se instalan en nuestro inconsciente, desde donde se filtran a otras áreas de la personalidad por caminos rara vez escrutables y con resultados no siempre dignos. Conviene advertir que la propagación de la necedad busca acreditarse recurriendo a los mismos medios que se tienen por patrimonio de sabios, y un modo de detectarla es que, al contrario que el conocimiento, cuanto más se reparte, más le toca a cada uno. Agrega esta necedad, igualmente, su dosis de anestesia a la invención del mundo que apellidamos real, donde a menudo me veo como perdido en el dédalo de una biblioteca inabarcable y desordenada que me exige orientación para localizar, si cabe, la materia a la que pertenezco, más no poco tiento para apartarme de la sed de fuego que define a los partidarios de las lecturas restrictivas: los fanáticos de un libro son, con creces, quienes más frutos nacidos de la imprenta han destruido, su éxito depende de eliminar los vehículos que permiten otras maneras de leer en los hechos.

Con todo el encomio que inspiran, hoy no obtengo de los libros el ánimo suficiente para formular un panegírico de esa fracción analógica de la realidad a la que tanto debo —sería un oprobio negarlo—, mas tampoco propiciaré invectivas contra el acervo paginado al que he sacrificado opíparas raciones de vitalidad. Para más o para menos mal, soy los libros que he leído y en cada párrafo que escribo me deslío a pesar de constatar que no soy tan mañoso como quisiera en el dominio de mi lengua natal, limitación que se suma al hecho desecho de haber desaprendido los idiomas auxiliares con los que coqueteé, por no abundar en la indolencia que me lleva a postergar el imprescindible adiestramiento para leer en sus hablas vernáculas las obras que admiro en sus versiones traducidas. Para lengua virtuosa, acaso valga el dialecto ágrafo que he destinado a mis amantes —¿me desdecirán ellas?

Los libros imprimen forma a la inedia atávica con que uno tiende a deformarse en lo que vive. Es posible que lo fascinante y lo tenebroso de los nutrientes culturales que extraemos de cuanto leemos constituya un reino de atributos indisociables, ambivalente como ha de sernos el tesoro genuino, y puede que no se halle entre lo peor que nos depara la experiencia de cohabitar con palabras inmortales la facilidad con que se desdibujan en la memoria, merma que nos obliga a repensar, sin soportes conceptuales ni bastimentos imaginarios, todo lo que dimos por asimilado.

Hace escasos días estrené un cartapacio encuadernado con piel de salamandra —ruego se admita la palpable falsedad de esta imagen—. Lo uso por ambas caras bajo la batuta de una doble función: en el anverso, que he rubricado como Cartas de gratitud, anoto punto por punto los favores aceptados que merecen ser recordados, mientras que en el reverso, Cartas de batalla, a semejanza de los memoriales de agravios redactados por los notables que singularizaban de esta suerte sus guerras, me he propuesto hacer cómputo de las ofensas recibidas, si bien no hasta el extremo de pronosticar el modo de vengarlas: pésima noticia daría de mí acusándome de lo que, por naturaleza, suelo dejar correr con mejores tintas. Aquí, como en cualquier campo, procuro someter la magnificencia de los detalles al arbitrio de una armoniosa proporcionalidad; lo comento porque en la sección de gratitudes he alojado al escrutador y no tan desencajado artista Juan Poz, responsable de provocar en mí este torrente verbal.

Termino ya con una aclaración que he estado tentado de obviar por amor al apropiado disimulo. Según parece, el chivato de tráfico que corre en el blog de Juan me identifica como residente en Miguelturra y es lógico, por consiguiente, que en su artículo me haya mencionado como miguelturreño o churriego, que es el gentilicio heterodoxo de los criados en esos andurriales. La causa de este malentendido se explica porque la casa donde me guarezco junto con mi colección de fantasmas, situada a varios kilómetros de cualquier colmena urbana, recibe la conexión a internet a través de un sistema inalámbrico cuyos proveedores tienen el nodo dentro del término municipal de dicha localidad. No encontraría embarazo en admitir que soy oriundo de la patria chica de donde decía provenir el único paisano que intentó cubrirse de gloria abusando de Sancho Panza cuando gobernaba Barataria —véase el capítulo cuarenta y siete de la segunda parte—. Mis coordenadas de origen, no obstante, distan sólo cuatro carreras de allí, en la Villaplana que Antonio Heras retrató en la novela Vorágine sin fondo, la misma insufrible ciudad que esbocé por mi cuenta antes de tener barrunto del ilustre precedente. Publicado por Espasa en el año de sangre 1936, el libro relata las caspas y miserias de un ambiente que apenas ha cambiado en lo esencial: el prójimo dotado de talento, autonomía y sensibilidad ha de emigrar por las bravas o arrostrar la maldición de malograrse entre modregos para acabar muriendo de tedio, cuando no estrangulado por los tentáculos del asco.

Corona el texto Naturaleza muerta con globo, libros y seda china de Jan van der Heyden.

16.11.14

DE LOS QUALIA POSTANTRÓPICOS

Confiaba en poder asistir en vida a la desaparición de nuestra especie. Pero los dioses no me han sido favorables.
Emil CIORAN
Ese maldito yo

La inversión de paradigmas que conlleva la inadaptación subjetiva a las inercias colectivas que cada generación amplía con más necedad que discrepancias desde que el hombre se esfuerza en ser plaga, puede ser una estrategia evolutiva exitosa cuando al fin se asume que la continuidad de nuestra especie es una perspectiva agotada en todos los sentidos, empezando por el horizonte estético que reclama un mínimo esplendor a la existencia. Aun resignados como individuos a la disfunción que nos ha hecho precarios abortos de nada, por motivos que no logro desmembrar persiste el hechizo de prolongar el devenir histórico como si tuviéramos el divino encargo de volver plausible cuanto es terrible por esencia.

