Un hombre con más razón que sus conciudadanos ya constituye una mayoría de uno.
Henry David THOREAU
Desobediencia civil
En su mirada penetrante y remota, como clonada de un Kafka que regresa de mil batallas sin derrota ni victoria, se revelan las secuelas de un espíritu que ha llevado a hombros la blasfemia de una verdad incómoda más años de los que se computan en su documento de identidad, expedido en la República Autonómica de Sñapa. Hoy acompañamos a Máximo Muro, autor de la novela Y seremos felices, cuya reciente publicación ha levantado tales ampollas en su tierra natal que lo menos inconveniente para él, por explicarlo suave, ha sido buscar asilo fuera de sus fronteras, pues de lo que ocurre dentro de ellas ha libado la inspiración para desarrollar, en clave distópica, ácidas diatribas contra la progresiva colectivización de los ánimos en una sociedad enganchada a una red social que tiene por centro neurálgico un Estado benefactor.
Pregunta: ¿Ha recibido amenazas?
Respuesta: Evidentemente. Sin embargo, no temo las intimidaciones. No es que sea valiente, es que tengo muy arraigado el hábito, a menudo temerario, de la incredulidad. Tanto la excelencia como la perversión son resultados del hábito, y no siempre logro distinguir en mí una de otra.
¿Se encuentra mejor en el exilio?
Mi decisión de exiliarme obedece al empuje —curiosa contradicción— de la apatía. ¿Qué interés puede haber en permanecer donde se es odiado por ejercitar la elocuencia a contracorriente? La calma me la produce saber que quienes festejan el empobrecimiento general de las actitudes no me lo perdonarán jamás; es la calma de quien ha hilado bien la puntada. Le confieso que soy un estupendo fajador [vela sus párpados y sonríe] y no está bien para mis asaduras que lo proclame.
¿En qué actitudes está pensando?
En aquellas que ningún individuo puede adoptar sin negarse como individuo, por más que de encarnarlas dependa su buena reputación entre aquellos que las circunstancias le han puesto alrededor. Y aludo también a la pérdida del sentido del humor, que en Sñapa es sacrificada diariamente en los altares de la ultracorrección en pro de la demagogia.
No crea que salir de mi país, el país de los arremangados, ha sido como darse un paseo sobre una alfombra de pétalos. Las autoridades filtraron la añagaza de que era portador de un virus terrible. Piense en el calvario de la reacción en cadena que provocó. En honor a la verdad, no podría estar charlando con usted de no ser por el apoyo inesperado de personas muy influyentes que simpatizaron conmigo.
De un antiguo periodista con arrestos, Javier Ortiz, leí lo siguiente: «¿Qué quiere decir que haya una mayoría conformista? Pues está muy claro: que una minoría no lo es».
¿Así que estoy junto a alguien que puede infectarme?
No lo dude. Llevo en mí el contagioso virus del disentimiento.
Si nos fiamos de los datos oficiales, su país no sólo ha firmado y ratificado todas las convenciones que protegen los derechos humanos, sino que gracias a las reformas introducidas durante los últimos años está considerado por muchos observadores y analistas internacionales como un paradigma de democracia directa. En la práctica, no obstante, nos sorprende que cada vez sean más las voces discrepantes que buscan difusión en publicaciones extranjeras para contarnos una versión menos depurada del panorama real. ¿Podría ayudarnos a entender esta aparente paradoja desde su propia experiencia?
Trataré de sintetizar cuanto me sea posible mi visión de los acontecimientos, que a mi juicio se caracterizan por haber desbordado las expectativas de los ciudadanos que contribuyeron con sus votos y esperanzas a instaurar un régimen que, sin duda, invita a ser elogiado cuando no se está familiarizado con los engranajes que lo mueven. No es de extrañar: un sistema político donde cada uno es conminado a ser el opresor de sí mismo tiene a su favor la probabilidad de parecer justo lo contrario.
