5.11.14

INCIENSO DE BATALLA

Mientras vivas, brilla,
no sufras por nada en absoluto.
La vida dura poco,
y el tiempo exige su tributo.

No temas ser radical por mala prensa que te hagan; quien no está concentrado en la raíz que lleva dentro pende al viento de las ramas quebradizas.

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Cuando las propias ideas tienen éxito, el primero en alzarse contra ellas debe ser uno mismo.

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Tolero que todos los pensamientos me resbalen bombardeándolos con las palabras exactas que los destrozan.

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Doble error hay en quemarse por la visión que nos quema por escapar. Y, con todo, de error en error resurgimos imponentes de las cenizas.

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Hacia la fabulosa madre de la materia. La pretensión materialista de explicar la complejidad de los fenómenos psíquicos por medio de flujos y trabazones neuroquímicas responde a una concepción tan reductora como la que podría haber en asignar el valor artístico de una obra de Bach a las propiedades físicas de la atmósfera a través de la cual se propagan las ondas. ¿Qué podemos enseñarles nosotros, los divergentes, a quienes frente a un cuerpo desnudo sólo ven la chicha tupida de los tejidos orgánicos? Su ceguera, peor que la patológica, deviene metodológica y, no obstante la objeción, siquiera a consecuencia de una etiología sumergida en las tinieblas naturales del más acá, aceptamos que la dinámica de los transmisores cerebrales es no menos importante para el comportamiento animal que la presencia de un medio adecuado para hacernos audible la música del genio barroco.

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No me convence el placer de los placeres simples que desatienden el simple placer de recrearse en lo intrincado.

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Y si más vale no ser que ser en contra de sí mismo, ¿a quién que no sea vale ese no ser?

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Hacerse valer por el nivel de compromiso social no sólo constituye un método eficaz para sacrificar el talento individual en beneficio de un idealizado bien común, es también un recurso habitual para que el creador inepto obtenga, gracias al prestigio de una causa ética, la recompensa que jamás hubiera logrado con sus méritos.

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Reputar intelectualmente a alguien en función de su moralidad es impropio de un juicio honesto y lo propio cuando se ostenta minúsculo entendimiento.

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Cree el mediocre que por transgredir las reglas se asemeja a los altos ingenios que bailan sobre ellas o saben inventar un canon para explotar a fondo su inspiración. Los mejores hacen siempre lo que quieren; los demás, ni aun queriendo, dejan de deber lo que hacen.

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Las culturas pobres en pensadores suelen ser fructíferas en amoladores de hombres. Nada extraño, puesto que uno de los mejores modos descubiertos para compensar carencias espirituales consiste en desarrollar el celoso cumplimiento de las doctrinas aceptadas por una época. Allí donde la potencia mental decrece, la moraleja florece.

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Todos los maestros que admiré murieron antes de que naciera, aunque persisten en mí de formas que difícilmente hubieran aprobado: esta ha sido, sin duda, la más dura lección para ellos.

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Las manos higienizadas, la sonrisa deslumbrante y el estómago de mierda a rebosar: antojos tiene el Zeitgeist. 

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Cada edad de la vida despliega su argumento de virtud y su vicio de autoengaño; diferenciar uno de otro nos ocupa no menos tiempo que confundirlos hasta el último aliento.

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A mis semejantes. Sobradamente subyugados por la pugna establecida entre la iluminación coalescente y la disolución nocturna en el vacío, el abrazo del escepticismo —por desgarrador que pueda sentirse— nos libera como la cima de un término medio que se alza en equilibrio sobre imponderables abismos.

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Confirmar la certeza de haber llegado tan alto que a partir de ese momento sólo cabe la fascinación de rodar montaña abajo con lo puesto sin obstáculos que impidan alcanzar la cuenca más sombría.

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Acero o colchón: he ahí dos actitudes extremas para encarar la vida, aunque ninguna tan resolutiva como tumbar el antagonismo sobre un lecho reparador con el calor de un arma al lado que mantenga a raya las pesadillas... o las consume.

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Frente a los desafíos de los que no puedes zafarte, la cobardía te increpa ¡lejos!, la petulancia que sueles tomar por coraje prorrumpe con un ¡más para más! y la templanza, cuando está presente, te serena con el vale al que debes las cicatrices donde late con nobleza la heráldica de tu espíritu.

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Aceptar lo inevitable, evitar lo inaceptable y, cuando ambos polos converjan en uno, revelarse inconcebible.

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De haber desdeñado el matojo en mitad de la calzada que me hizo reducir la velocidad del vímana, el gatito que vino después habría reventado bajo las ruedas. A este lance de buena fortuna unos lo consideran fruto del azar y otros coincidencia providencial, pero la lectura que se haga del hecho no modifica que el minino y hasta el mortecino rodamundos salieron indemnes debido a que mi reacción ante el imprevisto fue la apropiada, esto es, la menos realista entre las opciones disponibles: si ateniéndome a los datos inmediatos de los sentidos mi imaginación no hubiera anticipado en fracciones de segundo toda una serie de peligros supuestos, ahora, además de glosador, tendría un asesinato incrustado en el volante de mi conciencia.