El verdadero fracaso ontológico no es que la naturaleza humana se desvíe por un callejón sin salida o precipite mediante una hecatombe su desaparición, sino que perdure, para lo cual ha de seguir creciendo en arrogancia y encogiéndose en entidad, como si fuera cierto que el denominador común anda escaso de soberbia y sobrado de sustancia. En ausencia de predadores, proliferamos contra nosotros mismos.

Note, evidence of a dream del autolítico Tetsuya Ishida.

11.11.14

EL PAÍS DE LOS ARREMANGADOS

Un hombre con más razón que sus conciudadanos ya constituye una mayoría de uno.
Henry David THOREAU
Desobediencia civil

En su mirada penetrante y remota, como clonada de un Kafka que regresa de mil batallas sin derrota ni victoria, se revelan las secuelas de un espíritu que ha llevado a hombros la blasfemia de una verdad incómoda más años de los que se computan en su documento de identidad, expedido en la República Autonómica de Sñapa. Hoy acompañamos a Máximo Muro, autor de la novela Y seremos felices, cuya reciente publicación ha levantado tales ampollas en su tierra natal que lo menos inconveniente para él, por explicarlo suave, ha sido buscar asilo fuera de sus fronteras, pues de lo que ocurre dentro de ellas ha libado la inspiración para desarrollar, en clave distópica, ácidas diatribas contra la progresiva colectivización de los ánimos en una sociedad enganchada a una red social que tiene por centro neurálgico un Estado benefactor.

Pregunta: ¿Ha recibido amenazas?

Respuesta: Evidentemente. Sin embargo, no temo las intimidaciones. No es que sea valiente, es que tengo muy arraigado el hábito, a menudo temerario, de la incredulidad. Tanto la excelencia como la perversión son resultados del hábito, y no siempre logro distinguir en mí una de otra.

¿Se encuentra mejor en el exilio?

Mi decisión de exiliarme obedece al empuje —curiosa contradicción— de la apatía. ¿Qué interés puede haber en permanecer donde se es odiado por ejercitar la elocuencia a contracorriente? La calma me la produce saber que quienes festejan el empobrecimiento general de las actitudes no me lo perdonarán jamás; es la calma de quien ha hilado bien la puntada. Le confieso que soy un estupendo fajador [vela sus párpados y sonríe] y no está bien para mis asaduras que lo proclame.

¿En qué actitudes está pensando?

En aquellas que ningún individuo puede adoptar sin negarse como individuo, por más que de encarnarlas dependa su buena reputación entre aquellos que las circunstancias le han puesto alrededor. Y aludo también a la pérdida del sentido del humor, que en Sñapa es sacrificada diariamente en los altares de la ultracorrección en pro de la demagogia.

No crea que salir de mi país, el país de los arremangados, ha sido como darse un paseo sobre una alfombra de pétalos. Las autoridades filtraron la añagaza de que era portador de un virus terrible. Piense en el calvario de la reacción en cadena que provocó. En honor a la verdad, no podría estar charlando con usted de no ser por el apoyo inesperado de personas muy influyentes que simpatizaron conmigo.

De un antiguo periodista con arrestos, Javier Ortiz, leí lo siguiente: «¿Qué quiere decir que haya una mayoría conformista? Pues está muy claro: que una minoría no lo es».

¿Así que estoy junto a alguien que puede infectarme?

No lo dude. Llevo en mí el contagioso virus del disentimiento.

Si nos fiamos de los datos oficiales, su país no sólo ha firmado y ratificado todas las convenciones que protegen los derechos humanos, sino que gracias a las reformas introducidas durante los últimos años está considerado por muchos observadores y analistas internacionales como un paradigma de democracia directa. En la práctica, no obstante, nos sorprende que cada vez sean más las voces discrepantes que buscan difusión en publicaciones extranjeras para contarnos una versión menos depurada del panorama real. ¿Podría ayudarnos a entender esta aparente paradoja desde su propia experiencia?

Trataré de sintetizar cuanto me sea posible mi visión de los acontecimientos, que a mi juicio se caracterizan por haber desbordado las expectativas de los ciudadanos que contribuyeron con sus votos y esperanzas a instaurar un régimen que, sin duda, invita a ser elogiado cuando no se está familiarizado con los engranajes que lo mueven. No es de extrañar: un sistema político donde cada uno es conminado a ser el opresor de sí mismo tiene a su favor la probabilidad de parecer justo lo contrario.

El verbo, primera víctima de las tiranías, se ramifica en callejones donde es fácil extraviar el discurso, pero no seré yo quien vacile por miedo a hablar claro. En esencia, lo que tenemos en Sñapa es un totalitarismo perfectamente solapado y entretejido con la sociedad; un tipo de dominio basado en la idolatría de un código ético, custodiado por ciudadanos ejemplares, que impregna hasta el tuétano las relaciones humanas; un yugo forrado de terciopelo que utiliza las poderosas herramientas de participación para ejercer un control minucioso sobre los más ínfimos aspectos de la vida individual. Mediante la trampa tecnológica de fusionar el prestigio de las redes sociales con la gestión política, algo que en teoría suponía un avance cualitativo respecto al modelo anterior manejado por las burocracias corruptas de los grandes partidos e intervenido por cúpulas financieras que nadie elegía, se ha logrado que el empoderamiento —el mantra de moda— trasladara a la mayoría doctrinal la competencia de asediar hasta grados increíbles, en nombre de la responsabilidad, a cuantos difieren de los consensos establecidos. Democráticamente impecable, esta clase de poder diluido en el mito compartido de la soberanía popular no ha hecho sino crecer desde entonces hasta extremos alarmantes. Y sobre las zonas oscuras de este proceso de colonización mental trata mi novela, que no se limita denunciar el caso concreto de mi país y advierte —no es preciso decirlo en voz baja— de la vileza de la democracia llevada a su más completa expresión, que es la de una sociedad donde el número, la cantidad, con su injusta tendencia a nivelar seres y pareceres, ha triunfado sobre el mérito personal y la multiplicidad de criterios. Para Aristóteles, y en esta ocasión estoy con él, «los vicios que presenta la democracia extrema se encuentran también en la tiranía».