El verbo, primera víctima de las tiranías, se ramifica en callejones donde es fácil extraviar el discurso, pero no seré yo quien vacile por miedo a hablar claro. En esencia, lo que tenemos en Sñapa es un totalitarismo perfectamente solapado y entretejido con la sociedad; un tipo de dominio basado en la idolatría de un código ético, custodiado por ciudadanos ejemplares, que impregna hasta el tuétano las relaciones humanas; un yugo forrado de terciopelo que utiliza las poderosas herramientas de participación para ejercer un control minucioso sobre los más ínfimos aspectos de la vida individual. Mediante la trampa tecnológica de fusionar el prestigio de las redes sociales con la gestión política, algo que en teoría suponía un avance cualitativo respecto al modelo anterior manejado por las burocracias corruptas de los grandes partidos e intervenido por cúpulas financieras que nadie elegía, se ha logrado que el empoderamiento —el mantra de moda— trasladara a la mayoría doctrinal la competencia de asediar hasta grados increíbles, en nombre de la responsabilidad, a cuantos difieren de los consensos establecidos. Democráticamente impecable, esta clase de poder diluido en el mito compartido de la soberanía popular no ha hecho sino crecer desde entonces hasta extremos alarmantes. Y sobre las zonas oscuras de este proceso de colonización mental trata mi novela, que no se limita denunciar el caso concreto de mi país y advierte —no es preciso decirlo en voz baja— de la vileza de la democracia llevada a su más completa expresión, que es la de una sociedad donde el número, la cantidad, con su injusta tendencia a nivelar seres y pareceres, ha triunfado sobre el mérito personal y la multiplicidad de criterios. Para Aristóteles, y en esta ocasión estoy con él, «los vicios que presenta la democracia extrema se encuentran también en la tiranía».
Usted ha apuntado, o así lo entiendo, que las redes sociales, en alianza con las instituciones políticas, han facilitado en Sñapa la implantación de un poder omnímodo regido, de facto, por la homogeneidad que satisface a la mayoría. Estamos más acostumbrados a escuchar y dar por válida la opinión según la cual dichas redes suponen un recurso precioso para crear focos de discrepancia y mantener fuentes alternativas de información en las regiones donde no están asentadas las libertades civiles. Háblenos de Grandemos. ¿Cómo es por dentro?
El punto de inflexión que me hizo poner a cero la cronología de Sñapa fue la obligatoriedad de estar inscrito en Grandemos y cubrir un mínimo de horas semanales como requisito de plena ciudadanía, condición que todavía es ignorada por millones de usuarios para quienes el castigo más duro sería reducir su conexión a ese volumen de tiempo. Grandemos es una red análoga a las plataformas que deben su éxito a la sobrealimentación de la identidad, pero al estar reducida al ámbito nacional e implementar otras prestaciones —como el canal de intercambio sexual y el transcriptor onírico— resulta muy seductora a cualquiera que experimente estar por debajo de sus perspectivas sociales; dicho de otra forma, ha ensamblado en único proyecto a casi todos los adultos con ganas de divertirse. Aunque fue concebida para la administración de los asuntos públicos a través de una estructura de foros conocidos como Círculos Cívicos, debido a la plasticidad de su carácter pronto se convirtió en el fenómeno social dominante. Quien no estaba en sus reuniones no existía, y quien no tenía gusto por reunirse acaparaba las sospechas de conspirar contra los progresos de la democracia digital. Cuando Grandemos monopolizó la privacidad y llego a saberlo casi todo de todos durante todo el tiempo, no tardé en ser censurado. Mis cercanos, que me veían como un bicho raro, me instaban con su buena mala fe a comprometerme con las tareas de cooperación que el quórum asambleario me había asignado. Hice caso omiso y sufrí las consecuencias. Para colmo, rehusé involucrarme en los topping people o topis, festivales asertivos de fin de semana en los que la grey de entusiasmados con expandir la interacción converge dentro de lo que ya empezaba a configurarse como un gigantesco clan de abducidos. Es penoso constatar la degeneración de una iniciativa que parte del encanto de la diferencia para alzarse como una fábrica de uniformidad. Cuestionar el Imagina, ¡hazlo! que tenían por arre estas bestias hiperparlantes se tradujo, para mí, en ser marcado con el velo azul.