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El mundo, con su morbosa tendencia a la homogeneidad, me obliga a orientarlo en diversos bloques y subgrupos, siendo el mayor de ellos el que separa a quienes han de cruzarse las caras en las curvas descritas por el madrugar y el trasnochar. Ambos pobladores del absurdo exhiben calamidades y ventajas específicas, pero es entre los que amanecen tarde a sí mismos donde uno puede dedicarse a menesteres imposibles de componer entre los diurnos, que siempre van sobrados de productividades y bullicios, pues su orden se basa en hincharse hacia fuera, al contrario que los otros, que viven más entre los pliegues de sus soledades, donde a menudo me sitúo como un frente que regresa de su templo con el chillido del alba al desangelado despertar de la mayoría.

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La algarabía producida por el hacinamiento de la información sobre cualquier minucia contamina a tales niveles el debate interior que no puede haber indicios de reflexión si no se duda gravemente de haber pensado alguna vez. Conminándose, Marco Aurelio nos conmina a echar fuera la opinión no invitada a transitar con nosotros, «porque ¿quién te impide echarla fuera?»

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Quizá no haya otra prueba de buen gusto que la de haber perdido el gusto por las cosas que hoy más gustan.

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A quien obsequia perlas a los puercos le crecen pocilgas por laureles.

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Sólo es respetable la certeza que tras haber yacido con el argumento que pretende refutarla se levanta preñada de evidencias virginales.

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Nadie está libre de la necedad de tener opiniones, y nadie que las tenga se sustrae a la negligencia de prestarles la máscara de su identidad.

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Entre maldades, mejor se padece el vicio de la fauna política revolcándose en sus codicias que la dadivosa costumbre de la policía repartiendo virtudes a golpes.

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Tened la seguridad de que si vuestras súplicas no son escuchadas por el Ser Eterno, algún Estado deseoso de ser omnisciente se encargará de registrarlas contra vosotros.

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Explorar las múltiples capas de la realidad es un arte y, en congruencia, los límites legítimos del conocimiento son los que el propio conocimiento descubre, no los que le cuadran a una sociedad construida sobre estados fiscalizados de conciencia.

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La iglesia, por no perder, va a la sombra del que gana; el que gana, para ganar, se deja prender por la banca; y es así, con tanto trato, que no hay truco para la banca, pues la banca siempre gana.

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El poderoso que quiere que lo amen propende a la tiranía más que aquel que simplemente cosecha odios; ansía una clase de adhesión que ni le pertenece ni puede corresponder, y cuando la consigue resulta tan adversa para el funcionamiento cabal de los ánimos involucrados como opuesta a la naturaleza desapasionada que debe tener un gobierno ajustado a lo que es justo.

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Si se desea que todo el poder resida en el pueblo, todo el pueblo estará absorbido en el poder y nadie disentirá del poder sin que el pueblo le declare la guerra. El perfeccionamiento de la democracia conduce al más asfixiante colectivismo, que es el modelo donde todos se consideran iguales porque sólo vigilándose por igual se soportan.

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Permanente fábrica de trastornos, secta omnipresente y atolladero para el que piensa más y más allá de lo que a otros conviene, la sociedad no se confía a quien no confía en ella por encima de sí mismo.

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Que cada cual reavive en brazos de la belleza las llamas que comparte con quien juega en la penumbra a alumbrarse de verdad. La magia de los amantes resplandece cuando se toman derramando lo que contienen y se extingue cuando se contienen acaparando lo que dan.

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Pondero el valor del esperma que día sí, día también, dedico al yermo, y me halaga que se considere apropiado para embellecer a las damas: dando realce a la tez lejos de las entrañas multiplicadoras, mis diminutos suicidas alcanzan una muerte luminosa.

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Lo mucho de lo poco que he vivido me demuestra que nunca pierdo nada, que todo lo que pierdo se aleja sólo de mí para dejarse hallar a su debido tiempo.

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Si me asegurasen que voy a morir en el menguado lapso de pocas noches o quizá en sólo unas horas, no incrementaría el pulso con la vida dándome a la voracidad de lo que no pude experimentar, ni me ocuparía de obtener viático de consolación por mis errores pasados: exiguas empresas son para la inmensa misión de acabarse sin estar acabado. Los recorridos más largos se hacen con pasos pequeños, y ningún asunto es tan importante que impida al espíritu seguro de sí abandonarse por no encontrarse donde se encuentra. De saber a la guadaña en la inmediata proximidad, creo que seguiría creando este párrafo hasta llegar al punto de mi final si así me lo pone el sentido de no sentirlo sino querido, que finalmente es hacer lo que se hace querer.


La Mort sur un cheval pâle de Édouard Ravel de Malval también me sirve de colofón para el recorrido imaginario de las dos vidas de Gonzalo Guerrero, el soldado español que se transmutó en Nacom o caudillo militar maya tras una serie de peripecias resueltas contra lo esperado. De él existen unas sugestivas memorias (con toda seguridad fraudulentas según mis fuentes) que, según parece, fueron rescatadas por el franciscano Joseph de Buenaventura, cuya existencia es asimismo discutible, e incluidas en el volumen Historias de la conquista del Mayab. 

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