Usted ha apuntado, o así lo entiendo, que las redes sociales, en alianza con las instituciones políticas, han facilitado en Sñapa la implantación de un poder omnímodo regido, de facto, por la homogeneidad que satisface a la mayoría. Estamos más acostumbrados a escuchar y dar por válida la opinión según la cual dichas redes suponen un recurso precioso para crear focos de discrepancia y mantener fuentes alternativas de información en las regiones donde no están asentadas las libertades civiles. Háblenos de Grandemos. ¿Cómo es por dentro?

El punto de inflexión que me hizo poner a cero la cronología de Sñapa fue la obligatoriedad de estar inscrito en Grandemos y cubrir un mínimo de horas semanales como requisito de plena ciudadanía, condición que todavía es ignorada por millones de usuarios para quienes el castigo más duro sería reducir su conexión a ese volumen de tiempo. Grandemos es una red análoga a las plataformas que deben su éxito a la sobrealimentación de la identidad, pero al estar reducida al ámbito nacional e implementar otras prestaciones —como el canal de intercambio sexual y el transcriptor onírico— resulta muy seductora a cualquiera que experimente estar por debajo de sus perspectivas sociales; dicho de otra forma, ha ensamblado en único proyecto a casi todos los adultos con ganas de divertirse. Aunque fue concebida para la administración de los asuntos públicos a través de una estructura de foros conocidos como Círculos Cívicos, debido a la plasticidad de su carácter pronto se convirtió en el fenómeno social dominante. Quien no estaba en sus reuniones no existía, y quien no tenía gusto por reunirse acaparaba las sospechas de conspirar contra los progresos de la democracia digital. Cuando Grandemos monopolizó la privacidad y llego a saberlo casi todo de todos durante todo el tiempo, no tardé en ser censurado. Mis cercanos, que me veían como un bicho raro, me instaban con su buena mala fe a comprometerme con las tareas de cooperación que el quórum asambleario me había asignado. Hice caso omiso y sufrí las consecuencias. Para colmo, rehusé involucrarme en los topping people o topis, festivales asertivos de fin de semana en los que la grey de entusiasmados con expandir la interacción converge dentro de lo que ya empezaba a configurarse como un gigantesco clan de abducidos. Es penoso constatar la degeneración de una iniciativa que parte del encanto de la diferencia para alzarse como una fábrica de uniformidad. Cuestionar el Imagina, ¡hazlo! que tenían por arre estas bestias hiperparlantes se tradujo, para mí, en ser marcado con el velo azul.

¿A qué se refiere con esa marca?

A la letra escarlata que el cibermundo de Grandemos emplea para catalogar a los enemigos del orden. No sé si saben por aquí que ese orden reposa en los servicios no remunerados que los ciudadanos aptos deben desempeñar para la comunidad. Tanto es así, que el individuo que descuida o pone en entredicho su colaboración con las empresas públicas es estigmatizado de inmediato con una señal específica visible para los demás en su perfil, pero que él mismo no puede ver ni modificar. Imagine, por ejemplo, que alguien se retrasa, ausenta o muestra displicente durante estas labores: las aplicaciones etiquetan su imagen con una pátina translúcida de color cobalto y su puntuación de créditos éticos disminuye según la gravedad de la negligencia, que puede acarrearle la cancelación del certificado de sociabilidad. Si, en lugar de enmendarse y pedir disculpas a la comunidad, manifiesta reticencia u hostilidad contra «la dignidad de servirnos los unos a los otros», es puesto a disposición de un jurado popular que dictaminará la infracción que le corresponde de acuerdo con la irresponsabilidad cometida. Permítame añadir que el equipo de gobierno que promovió esta «saludable equidad» hace dos legislaturas prometió en su programa electoral creación de empleo y, en efecto, cumplió el objetivo: en Sñapa hay trabajo para todos, más del que sus habitantes pueden atender... prestando servicios gratuitos.

No sé si exagero: su descripción tiene ecos de pesadilla orwelliana. ¿Qué consecuencias puede tener ser declarado culpable?

No exagera. En Sñapa el crimen está medicalizado, de modo que los castigos impuestos a los reos se ajustan a un criterio en el que prima el enfoque sanitario... porque la salud es pública, créame, hasta ser impúdica. Imagínese la situación: si el que comete un delito ordinario contra los bienes o la integridad de las personas es tutelado como un enfermo urgido de rehabilitación, quien es declarado irresponsable atenta, además, contra el bienestar y los derechos sociales emanados de los Acuerdos Constituyentes del Poder Civil, el sanctasanctórum del nuevo Convenio Institucional, esa colección de pamplinas que en los conservadores denominan Constitución. El irresponsable es asimilado a la misma categoría que un hereje en la Europa inquisitorial, con el agravante de que no se persigue su exclusión porque el molde inclusivo de la convivencia apuesta por su integración.

El seguimiento del estado y rehabilitación de los irresponsables se encomienda al resto de los ciudadanos, que pueden elegir entre varias opciones de vigilancia durante el periodo de tratamiento. Cualquiera puede visitar, en cualquier instante, las cámaras y micrófonos que estudian de forma permanente a cada convicto. Destaca por ser una golosina de muchos adeptos la utilidad Talleres, desde la que los ciudadanos son asesorados por expertos antes de someter a votación los progresos terapéuticos del beneficiario de la readaptadación. La explicación oficial de este hecho, ajustada a un importante apartado del Tercer Principio donde se pontifica que «todo daño a la comunidad debe ser enmendado comunalmente», ayuda a entender al lego que esta y no otra es la mejor garantía para que no se malogre la función judicial, asignada al pueblo soberano, delegándola en órganos hurtados a su propiedad.

¿Y cómo justifican la ausencia de separación de poderes que, según la teoría clásica, es uno de los pilares de la democracia?