¿A qué se refiere con esa marca?
A la letra escarlata que el cibermundo de Grandemos emplea para catalogar a los enemigos del orden. No sé si saben por aquí que ese orden reposa en los servicios no remunerados que los ciudadanos aptos deben desempeñar para la comunidad. Tanto es así, que el individuo que descuida o pone en entredicho su colaboración con las empresas públicas es estigmatizado de inmediato con una señal específica visible para los demás en su perfil, pero que él mismo no puede ver ni modificar. Imagine, por ejemplo, que alguien se retrasa, ausenta o muestra displicente durante estas labores: las aplicaciones etiquetan su imagen con una pátina translúcida de color cobalto y su puntuación de créditos éticos disminuye según la gravedad de la negligencia, que puede acarrearle la cancelación del certificado de sociabilidad. Si, en lugar de enmendarse y pedir disculpas a la comunidad, manifiesta reticencia u hostilidad contra «la dignidad de servirnos los unos a los otros», es puesto a disposición de un jurado popular que dictaminará la infracción que le corresponde de acuerdo con la irresponsabilidad cometida. Permítame añadir que el equipo de gobierno que promovió esta «saludable equidad» hace dos legislaturas prometió en su programa electoral creación de empleo y, en efecto, cumplió el objetivo: en Sñapa hay trabajo para todos, más del que sus habitantes pueden atender... prestando servicios gratuitos.
No sé si exagero: su descripción tiene ecos de pesadilla orwelliana. ¿Qué consecuencias puede tener ser declarado culpable?
No exagera. En Sñapa el crimen está medicalizado, de modo que los castigos impuestos a los reos se ajustan a un criterio en el que prima el enfoque sanitario... porque la salud es pública, créame, hasta ser impúdica. Imagínese la situación: si el que comete un delito ordinario contra los bienes o la integridad de las personas es tutelado como un enfermo urgido de rehabilitación, quien es declarado irresponsable atenta, además, contra el bienestar y los derechos sociales emanados de los Acuerdos Constituyentes del Poder Civil, el sanctasanctórum del nuevo Convenio Institucional, esa colección de pamplinas que en los conservadores denominan Constitución. El irresponsable es asimilado a la misma categoría que un hereje en la Europa inquisitorial, con el agravante de que no se persigue su exclusión porque el molde inclusivo de la convivencia apuesta por su integración.
El seguimiento del estado y rehabilitación de los irresponsables se encomienda al resto de los ciudadanos, que pueden elegir entre varias opciones de vigilancia durante el periodo de tratamiento. Cualquiera puede visitar, en cualquier instante, las cámaras y micrófonos que estudian de forma permanente a cada convicto. Destaca por ser una golosina de muchos adeptos la utilidad Talleres, desde la que los ciudadanos son asesorados por expertos antes de someter a votación los progresos terapéuticos del beneficiario de la readaptadación. La explicación oficial de este hecho, ajustada a un importante apartado del Tercer Principio donde se pontifica que «todo daño a la comunidad debe ser enmendado comunalmente», ayuda a entender al lego que esta y no otra es la mejor garantía para que no se malogre la función judicial, asignada al pueblo soberano, delegándola en órganos hurtados a su propiedad.
¿Y cómo justifican la ausencia de separación de poderes que, según la teoría clásica, es uno de los pilares de la democracia?
No necesitan justificarla: a nadie le apetece dudar que no exista porque todos están entretenidos —comprometidos, dirán ellos— con su gerencia. Un circo de conchabanzas colectivas.
Con el caso Micelio que siguió a otros golpes internos menos sonados, se terminó de tumbar desde dentro el último conato del régimen anterior. El tablero global de las logias se calentó durante al menos dos días [ríe] y, de esta bella guisa, adiestrándola en el escándalo, se consiguió generar en la opinión pública la necesidad inaplazable de socializar la justicia aprovechando, con un estilismo lúdico y chic, el potencial de tecnologías con las que todos llevábamos años familiarizados en diversa calidad de afición.