No necesitan justificarla: a nadie le apetece dudar que no exista porque todos están entretenidos —comprometidos, dirán ellos— con su gerencia. Un circo de conchabanzas colectivas.

Con el caso Micelio que siguió a otros golpes internos menos sonados, se terminó de tumbar desde dentro el último conato del régimen anterior. El tablero global de las logias se calentó durante al menos dos días [ríe] y, de esta bella guisa, adiestrándola en el escándalo, se consiguió generar en la opinión pública la necesidad inaplazable de socializar la justicia aprovechando, con un estilismo lúdico y chic, el potencial de tecnologías con las que todos llevábamos años familiarizados en diversa calidad de afición.

Si mal no recuerdo, los Acuerdos que ha mencionado se alzan sobre cinco Principios Fundamentales: Economía, Libertad, Igualdad, Fraternidad y Soberanía.

Eufemismos a granel para dulcificar el cerco de exigencias que impera sobre las conciencias. ¿Economía? Racionamiento. ¿Libertad? Aquiescencia. ¿Igualdad? Mediocridad. ¿Fraternidad? Transparencia. ¿Soberanía? Coacción. Tenga en cuenta que lo peor de esta línea ideológica no es que sus partidarios callen que el emperador está desnudo, sino que todos acaban creyéndose emperadores para obviar su propia desnudez. En Sñapa la unidad social básica no es el hombre, sino la asamblea, y su órgano supremo el Ágora Permanente, que ha convertido la democracia en un fin para sí misma tan absoluto y absorbente, que algunos viejos descreídos en vías de extinción comenzamos a mirar con nostalgia un pasado no tan lejano donde, a pesar de sus inexcusables barbaridades, conservábamos la inocencia de plantearnos la democracia como un instrumento útil para deliberar y tomar decisiones sin exponer la intimidad al ojo público ni subordinar el ocio a prescripciones absurdas. Si la servidumbre significa dedicar más tiempo a las necesidades ajenas que a las propias, ¿quién no es esclavo hoy en Sñapa? Para un pez gordo del siglo XX llamado Nicholas Murray Butler, «el mundo se divide en tres categorías de personas: un muy pequeño número que produce acontecimientos, un grupo un poco más grande que asegura su ejecución y mira como acontecen, y por fin una amplia mayoría que no sabe nunca lo que ha ocurrido en realidad». Estoy persuadido de que este patrón se repite con escasas variaciones en todas las civilizaciones. ¿Por qué la República de Sñapa habría de ser una excepción?

¿Y qué me dice de la oposición?

Aún existe, pero sin el menor sentido de la clandestinidad. Los disconformes suelen cometer el craso error de organizarse imitando los métodos del régimen, como las redes sociales, que son herramientas trucadas por definición y terminan por minar desde dentro la beligerancia. No hay que olvidar que el ascenso de las mayorías se debe menos a su capacidad que a la incapacidad de las minorías. ¿Qué distingue la justicia del lugar donde reina la mayoría de la injusticia donde gobierna una oligarquía? La retórica, el camuflaje, nada más. Un anarquista a quien seguramente hayan olvidado los de su tribu, Ricardo Mella, argumentó en un ensayo contra los parlamentos una idea que gana vigencia cada vez que el simplismo del sufragio se impone a la complejidad de los hechos: «La ley de las mayorías no es la ley de la razón, no es siquiera la ley de las probabilidades de la razón. El progreso social se verifica precisamente al contrario, por el impulso de las minorías, o, con más propiedad todavía, merced al empuje del individuo en rebelión abierta con la masa. Todos nuestros adelantos se han realizado por virtud de repetidas negaciones individuales frente a frente de las afirmaciones de la humanidad».

La genealogía de las creencias políticas plantea jugosos interrogantes a partir de los cuales iniciar el desmontaje de las supercherías que conceden hegemonía a lo que una cultura asume como norma legítima. El poder político necesita, en todas partes, vestir disfraces aceptables para cubrir las vergüenzas que delatan sus orígenes y propósitos. La legitimidad opera como un mecanismo encargado de normalizar lo que, por voluntad, sería difícilmente admisible. Según quien cuente la película, la valoración que iguala mayoría con soberanía puede ser interpretada como la fórmula que dota a un pueblo de los medios para impedir que nadie esté por encima de la ley o, más allá, como un enquistamiento en un prejuicio que reemplaza a los precedentes cuando carecen o han agotado su popularidad. Todo lo que ha sido pensado por multitudes nos parece válido, y lo válido nos gusta mientras dura la atracción que nos hace valer más en su valor de lo que valemos por nosotros mismos.

El pueblo sñapol ha sufrido los desajustes de la extenuación económica y moral más tiempo del que podía racionalizar, pero se equivoca al creer sin saber descreerlo que ser pobre es lo mismo que pensar miserablemente. Sea lo que fuere, en Sñapa las cabezas se reducen a escala en función de su proximidad numérica.

Ya que está por ilustrarnos sin escatimar citas, traeré a colación su novela, que comienza con un párrafo, cuando menos, inquietante:

«Siempre he tenido una facilidad mal tolerada para vislumbrar el lado adverso de la realidad, pero hasta ese momento mi distancia crítica, observada por los demás como una señal de inofensivo desapego, no constituía un problema legal. Con el cambio de mentalidad hube de transformarme en una singular especie de agente especializado en redactar informes secretos para una organización demasiado peligrosa para cualquiera que deje constancia de ella. Esa organización no es otra que uno mismo».

En el último capítulo, el pesimismo que transmite la obra parece revertirse:

«He optado combatir por las letras, que se empuñan con la inteligencia, antes que por las armas, que no se pueden blandir con escrúpulos. Mi único poder sobre vosotros consiste en moverme disimulando que soy vuestro enemigo; vuestro único poder sobre mí depende de lo que sabéis de mi vecina enemistad, minucias en comparación con todo lo que sabrán de vosotros».

¿Qué podemos aprender de las muchedumbres que han sucumbido a la tentación integrista de la democracia?

Entre algunos sñapistas de antaño, cundió la idea de que mi país, debido a la heterogeneidad de su tejido social y al cainismo de sus gentes, era un territorio ingobernable. No sabría precisar si esto es verdadero, pero hay que preguntarse qué mosca les ha picado a mis compatriotas para hacerlos tan permeables al dogmatismo sin advertirlo si quiera. Me viene a la memoria el chistecillo aquel de un padre y un hijo ineptos para reconocerse:

—Padre, hay un hombre mirándome desde el fondo del pozo.
—¿Tiene boina?
—No.
—Entonces es otro.

Si la evolución de nuestra inteligencia como especie tiene visos de asemejarse a una colonia de insectos programables, prefiero mantenerme al margen en mi arcaica y diminuta estupidez. Acorralada por engañifas, la individualidad se relaja mientras va camino de ser una vulgar excrecencia vestigial del conglomerado, el apéndice cecal del consumo virtual de intensificación social. A ustedes, como a cualquiera que ame su libertad, les diría que contra la contaminación que representa el gregarismo no basta la entereza de desanudar el laberinto que a uno lo envuelve y atraviesa, es imprescindible desconfiar de la tecnología que pretende enriquecer nuestras vidas volviéndolas más accesibles.

¿Cree que el afán de controlar a los demás es producto de la historia o un instinto intrínseco a la naturaleza humana?

Ambas tesis son plausibles y se favorecen entre sí. Podemos entregarnos sin más a esta realidad o entrenarnos en el cultivo de un sereno escepticismo, porque el deseo de controlar a los controladores equivale a incurrir en el mismo mal que se quiere evitar. Ocuparse de ordenar la vida de los demás empieza a parecer una industria ventajosa a medida que se pierde la noción de la propia existencia.  

¿Le gustaría añadir alguna observación?

El autoconclusivo mandamiento del escritor sensible debería ser no suscitar hastío. Como empiezo a estar cansado de todo y de las resonancias de mi novela más que de nada, tras haber transgredido un sinfín de reglamentos insensatos en mi país creo que puedo permitirme el lujo de acatar la prudencia de este precepto en el suyo.

Entrevista de Harold Sánchez para Lemniscata. Revista de pensamiento bubónico que se publicará en noviembre de 2022. El alivio de tu mirada, amable lector, lo pone Caravaggio con La incredulidad de Santo Tomás. Si te place incrementar la sustancia de tu curiosidad, puedes seguir la pista de un dato que hago saber sin intención de mermar la talla intelectual de Máximo Muro, quien al afirmar que «las cabezas se reducen a escala en función de su proximidad numérica», reproduce textualmente algo que viene de aquí. Se ve que este señor y el bandido literario que les habla bebemos de caños parecidos o, es otra posibilidad, su eminencia tiene autorías enmascaradas que se remontan a 2013, antes de que su identidad real estuviera asociara a una obra de renombre.

8.11.14

TODO EL GOBIERNO EN UN DEDO

A los amigos que ahora pastan dentro del círculo

La locura, la verdadera locura, nos está haciendo mucha falta, a ver si nos cura de esta peste del sentido común que nos tiene a cada uno ahogado el propio.
Miguel de UNAMUNO
Vida de don Quijote y Sancho

Con la consigna que abre título a estas suspicacias acerca del próximo estilo del mundo presumible en señales por doquier, me pregunto qué casta cabe esperar como descendencia de los esponsales celebrados entre una madre absorbente y un padre castrador, es decir, entre una sociedad obnubilada por las prestaciones que obtiene dejándose exprimir en tiempo, energía y facultades por las nuevas tecnologías, y un Estado dispuesto a reformularse mediante la interactividad de sus funciones a fin de humanizar el aumento de su presencia allí donde antes se filtraba sin consentimiento o irrumpía groseramente. Gómez Dávila, el pensador que se veía a sí mismo como «un campesino medieval indignado», precisaba que «en la sociedad medieval la sociedad es el estado; en la sociedad burguesa estado y sociedad se enfrentan; en la sociedad comunista el estado es la sociedad». Si atendemos al potencial condicionante de los desafueros más dinámicos que definen nuestra jodienda o coyuntura histórica, podría añadirse otra derivada en la cual la movilización constante de las masas y la popularización estatal se conectarán dando origen a un patrón de sociabilidad que mantendrá intacto en sus fundamentos el régimen de concentración de capitales responsable de encerrar las expectativas individuales en las cárceles, más que bolsas, de una pobreza que urge a sus afectados a reclamar no sólo medidas drásticas de resarcimiento, sino un cambio de guión que estrene mayores instrumentos de consenso. Dicen que el miedo manda más que el hambre, y cuando un modelo se tambalea cada foco de resistencia también le proporciona un punto de apoyo que le ayuda a pasar al siguiente escenario, cual puede ser nuestro caso.

Si abro el campo escurridizo de la conjetura al mínimo verosímil, percibo una Babilonia venidera de invasivas ocupaciones, indiscernibles de servidumbres, atrapadas dentro de la retícula participativa que monopolizará como foro permanente los asuntos públicos y particulares, de los que se perderá paulatinamente la antigua distinción que separaba con nitidez sus respectivos intereses y cometidos. Meta que hermana a todas las ideologías colectivistas en la sangre, llanto y sudor que hacen derramar —entre las que incluyo, por supuesto, la arrolladora fe en el crecimiento del corsariato anónimo global—, la identificación absoluta entre el orden político y el pensamiento social, magnificada por el acoplamiento existencial a ciberfetiches y la cronificación de la miseria a todos los niveles humanos, será la matriz de la que nacerá un denominador cívico común construido sobre la aparente necesidad de someter un conjunto cada vez más amplio de decisiones a la concordancia ética de una supervisión grupal tan opresiva en su traslación a la realidad que, a buen seguro, asustaría a muchos de los que hoy abanderan en las plazas ideas afines si tuvieran más capacidad para la pesadilla que no ven traslucirse en las pantallas, o menos afición a las utopías que creen hacer crecer a fuerza de clics sin haber extraído las consecuencias finales del maléfico Me gusta.