Si mal no recuerdo, los Acuerdos que ha mencionado se alzan sobre cinco Principios Fundamentales: Economía, Libertad, Igualdad, Fraternidad y Soberanía.
Eufemismos a granel para dulcificar el cerco de exigencias que impera sobre las conciencias. ¿Economía? Racionamiento. ¿Libertad? Aquiescencia. ¿Igualdad? Mediocridad. ¿Fraternidad? Transparencia. ¿Soberanía? Coacción. Tenga en cuenta que lo peor de esta línea ideológica no es que sus partidarios callen que el emperador está desnudo, sino que todos acaban creyéndose emperadores para obviar su propia desnudez. En Sñapa la unidad social básica no es el hombre, sino la asamblea, y su órgano supremo el Ágora Permanente, que ha convertido la democracia en un fin para sí misma tan absoluto y absorbente, que algunos viejos descreídos en vías de extinción comenzamos a mirar con nostalgia un pasado no tan lejano donde, a pesar de sus inexcusables barbaridades, conservábamos la inocencia de plantearnos la democracia como un instrumento útil para deliberar y tomar decisiones sin exponer la intimidad al ojo público ni subordinar el ocio a prescripciones absurdas. Si la servidumbre significa dedicar más tiempo a las necesidades ajenas que a las propias, ¿quién no es esclavo hoy en Sñapa? Para un pez gordo del siglo XX llamado Nicholas Murray Butler, «el mundo se divide en tres categorías de personas: un muy pequeño número que produce acontecimientos, un grupo un poco más grande que asegura su ejecución y mira como acontecen, y por fin una amplia mayoría que no sabe nunca lo que ha ocurrido en realidad». Estoy persuadido de que este patrón se repite con escasas variaciones en todas las civilizaciones. ¿Por qué la República de Sñapa habría de ser una excepción?
¿Y qué me dice de la oposición?
Aún existe, pero sin el menor sentido de la clandestinidad. Los disconformes suelen cometer el craso error de organizarse imitando los métodos del régimen, como las redes sociales, que son herramientas trucadas por definición y terminan por minar desde dentro la beligerancia. No hay que olvidar que el ascenso de las mayorías se debe menos a su capacidad que a la incapacidad de las minorías. ¿Qué distingue la justicia del lugar donde reina la mayoría de la injusticia donde gobierna una oligarquía? La retórica, el camuflaje, nada más. Un anarquista a quien seguramente hayan olvidado los de su tribu, Ricardo Mella, argumentó en un ensayo contra los parlamentos una idea que gana vigencia cada vez que el simplismo del sufragio se impone a la complejidad de los hechos: «La ley de las mayorías no es la ley de la razón, no es siquiera la ley de las probabilidades de la razón. El progreso social se verifica precisamente al contrario, por el impulso de las minorías, o, con más propiedad todavía, merced al empuje del individuo en rebelión abierta con la masa. Todos nuestros adelantos se han realizado por virtud de repetidas negaciones individuales frente a frente de las afirmaciones de la humanidad».
La genealogía de las creencias políticas plantea jugosos interrogantes a partir de los cuales iniciar el desmontaje de las supercherías que conceden hegemonía a lo que una cultura asume como norma legítima. El poder político necesita, en todas partes, vestir disfraces aceptables para cubrir las vergüenzas que delatan sus orígenes y propósitos. La legitimidad opera como un mecanismo encargado de normalizar lo que, por voluntad, sería difícilmente admisible. Según quien cuente la película, la valoración que iguala mayoría con soberanía puede ser interpretada como la fórmula que dota a un pueblo de los medios para impedir que nadie esté por encima de la ley o, más allá, como un enquistamiento en un prejuicio que reemplaza a los precedentes cuando carecen o han agotado su popularidad. Todo lo que ha sido pensado por multitudes nos parece válido, y lo válido nos gusta mientras dura la atracción que nos hace valer más en su valor de lo que valemos por nosotros mismos.
El pueblo sñapol ha sufrido los desajustes de la extenuación económica y moral más tiempo del que podía racionalizar, pero se equivoca al creer sin saber descreerlo que ser pobre es lo mismo que pensar miserablemente. Sea lo que fuere, en Sñapa las cabezas se reducen a escala en función de su proximidad numérica.