No toda la tecnología es neutral. Al hacer uso de ciertas plataformas, somos usados como el Rubix cube de Grigor Eftimov y aun peor demasiadas veces.

5.11.14

INCIENSO DE BATALLA

Mientras vivas, brilla,
no sufras por nada en absoluto.
La vida dura poco,
y el tiempo exige su tributo.

No temas ser radical por mala prensa que te hagan; quien no está concentrado en la raíz que lleva dentro pende al viento de las ramas quebradizas.

*

Cuando las propias ideas tienen éxito, el primero en alzarse contra ellas debe ser uno mismo.

*

Tolero que todos los pensamientos me resbalen bombardeándolos con las palabras exactas que los destrozan.

*

Doble error hay en quemarse por la visión que nos quema por escapar. Y, con todo, de error en error resurgimos imponentes de las cenizas.

*

Hacia la fabulosa madre de la materia. La pretensión materialista de explicar la complejidad de los fenómenos psíquicos por medio de flujos y trabazones neuroquímicas responde a una concepción tan reductora como la que podría haber en asignar el valor artístico de una obra de Bach a las propiedades físicas de la atmósfera a través de la cual se propagan las ondas. ¿Qué podemos enseñarles nosotros, los divergentes, a quienes frente a un cuerpo desnudo sólo ven la chicha tupida de los tejidos orgánicos? Su ceguera, peor que la patológica, deviene metodológica y, no obstante la objeción, siquiera a consecuencia de una etiología sumergida en las tinieblas naturales del más acá, aceptamos que la dinámica de los transmisores cerebrales es no menos importante para el comportamiento animal que la presencia de un medio adecuado para hacernos audible la música del genio barroco.

*

No me convence el placer de los placeres simples que desatienden el simple placer de recrearse en lo intrincado.

*

Y si más vale no ser que ser en contra de sí mismo, ¿a quién que no sea vale ese no ser?

*

Hacerse valer por el nivel de compromiso social no sólo constituye un método eficaz para sacrificar el talento individual en beneficio de un idealizado bien común, es también un recurso habitual para que el creador inepto obtenga, gracias al prestigio de una causa ética, la recompensa que jamás hubiera logrado con sus méritos.

*

Reputar intelectualmente a alguien en función de su moralidad es impropio de un juicio honesto y lo propio cuando se ostenta minúsculo entendimiento.

*

Cree el mediocre que por transgredir las reglas se asemeja a los altos ingenios que bailan sobre ellas o saben inventar un canon para explotar a fondo su inspiración. Los mejores hacen siempre lo que quieren; los demás, ni aun queriendo, dejan de deber lo que hacen.

*

Las culturas pobres en pensadores suelen ser fructíferas en amoladores de hombres. Nada extraño, puesto que uno de los mejores modos descubiertos para compensar carencias espirituales consiste en desarrollar el celoso cumplimiento de las doctrinas aceptadas por una época. Allí donde la potencia mental decrece, la moraleja florece.

*

Todos los maestros que admiré murieron antes de que naciera, aunque persisten en mí de formas que difícilmente hubieran aprobado: esta ha sido, sin duda, la más dura lección para ellos.

*

Las manos higienizadas, la sonrisa deslumbrante y el estómago de mierda a rebosar: antojos tiene el Zeitgeist. 

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Cada edad de la vida despliega su argumento de virtud y su vicio de autoengaño; diferenciar uno de otro nos ocupa no menos tiempo que confundirlos hasta el último aliento.

*

A mis semejantes. Sobradamente subyugados por la pugna establecida entre la iluminación coalescente y la disolución nocturna en el vacío, el abrazo del escepticismo —por desgarrador que pueda sentirse— nos libera como la cima de un término medio que se alza en equilibrio sobre imponderables abismos.

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Confirmar la certeza de haber llegado tan alto que a partir de ese momento sólo cabe la fascinación de rodar montaña abajo con lo puesto sin obstáculos que impidan alcanzar la cuenca más sombría.

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Acero o colchón: he ahí dos actitudes extremas para encarar la vida, aunque ninguna tan resolutiva como tumbar el antagonismo sobre un lecho reparador con el calor de un arma al lado que mantenga a raya las pesadillas... o las consume.

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Frente a los desafíos de los que no puedes zafarte, la cobardía te increpa ¡lejos!, la petulancia que sueles tomar por coraje prorrumpe con un ¡más para más! y la templanza, cuando está presente, te serena con el vale al que debes las cicatrices donde late con nobleza la heráldica de tu espíritu.

*

Aceptar lo inevitable, evitar lo inaceptable y, cuando ambos polos converjan en uno, revelarse inconcebible.

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De haber desdeñado el matojo en mitad de la calzada que me hizo reducir la velocidad del vímana, el gatito que vino después habría reventado bajo las ruedas. A este lance de buena fortuna unos lo consideran fruto del azar y otros coincidencia providencial, pero la lectura que se haga del hecho no modifica que el minino y hasta el mortecino rodamundos salieron indemnes debido a que mi reacción ante el imprevisto fue la apropiada, esto es, la menos realista entre las opciones disponibles: si ateniéndome a los datos inmediatos de los sentidos mi imaginación no hubiera anticipado en fracciones de segundo toda una serie de peligros supuestos, ahora, además de glosador, tendría un asesinato incrustado en el volante de mi conciencia.

*

El mundo, con su morbosa tendencia a la homogeneidad, me obliga a orientarlo en diversos bloques y subgrupos, siendo el mayor de ellos el que separa a quienes han de cruzarse las caras en las curvas descritas por el madrugar y el trasnochar. Ambos pobladores del absurdo exhiben calamidades y ventajas específicas, pero es entre los que amanecen tarde a sí mismos donde uno puede dedicarse a menesteres imposibles de componer entre los diurnos, que siempre van sobrados de productividades y bullicios, pues su orden se basa en hincharse hacia fuera, al contrario que los otros, que viven más entre los pliegues de sus soledades, donde a menudo me sitúo como un frente que regresa de su templo con el chillido del alba al desangelado despertar de la mayoría.

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La algarabía producida por el hacinamiento de la información sobre cualquier minucia contamina a tales niveles el debate interior que no puede haber indicios de reflexión si no se duda gravemente de haber pensado alguna vez. Conminándose, Marco Aurelio nos conmina a echar fuera la opinión no invitada a transitar con nosotros, «porque ¿quién te impide echarla fuera?»

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Quizá no haya otra prueba de buen gusto que la de haber perdido el gusto por las cosas que hoy más gustan.

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A quien obsequia perlas a los puercos le crecen pocilgas por laureles.

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Sólo es respetable la certeza que tras haber yacido con el argumento que pretende refutarla se levanta preñada de evidencias virginales.

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Nadie está libre de la necedad de tener opiniones, y nadie que las tenga se sustrae a la negligencia de prestarles la máscara de su identidad.

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Entre maldades, mejor se padece el vicio de la fauna política revolcándose en sus codicias que la dadivosa costumbre de la policía repartiendo virtudes a golpes.

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Tened la seguridad de que si vuestras súplicas no son escuchadas por el Ser Eterno, algún Estado deseoso de ser omnisciente se encargará de registrarlas contra vosotros.

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Explorar las múltiples capas de la realidad es un arte y, en congruencia, los límites legítimos del conocimiento son los que el propio conocimiento descubre, no los que le cuadran a una sociedad construida sobre estados fiscalizados de conciencia.

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La iglesia, por no perder, va a la sombra del que gana; el que gana, para ganar, se deja prender por la banca; y es así, con tanto trato, que no hay truco para la banca, pues la banca siempre gana.

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El poderoso que quiere que lo amen propende a la tiranía más que aquel que simplemente cosecha odios; ansía una clase de adhesión que ni le pertenece ni puede corresponder, y cuando la consigue resulta tan adversa para el funcionamiento cabal de los ánimos involucrados como opuesta a la naturaleza desapasionada que debe tener un gobierno ajustado a lo que es justo.

*

Si se desea que todo el poder resida en el pueblo, todo el pueblo estará absorbido en el poder y nadie disentirá del poder sin que el pueblo le declare la guerra. El perfeccionamiento de la democracia conduce al más asfixiante colectivismo, que es el modelo donde todos se consideran iguales porque sólo vigilándose por igual se soportan.

*

Permanente fábrica de trastornos, secta omnipresente y atolladero para el que piensa más y más allá de lo que a otros conviene, la sociedad no se confía a quien no confía en ella por encima de sí mismo.

*

Que cada cual reavive en brazos de la belleza las llamas que comparte con quien juega en la penumbra a alumbrarse de verdad. La magia de los amantes resplandece cuando se toman derramando lo que contienen y se extingue cuando se contienen acaparando lo que dan.

*

Pondero el valor del esperma que día sí, día también, dedico al yermo, y me halaga que se considere apropiado para embellecer a las damas: dando realce a la tez lejos de las entrañas multiplicadoras, mis diminutos suicidas alcanzan una muerte luminosa.

*

Lo mucho de lo poco que he vivido me demuestra que nunca pierdo nada, que todo lo que pierdo se aleja sólo de mí para dejarse hallar a su debido tiempo.

*

Si me asegurasen que voy a morir en el menguado lapso de pocas noches o quizá en sólo unas horas, no incrementaría el pulso con la vida dándome a la voracidad de lo que no pude experimentar, ni me ocuparía de obtener viático de consolación por mis errores pasados: exiguas empresas son para la inmensa misión de acabarse sin estar acabado. Los recorridos más largos se hacen con pasos pequeños, y ningún asunto es tan importante que impida al espíritu seguro de sí abandonarse por no encontrarse donde se encuentra. De saber a la guadaña en la inmediata proximidad, creo que seguiría creando este párrafo hasta llegar al punto de mi final si así me lo pone el sentido de no sentirlo sino querido, que finalmente es hacer lo que se hace querer.


La Mort sur un cheval pâle de Édouard Ravel de Malval también me sirve de colofón para el recorrido imaginario de las dos vidas de Gonzalo Guerrero, el soldado español que se transmutó en Nacom o caudillo militar maya tras una serie de peripecias resueltas contra lo esperado. De él existen unas sugestivas memorias (con toda seguridad fraudulentas según mis fuentes) que, según parece, fueron rescatadas por el franciscano Joseph de Buenaventura, cuya existencia es asimismo discutible, e incluidas en el volumen Historias de la conquista del Mayab. 

3.11.14

EL JARDÍN DE LOS FOSFENOS QUE SE JUNTAN

La mejor mina de oro tiene en las venas terrones que en lugar de aprovechar estorban.
Juan de ZABALETA
Errores celebrados

Puesto que está escrita en la estirpe de las cosas su tendencia a petrificarse alrededor de un núcleo enjaulado a fuerza de costras y caretas, del hueso de mi hueso desenfundé el espíritu santo que me descortezó al concurso de analogías. Fue donde las rodadas del hombre se frustraban dando vuelo de mosaico a los senderos invisibles; allí donde las piedras que brotaban de las profundidades me seguían con siluetas que ora me remedaban, cual espejos anacrónicos que devolvían a mi rostro muecas pasadas y futuras, ora dibujaban mediante líquenes episodios aleatorios de la historia universal: la inequívoca señal de haber entrado en los feudos de Víboro Fulastre, violador de dípteros, tañedor de puentes romanos y patrón agreste de la Hermandad de los Ramificados, una cofradía de renegados de la sociedad que toma su modelo de los Impalpables, anacoretas entregados al cultivo de las antenas que cubren por entero sus cuerpos deformados a causa del crecimiento constante de estas y otras protuberancias sensitivas.