Ya que está por ilustrarnos sin escatimar citas, traeré a colación su novela, que comienza con un párrafo, cuando menos, inquietante:
«Siempre he tenido una facilidad mal tolerada para vislumbrar el lado adverso de la realidad, pero hasta ese momento mi distancia crítica, observada por los demás como una señal de inofensivo desapego, no constituía un problema legal. Con el cambio de mentalidad hube de transformarme en una singular especie de agente especializado en redactar informes secretos para una organización demasiado peligrosa para cualquiera que deje constancia de ella. Esa organización no es otra que uno mismo».
En el último capítulo, el pesimismo que transmite la obra parece revertirse:
«He optado combatir por las letras, que se empuñan con la inteligencia, antes que por las armas, que no se pueden blandir con escrúpulos. Mi único poder sobre vosotros consiste en moverme disimulando que soy vuestro enemigo; vuestro único poder sobre mí depende de lo que sabéis de mi vecina enemistad, minucias en comparación con todo lo que sabrán de vosotros».
¿Qué podemos aprender de las muchedumbres que han sucumbido a la tentación integrista de la democracia?
Entre algunos sñapistas de antaño, cundió la idea de que mi país, debido a la heterogeneidad de su tejido social y al cainismo de sus gentes, era un territorio ingobernable. No sabría precisar si esto es verdadero, pero hay que preguntarse qué mosca les ha picado a mis compatriotas para hacerlos tan permeables al dogmatismo sin advertirlo si quiera. Me viene a la memoria el chistecillo aquel de un padre y un hijo ineptos para reconocerse:
—Padre, hay un hombre mirándome desde el fondo del pozo.
—¿Tiene boina?
—No.
—Entonces es otro.
Si la evolución de nuestra inteligencia como especie tiene visos de asemejarse a una colonia de insectos programables, prefiero mantenerme al margen en mi arcaica y diminuta estupidez. Acorralada por engañifas, la individualidad se relaja mientras va camino de ser una vulgar excrecencia vestigial del conglomerado, el apéndice cecal del consumo virtual de intensificación social. A ustedes, como a cualquiera que ame su libertad, les diría que contra la contaminación que representa el gregarismo no basta la entereza de desanudar el laberinto que a uno lo envuelve y atraviesa, es imprescindible desconfiar de la tecnología que pretende enriquecer nuestras vidas volviéndolas más accesibles.
¿Cree que el afán de controlar a los demás es producto de la historia o un instinto intrínseco a la naturaleza humana?
Ambas tesis son plausibles y se favorecen entre sí. Podemos entregarnos sin más a esta realidad o entrenarnos en el cultivo de un sereno escepticismo, porque el deseo de controlar a los controladores equivale a incurrir en el mismo mal que se quiere evitar. Ocuparse de ordenar la vida de los demás empieza a parecer una industria ventajosa a medida que se pierde la noción de la propia existencia.
¿Le gustaría añadir alguna observación?
El autoconclusivo mandamiento del escritor sensible debería ser no suscitar hastío. Como empiezo a estar cansado de todo y de las resonancias de mi novela más que de nada, tras haber transgredido un sinfín de reglamentos insensatos en mi país creo que puedo permitirme el lujo de acatar la prudencia de este precepto en el suyo.
Entrevista de Harold Sánchez para Lemniscata. Revista de pensamiento bubónico que se publicará en noviembre de 2022. El alivio de tu mirada, amable lector, lo pone Caravaggio con La incredulidad de Santo Tomás. Si te place incrementar la sustancia de tu curiosidad, puedes seguir la pista de un dato que hago saber sin intención de mermar la talla intelectual de Máximo Muro, quien al afirmar que «las cabezas se reducen a escala en función de su proximidad numérica», reproduce textualmente algo que viene de aquí. Se ve que este señor y el bandido literario que les habla bebemos de caños parecidos o, es otra posibilidad, su eminencia tiene autorías enmascaradas que se remontan a 2013, antes de que su identidad real estuviera asociara a una obra de renombre.