Antes de que pudiera concebir la menor reacción, el Vigilante del Umbral saltó de los bronquios venerables de la encina a la que acababa de ofrecerle el musgo de mis espaldas. «¿Lomo o filo?», atajó. Con independencia del origen y condición del interpelado, la contraseña que me solicitaba es necesaria para adentrarse en el Jardín de los Fosfenos que atesora fuentes milenarias de realidades emergentes, además de una especie endémica de polilla cuyos huevos, depositados sobre las secreciones de cierta medusa de aguas dulces, son buscados con ahínco por los exploradores para hacer inteligible la jerga de los Desorejados, enanos arborícolas de larga memoria y longevidad andrógina que acostumbran a encapsular sus profecías dentro de un sonido que imita el ulular de diversas rapaces nocturnas. Sin atreverme a dispersar la inmovilidad en que contuve la sorpresa, ni querer desafiar al indagador con la dedicatoria de una mirada directa, hice acopio de docta ignorancia y dupliqué, palabra por palabra, el rugido de la pregunta. Escuchar «sigue tu destino hasta donde el frío te caliente» y sustraer la amenaza de la nitidez tolerada por el remolino centrado de mis sentidos me compactó para el deambular mirífico que estaba por venir. De haber errado la respuesta, el Vigilante me habría condenado al castigo megamoderno de engullir una pizza kilométrica aderezada con pus y pestañas, aunque lo habitual si está de buenas es que según las reglas del combate florido el visitante sea retado a un duelo de sacacorchos, especialidad de esgrima pendenciera en la que era legendaria su destreza.

Al contemplar en el paraje donde lloran los cardos una roca que el capricho de las edades había tallado solemnemente con la fisonomía de un féretro invertido, remoré y rememoré que la única religión posible para mí consiste en rasgar el velo de la ilusión. A instantes quebrados sentí cómo mi sombra se desguazaba en una danza chinesca que celebraba bajo la luz estroboscópica de un helicóptero fantasma el renacimiento de la Deidad Desconocida en cada una de las escenas concebibles; sombra, también, de pudrición en la penumbra que deslumbra a medida que la Presencia Escondida se arrima a los túneles de la anatomía, que entonces ya me pesaba con gravedad jupiterina del diafragma a los talones. Por alivio más que por súplica, subí la vista a la telaraña estelar en busca de la órbita ínclita que recibe a los bienaventurados cuando pierden el embalaje del ser. En la pantalla del empíreo, una serie de estelas impartían susurros de estructuras sedosas a través de las cuales titilaban las risitas de los mundos paralelos que se expandían a pie de aire sobre la piel metafísica del suelo descorrido. «Por temor y sortilegio de Dios —llegué a precisarme—, ¿hay algo más gélido que el arácnido insondable del firmamento, capaz de trasvasar torrentes de bilis negra a nuestros corazones y dispuesto a succionarlos diluidos con las trompas del alma nodriza?» En momentos de este calibre, la experiencia anterior nos sobrevive como una prenda demasiado estrecha y lo mejor se anticipa en el rapto que al fin nos desestima por insistir en retener las prótesis descompuestas a imagen y semejanza del ego. Así pues, la lucidez no es ver con claridad, sino aquello que se hace con desenvoltura mientras se percibe claramente. No hay fulgor que no vaya precedido por la conmoción de todo lo que uno arroja de sí desde que recupera el extravío. No se va a más sin ir a menos, ni se va a menos sin cruzar la nulidad con la plenitud. En efecto, uno en todo y todo en uno respiramos idéntico vendaval, mas el soplo laberíntico no propició bacanales de polisemia a lo largo de este viaje; en su lugar, promovió el pálpito de un sacrificio que reunía lo inconfesable de ambos frentes: el de los muertos que se sueñan vivos y el de los redivivos sujetos a estados larvarios de existencia. No en vano, el Tao denunció en su quinto peldaño que «Cielo y Tierra no son clementes, tratan a los seres como perros de paja».

Si la obra natural es un ingenio tan antiguo y tan complejo que pone veto al empeño humano por descifrarla; si nadie está en la gracia de recordar a los primeros artífices, la hecatombe se trasluce convertida en un motor que ocupará la superficie planetaria y someterá a un rendimiento feroz los horizontes energéticos de cuanto alberga sin otro objeto que perpetuar un automatismo demencial. Junto a las apariencias cuya belleza admiraba, me presagié triturado por esta ensordecedora maquinaria hasta que la lluvia de imágenes de unos címbalos enardecidos desataron en mi cráneo, confundido a la sazón con la basílica celeste, el pavor de habérmelas frente a un animal mitológico provisto de intenciones inabarcables. Colina abajo, cuatro ménades que irradiaban eclipse desde el aliento de sus coños galoparon hacia mí. Ceder a su furor uterino significaba acoplarse al Eterno Repolvo, una versión ninfomaníaca del continuo retorno. Para lograrlo, se valdrían del tóxico segregado por las púas opacas de sus dedos; una vez inoculado en el pliegue perineal, sería víctima de una erección infinita dolorosamente afilada a turnos en sus vaginas. Y no contentas con el insaciable martilleo del martirio carnal, esbocé con paranoia o intuición que al espejismo de voluptuosidad obtenido de la coyunda recurrente añadirían el gozo de torturarme con las facciones de mis progenitores, que de muy diabólico grado adoptarían como suyas entre los espasmos arrancados a la lujuria...

A salvo, he recortado mis barbas: hedían en propiedad a cadáver ajeno. Echo en falta el cuaderno de sinestesias en que tuvo, a la fuga, su naufragio la caligrafía tectónica de mis anotaciones.


Reconociéndome insatisfecho en la transcripción del devaneo tragicósmico, a bien de no cansar divido por igual mi despedida entre los estrambóticos personajes de Arrigo peloso, Pietro matto e Amon nano, óleo de Agostino Carracci, y el regocijo de Idyll, firmado por Frederic Leighton.
 
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